jueves, 24 de mayo de 2018


FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD 27-V-2018 (Mt. 28, 16-20) B

 Es ya bastante complicado creer en un solo Dios para que tengamos que creer que, a la vez de ser Uno, que sea también Trino. Y sin embargo es precisamente en ese misterio donde está el meollo y la clave de nuestra vida espiritual y de nuestra salvación. Muchos teólogos y muchos Santos trataron de explicar a su manera este misterio: San Hilario de Poitier en el s. IV escribió su tratado De Trinitate fundamentalmente contra los Arrianos (libro IV) los cuales negaban que el Hijo fuera Dios, por lo tanto no había lugar para la Trinidad. San Agustín y luego santo Tomás (que no se cansa de repetir que de Dios mejor podemos decir lo que no es que lo que es), define la Santísima Trinidad como “El que ama (Padre), el que es amado (Hijo) y el amor (Espíritu Santo)”, (libro VIII). En el año 1173 Ricardo de San Víctor escribe otro tratado sobre el mismo tema en seis libros. En el V habla de las procesiones de Dios con un curioso juego de palabras: “Una sola persona que no procede de ninguna otra, una sola persona que procede de una sola y una sola persona que procede de dos. Así, una da sin recibir (Padre), otra da y recibe (Hijo), y la tercera recibe sin dar (Espíritu Santo)”. Hubo otras muchas explicaciones, como la del abad cisterciense Joaquín di Fiore (s. XIII), que en el fondo no es más que una clara negación de la Trinidad puesto que para él, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son más que “tres revelaciones en el tiempo del mismo Dios que se manifiesta como Padre en el Antiguo Testamento, como Hijo en el Nuevo y como Espíritu Santo en la Iglesia”. Este Triteísmo fue condenado en el Concilio IV de Letrán.

Estamos ciertamente ante un dogma difícil, aunque a muchos cristianos les traiga sin cuidado. Como dice Gabriel Marcel acerca del dolor, también aquí se podría decir: más que de un problema se trata de un misterio. Y un misterio siempre sobrepasa el alcance de la razón teniendo que echar mano de la fe al carecer de otros medios. Y por eso aquí falla toda tentativa de querer explicarlo racionalmente tal como se vino haciendo con el clásico árbol de tres ramas, con el trébol, con el río de tres afluentes, con las tres dimensiones de un templo, con los tres estados del agua, con las tres vidas del hombre, con los tres colores fundamentales de la luz... o  con el tan usado, hasta en los dibujos de Máximo en un Diario nacional, del Triángulo Divino con un ojo en medio. No, aquí hay algo más profundo e inexplicable, aquí hay un misterio de amor, y por lo tanto hay algo  que sobrepasa la frontera de la razón y de las comparaciones.

Pero no pensemos que la Trinidad es un misterio exclusivo de nuestra Religión. En la India nos encontramos con algo parecido en la Trimurti del Hinduismo: En ella Brahma es el Creador, Siva el destructor (una explicación del mal en el mundo), y Visnú el conservador. Sin embargo otras creencias como el Islán eliminan todo rastro de Trinidad en Dios: “Alá es el único Dios y Mahoma su profeta” repiten una y otra vez; y en ellos es tan fuerte esta idea del Dios unipersonal y omnipotente que, según cuenta Abu Bakr, un día se acercó al profeta y lo encontró dormido. Volvió a encontrarlo de nuevo dormido pero a la tercera vez Mahoma se despertó para decirle: “Cualquiera que diga: No hay más Dios que Dios, y muera en esta creencia, entrará en el reino de los cielos aunque hubiese robado y pecado” -¿Incluso aunque haya robado y fornicado? insistió Abu Bakr. -Incluso aunque haya robado y fornicado”, contestó el Profeta. Por tres veces lo repitió y a la cuarta vez añadió: “Y tú te salvarás aunque desprecies a tal creyente”. Es admirable esta fe de roca en un Dios único. Ello recuerda la carta aquella que escribió Lutero desde el Castillo de Watburgo, donde estaba recluido, a Melancton: “Peca, y peca fuerte con tal que creas más fuerte, y alégrate en Cristo vencedor del pecado, de la muerte y del mundo; basta con que conozcas al Cordero que quita los pecados, aunque mil veces, recuérdalo, aunque mil veces mates y forniques en un día...”.

Actualmente podíamos decir que una fe que lo perdona todo es la de aquellos que tienen fe en la masa obrera, en el pobre que es reo de injusticias, en el mártir de la justicia, en el que es víctima de opresión y de la dictadura: aunque robe, mate y extorsione parece que su lucha real o imaginaria por la justicia lo justifica todo. En el mismo ateísmo se practica una fe y se reconocen ciertos dogmas. Así es curioso el paralelismo que establece el teólogo Charles Lowvy en su libro Cristo y Comunismo entre el Credo católico y el Manifiesto Comunista, entre la Trinidad divina y la tesis, antítesis y síntesis hegeliana, entre proletariado y el pueblo escogido de Dios, entre pecado original y la propiedad privada, entre la Iglesia y el partido, la Biblia y los escritos marxistas, el Reino de Dios futuro y el advenimiento de una sociedad sin clases, el Juicio final y la Gran Tarde, la confesión o penitencia y la autocrítica, la excomunión y la degradación por culpas cometidas, etc., etc. Es una Religión sin Dios pero con muchos y muy parecidos dogmas y prácticas. Y es que esta religión mundana y materialista es más fácil de entender y practicar que la espiritualista, ya que la moderna sociedad se inclina más hacia el pragmatismo ateo de Demócrito que hacia el idealismo de Platón. Y sin embargo, como dice Helmut Carl en su obra: Los secretos de la Materia: “La moderna física atómica zanja la antigua discusión entre Platón y Demócrito a favor de Platón: porque “detrás de la materia late una estructura espiritual que desconocemos...”.

Nuestra Trinidad es un misterio de Amor por lo tanto deberíamos preocuparnos no tanto de explicarlo cuanto de vivirlo. Creo que hemos perdido mucho tiempo en explicaciones. Para ello eran más prácticos que nosotros aquellos viejos párrocos de aldea. Cuentan que en una ocasión cierto cura joven trataba en vano de convencer a un moribundo sobre la racionalidad del dogma del Dios uno y Trino, pero no había modo. Tuvo entonces que acudir el anciano párroco. “Pero ¿qué es lo que te pasa, Antón?, le pregunta el sacerdote. -Pues nada, señor cura, que su coadjutor dice que si no creo en el misterio de la Trinidad no me salvo; y a mí eso de que sean tres y uno no me cabe en la cabeza”. Entonces el viejo cura le preguntó a bocajarro: “Pero vamos a ver, hombre de Dios, ¿acaso tienes tú que darles de comer? -Oiga, no, eso no...”, susurró el enfermo. “Entonces ¿qué más te da que sean dos, que tres, a ver? -¿Sabe usted que lleva toda la razón, señor cura?, creo, creo en la Santísima Trinidad....” repetía aquel descreído feligrés al tiempo que agonizaba. Sin llegar a estos extremos a veces nosotros tratamos de explicar nuestros misterios y lo único que hacemos es complicarlos más. Son abundantes las citas que avalan esta tesis. “No habléis de Dios” decía cierto predicador parisino a algunos de sus ayudantes, “...porque a veces el mismo nombre de Dios ha sido un obstáculo para acercarse a Dios”. Y “Dios es muy sencillo” decía san Juan Crisóstomo.

Juan Pablo I, ese gran Papa que sólo duró un mes, cuenta en una de las cartas de su libro Ilustrísimos Señores dirigida al escritor americano Mark Twaín: “El hombre es más complicado de lo que a primera vista parece. Todo hombre adulto encierra en sí, no uno sino tres hombres distintos. -¿Cómo es eso? te preguntaron. Y tú les contestaste: Mirad a un Juan cualquiera. En él se da el primer Juan, es decir, el hombre que él cree ser. Hay también un segundo Juan: el hombre que los demás ven en él. Y finalmente existe un tercer Juan: el que realmente es”.

No cabe duda de que también el hombre es una especie de Trinidad, de ridícula trinidad pero de Trinidad. Lo que cada uno piensa de sí y que sobrepasa siempre cualquier cálculo y cualquier realidad: siempre nos consideramos superiores a los demás. Como aquella babosa que se arrastraba sobre un monumento de piedra. Cuando miró hacia atrás y vio el rastro de baba que dejaba murmuró para sus adentros: “Ahora sé que voy a dejar mis huellas en la Historia” (Trilussa).
El segundo Juan, es decir, lo que los demás piensan sobre nosotros, es más fácil de adivinar y conocer. Del tercero cuenta León Tolstoy que en cierta ocasión estaba un cocinero matando una ternera y arrojó las vísceras a unos perros. Estos después de devorarlas ávidamente dijeron: “Qué bien guisa el cocinero”. Días después estaba pelando unas patatas y tiró las mondas fuera. Los perros se acercaron, las olieron y se alejaron murmurando: “El cocinero se ha echado a perder, ya no saber cocinar”. Pero él sabía perfectamente que a quien tenía que agradar era a su amo no a los perros. Este es el tercer Juan, el que es consecuente consigo mismo a pesar de lo que digan. Somos tres en uno, pero debe haber una íntima relación y armonía entre los tres para parecernos a Dios: el Juan que uno piensa de sí mismo, el que piensan los demás y el que realmente somos.

La herejía no está en creer en tres dioses ni en que hay mil, la herejía y el pecado está en la falta de amor. No es en la fe, es en el amor donde podemos encontrar alguna explicación. El amor hace de un  Dios trino un ser ÚNICO. Y lo mismo debería suceder en cada uno de nosotros, de esa forma, aun siendo millones, haríamos una humanidad divina  y única, al estar todos unidos por medio del amor.

miércoles, 16 de mayo de 2018


DOMINGO DE PENTECOSTÉS.- 20-V-2018  (Jn. 20, 19-23) B

          Cualquier sacerdote o cura de parroquia que hable a sus feligreses desde el púlpito cada domingo, en cada fiesta, funeral, boda o bautizo tiene que plantearse muchas veces la siguiente pregunta: Lo que decimos desde aquí, día tras día ¿sirve para algo?, ¿llega a la gente o sólo se trata de cumplir con una obligación más y cubrir un expediente?

Recuerdo aquel pasaje de la novela Diario de un cura de aldea de Geroges Bernanos (novela que vale por una encíclica) cuando el cura de Torcy le explica al protagonista lo que es un sermón. dice: “La palabra de Dios es un fuego candente... Hay sacerdotes que hablan largo y tendido y bajan del púlpito contentos... en realidad no han predicado, sino a lo sumo ronroneado [...] Por ejemplo, la famosa encíclica Rerum novarum de León XIII que vosotros leéis tranquilamente a la luz de los cirios como cualquier plática de Cuaresma, en mis tiempos creíamos que la tierra temblaba bajo nuestros pies... La sola idea, tan sencilla, de que el trabajo no es una mercancía sometida a la ley de la oferta y la demanda, que no se puede especular con los salarios ni con la vida de los hombres como si se tratara de trigo, de azúcar o café emocionaba las conciencias. Por haberlo explicado desde el púlpito a mis feligreses pasé por socialista y el Obispo me cambió de parroquia...”. Y es que decir las cosas con garra y que interesen jugándose uno incluso la reputación y el puesto no es cosa fácil.

El mismo hablar y que te entiendan ya es difícil (más aún si además pretendes que te hagan caso). Desde la antigüedad hubo siempre una preocupación en saber llegar a los demás, en saber hablar en público. Aristóteles escribe un tratado sobre el tema. Demóstenes, siendo un vulgar y simple tartamudo, logra a base de práctica y esfuerzo, ser un gran orador. Quintiliano escribe también su Tratado de Oratoria.  Más recientemente el Dr. Vallejo Nájera, nos dejó un hermoso libro titulado Aprender a hablar en público hoy. Sin embargo, y a pesar de todas las técnicas, el sermón fracasa si no está cargado de espíritu.

Hoy es el día Espíritu Santo, el día en el que conmemoramos el terremoto espiritual que sufrieron los apóstoles. La afrentosa muerte de Jesús en la cruz los había dispersado, Pentecostés los vuelve a unir, a reunir. La dispersión de fuerzas es el gran pecado del mundo, la unión es lo que crea el espíritu en una comunidad, en un organismo, en la iglesia o en un equipo de fútbol. Acaso por eso Jesús les hable del perdón de los pecados antes de enviarles el Espíritu Santo. Es decir, los quiere limpios de pecado y de divisiones, la división es el gran pecado del mundo y sobre todo de aquellos que se llaman cristianos, sean católicos, ortodoxos o luteranos.

“El pecado del mundo” es la desunión, la desunión de las familias, de los pueblos, de las creencias, la desunión del matrimonio, la desunión... cada uno pretende hablar con su lenguaje prescindiendo de que los demás nos entiendan o no. Ese es el pecado del mundo, la eterna Torre de Babel, no entendernos. A veces hasta da la sensación de que tenemos a gala hablar de modo que los demás no entiendan: surgen así las lenguas vernáculas, los sermones de corte escolástico, el lenguaje del científico, los ininteligibles términos médicos, los discursos de los políticos con su jerga típica: hablar y hablar sin decir nada como el sermón de nunca acabar. ¿Por qué no hablar un lenguaje que todos comprendamos sin esfuerzo? Es cierto que esto no es suficiente, los discursos no sólo deben mover la cabeza con el asentimiento, sino el corazón con la entrega y la conversión, es decir, no sólo deben convencer sino que deben convertir.

En la epístola de hoy hay una frase que recoge san Pablo: Jesús es el Señor ¡Cuánto en tan poco! Dicen que fue la fórmula abreviada del Credo que los primeros cristianos recitaban (no les daría tiempo a más) antes de ser devorados por las fieras en el circo, esa expresión vivida daba sentido a todo su discurso y a toda su vida.

“El pecado del mundo...” es la desunión, pero también, es la tristeza, “los apóstoles se alegraron de ver al Señor. Estamos tristes porque somos incapaces de ver al Señor. Nos falta fe. Tenemos miedo. Y así la juventud camina hacia la droga, hacia la delincuencia, el mundo camina hacia la guerra, hacia el terrorismo, hacia el paro y el hambre, sobre todo en ciertas regiones del planeta. El odio nos impide ver al Señor que es amor. En cambio a los apóstoles les llenó de alegría su presencia.

“El pecado del mundo...” es el egoísmo. Seguimos con las puertas cerradas como aquellos tres personajes de la obra de Jean Paul Sartre,Huis clos”, atrapados en la habitación de un hotel en donde, ante la imposibilidad de convivir unos con otros, Garcín, el periodista desertor, pronuncia aquella tremenda y célebre frase: “El Infierno son los demás”. Precisamente lo contrario de lo que sucede en el Cenáculo: los demás son mi salvación. Y esto porque seguimos con las puertas cerradas; sobre todo las del corazón, y de ese modo Jesús no puede entrar. Cerramos nuestras entrañas al prójimo. Cada uno que se arregle como pueda. Y si podemos estafarlo lo estafamos sin miramientos ni reparo de ningún tipo, sin darnos cuenta de que el daño, tarde o temprano, se volverá contra nosotros.

No sé de qué autor es un cuento titulado La gran fiesta. Esta iba a tener lugar el último día del año. Para que no resultara tan costosa, cada vecino se comprometió en llevar a una bodega un cántaro de vino y vaciarlo en la gran cuba de roble que estaba allí dispuesta para el caso. Poco a poco la gente fue acudiendo y la cuba se fue llenando. Por fin llegó el día esperado, engalanaron la bodega, se vistieron todos los lugareños con sus mejores galas, la música sonaba vibrante en la explanada bajo los castaños centenarios. Y dio comienzo la fiesta. Pero al abrir la espicha del bocoy en vez de vino salió un chorro de agua. ¿Qué había sucedido? Que el diablo le había soplado al oído de cada uno: “Tú no eches vino, te basta con un cántaro de agua, entre tantos ¿quién lo va a notar? Pero como todos cayeron en la tentación todos quedaron estafados y la fiesta no se pudo celebrar.

“El pecado del mundo...” es la desunión. Sálveme yo a costa de quien sea y como sea, y los demás allá ellos. Nos falta espíritu de colaboración y de solidaridad. Un día se dijo en el Congreso europeo que los pueblos se hacían cada día más duros e insensibles a las desgracias debido a su constante repetición. Perdemos pronto la capacidad de asombro. Nos falta espíritu y lo que nos queda es caminar a golpe de sentimiento, pero el sentimiento dura poco.

Nos falta espíritu de fraternidad y eso es un pecado. Por eso no nos entendemos y hablamos cada uno en nuestra jerga particular y egoísta, en nuestro Bron. Decían antes nuestros viejos caldereros de Miranda que para poder vender y subsistir había que “sinar al payo” (e. d. engañar al cliente). Y qué bien hemos aprendido la lección: estafar, engañar al payo está a la orden del dí, pero no para sobrevivir, no, sino muchas veces por avaricia, por mero deporte o egoísmo.

“El pecado del mundo...” es la falta de paz. El hombre en su egoísmo ha caído en el pozo de su propia miseria que es el más hondo y peligroso de los pozos, incapaz de estar fuera de sí de alegría, incapaz de hallar la paz, estando asediado por la angustia, el miedo y la tristeza.  Y sin embargo uno de los dones del espíritu es la paz y la vida interior.  Como dice Rudolff Ch. Eucken en su conocida obra: Los grandes pensadores: “En los pueblos, igual que en los individuos, hay que trabajar incansablemente si queremos superar felizmente la crisis actual (se refiere a la de  primeros de siglo XX). Lo que más necesita y con más urgencia la Humanidad (para conseguir esa grandeza) es el cultivo de la vida interior...”. Son palabras que deberíamos meditar largamente. Porque esa vida interior es fruto únicamente del Espíritu de Dios. No hay más camino. No en vano se representa al Espíritu Santo en forma de paloma, derramando sobre el mundo una lluvia de fuego y un viento de luz impetuoso que vivifica las almas. Hoy en cambio, las palomas de la paz de las potencias mundiales, son esos bombarderos que también hacen caer sobre el mundo otro espíritu de fuego exterminador, el fuego de las bombas y de la metralla, el fuego letal y sembrador de odios, de miseria y de destrucción.

El espíritu es el único capaz de transformar el mundo, de cambiar nuestras vidas, de dar y de entregarse. A Él debemos acudir al santiguarnos, al oír misa... porque ¡cuántas veces lo invocamos, por ejemplo aquí, durante la Eucaristía...!: “Te pedimos que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y sangre de Cristo”, al recitar el Credo: Creo en el Espíritu Santo. No hay que cesar de invocarle a todas horas a fin de que nos cambie en hombres diferentes y cambie también las cosas, la faz de la tierra, en una tierra y en unos cielos nuevos. Y a Él debemos acudir, incluso cuando nos parezca que pedimos imposibles. Podríamos recitar entonces la oración de aquel cristiano que decía: 
“Espíritu Santo, dame fuerza y valor para cambiar lo que no puedo aceptar, para aceptar lo que no puedo cambiar y sabiduría y tacto  para distinguir una cosa y otra”.

viernes, 11 de mayo de 2018

ASCENSION DEL SEÑOR. 13-V-2018 (Mc. 16, 15-20) B

       Hay en la Naturaleza un lenguaje oculto y simbólico que el hombre ha ido asimilando poco a poco a su modo de expresarse. Así el concepto de muerte se relaciona con todo lo que cae: la piedra, el árbol, el rayo.... y el concepto de vida con todo lo que sube: la savia, el sol en el horizonte, el humo... Hasta los sonidos de las cosas parece que emplean un lenguaje semejante al del hombre: el viento que se queja, el trueno que asusta ¿O sería el hombre el que, oyendo estos sonidos, los incorporó a su lenguaje?  Incluso las máquinas cuando se las fuerza, emiten sonidos como si sufrieran y padecieran, v. g. el sonido del camión sobrecargado que sube pesadamente la pendiente, o un simple frenazo en seco...; pero cuando el motor trabaja holgado hasta parece que canta. Pues este modo de entender e interpretar nuestro entorno lo aplicamos también al mundo del espíritu y a ciertos hechos de la vida de Jesús.

Hoy celebramos su Ascensión. “Subir a los cielos” equivale, en este lenguaje simbólico, a ampliar el horizonte, a superar la dimensión humana. Por el contrario cuando decimos que “descendió a los infiernos” o de la cruz, o que bajó de los cielos, estamos concretando su acción. Y lo mismo sucede con los verbos marchar y venir: “me voy y vuelvo”. Se va físicamente pero se queda espiritualmente de otra forma, entra en su Reino, entra en un tiempo santo, perfecto y definitivo después de haber salido de un tiempo caduco, profano y perecedero. Los apóstoles no lo volverán a ver andar sobre la tierra, pero notarán, notaremos su presencia viva actuando en nuestra existencia. Para ello es preciso avivar, poner en marcha la fe. “El que crea y se bautice se salvará”, e. d., entrará en el Paraíso, trascenderá el tiempo y el espacio, llegará al cielo.

La fe no es ni más ni menos que “trascender lo que vemos”. Para un vulgar judío Jesús no era sino un hombre, como para muchos hoy. Los Apóstoles estaban mirando al cielo, en posición vertical. Dios cambia su actitud para que miren en dirección horizontal, es decir, mirar a los demás, a derecha e izquierda, y poder así enviarlos a abrir nuevas rutas a la fe, a sembrar su mensaje entre nuevos hombres, a descubrir nuevas perspectivas, a predicar fraternidad. Los apóstoles fueron mucho más allá, vieron, descubrieron en Jesús al Hijo de Dios. Como dice Saint-Exupéry en El Principito: “He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos”. Recuerdo haber visto en el aeropuerto de Barajas, en uno de los muros bajo unos grabados en piedra, una frase que explica algo de esto. Decía poco más o menos: “Lo visible es lo que se ve de lo invisible”. En efecto, detrás de lo que vemos siempre hay un más allá, un más arriba que no vemos. Lo veremos con tal que tengamos fe para descubrirlo, y abramos los ojos del corazón para buscarlo. Es el mismo Jesús, por boca de los ángeles, quien nos lo pide: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Id por el mundo y predicad el evangelio...”, es decir, echar a andar más allá, más adelante, más arriba, más lejos...
 Y nos pide que nos pongamos en marcha haciéndolo a Él presente entre los hombres. Por eso estuvo entre los suyos durante cuarenta días, no para organizar su Iglesia, eso fue algo muy posterior, sino simple y llanamente para hablarles del Reino de Dios, que no es lo mismo que la Iglesia. La Iglesia es la materialización del Reino, el Reino es el espíritu, el espíritu de Cristo basado en la fe, “el que crea y se bautice...”.

Y hoy más que nunca hay que tener mucha fe, hay que re-volverla, regresarla, re-encontrarla, a pesar de que el mundo nos brinda a cada paso desconfianza. “No te fíes”, nos murmuran al oído. Siempre recuerdo aquella anécdota que no por conocida es menos elocuente, del padre que, al despedir como emigrante a su hijo a la puerta de casa, y al pie de la escalera, le dice: “Mira allá abajo... ¿qué es lo que ves?”. Y mientras el hijo se doblaba deseando descubrir el misterioso objeto, el padre le dio un empujón y lo tiró al camino rompiéndose una pierna. Cuando el hijo se levantó se quejó amargamente: “¿Por qué me has engañado, padre, por qué me has hecho esto?”. La respuesta no se hizo esperar: “Para que no te fíes ni de tu padre, hijo mío, ¡ni de tu padre...!”. Humor negro, desde luego, pero de esa forma es como piensa el mundo. Sin embargo, en cristiano, no se puede ser así, hay que dar un voto de confianza a las personas. Tener fe en Dios es también confiar en la gente, aunque nos fallen. Hay que empezar alguna vez, incluso perdiendo.

Cristo aunque haya subido al cielo, sigue estando presente, presente de otra forma, en su Iglesia, en su palabra, entre los pobres. Lo más importante que hay en el mundo es el hombre, más que las estrellas, más que las fronteras, más que la patria... el hombre, cualquier hombre. Con Cristo el hombre adquiere una nueva dimensión. Dios se hace hombre, un hombre que muere, resucita, y se sienta a la derecha de Dios. Tenemos ya al hombre semejante a Dios. ¿Cómo caer en la cuenta de estas verdades? ¿Cómo mentalizarnos de que somos “raza divina, estirpe de dioses”, que decía san Pablo a los atenienses? Es difícil, porque para escalar el cielo y sentarse a la derecha de Dios antes hay que pasar por la humillación y el Calvario. Un árbol sólo puede crecer y tener altura en la medida en que profundice en la tierra oscura y fría y eche en ella hondas raíces.

No podemos “encielar” a Dios, ni “enterrar” al hombre. El hombre-Dios, enterrado ya resucitó y subió a los cielos. El Dios-hombre "encielado" ha bajado a la tierra y se encarnó... Cristo, aunque subió a los cielos, no se fue... ¿Dónde está el cielo para ir a él? No es tanto ir a él como que venga él a nosotros. Lo pedimos cada día: “Venga a nosotros tu Reino”, En el drama del escritor alemán Gerhard Hauptman titulado “La ascensión de Hannele” una muchacha de catorce años, para librarse de la persecución del borracho de su padrastro se tira a un estanque helado creyendo alcanzar así el Paraíso. Unas almas piadosas la salvan y la llevan al hospital. En medio de la fiebre y el delirio Hannele contempla el mundo puro que anhelaba, ve a su madre que la ayuda y unos ángeles que la transportan en volandas a una ciudad maravillosa. Mientras es llevada despierta y se encuentra de nuevo en la cama de un hospital destartalado donde muere. Pero eso es como nos lo pintan los poetas. El cielo hay que construirlo aquí abajo. No tenemos por qué subir nosotros al cielo, es el cielo el que tiene que venir a nosotros: “Venga a nosotros tu Reino”, nos enseñó a decir Jesús, y en el Credo recordamos que: “desde allí ha de venir a juzgar”.

Va a venir, está viniendo... Y si nos encuentra con las lámparas de la fe encendidas nos reencontraremos con él en esa patria sin fronteras de lugar y tiempo: el Paraíso, para la gran fiesta final. Así lo representó Ticiano en su famoso cuadro que se puede ver en el Palacio del Duce de Venecia, titulado “El Paraíso”, un cuadro gigantesco, en el que se pueden contar hasta 1.200 personajes. Alguien comentó: “Se parece más a una romería popular que al cielo que yo me imaginaba”,  sin caer en la cuenta de que el cielo debe de ser algo así, una fiesta más que nada, regocijo eterno, no según nuestra forma terrenal sino basado en una paz alegre y profunda, eternamente nueva.
 Cuentan de este mismo pintor, Ticiano (1477-1578), que en una ocasión hizo una gran cena. Quería que la gente hablara, comiera, se divirtiera y lo pasara bien. Pero los comensales iban más en busca de honores y de ostentar sus galas, en una palabra, de aparentar, que de tomar parte en el banquete; de ahí que luego criticaran la cena de insulsa y pobre. Enterado el pintor preparó poco después otra gran cena y sólo puso la mesa y los manteles. En la chimenea ardía un gran fuego. Cuando los comensales, un tanto desconcertados, se habían sentado ya a la mesa, apareció él con un carísimo vestido regalo del emperador, y con uno de sus mejores cuadros en la mano. Entonces, arrojando ambas cosas al fuego, les dijo: “Cada una vale más de 5.000 escudos. No os quejaréis ahora de que la cena ha sido barata y poco interesante...”.

           Cristo volverá para la gran fiesta, para la gran hermandad final, eso que algunos llamaron "la gran tarde". Entretanto los cristianos debemos hacer todo lo posible por salvar al hombre en particular, en vez de soñar en ser salvadores de la Humanidad; mirar al cielo sin perder de vista el horizonte, y no quedarnos en esa postura eternamente, sino echar a andar, para recorrer todos los caminos y llevar la buena nueva, haciendo nuevos cristianos por medio de la fe, acercando nuevos comensales al banquete del reino, al banquete (ágape) del amor cristiano. Amor no es enamorarse, pues puede uno estar enamorado y sin embargo odiar. En el amor cristiano no cabe lugar ni para el odio ni siquiera para el poco amor, eso es incompatible con nuestra fe. Este Domingo de la Ascensión hemos venido una vez más a la iglesia a celebrar la presencia de Jesús entre nosotros. Los cristianos nunca deberíamos olvidar aquella frase de León Tolstoi: “El único templo verdaderamente sagrado y santo es una congregación de hombres unidos por amor”. Es verdad, y es en ese templo donde mejor podemos prepararnos para la venida del Espíritu Santo que celebraremos, Dios mediante, el próximo domingo. JM.F.

jueves, 3 de mayo de 2018


DOMINGO VI DE PASCUA.- 6-V-2018 (Jn. 15, 9-17)


Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Hay un hecho que a uno siempre le ha llamado la atención: cuando queremos que una persona sea más perfecta, mejor cristiano... lo primero que se nos ocurre es enviarlo a un centro de formación, a unas conferencias, proporcionarle unos cursos de teología... pero nunca pensamos en la alternativa de enviarlo un mes a un barrio pobre, a trabajar entre aquellos que viven en chabolas a ejercitar el amor, la caridad, como si el saber mucha teología y estar bien informado fuera más importante, (desde luego es más fácil), que ejercer el amor al prójimo. 
Y sin embargo la Biblia no deja lugar a dudas: “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros”; un amor que no se para sólo en el amor al prójimo en general, sino que rebasa esa barrera, y exige incluso amor a los enemigos, porque, -y son palabras de Jesús-, “si amáis a los que os aman ¿qué mérito tenéis?, eso lo hacen también los gentiles”.  Debería ser objeto de análisis por nuestra parte el concepto del amor, a la luz del Evangelio.

Los amigos escasean. Basta escarbar un poco en nuestras vidas, basta abrir los libros de algunos pensadores. Decía el año 1914 Eugenio D´Ors en una conferencia, titulada: De la amistad y el diálogo: “El español tiene incapacidad específica para el ejercicio de la amistad. Somos amigos cuando lo somos, como podemos ser castos cuando lo podemos ser: por obra y gracia de la dominación”. Una observación que se podría aplicar perfectamente a los cristianos y al amor fraterno. 
Sin embargo para cualquier pensador la amistad es un valor que sobrepasa en importancia a todo lo demás. Para Aristóteles “la amistad es lo más necesario de la vida”. Platón dice a Litis: “Puedes creerme, pero prefiero un amigo a todas las tierras de Darío. Tan grande es mi ansia de amistad”. Y de Cicerón es la frase “Sin amistad no hay vida digna de hombre libre”. Para G. Marañón es el primer grado de parentesco, porque -añade- “hay hermanos que no son amigos, pero un amigo siempre será un hermano”. Para el filósofo Joseph Waldo Emerson “la amistad debería ser objeto de una veneración verdaderamente religiosa porque sólo quien de veras ha aprendido la ética de la amistad puede aprender la lección de la vida con profundidad”. Hasta Federico Nietzsche llegó a decir: “Sé por lo menos enemigo. ¿Eres esclavo? No puedes ser amigo ¿Eres tirano? No puedes tener amigos”.

Y entre esos extremos nos debatimos: entre la tiranía del egoísmo y la esclavitud de las pasiones. Una buena solución es la aportada por Martín Buber: la amistad consiste en decir tú”. Pero este altruismo es muy difícil debido al tremendo egoísmo que nos envuelve. La amistad por la amistad, ese amar al prójimo como a ti mismo brilla en nuestra sociedad por su ausencia.  Lo curioso es que todos estamos convencidos de que esa sería la solución de muchos de nuestros problemas, tanto íntimos como de convivencia, en los que estamos inmersos, y sin embargo da la sensación de que estamos condenados a ser incapaces de llevarlo a la práctica.

Nos empeñamos en meter en la cabeza de la gente teorías, dogmas, ideas, mandamientos, teología, catecismo... cuando lo que en verdad deberíamos inculcar en mitad del corazón es amor, amistad, fraternidad... Por eso no vendría mal reflexionar de vez en cuando sobre la amistad y el amor. En otras religiones, sistemas filosóficos e ideologías la idea fundamental es para unos la justicia social, para otros el dominio de sí mismo, o la lucha de clases, o el culto al sol... En el Cristianismo es el amor fraterno. Y cuando esto se olvida o adultera falla la misma esencia de la fe. Dios es amor, y basta. Todo lo demás es querer andar por las ramas.

Nos alejamos de esta verdad en primer lugar:
1).- Cuando el amor se institucionaliza. La Institución nos hace caminar dentro de un orden, pero descuidamos lo esencial que es precisamente la entrega a los demás. Y esto nos viene fallando desde el principio. En la primera pareja, la de nuestros primeros padres Adán y Eva, se dio la primera manifestación de amor humano, sin embargo cuando le llega el momento a Adán de demostrárselo a su mujer, después del primer pecado, Adán en vez de defender a Eva se dedica a acusarla ante el Señor: “la mujer que me diste por compañera me engañó”. Hubiera sido tan caballeroso y elegante una defensa a ultranza, a lo Romeo y Julieta, en la que se dijera algo como: “quiero ser yo el responsable y cargar con el castigo; pero a ella, Señor, no la castigues...”, puesto que el verdadero amor es aquel que incluso da la vida por el ser amado. “Nadie ama más que aquel que da la vida por sus amigos”, dijo el Señor.

2).-Cuando las obras de caridad, que llama el catecismo de misericordia, se institucionalizan también pierden en amor; así enseñar al que no sabe se hace en Colegios, consolar al triste...: para eso están los psicólogos, corregir al que yerra: lo hace la policía, visitar a los  enfermos: debe ser en Hospitales con tarjeta y a horas fijas, dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y dar posada al peregrino: lo hace una institución que se llama Cáritas, enterrar a los muertos, si no tienen quien: es cosa del Ayuntamiento...  Ese es el mundo feliz en el que nos cupo “en suerte” vivir.  Como dice Aldoux Husley: “la felicidad del futuro ya no será el amor sino el consumo, la capacidad física y económica para tragar kilómetros de vídeo, litros de alcohol, kilos de información, droga, turismo y sexo...”.

3).-Finalmente perdemos el sentido del amor y de la fraternidad humana cuando el hombre no sólo evita practicar algunos deberes cívicos de primer orden como el ayudar a un herido en un accidente, llamar a un Policía en un atraco, defender a un transeúnte de un agresor injusto... sino que teme hacerlo por las consecuencias jurídicas, papeleo y burocracia a que se verá luego sometido; e incluso hasta correr el riesgo de tener que cargar con la responsabilizado si da parte del hecho. Así es el mundo que estamos fabricando y en el que debemos desenvolvernos.
 Aquel “Dios se lo pague”, o aquel ayudar al prójimo 'por amor de Dios' pasó a la historia. Hoy solo priva lo rentable. Y sin embargo tendríamos que darnos cuenta que el mundo sólo podrá sobrevivir si en él reina el amor. Y solamente nos podremos seguir llamando cristianos si practicamos el amor, porque Dios sólo permanece en nosotros si tenemos amor Dios. Este es el mensaje del evangelio de hoy, este es el mandamiento que Jesús nos trajo: “que os améis... el que ama permanece en mí... Vosotros sois mis amigos”Pero esto sólo se consigue con la práctica, con las obras no con palabras: Obras son amores. Lo curioso es que son cosas que todos sabemos pero muy pocos ponen en práctica.  A pesar de saber que es el mandato por excelencia de Jesús seguimos siendo egoístas, chismorreos y fastidiando al prójimo. Y una conducta así se podrá decir que es la de miembros de una secta conocedora acaso de muchos dogmas, llena de ritos y creencias, pero ¿se nos podrá de verdad llamar cristianos, y decir que nos amamos de verdad los unos a los otros? Jesús una vez más en este domingo de primavera nos invita a la amistad. ¡Escuchémosle! ¡Qué hermosa sería entonces nuestra vida. El escritor francés Julien Green, convertido al Catolicismo en 1916, escribía en su Diario en 1928: “Si tuviera que partir esta noche y se me preguntara qué es lo que más me conmueve de este mundo diría, quizá, que es el paso de Dios por el corazón de los hombres. Todo se pierde en el amor, y aunque sea verdad que seremos juzgados según el amor, es igualmente indudable que seremos juzgados por el amor que no es otro sino Dios. Yo creo que si se diera el nombre de Mal a la falta de caridad en vez de abrumar al pobre cuerpo humano con tanta maldición se haría zozobrar a todo un falso cristianismo y al mismo tiempo se abriría el Reino de Dios a millones de almas” (Años 1928-1958.  Tomo V, pág., 361).

Es decir que el único problema serio que realmente debería afectarnos tendría que ser la caridad fraterna. ¿Qué quiere decir cristiano? pregunta el Catecismo. Y responde: Discípulo de Cristo. ¿En que se conoce a los discípulos de Cristo? pregunta el Evangelio.  En que os amáis los unos a los otros, añade. Pues eso. Todo lo demás son ganas de marear la perdiz , es puro andamiaje. El amor se demuestra no sólo con palabras sino con obras: “si hacéis lo que yo os mando...”. Y amar a Jesús no es volver a decir lo que Él hizo sino hacer lo que él dijo.  JM.F.