miércoles, 10 de junio de 2020


CORPUS CHRISTI.- 14-VI-2020 (Jn. 6, 51-59)


          Cuentan que a la muerte de una condesa húngara llamada Rhedey el año 1804, encargaron el sermón o discurso fúnebre a su amigo el poeta Mihály Csoskonái Vitéz, con el fin de que las honras fúnebres tuvieran más realce. De ordinario se solía escribir, para estos casos, un canto que consistía en unos versos populares dirigidos más bien a la familia. Pero Csoskonái en vez de componer una obra oratoria al uso compuso un poema “sobre la inmortalidad del alma” en el cual narraba la desesperada lucha que mantiene el alma ante la muerte y el “más allá”.
 El poema empieza parafraseando a Hamlet: “Ser o no ser, esa es la cuestión”. Luego hace una contraposición entre el hombre a la naturaleza. Ésta da testimonio de Dios por medio del orden y de la belleza. Contemplando el modo de comportarse de los hombres, a veces inhumano y bestial, parece que se niega dicho orden y belleza. Y sin embargo -añade- hoy no hay pueblo, ni tribu, ni nación en el mundo que no tenga adoradores y creyentes en Dios: “Cuatro mil millones de hombres, -grita- ¡qué hermosa compañía!”, y además que, a pesar de ser así el hombre es inmortal. Leyendo Csoskonái su poema cogió una pulmonía que lo llevó al sepulcro. Fue como una ironía, como una de esas paradojas que nos juega el destino, acaso para mostrar en vivo la tesis que acababa de proclamar en su poema: “aunque haya muerto seguirá entre nosotros, y está contado entre los inmortales de su patria”.
Todo hombre tiene dentro de sí esa semilla de inmortalidad y a ella aspira de una u otra forma. Todo hombre lucha por sobrevivir, por la supervivencia y por la inmortalidad. Dice Miguel de Unamuno: “Si tengo sed es porque existe el agua, si tengo hambre es porque existe el pan, y si tengo sed de eternidad es porque tiene que existir, me es debida, es que la necesito..., merézcala o no, la ne-ce-si-to...”, recalca.
Unos escriben obras inmortales, otros conquistan imperios, otros tratan de erigirse monumentos imperecederos, e incluso algunos cometen mil excentricidades, como aquel que se tiró al volcán Etna para que la gente creyera que había sido arrebatado por los dioses al Olimpo. Tal es el hambre de inmortalidad de los humanos... Pues bien, Jesús nos promete esa inmortalidad si nos alimentamos con su Cuerpo: “El que coma este pan vivirá para siempre”. Pero es necesario empezar esa labor de vida eterna, aquí. “¡Cuatro mil millones de hombres! -grita Csoskonái- ¡qué hermosa compañía!”. Y así debería ser. Pero para lograrlo no queda otro camino que fomentar la unión, la comunión, la comunicación... y eso lo hace con creces el sacramento de la Eucaristía. Desgraciadamente da la sensación que el hombre está empeñado en sembrar a lo largo y ancho del planeta desunión, guerra, soledad, confrontación, violencia y sufrimiento. Como es lógico de esa forma nunca llegaremos a la vida y menos aún a la inmortalidad, ya que todos ellos son caminos que llevan irremisiblemente hacia la muerte.
Hemos hablado tantas veces sobre la Eucaristía, acerca de la santa Misa y de la Comunión... Hemos dicho tantas veces lo importante que es “venir a misa”, no a cumplir con una ley, no a entrar y rezar en un lugar llamado templo sin más, sino a llevar a cabo un encuentro, un reencuentro con Dios y con el prójimo. De no ser así sería suficiente oír misa por radio o por televisión, pero ahí no hay encuentro, por eso no se cumple. Hay que “venir a misa...”. Cristo nos manda tomar parte activa en el banquete, tomar y comer. Los primeros cristianos celebraban la Eucaristía, o ágape como ellos decían, en las casas.
San Pablo en su tercer viaje, al pasar por Tróade el día primero de la semana, es decir un domingo, parte el pan con los cristianos de aquella comunidad, o lo que lo es lo mismo, celebra con ellos la Eucaristía. Alarga el sermón bastante. Tampoco debía de ser muy interesante puesto que un joven que lo estaba escuchando, sentado en el alféizar de una ventana, se durmió y se calló a la calle con tan mala suerte que se mató. Pablo al darse cuenta suspende la reunión, baja y le devuelve la vida (Hech. 20, 10). Fue una de las primeras misas de las que hay constancia en el Nuevo Testamento.
El año 150 san Justino describe la Misa de su época y escribe que duraba varias horas. Él fue el primero que dice que los cristianos, una vez que rezaban las palabras del padrenuestro: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, se daban entre ellos el “beso de la paz”.
En el s. XI se había perdido la costumbre de comulgar con asiduidad. Se hacía seis o siete veces al año, y no todos los cristianos. Este alejamiento de la Eucaristía no enfrió sin embargo la fe de los creyentes. Y así en el s. XII se pretende suplir la comunión sacramental por la comunión espiritual, y se esfuerzan al menos en ver la sagrada forma, y en ver el cáliz sagrado y adorarlo. Este movimiento culminó con esa gran fiesta de la Sacramental que hoy celebramos. La promueve Santa Juliana de Lieja (+1258) debido a unas visiones que, según manifestó, había tenido. Su Obispo establece la celebración en su diócesis el año 1246. Finalmente el año 1264 el Papa Urbano IV la hace extensiva a toda la Cristiandad.
La procesión que se hace por las calles llevando en manos el Santísimo arranca del 1279. El Oficio del Corpus lo compuso nada menos que santo Tomás de Aquino. Es en el Concilio IV de Letrán donde se establece el año 1215 la confesión de los pecados mortales por lo menos una vez al año y comulgar por Pascua de Resurrección.
Finalmente hasta el Concilio Vaticano II se decía la Misa mirando al Oriente, por donde sale el sol, pues de allí nos llegó la luz de la salvación, también con el fin de pedir por los Cruzados que en aquellos años mil luchaban por librar los santos lugares del dominio musulmán. Hoy nos hemos vuelto cara al pueblo y se dejó el latín por la lengua vulgar que usa la gente. También hoy se vuelve a frecuentar más la Comunión tras unos años de ausencia, quizá debido a la influencia de los jansenistas que predicaban que había que acercarse a comulgar completamente limpios de toda culpa.
Debemos comulgar, claro que sí, pero no sólo con el pan eucarístico, debemos comulgar del mismo modo con el Evangelio y su mensaje, con los pobres y enfermos, con Jesús y sus ideas que también son pan y alimento de las almas.
A veces declinamos la invitación a acercarnos a la mesa del Señor y luego no tenemos inconveniente alguno en “comulgar con ruedas de molino”. Y Jesús aunque se sobreentienda no nos mandó: sed justos, practicad el orden y la equidad, sino: amaos. Y esto en el mundo brilla por su ausencia.
¿Cómo es posible que en una sociedad que se llama cristiana existan legalmente sueldos, fichajes, ganancias super millonarias, y que haya personas que trabajando día y noche, apenas ganen para mantener la familia? ¿Cómo es posible eso entre aquellos que presumen de seguir a Jesús? Ya no pregunto si eso es amor, no, hay que preguntar si ese sistema que respalda tales diferencias, es justo.
Mil quinientos científicos, 99 premios Nobel de 70 países han manifestado que mientras sigamos gastando en el mundo un billón de dólares al año en armamento y no entreguemos ni siquiera ese 0,7 % del producto nacional para solucionar los problemas del hambre y de la miseria del planeta, terminaremos mal.
¿Cómo podemos permitir ver cada día por TV a miles de niños que se mueren de consunción y de miseria y no estallar de indignación y echar a correr en su ayuda, ¡pero ya!, pues el hambre no puede esperar ni un día? Y luego celebramos asambleas, congresos, comuniones, bodas con gastos superfluos sin medida..., mientras hay millones de hermanos con la mano extendida pidiéndonos, sin recibir nada.
Cuenta una leyenda eslava que el monje Demetrio un día oyó un aviso: Dios te espera detrás de la montaña. Él echó a andar, pero por el camino encontró a un hombre herido y medio muerto. Le socorreré al regreso, pensó, no puedo hacer esperar a Dios. Llegó al lugar concertado al atardecer, pero Dios no estaba allí...
-¿Cómo? si me dijo que me aguardaba aquí.
-Pues no, le respondieron, tuvo que salir corriendo a auxiliar a un hombre herido que agonizaba en el camino por donde viniste.
Dios es amor. Y la Eucaristía es eso: un encuentro de amor, de caridad... “Cuatro mil millones de hombres ¡qué hermosa compañía!” decía Csoskonái. Pero cuando brilla por su ausencia, ya no el amor sino la justicia, también cabría decir: “cuatro millones... ¡qué triste soledad!”.
Hoy es el día del Corpus y un día dedicado a recordar Cáritas. En tiempos normales había procesiones y manifestaciones multitudinarias en muchas parroquias y ciudades, hoy suspendidas por razones de la epidemia. Hasta ahí todo bien, pero mientras un pobre en cualquier rincón del mundo esté muriendo de hambre, de enfermedad o de miseria, ese Cristo que tratamos de honrar en los templos o aplaudir en Congresos o pasear por las calles acaso estará muy lejos de esos lugares ayudando a un moribundo que gime y pide ayuda al borde del camino...
Una verdad tan claramente expuesta por Jesús y ¡qué trabajo nos cuesta comprenderla! Ninguna fiesta del Corpus sería mejor celebrada que aquella en la que se ayudara a nuestro hermano. Hoy, día de la caridad es una llamada a la colaboración en esta hermosa empresa, de lo contrario nuestros ritos podrían ser cultos vacíos y nuestra Eucaristía cualquier cosa menos un sacramento de comunión, de amor y de fraternidad. Jmf



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