viernes, 25 de enero de 2019


DOMINGO III. t.o.. 27-I-2019 (Lc. 1, 1-4; 4,14-21) C

El domingo pasado recordábamos el primer milagro de Jesús. Aún no había pronunciado su primer discurso. Jesús primero hace, realiza, y luego dice, predica... Es una buena filosofía. Hoy san Lucas nos trasmite su primer sermón en la sinagoga de su pueblo en la que todos los vecinos podían intervenir. Jesús en esta primera parte del discurso echa mano de una técnica de apostolado muy moderna: Planifica la acción y nos adelanta el programa. El discurso se inicia leyendo un pasaje de la Biblia, puestos todos en pie, cierra el libro, se sienta y después de entregarlo al ayudante da comienzo a la explicación. Es lo que seguimos haciendo después de 2.000 años.

Y ¿cuál es su programa? Podríamos resumirlo en una sola palabra: libertad. Esa es su gran noticia: hacer hombres libres. Toda su doctrina gira en torno a eso: en dar libertad corporal a los cuerpos liberándolos de sus enfermedades, dar libertad espiritual a las almas curándolas del mal del pecado y en dar libertad económica a los pobres, entregándoles la posesión del Reino de los cielos, cosa que no se resuelve únicamente con palabras y discursos sino con hechos. La libertad es un don, una conquista ansiada y buscada por todos los pueblos y por todos los hombres, desde el niño que se escapa de casa…, hasta la nación que lucha por la independencia. Sin embargo, ¡qué mal se entiende después esa libertad y qué mal se emplea! Nos parecemos al protagonista, (Jean-Pierre Léaud), de aquel film de François Truffaut Los 400 golpes; huye del Reformatorio porque su ilusión era únicamente llegar al mar. Cuando atraviesa jadeante la playa y al fin se mete entre las olas, después de saborear unos segundos la victoria, enseguida se asoma a sus ojos la decepción tras un gran interrogante: ¿Y ahora qué...? mientras la palabra FIN cubre con sus letras la pantalla.

Todas las revoluciones luchan por derrotar al tirano e implantar su doctrina, pero una vez en el poder también asoma a sus ojos el gran interrogante ¿Y ahora qué? Y por eso de revolucionarios se convierten en tiranos, y de progresistas en reaccionarios. No hay poder establecido que no haya caído en esta trampa. La corona del poder, una vez que nos cubre la cabeza, es como el apagavelas de los ideales y de la ética más elemental. Dice Gibrán Jalil Gibrán en El profeta: “En verdad eso que llamáis Libertad es la más fuerte de vuestras cadenas, aunque sus eslabones relumbren al sol y deslumbren vuestros ojos... Y si es a un tirano a quien queréis destronar, cuidad para que el trono que le habéis erigido en vuestro interior, sea también destruido”. Cuando un líder político, cultural, religioso, etc. da a conocer su programa siempre hay gentes que tratan de descafeinarlo, de atenuar su fuerza. Jesús lanzó un programa de libertad. Sus paisanos enseguida quisieron no sólo restarle importancia al mensaje sino incluso linchar al propio Cristo, matar al mensajero.

En 1917 la periodista americana Ana Luisa Strong entrevistó a Mao Tse-Tung. En el decurso de la entrevista, sabiendo que era cristiana, Mao le preguntó: Dígame en dos palabras el mensaje de Cristo. Liberar cautivos, contestó sin dudar Ana Strong. ¿Y qué hicisteis los cristianos para llevar a cabo este programa? insistió Mao. Y sin esperar respuesta prosiguió diciendo: “Jesús tuvo la mala suerte de morir víctima de la injusticia. Fue uno de los más grandes pensadores”. Así opinaba aquel hombre que luego se convertiría él mismo a su vez, en el gran perseguidor del cristianismo en China. La Iglesia primitiva fue revolucionaria y libre en medio de la persecución. Llegó Constantino el Grande y trató de hacerla libre y soberana. Tras él toda la Edad Media y moderna no han hecho más que cargarla con cadenas de oro y de poder. Así, con las Cruzadas, la Inquisición y el Renacimiento, de perseguida y libre se convirtió en combativa y esclava. Que “el poder corrompe” es una verdad como un templo. De ahí la difícil cuestión de predicar la libertad. Hace años, en cambio, ha surgido un sector de la Iglesia que ha iniciado la lucha en este frente, es la llamada iglesia de la “Teología de la liberación”.

Exhortar a la libertad es peligroso. Se suele pagar con la vida. Así le aconteció a Jesús, y así lo pagaron los teólogos de la liberación de El Salvador, el P. Ellacuría y compañeros mártires. Es más seguro predicar la obediencia y la sumisión en todo a la ley y a la autoridad vigente, actúe como actúe. Pero la cuestión es que el hombre fue creado libre, algo que cualquier estado, gobierno, organización o ideología deben tener presente, y antes de legislar o actuar preguntarse: ¿Esto hace libre al pueblo o lo esclaviza? Porque la verdad es que hemos manipulado tanto las palabras que, siendo realmente esclavos de muchas situaciones, nos consideramos libres.

Recuerdo a este respecto una leyenda adaptada por el escritor Carlos Ginés. Había una vez un hombre bueno y trabajador que amaneció un mal día encerrado en una torre con las dos manos atadas sin saber cómo ni por qué. Los primeros momentos fueron de verdadera desesperación pues ni él ni nadie sabía cómo poder desatárselas. Poco a poco y ante lo irremediable de la situación empezó a usarlas en la medida en que le era posible, así un día logró liar un cigarrillo, otro día atar los zapatos... Entonces alguien le empezó a hablar de las cosas malas que llevaban a cabo los que, fuera del castillo, tenían las manos libres. Pero silenciaban, por ejemplo, que había manos prodigiosas que cincelaban la piedra, tocaban el piano o fabricaban palacios. Sólo le decían las cosas malas de las manos sueltas. Entonces el buen hombre se llegó a considerar un afortunado y a pensar que era mucho mejor para todos vivir con las manos atadas.

En 1986 el filósofo Emilio Lledó pronunció una conferencia en la Fundación Juan Marx de Madrid en la cual venía a decir que estar informado no equivale a pensar... Las pequeñas noticias con que nos atiborran a cada momento los medios de comunicación pueden llegar a paralizar el pensamiento. Para estar bien informado antes es preciso estar bien formado..., es decir tener las manos libres, o lo que es igual, tener libre el pensamiento.

Un cristiano, en primer lugar, debe sentirse libre siendo portador de buenas noticias, debe ser un evangelista: que anuncia buenas nuevas, incluso corriendo riesgos, comprometiéndose, denunciando la injusticia donde sea y como sea y exigiendo la libertad, pues esto sí que es la verdad de Dios: que allí donde se encienda la verdad brillará la buena noticia de la libertad. Y allí donde se predique la libertad, allí donde el hombre sea plenamente libre, (lo que no equivale a vivir en el libertinaje) allí estará Dios y por lo tanto allí es donde debe estar un cristiano.

La verdadera libertad está en la verdad. En este punto no podemos menos de recordar al gran paladín de la libertad, el apóstol Pablo. Cuando escribe a los Gálatas Pablo les insiste en que la ley de Cristo es el amor. Los judaizantes insisten en que hay que volver a la Ley y a las prácticas tradicionales. Entonces Pablo arremete contra ellos y les dice: “Erais libres ¿y ahora os vais a hacer esclavos?”. Esto es a menudo comprometido como lo fue para Jesús; pero sólo así transformaremos el mundo. Y no pensemos que esto se lleva a cabo únicamente con palabras, sermones, discursos, pastorales... todo ello falla si no cristaliza en hechos, en buenas obras.

Nosotros parece que disfrutamos más comunicando malas noticias, sembrando pesimismo. Hasta los medios de comunicación tienen más venta y difusión si publican catástrofes y crímenes. Jesús nos trae “buenas noticias”. Eso que nosotros acostumbramos a desear a los demás pero luego fallamos a la hora de llevarlo a la práctica.

Por ejemplo oímos bien temprano: Buenos días, en la radio, pero enseguida sin darnos tiempo a reaccionar prosiguen diciendo: Según un despacho de la agencia equis o zeta hubo tal asesinato, terremoto, accidente, etc. ¿A qué viene entonces ese Buenos días? ¿No sería más lógico esa mañana empezar diciendo Malos días? Como en la novela de François Sagan en la que Cecile la protagonista, con una maldad a la vez inocente y a la vez perversa, provoca la ruptura de su padre con Anne, pero a partir de entonces es víctima de una tristeza infinita a la que suele saludar cada mañana con aquel “buenos días, tristeza!” que da título a la novela. Pues algo así tendríamos que decir muchas mañanas.

Sin embargo Cristo vino también a liberarnos de esa tristeza y pesar. Libertad también es verse libre de uno mismo ¿Cómo podemos hablar de libertad si no la tenemos? Vernos tal cual somos es la verdad pura, reconocernos pecadores tal cual somos es la verdad limpia, sentirnos hijos de Dios, pues lo somos, es la verdad de Dios, en una palabra, vivir en la verdad pues sólo eso es la gran verdad, y “la verdad nos hará libres” son sus palabras que no pasan.

Dice J.P. Sartre  que “Libertad no es hacer lo que uno quiera sino querer lo que uno puede hacer”. Cristo hoy nos enseña qué es lo que podemos hacer para ser libres y nos enseña cómo quererlo y el camino y modo de lograrlo a pesar de todos los obstáculos que nos salgan al paso, empezando por nuestro propio entorno, por nuestro propio ambiente.  Jmf

viernes, 18 de enero de 2019


DOMINGO II, t.o. 20-I-2019. (Jn. 2, 1-12) C

        A Jesús le agrada comparar el Reino de los Cielos con un banquete, pero además con un banquete de bodas. Basta con escuchar la narración de algunas parábolas como la “del rey que preparó la boda de su hijo…” (Mt. 22, 2 y 8), Jesús quiere hacer ver cómo en estos acontecimientos sociales es donde se desborda la alegría, ya que en ellos no sólo se come y se bebe sino que la gente se hace más comunicativa. Pues bien, el acto supremo de nuestra liturgia es precisamente un banquete: el banquete eucarístico, un banquete que desde la más remota antigüedad cristiana guarda una íntima relación con el amor. Ya muchos años atrás Platón había escrito un diálogo que denomina El Banquete o Diálogo sobre el amor, en el cual trata de explicar, relacionar y dejar claro la supremacía del amor divino sobre el amor humano.

       Seguramente hemos oído cientos de veces que la Eucaristía “es el sacramento del amor”; nos lo recuerda uno de los himnos eucarísticos más populares: “Cantemos al amor de los amores...”. Una de las cuatro voces empleadas en el griego para expresar este sentimiento, además de eros (amor pasional), storgé (a. duradero) y philia (a. solidario) es la voz ágape (a. incondicional), que entre los primeros cristianos designaba el amor que debía reinar entre los creyentes, el cual debía hacerse realidad en una cena o comida de confraternización (I Cor. 11,17). Por desgracia estas comidas tuvieron que ser suprimida pronto, debido a los excesos que san Pablo denuncia escribiendo a los corintios: “cuando os reunís, eso no es comer la cena del Señor, cada uno se adelanta a comer su propia cena, así mientras uno pasa hambre el otro se embriaga” (I Cor. 11, 21).

Hoy, de todo aquello, nos queda la santa Misa. Y así como a veces no le damos al banquete la importancia que merece suprimiendo el ritual adecuado, (comemos y bebemos como un acto fisiológico más, olvidándonos de la importancia de “confraternizar”), nos sucede tres cuartas partes de lo mismo con la Misa. Y no debía ser así pues en ella apenas hay comida; lo cual es una prueba de que lo realmente importante en ella es el gozoso encuentro con Dios en los hermanos.

Jesús gustaba de estos encuentros a tal punto que llegaron incluso a acusarlo de comilón, de comer y beber con pecadores cuando en realidad se preocupó de dar de comer a 5.000 personas, humildes gentes del pueblo, y de comer él mismo con ellas. El primer milagro de su vida pública, de que hay constancia, es en un banquete. Y el último de su vida mortal es una cena, la última Cena, en la que Él mismo se dio en comida. Aún se aparecerá a los suyos después de la Resurrección en el Cenáculo, y comerá unos peces con ellos. Junto al lago les prepara Él mismo el desayuno. En su primer milagro están también presentes sus discípulos. Y para resaltar más la fraternidad estuvo también su Madre entre los apóstoles el día de Pentecostés (Hech. 1, 14). La misión de María en Caná no fue sólo estar pasivamente. Se dio cuenta de que a los novios se les presentó inesperadamente un gran problema: “No tenían vino”. No espera a que lo pidan, ella misma se adelanta. Jesús convierte el agua en vino de modo que nadie se dio cuenta, ni el maestresala siquiera, ninguno de los convidados echa en falta nada en ningún momento, únicamente advierten que el vino que ahora se servía era mejor que el del principio.

El vino se convertirá más tarde en su sangre, o mejor dicho, su sangre se convertirá en vino, vino que convierte al hombre en otro Cristo, una vez que ha sido convertido en miembro de la Iglesia por medio del agua del Bautismo. Desgraciadamente para muchos la santa Misa no es un encuentro jubiloso, ni una invitación correspondida. Si encontramos a un amigo por la calle es fácil que le invitemos a tomar una copa, no porque supongamos que tiene sed sino como una muestra de afecto y amistad. Eso mismo hace Jesús desde el altar. Sin embargo nosotros correspondemos a menudo a esta invitación como cuenta Ricardo Guillón que respondió el poeta Juan Ramón Jiménez cuando un día, durante una reunión de escritores en Puerto Rico, una señora insistía en que debía tomar algo: No, por favor,-dijo el poeta- yo aquí sólo vengo a estar. Acaso sea esa nuestra postura más corriente: venir a estar. Venir a estar es el primer paso, pero deberíamos también venir a estar tomando parte, participando, convirtiendo y convirtiéndonos en vino de alegría y fraternidad para el prójimo.

Hay un tercer dato en este pasaje evangélico un tanto sorprendente. Cuando María se dirige a Jesús con aquella frase: “No tienen vino”, Él le responde un poco desabridamente, para ser como era su madre: “¿Y qué nos importa a ti y a mí, mujer?”, es decir, no te metas en lo que no te llaman. María está junto a Jesús en Belén, en Egipto, aquí junto a estos novios con problemas, camino del Calvario y luego de pie junto a la cruz. A partir de este momento y durante la vida pública del Señor desaparece. O puede ser también que Jesús prescinda un poco de ella. Hay una ocasión en la que le dicen a Jesús: “Tu madre y tus hermanos quieren verte”. A lo que el Señor responde: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Y dirigiéndose a los discípulos añade: “Estos son mi madre y mis hermanos…, quien cumple la voluntad de Dios ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc. 3, 31-35). A veces es difícil comprender este Jesús del evangelio… y su  actitud, es difícil…

Hoy la familia está pasando por una cierta crisis tanto de la pareja como con respecto a los hijos. Anduvo hace unos años un libro por ahí que en tres meses alcanzó varias ediciones, titulado Yo, tu madre, de una escritora y periodista francesa llamada Christiane Collange. En él plantea cómo los padres, una vez que el hijo alcanza mayoría de edad, le harían un gran favor echándolo de casa…, así, con el fin de obligarle a buscar por su cuenta su modus vivendi. Pues bien, Jesús aquí nos da una lección magistral de desprendimiento familiar, del “búscate la vida” sin depender de los padres. Él se crea una nueva familia distinta y admirable con sus doce apóstoles. Ya nos había adelantado esta postura cuando, perdido en el templo, le contesta a María que le preguntaba por qué había hecho aquello: “¿Y no sabíais que yo debo dedicarme a las cosas de mi Padre?”. Dice el evangelio que ellos no entendieron la respuesta. Yo creo que María no quiso entenderla. Era su madre al fin y al cabo.

Y si el evangelio dice que Jesús pasó por el mundo haciendo el bien otro tanto se podría decir de María si nos fijamos cuántas veces emplea el verbo hacer en las pocas palabras que recoge el evangelio de su boca. Prácticamente en cada pasaje en el que habla ella o se habla de ella sale el verbo hacer: Inicia su vida con el “Hágase en mi según tu palabra…”, sigue diciendo: “Porque hizo en mí cosas grandes…”, “¿Por qué hiciste esto con nosotros…?”, y las últimas palabras que recoge el evangelio son: “Haced lo que él os diga”, etc. Hacer es un verbo que, por sintonía, encuentra respuesta en el poder de Jesús para llevarlo a cabo y convertirlo en realidad. A María se podrían aplicar con más razón que a nadie aquellos versos de José Vicente Boix :
“No habla, dice. No escribe, hace.
No razona, provoca. No ata, emancipa.
No ofrece, da. No se enamora, ama”.

Dice san Juan que este milagro fue la primera señal, el primer signo o hecho elocuente de Jesús con el que dejó evidenciar su vida divina. Él no vino a aguar la fiesta a nadie, Él vino a alegrarla a di-vini-zar nuestras lágrimas. No debemos ser aguafiestas sino animadores. La vida es una fiesta… o debería serlo. El mismo hecho de vivir debería llenarnos de júbilo El poeta Jorge Guillén admiraba a propios y extraños por su capacidad de vivir apasionadamente el presente. Frente a otros poetas que añoran el pasado o cifran sus ilusiones en el mañana. Jorge Guillén en sus poemas evita hasta usar futuros y pretéritos porque lo único que le importa es el presente, es el aquí y ahora. Así dice en el primer poema Más allá del Cántico:
“Ser, nada más. Y basta.
Es la absoluta dicha.
¡Con la esencia en silencio
tanto se identifica!”.
Luego añadirá qué cosas son esas que le producen tanta dicha, y vemos que son de lo más cotidiano en nuestras vidas:
“El balcón, los cristales,
unos libros, la mesa.
¿Nada más esto? Sí,
maravillas concretas”.

Creo que no somos más felices porque estamos empeñados en pedirle demasiado a la vida poniendo el listón muy alto, en especial para los demás; y sobre todo porque en vez de seguir el ejemplo de Jesús transformando en vino nuestros sinsabores, aguamos la fiesta de la vida a los demás con nuestra actitud de soberbia, envidia, murmuraciones, pasotismo y egoísmo. María nos da de una forma u otra un ejemplo de cómo en estos casos hay que arrimar el hombro, aunque sólo sea con esa oración tan sencilla y tan humana por cuantos carecen de paz y amor: “Señor, no tienen vino”.

viernes, 11 de enero de 2019


BAUTISMO DE JESÚS.  13-I-2019 (Lc. 3, 15-16) C

A veces nos podemos hacer esa pregunta, aparentemente inocente, que formula el Catecismo: ¿Qué quiere decir cristiano? El conflictivo profesor de Tubinga Hans Küng da la respuesta y para ello necesita un libro de 672 páginas, titulado Ser cristiano. El Catecismo lo hace con dos palabras: “Cristiano quiere decir hombre de Cristo”, es decir, “hombre que tiene la fe de Jesucristo que profesó en el Bautismo, y está obligado a su santo servicio”.

Pueden cambiar las palabras pero “ser cristiano” es lo mismo hoy que en tiempos de san Pablo (Hech. 11,29) cuando en Antioquía se empezó a llamar a los seguidores de Jesús cristianos, seguidores de una fe profesada en el bautismo. Sin embargo en este punto fallan los viejos catecismos cuando sólo enseñan que el Bautismo fue instituido “para borrar el pecado original y otro cualquiera que haya en el que se bautiza”. Eso es una consecuencia, pero lo fundamental, lo importante es que en el bautismo recibimos la gracia santificante, con la que damos muerte al pecado y resucitamos a otra vida, una vida nueva.
Todos los Evangelistas ponen el Bautismo de Jesús como punto de partida –a modo de nacimiento- a su vida pública no sin un significado profundo para nuestra vida cristiana, aunque debemos tener en cuenta que el bautismo de Jesús cuando dice a los apóstoles: “Id por el mundo y predicad el Evangelio, el que crea y se bautice se salvará…” (Mc. 16, 16), o (Mt. 28, 19) tiene poco que ver con el de Juan que es solo de penitencia. Bautizar es tan antiguo como el propio hombre, pues bautizar significa, bañarse, sumergirse, lavarse. Y se puede decir que casi todas las religiones tienen este tipo de rito, de ahí que muchas de ellas se hayan desarrollado a orillas de un río que consideran sagrado: el Nilo para los egipcios, el Ganges para los budistas, el Jordán para los judíos, etc.

Hoy el Evangelio nos habla del bautismo de Jesús en el Jordán, pero distingue ya dos tipos de bautismo; el bautismo de Juan que era simplemente un bautismo de penitencia, acaso como el que tenía lugar en el monasterio esenio de Qum Ran, a orillas del Mar Muerto; y el que instituirá unos años después Jesús, bautismo “con Espíritu Santo y fuego”.

Desde los apóstoles se bautizó en ríos o manantiales, como hizo el apóstol Felipe con el eunuco de la Reina Candace (Hech. 8, 38) o Pablo en Filipos con Lidia la vendedora de púrpura y su familia a orillas del río Gangites (Hech. 16, 15). Más tarde se construyeron lugares ex profeso llamados Baptisterios o piscinas regeneradoras, de ordinario cerca o adosados al templo. En ellos se bautizaba a todo aquel que mostrara una fe viva y hubiera hecho sincera penitencia. Luego se pensó en que había que preparar un poco más a los aspirantes para recibir este sacramento con el fin de evitar que entrara gente indigna. Esto se hacía mediante una enseñanza llamada catecumenado, que duraba a veces varios años.

Desde el s. IV la preparación se hacía en tres etapas:
1ª) la de oyentes (oían únicamente la predicación). A estos fue Tertuliano quien los denominó catecúmenos, es decir oyentes. Hoy podríamos decir que hemos vuelto en nuestras misas a esta primera etapa de misas de catecúmenos puesto que muchos católicos sólo asisten a ellas como oyentes. Hasta la misma expresión del mandamiento: Oír misa entera... adolece de este defecto.
2ª) Los que además de oír rezaban y recibían la bendición del Obispo, eran llamados genuflectantes o arrodillantes. Finalmente
3ª) aquellos que, superadas ciertas pruebas a las que eran sometidos, se disponían a recibir el bautismo en las próximas fiestas, y eran conocidos por el nombre de competentes o elegidos. A estos se les iniciaba en la llamada Doctrina del Arcano que consistía en saber el Padrenuestro, el Credo, el Misterio de la Santísima Trinidad, el de la Encarnación y los Sacramentos. Se renunciaba a Satanás y luego tenían lugar tres inmersiones en el agua. A los enfermos e impedidos se les asperjaba. Desde el s. XIII son frecuentes los bautismos por aspersión. Al principio no se bautizaba a los niños pero en el Concilio de Cartago (252) ya aparece esta costumbre.

Se generalizó por aquel entonces entre muchos el alargar el bautismo hasta la hora de la muerte, en primer lugar por no sentirse con fuerzas para cumplir los deberes cristianos de romper con la vida de pecado que llevaban pudiendo así disfrutar de lo que les placiera lícita o ilícitamente en la tierra… y después ganar el cielo. En segundo lugar, y como se desprende de lo anterior, para garantizar la salvación puesto que el bautismo borraba todo pecado mortal y venial. Así lo hizo, entre otros, Constantino el Grande.

Al principio sólo bautizaba el Obispo. Con respecto a los padrinos se citan ya en el s. II (susceptores) y su práctica se remonta hasta los Apóstoles. Inmediatamente después del bautismo los bautizados se ponían una vestidura o palio blanco. De ahí vino un refrán que se aplicaba a los paganos que por conveniencia abrazaban el cristianismo y que decía: “pasó de la toga al palio” (hoy diríamos “cambió de chaqueta”). Debido a esta vestidura blanca se llamaban también candidatos (cándidus en latín significa blanco). El Bautismo se podía recibir cualquier día pero se solía administrar de modo especial los domingos y sobre todo en las fiestas de Pascua (Sábado Santo), Pentecostés y Epifanía y su solemnidad era comparable a la de una boda en nuestros días, (también hoy de nuevo).

A partir del s. V desaparece el Catecumenado hasta que Pablo V el año 1614, después del Concilio de Trento, funde en un solo rito la preparación, el catecumenado y las ceremonias del bautismo. Después de recibir el agua eran ungidos con crisma tal como hoy hacemos, recibiendo así la plenitud del Espíritu Santo, unción que algunos teólogos equiparan a la Confirmación. Al tiempo que se ungía se recitaba una fórmula: “He aquí el sello de los dones del Espíritu Santo”, seguida de la imposición de manos.
En el s. V se introducen los “exorcismos”: el Obispo soplaba sobre el catecúmeno, le tocaba los oídos diciendo Epheta (abríos) y le ponía sal en la boca (también un poco de miel y leche, símbolo de la suavidad y la dulzura de que debería hacer gala en su nueva vida), y le ungía la cabeza. El aspirante, vuelto hacia Occidente, mantenía un cirio encendido en la mano como señal de su consagración a Cristo. Estos ritos se siguieron, con algunas variantes, hasta el Concilio de Trento.

El año 1700 se quiso volver a implantar el Catecumenado pero sin éxito hasta que el Concilio Vaticano II (1965) trata de recuperarlo. Ya se venía haciendo a partir de 1950 en muchas parroquias. No obstante han surgido años ha ciertos Movimientos en la Iglesia, como son las llamadas Comunidades de base, la Iglesia comprometida o contestataria, la Teología de la liberación, etc. que lo cuestionan, porque insisten más en la acción que en el rito, más en la liberación del cuerpo que en la del alma, más en la información política y social que en la formación teológica y espiritual. No es nueva esta tendencia, hoy ya un poco en retroceso, pues el año 1645 un teólogo protestante americano llamado Roger Williams lanzó esta misma idea en su obra Bautismo no hace cristiano en donde aboga por la libertad de conciencia, una Iglesia democrática y una sociedad cristiana libre, en la que los pobres puedan disfrutar de los bienes de la tierra con el mismo derecho que los ricos: igualdad de oportunidades para todos. Un individuo pertenece a la iglesia -según él- no porque se halla sometido a un rito sino porque ha optado en su conciencia por ella libremente. Sólo el día que consigamos esto haremos Iglesia.

¿Qué pensar de todo ello? Pues que andamos siempre por los extremos. Hoy proliferan los cursillos prebautismales. Se cree que a más información teológica más fe. Y tampoco es eso. Ser cristiano es pensar de otra manera. Formar es tratar de llevar al cristiano hacia un modo de pensar más de acuerdo con el Evangelio pero nunca imponerlo. Debemos tratar de vivir lo que creemos. Es preciso que lleguemos al cambio de nuestro corazón de piedra por un corazón de carne, llegar a un cambio de mentalidad, en una palabra, a una auténtica y sincera conversión. Se lo dijo Jesús a Nicodemo: -“Quien no nace de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (es decir, una vez celebrado el nacimiento de Jesús en Navidad, debemos esperar y celebrar nuestro personal nacimiento a la gracia). Y ¿cómo puede nacer uno de nuevo siendo viejo? pregunta Nicodemo. Naciendo del agua y de Espíritu, responde Jesús. ¿De qué modo? insiste Nicodemo. Jesús añade: Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgarlo sino para que se salve por Él. Quien cree en Él no será juzgado, quien no cree ya está sentenciado (Jn.3, 3... 18).

Volver a nacer, eso que decimos después de haber salido de un gran peligro o de un accidente grave: “volvió a nacer”. El bautismo nos ha hecho volver a nacer. Y esto ya es harina de otro costal. Por eso hay tan pocos cristianos de verdad. Desgraciadamente sigue siendo cierto aquel dicho de que “en los primeros tiempos del cristianismo se bautizaba a los convertidos, hoy en cambio tenemos que convertir a los bautizados”.   Jmf


sábado, 5 de enero de 2019


EPIFANÍA DEL SEÑOR. 6-1-2019 (Mt. 2, 1-12) C

Anda por ahí un cartel que remeda con una cierta gracia los “afiches” que hemos visto tantas veces clavados en un árbol o a la puerta de una cantina en las películas del Oeste en los que, bajo el rostro de un mal encarado y supuesto criminal, se lee: wanted, se busca. En este caso el rostro de quien se busca fue sustituido por el de Cristo, y los delitos y señas que se le atribuyen es que predica a los pobres la justicia, come con pecadores, ataca a los poderes establecidos, usa barba y anda con gente de baja ralea. Se busca…, buscar es uno de los verbos a que nos quiere acostumbrar el Evangelio: a ser buscadores de Dios.
María y José en Belén buscan posada, camino de Egipto buscan asilo, al regreso buscan a Jesús perdido en el templo... Jesús busca a los apóstoles, va en busca de la oveja perdida, María Magdalena va al sepulcro en busca del cuerpo de Jesús... todos son buscadores.
Hoy el Evangelio nos pone un ejemplo de buenos buscadores, buscadores de la verdad, de la paz, de la felicidad… corriendo grandes riesgos y con bastante trabajo: Los Reyes Magos. Cuántos verían en el cielo una señal durante varios días, sin embargo sólo estas tres personas y su gente se pusieron en camino y emprendieron la búsqueda. Los judíos también esperaban un Mesías pero ninguno lo buscó en serio, y eso que estaba bien claro en las Escrituras. Bastaba con leer al profeta Malaquías donde dice: “Y tú, Belén, no eres la más pequeña de las ciudades de Israel pues de ti saldrá un jefe…” (5, 2-b). Nadie se movió en Israel, esperaban sentados que Él se apareciera un buen día sobre las nubes del cielo, pero a Dios, lo mismo que a los tesoros, hay que buscarlo. Dios gusta de permanecer oculto, y así permaneció en Nazaret durante treinta y tres largos años. Tuvieron que ser unos extranjeros venidos desde Persia los que trajeran a Jerusalén la noticia. Y es entonces cuando el niño empieza a ser buscado, curiosamente en Israel sólo lo hacen los soldados de Herodes y es para matarlo. Así es la historia.
Dice el Evangelio que los Magos, guiados por una estrella que se situó sobre la casa donde estaba la Sagrada Familia, encontraron por fin al niño con María su madre y lo adoraron. Adorar sólo se adora a un dios, por lo tanto reconocieron y se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo en aquel rincón de Palestina. Además le ofrecieron oro como a rey que era, incienso como a Dios y mirra como a hombre. Luego se volvieron a su patria por otro camino. Quien encuentra a Dios ya no vuelve a las andadas, ya no recorre las mismas sendas por las que anduvo antes de conocerlo sino que regresa por caminos de conversión y de arrepentimiento. Para ello se dejaron guiar no sólo por aquellos “sabios” de la corte de Herodes que, citando la profecía de Malaquías, los habían encaminado a Belén, sino por la misma estrella que los llevó hasta allí.
Las estrellas han servido siempre de guía a los hombres; así la Estrella Polar, la Cruz del Sur, la Vía Láctea o Camino de Santiago, etc. En los momentos de duda e incertidumbre siempre aparece una estrella, bien sea en el cielo o bien en el fondo del corazón para guiarnos. Lo importante es descubrirla, buscarla…, descifrar su mensaje y dejarnos llevar por ella. Y más que aparecerse se podría decir que las estrellas siempre están ahí enviándonos mensajes, desde el cielo, aunque de día no las veamos, ellas nos miran y nos hablan. Lo expresa muy bien Gerardo Diego en un poema del libro Iniciales (1918) titulado Tentación  que dice:
“De noche no. De noche
no, porque me miran ellas,
sería un mudo reproche
el rubor de las estrellas.
-Entonces mira, mañana,
bajo el sol viejo y ardiente:
la luz ciega, muerde, aplana,
el alma duerme y consiente.
-¿De día? No, las estrellas
en el cielo están también
¿No lo sabías? Sí, ellas,
aunque invisibles, nos ven”.
Nos ven y nos alumbran, nos guían y nos gritan, nos acusan o aplauden y nos señalan caminos que nosotros pocas veces acertamos a seguir. Hoy hay bastante gente que cree en los OVNIS, en seres extraños que vienen o se dice  que vienen de otros mundos a traernos tal o cual mensaje. Pero si son objetos voladores no identificados, si no sabemos quiénes son, de donde vienen, a qué ni con qué fin ¿cómo es posible que tanta gente vaya tras ellos como los magos tras la estrella? Pues precisamente por esa desorientación en la que viven las gentes. Los Magos al menos tuvieron la humildad de preguntar. Hoy todos nos consideramos sabios, capaces de interpretar cualquier señal y así nos luce el pelo. Los Magos, una vez que encontraron al Señor, prescindieron de intermediarios, incluso de la misma estrella. Lo expresa muy bien Lope de Vega en unos conocidos versos del libro Los Pastores:
“La estrella parada está,
Reyes, que venís por ellas
no busquéis estrellas ya
porque donde el sol está
no tienen luz las estrellas”.
Hoy es el día de los Reyes Magos, litúrgicamente mejor lo llamaríamos de la Epifanía o manifestación de Dios al mundo pagano, una fiesta que hemos convertido casi únicamente en fiesta para los niños. Y no debía ser así, a no ser que, como aconseja el Evangelio, todos nos volviéramos niños. Pero ese ya es otro cantar.
La Epifanía es una fiesta muy antigua en las celebraciones de la Iglesia, la más antigua e importante después de la Pascua. En ella conmemoramos la manifestación de Dios a los hombres, en especial a los pueblos paganos. Hoy en vez de cristianizar a los paganos, han sido los paganos quienes nos han paganizado la fiesta a los cristianos, ya que, si lo vemos con un poco de objetividad, el fin primordial, la preocupación primera en este día son los juguetes de los niños y los regalos a los mayores. No creo que este modo de celebrarlo sea el más conforme al espíritu del Evangelio.
Hemos convertido el día de Reyes en la Fiesta de los Inocentes y de las “inocentadas”. Nos hace ilusión engañar a los niños con el fin de verlos felices y acaso nos engañemos un poco los mayores con toda esa parafernalia que tiene acaso más de rito social que de felicidad compartida. Y no digamos nada del montaje comercial en los grandes almacenes con ese Papá Noel, un viejo mito vestido de verde y que Coca Cola vistió de rojo y blanco, los colores de su marca comercial, para hacer una propaganda subliminal entre la gente…
La felicidad, desde luego, no es eso, la felicidad no debe apoyarse nunca sobre el rito vacío o el engaño porque después si no tenemos un poco de tacto, los niños terminan estafados y los mayores defraudados. En realidad si lo pensamos bien podemos darnos cuenta de la inutilidad de tanto gasto: dos días de ilusión para que luego en muchos casos que vaya todo a parar “al cuarto de los trastos viejos casi nuevos”. No debería ser uno un aguafiestas pero creo que esto, de un modo u otro, todos lo hemos pensado alguna vez.
Habría que buscarle un sentido cristiano a este día y sobre todo procurar que se desarrollara en un marco religioso con un sentido evangélico. Los Magos encontraron a Jesús y regresaron llenos de alegría y de gracia, pero es porque fueron a buscarlo a un establo, a un pesebre, entre los pobres, no en los grandes almacenes de la gran ciudad, o en el palacio del poderoso Herodes. Ellos, con no llevarse nada, regresaron felices y contentos, nosotros con ir cargados de regalos, corremos el riesgo de regresar de la fiesta vacíos y desencantados.
La estrella sigue ahí, Dios sigue naciendo en la pobreza de Belén, entre los pobres del mundo. Esta fiesta de la Epifanía sigue siendo una invitación a buscarle, con la promesa de que si le encontramos ese será el mejor regalo de toda nuestra vida, teniendo en cuenta que ya el hecho de vivir, de ser católico, de asistir esta mañana a misa... es el mejor regalo con que podemos soñar.
Como muy bien decía aquel viejo cristiano: “Yo soy ya un regalo y en primer lugar un regalo para mí mismo. El Padre Dios me regaló un yo de mí mismo. Quizá no he descubierto nunca este regalo maravilloso que soy yo. Y quizá tampoco he aceptado del todo este regalo. Soy un regalo de Dios, un regalo en primer lugar para mí y también para los demás, o al menos procuraré serlo”. Es una hermosa consideración. ¡Ojalá seamos regalo siempre de Reyes para todos y nunca nos convirtamos en cruz de Viernes Santo para nuestro prójimo! ¡Ojalá!
Jmf