miércoles, 23 de enero de 2013

A Vueltas con la fe
¿CREADOR, PADRE…?
 
Reflexiones sobre el intercambio de nombres o atributos entre las personas
de la Trinidad.
 “La fe de Sancho en Don Quijote no fue una fe muerta, es decir, engañosa, de esas que descansan en la ignorancia:   no fue una fe de carbonero… Era por el contrario, fe verdadera y viva, fe que se alimenta de dudas. Porque  solo los que dudan creen de verdad y los que no dudan, ni sienten tentaciones contra su fe, no creen de verdad. La verdadera fe se mantiene de la duda…”.
(Vida de Don Quijote, M. de Unamuno)

Desconozco quién ha sido el autor del “Señor mío Jesucristo”, ese acto de contrición que se enseña en las primeras oraciones a los niños, pero sería interesante conocer qué significado dio a esos dos atributos de “creador y padre” aplicados al Hijo. Teológicamente la prerrogativa de “creador” solo se atribuye a la primera persona de la Trinidad, añadiendo la paternidad al atributo de Creador. Lo curioso es que además de aparecer la paternidad en el “acto de contrición” que recogen los catecismos (en la Teología no se encuentra) aparece también en la literatura y en devociones populares desde muy antiguo.
A modo de ejemplo, si abrimos el “Cantar del Mío Cid”, la primera obra de la narrativa en lengua castellana, compuesto hacia el año 1200 d.C., nos encontramos con la oración que eleva al cielo doña Jimena pidiendo a Dios ayuda para Mío Cid, a fin de que puedan volver a verse antes de la muerte. Pues bien, en ella también llama a la segunda Persona de la Trinidad, “padre”, cuando dirigiéndose a Jesús, le dice:
“… de tu cruz a cada lado sendos ladrones están; / entra el uno en paraíso, pero el otro no entrará; / desde la cruz gran milagro hiciste, Padre eternal…”, (“padre eternal” o sea “padre eterno”). Y narra a continuación el milagro de la sangre que, recorriendo el astil de la lanza, cura la ceguera del soldado  Longinos. (Versos 416 al 556).

Hace muchos años dediqué unas vacaciones a recoger entre las gentes de Somiedo un “Devocionario popular”, mitad mantras orientales mitad invocaciones, a veces con visos de fórmulas mágicas, para cada situación o momento del día. Se publicó años después en el Boletín del RIDEA, nº 137. Fueron el vademécum espiritual de un sin número de cristianos de medio mundo. También en muchas de ellas aparece el atributo “padre” aplicado al Hijo. Remitimos a dicha publicación a quien se interese por una mayor información. Solo unos ejemplos sacados de algunas de esas “oraciones”:
 Padre de mi corazón, / perdóname mis pecados /que bien sabes los que son, y si me muero esta noche / válgame de confesión”. En otra se dice: “En el monte murió Cristo… Padre mío de mi alma… Padre mío, no merezco, /aunque alguna vez visito/ el Santísimo Sacramento… / Padre mío, todo es vuestro/ y un alma tengo emprestada / desde ahora os la ofrezco /para que viva y descanse en vuestro divino Reino. Amén”. Y una última: “… Jesucristo es mi padre, /santa María mi madre, /los ángeles mis hermanos /me llevaron de la mano,/ me pusieron cruz y enfrente /pa que el diablo no me tiente / ni de día ni de noche /ni a la hora de la muerte”. Amén

No sé si habrá sido por influencia del devocionario popular, pero atendiendo al nombre de muchas cofradías de Semana santa, diseminadas por media España el título más socorrido aplicado a Jesús Nazareno suele ser el de “Nuestro Padre” Por ejemplo las tenemos en Oviedo, en La Bañeza, en Monovar (Alicante), en Valladolid, etc. y por no ir tan lejos también en Avilés desfila la “Cofradía Nuestro Padre Jesús de la Esperanza (PP. Franciscanos).
Sin embargo el Evangelio es tajante en este punto. Jesús aconseja a sus discípulos que no llamen Padre a nadie a no ser a su Padre Dios: “Y no llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos. (Mt. 23, 9). Y cuando nos enseña el modo de orar, para dirigirnos a Dios, es a Dios no a Él, a quien llamamos Padre: “Padre nuestro que estás en el cielo…” (Mt. 6, 9-13).
Se han dado muchas interpretaciones, pero a un texto tan claro como este no debía sometérsele a interpretaciones; queden para otros lugares más oscuros. En el s. X, una sola palabra, (no “Padre” sino “Hijo” (filioque)), fue motivo de fuertes controversias y de la separación de la Iglesia Oriental. ¿Qué sucedería si llamaran Hijo al Padre, o al Padre: Espíritu Santo? Hoy la “procesiones” trinitarias apenas tienen incidencia en la fe de nuestros fieles.

Finalmente desconcierta un poco el hecho de que este título se atribuya al sacerdote llamándole padre, o al sumo Pontífice. No es aquí el lugar para estudiar cómo se introdujo entre los atributos del Papa. Pero aún desconcierta incluso más, el hecho de añadir al de la paternidad la santidad, con lo que de algún modo se canoniza al papa en vida, por el simple hecho de ser Papa. Así se viene afirmando desde que Gregorio VII lo introduce en los “Dictatus Papae” (año 1075): “El Pontífice Romano, si ha sido ordenado por una elección canónica, está indudablemente santificado por los méritos del bienaventurado Pedro” (23). O sea, que queda santificado o “canonizado” por el hecho de ser elegido canónicamente sucesor de Pedro. De ahí los títulos que se le dieron y siguen dando de “Santo Padre”, e incluso “Santísimo Padre”. Tampoco es muy afortunada la expresión “Santa Sede”. Es más bien la cruz, no una silla, el santo trono del Señor.

El análisis de nuestras creencias pudiera suscitar problemas de fe en algún fiel, pero es precisamente en esa capacidad de soportar dudas donde reside el verdadero cristianismo, como apunta M. de Unamuno. Estamos celebrando el “Año Santo de la fe”, y además el “Octavario por la unión de las Iglesias” por tanto cualquiera de estos temas teológicamente conflictivos merece una reflexión cristiana muy a fondo. Es preciso aclarar y purificar de continuo nuestra fe a base de Evangelio. Es el más eficaz y seguro detergente y lugar común para la unión. Y si la Real Academia de la Lengua tiene por lema el de “Limpia fija y da esplendor” con mucha más razón se podría aplicar el mismo lema a nuestras creencias tan proclives a mancharse con el polvo del camino de la Historia; bastaría simplemente con aplicar sobre cada dogma la palabra de Dios.