miércoles, 10 de junio de 2020


CORPUS CHRISTI.- 14-VI-2020 (Jn. 6, 51-59)


          Cuentan que a la muerte de una condesa húngara llamada Rhedey el año 1804, encargaron el sermón o discurso fúnebre a su amigo el poeta Mihály Csoskonái Vitéz, con el fin de que las honras fúnebres tuvieran más realce. De ordinario se solía escribir, para estos casos, un canto que consistía en unos versos populares dirigidos más bien a la familia. Pero Csoskonái en vez de componer una obra oratoria al uso compuso un poema “sobre la inmortalidad del alma” en el cual narraba la desesperada lucha que mantiene el alma ante la muerte y el “más allá”.
 El poema empieza parafraseando a Hamlet: “Ser o no ser, esa es la cuestión”. Luego hace una contraposición entre el hombre a la naturaleza. Ésta da testimonio de Dios por medio del orden y de la belleza. Contemplando el modo de comportarse de los hombres, a veces inhumano y bestial, parece que se niega dicho orden y belleza. Y sin embargo -añade- hoy no hay pueblo, ni tribu, ni nación en el mundo que no tenga adoradores y creyentes en Dios: “Cuatro mil millones de hombres, -grita- ¡qué hermosa compañía!”, y además que, a pesar de ser así el hombre es inmortal. Leyendo Csoskonái su poema cogió una pulmonía que lo llevó al sepulcro. Fue como una ironía, como una de esas paradojas que nos juega el destino, acaso para mostrar en vivo la tesis que acababa de proclamar en su poema: “aunque haya muerto seguirá entre nosotros, y está contado entre los inmortales de su patria”.
Todo hombre tiene dentro de sí esa semilla de inmortalidad y a ella aspira de una u otra forma. Todo hombre lucha por sobrevivir, por la supervivencia y por la inmortalidad. Dice Miguel de Unamuno: “Si tengo sed es porque existe el agua, si tengo hambre es porque existe el pan, y si tengo sed de eternidad es porque tiene que existir, me es debida, es que la necesito..., merézcala o no, la ne-ce-si-to...”, recalca.
Unos escriben obras inmortales, otros conquistan imperios, otros tratan de erigirse monumentos imperecederos, e incluso algunos cometen mil excentricidades, como aquel que se tiró al volcán Etna para que la gente creyera que había sido arrebatado por los dioses al Olimpo. Tal es el hambre de inmortalidad de los humanos... Pues bien, Jesús nos promete esa inmortalidad si nos alimentamos con su Cuerpo: “El que coma este pan vivirá para siempre”. Pero es necesario empezar esa labor de vida eterna, aquí. “¡Cuatro mil millones de hombres! -grita Csoskonái- ¡qué hermosa compañía!”. Y así debería ser. Pero para lograrlo no queda otro camino que fomentar la unión, la comunión, la comunicación... y eso lo hace con creces el sacramento de la Eucaristía. Desgraciadamente da la sensación que el hombre está empeñado en sembrar a lo largo y ancho del planeta desunión, guerra, soledad, confrontación, violencia y sufrimiento. Como es lógico de esa forma nunca llegaremos a la vida y menos aún a la inmortalidad, ya que todos ellos son caminos que llevan irremisiblemente hacia la muerte.
Hemos hablado tantas veces sobre la Eucaristía, acerca de la santa Misa y de la Comunión... Hemos dicho tantas veces lo importante que es “venir a misa”, no a cumplir con una ley, no a entrar y rezar en un lugar llamado templo sin más, sino a llevar a cabo un encuentro, un reencuentro con Dios y con el prójimo. De no ser así sería suficiente oír misa por radio o por televisión, pero ahí no hay encuentro, por eso no se cumple. Hay que “venir a misa...”. Cristo nos manda tomar parte activa en el banquete, tomar y comer. Los primeros cristianos celebraban la Eucaristía, o ágape como ellos decían, en las casas.
San Pablo en su tercer viaje, al pasar por Tróade el día primero de la semana, es decir un domingo, parte el pan con los cristianos de aquella comunidad, o lo que lo es lo mismo, celebra con ellos la Eucaristía. Alarga el sermón bastante. Tampoco debía de ser muy interesante puesto que un joven que lo estaba escuchando, sentado en el alféizar de una ventana, se durmió y se calló a la calle con tan mala suerte que se mató. Pablo al darse cuenta suspende la reunión, baja y le devuelve la vida (Hech. 20, 10). Fue una de las primeras misas de las que hay constancia en el Nuevo Testamento.
El año 150 san Justino describe la Misa de su época y escribe que duraba varias horas. Él fue el primero que dice que los cristianos, una vez que rezaban las palabras del padrenuestro: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, se daban entre ellos el “beso de la paz”.
En el s. XI se había perdido la costumbre de comulgar con asiduidad. Se hacía seis o siete veces al año, y no todos los cristianos. Este alejamiento de la Eucaristía no enfrió sin embargo la fe de los creyentes. Y así en el s. XII se pretende suplir la comunión sacramental por la comunión espiritual, y se esfuerzan al menos en ver la sagrada forma, y en ver el cáliz sagrado y adorarlo. Este movimiento culminó con esa gran fiesta de la Sacramental que hoy celebramos. La promueve Santa Juliana de Lieja (+1258) debido a unas visiones que, según manifestó, había tenido. Su Obispo establece la celebración en su diócesis el año 1246. Finalmente el año 1264 el Papa Urbano IV la hace extensiva a toda la Cristiandad.
La procesión que se hace por las calles llevando en manos el Santísimo arranca del 1279. El Oficio del Corpus lo compuso nada menos que santo Tomás de Aquino. Es en el Concilio IV de Letrán donde se establece el año 1215 la confesión de los pecados mortales por lo menos una vez al año y comulgar por Pascua de Resurrección.
Finalmente hasta el Concilio Vaticano II se decía la Misa mirando al Oriente, por donde sale el sol, pues de allí nos llegó la luz de la salvación, también con el fin de pedir por los Cruzados que en aquellos años mil luchaban por librar los santos lugares del dominio musulmán. Hoy nos hemos vuelto cara al pueblo y se dejó el latín por la lengua vulgar que usa la gente. También hoy se vuelve a frecuentar más la Comunión tras unos años de ausencia, quizá debido a la influencia de los jansenistas que predicaban que había que acercarse a comulgar completamente limpios de toda culpa.
Debemos comulgar, claro que sí, pero no sólo con el pan eucarístico, debemos comulgar del mismo modo con el Evangelio y su mensaje, con los pobres y enfermos, con Jesús y sus ideas que también son pan y alimento de las almas.
A veces declinamos la invitación a acercarnos a la mesa del Señor y luego no tenemos inconveniente alguno en “comulgar con ruedas de molino”. Y Jesús aunque se sobreentienda no nos mandó: sed justos, practicad el orden y la equidad, sino: amaos. Y esto en el mundo brilla por su ausencia.
¿Cómo es posible que en una sociedad que se llama cristiana existan legalmente sueldos, fichajes, ganancias super millonarias, y que haya personas que trabajando día y noche, apenas ganen para mantener la familia? ¿Cómo es posible eso entre aquellos que presumen de seguir a Jesús? Ya no pregunto si eso es amor, no, hay que preguntar si ese sistema que respalda tales diferencias, es justo.
Mil quinientos científicos, 99 premios Nobel de 70 países han manifestado que mientras sigamos gastando en el mundo un billón de dólares al año en armamento y no entreguemos ni siquiera ese 0,7 % del producto nacional para solucionar los problemas del hambre y de la miseria del planeta, terminaremos mal.
¿Cómo podemos permitir ver cada día por TV a miles de niños que se mueren de consunción y de miseria y no estallar de indignación y echar a correr en su ayuda, ¡pero ya!, pues el hambre no puede esperar ni un día? Y luego celebramos asambleas, congresos, comuniones, bodas con gastos superfluos sin medida..., mientras hay millones de hermanos con la mano extendida pidiéndonos, sin recibir nada.
Cuenta una leyenda eslava que el monje Demetrio un día oyó un aviso: Dios te espera detrás de la montaña. Él echó a andar, pero por el camino encontró a un hombre herido y medio muerto. Le socorreré al regreso, pensó, no puedo hacer esperar a Dios. Llegó al lugar concertado al atardecer, pero Dios no estaba allí...
-¿Cómo? si me dijo que me aguardaba aquí.
-Pues no, le respondieron, tuvo que salir corriendo a auxiliar a un hombre herido que agonizaba en el camino por donde viniste.
Dios es amor. Y la Eucaristía es eso: un encuentro de amor, de caridad... “Cuatro mil millones de hombres ¡qué hermosa compañía!” decía Csoskonái. Pero cuando brilla por su ausencia, ya no el amor sino la justicia, también cabría decir: “cuatro millones... ¡qué triste soledad!”.
Hoy es el día del Corpus y un día dedicado a recordar Cáritas. En tiempos normales había procesiones y manifestaciones multitudinarias en muchas parroquias y ciudades, hoy suspendidas por razones de la epidemia. Hasta ahí todo bien, pero mientras un pobre en cualquier rincón del mundo esté muriendo de hambre, de enfermedad o de miseria, ese Cristo que tratamos de honrar en los templos o aplaudir en Congresos o pasear por las calles acaso estará muy lejos de esos lugares ayudando a un moribundo que gime y pide ayuda al borde del camino...
Una verdad tan claramente expuesta por Jesús y ¡qué trabajo nos cuesta comprenderla! Ninguna fiesta del Corpus sería mejor celebrada que aquella en la que se ayudara a nuestro hermano. Hoy, día de la caridad es una llamada a la colaboración en esta hermosa empresa, de lo contrario nuestros ritos podrían ser cultos vacíos y nuestra Eucaristía cualquier cosa menos un sacramento de comunión, de amor y de fraternidad. Jmf



sábado, 6 de junio de 2020


             DOMINGO SANTÍSIMA TRINIDAD. 7-VI-2020 (Jn. 3, 16-18) A

Hoy no se escribe apenas, ni se habla, ni se discute sobre la Santísima Trinidad. ¿Se imagina alguno llegar a una reunión de amigos, acercarse a la barra de un bar o entrar en una peluquería y escuchar una conversación sobre la Santísima Trinidad? Antes al menos se estudiaba el Catecismo, se sabía algo de estos temas. Hay un teólogo llamado Agustín Andréu que quería publicar un trabajo en el que por lo visto habla de unos apuntes que Antonio Machado y Blas Zambrano habían escrito en los años 30 cuando preparaban en la Universidad Popular de Segovia a un grupo de niños para la Primera Comunión y en los que trataban de explicarles a su modo este misterio. Sería interesante conocerlos...
Hasta no hace mucho los mismos testamentos empezaban invocando la Trinidad y a los agonizantes se les exigía adhesión a este misterio, lo que dio pie a aquella conocida anécdota en la que cierto joven sacerdote era incapaz de convencer a un anciano gravemente enfermo de que Dios era trino en personas y uno en su naturaleza. Desesperanzado y preocupado se lo comunicó a su párroco, un hombre mayor que conocía la mentalidad del aldeano a la perfección. Llegó el párroco a la cabecera del enfermo, entabló conversación y este le repite lo mismo, que a él no le cabe en la cabeza cómo pueden ser tres y a la vez uno. Como la enfermedad se agravaba y el tiempo no daba para mucho el sacerdote, prescindiendo de más razonamientos le dijo:
-Pero vamos a ver, hombre, a ti qué más te da que sean tres que uno ¿tienes tú acaso que darles de comer?
-En eso tiene razón..., señor cura, para mí ¿qué se me da el que sean tres o uno?
Confesó y pudo recibir el Viático y morir cristianamente. No es una buena salida y menos aún una buena catequesis que digamos, pero a veces ante ciertos misterios ¿qué otra cosa cabe hacer mas que creer a ciegas y tirar para adelante?
Sin embargo el misterio está ahí. No habría ninguna necesidad de plantearlo ni explicarlo si no fuera una realidad, ya que a menudo nos confunde y desconcierta más que ayuda, sobre todo si no tenemos una formación bíblica y teológica profunda.
Que Dios es uno se sabe por el A. T., pero el Nuevo introduce las personas divinas Padre, Hijo y Espíritu Santo que dieron origen muchos años después a la palabra Tri-nidad o tri-unidad. En Mt. 28, 19 está el mandato a los apóstoles: “Id por el mundo... a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. En la primera carta de san Juan, (5,7) nos dice en un discutido texto que “tres dan testimonio y los tres convienen en una sola cosa...”, que reafirma luego en el evangelio: “Yo y el Padre somos uno” (10, 30) y más claro aún en el prólogo: “Y el Verbo era Dios...”(Jn. 1, 1).
Hasta el s. II no se emplea la palabra trinidad. La doctrina se formula en el s. IV. Empieza a celebrarse la fiesta en el s. X como protección contra los normandos. Es instituida para toda la Iglesia el año 1334 por el papa Juan XXII.
Muchos santos Padres trataron de explicar este dogma usando comparaciones que han llegado hasta nuestros días, entre ellos se encuentra Novaciano (250) con su obra “De Trinitate”, San Hilario de Poitiers contra los arrianos el año 330, san Agustín el año 400 escribe De Trinitate, nada menos que 16 libros sobre el tema. En el libro octavo, al hablar de cómo la caridad nos acerca a Dios y a su misterio, escribe: el Padre es quien ama, el Hijo es el amado y el Espíritu Santo es el amor. Ricardo de san Víctor  (irlandés) nos dejó en seis libros su teología trinitaria. En el libro quinto dice que la persona del Padre no procede de otra, la del Hijo procede del Padre, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. La primera da sin recibir, la segunda recibe y da y la tercera recibe sin dar. Pintores como Rubens, Guercino (Museo del Prado) que es quien pinta la leyenda agustiniana de la playa y el niño queriendo meter en mar en un pozo con una concha, Luis Tristán (Catedral de Sevilla), El Greco, etc., expresan en sus lienzos estas ideas aunque, al estar prohibidas por la Biblia las representaciones de Dios, abundan menos. En Austria se pueden ver en muchas plazas las famosas columnas trinitarias, levantadas contra la peste, como la del Monasterio cisterciense de Heiligen- kreuzy, y que constituyen auténticas obras de arte.
Cuenta san Ignacio de Loyoya que en cierta ocasión estando rezando a la Virgen delante del templo de Santo Domingo tuvo una especie de visión: “Vi a la Trinidad en figura de tres teclas de un armonio”. Es una curiosa comparación ya que un acorde es un solo sonido formado por tres notas que suenan a la vez: se confunden y a la vez cada una tiene su personalidad propia.
En Irlanda es san Patricio, su patrono, quien en el s. V, después de mostrar con milagros (el del veneno, el del homicidio y el de la prueba del fuego) para enfrentarse con los sacerdotes celtas (o druidas) empieza su predicación a los francos y germanos precisamente con el misterio de la Trinidad, y usando de otro ejemplo que ha llegado hasta nosotros: la hoja del trébol, una planta de tres hojas que forman una sola hoja.
Finalmente Dante Alhigieri en la Divina Comedia, basada siempre el número tres, tres partes, la estrofa llamada terceto, 33 versos, etc., una vez que los viajeros remontan el infierno y el Purgatorio, abandonan el Paraíso terrenal y en él a Virgilio que les acompañó hasta este momento, para entrar en el cielo de la mano de Beatriz, atraviesan siete cielos: la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, y Saturno. Al llegar al Sol dice exactamente: “En la profunda y clara sustancia de la alta luz se me aparecieron tres círculos de tres colores y una sola dimensión; el uno parecía reflejo del otro, como el arco iris del arco iris, y el tercero se parecía a un fuego que procediese igualmente de los otros dos”. Es otro de los símbolos más usados el de los tres círculos entrelazados y la palabra Unidad. También se compara a las tres dimensiones del templo: largo, ancho y alto y un solo espacio, pero no dejan de ser sencillas comparaciones.
Tampoco habría por qué gastar tanta tinta y esfuerzo si no se desprendiese fácilmente de la Biblia. Y por eso ha tenido también sus detractores. En el s. II Práxedes y Noeto afirman que no son tres personas sino tres modos de actuar; es la doctrina de los modalistas. Sabelio afirma que son tres manifestaciones de Dios; (llamados también patripasianos pues creen que el Padre sufrió en el Hijo. Mahoma escribe en el Corán: “¡Gente del Libro! Creed en Dios y en sus enviados. No digáis tres. Dejadlo. Es mejor para vosotros. Dios es un Dios único ¡Loado sea!” (4, 169). Y en la azora V, vers. 77/78: “Son infieles quienes dicen: Dios es el tercero de una tríada. No hay dios, sino un Dios único”. Joaquín de Fiori afirmaba que Dios sólo era una persona que en el A.T. se había manifestado como Padre, en el N.T. como Hijo y en actualmente en la Iglesia como Espíritu Santo. Sus doctrinas fueron condenadas en el IV Concilio de Letrán (1215). Sin embargo esa división en edades, que es inaceptable para Dios, sí pudiera servirnos en cuanto al desarrollo de la Historia, ya que hubo una etapa inicial en la que todo giraba en torno a Dios, el Teocentrismo, del que afirma el teólogo Berdiaeff que “todo estaba lleno de cosas santas”. En una segunda etapa que coincide con la época de la Reforma y el Renacimiento la ciencia y la filosofía se fijan en el mundo, por lo que se podría considerar cosmocéntrica. Finalmente si Galileo hace del sol el centro del universo; con Freud pasa a serlo el propio hombre cayendo en el agujero negro de sí mismo. Es la concepción antropocentrista, perdiendo su relación con Dios y con el prójimo. Lo malo de esta visión es el egoísmo que implica porque no cabe duda de que el ideal para el cristiano sería ver de nuevo a Dios y a los demás reflejados en sí mismo puesto que de alguna forma llevamos la Trinidad troquelada en nuestras relaciones familiares: padre, madre e hijo, y en nuestras relaciones sociales que también son tres: yo - tú - él. Sin estos tres pronombres es imposible convivir. Como dice Jacinto Benavente en unos versos:
En el ´meeting´ de la Humanidad
millones de hombres gritan lo mismo:
yo, yo, yo, yo, yo, yo...
¡Cu-cu, cantaba la rana;
cu-cu debajo del agua!...
¡Qué monótona es la rana humana!
¡Qué monótono es el hombre mono!
¡Yo, yo, yo, yo, yo, yo!...
Y luego: A mí, para mí, a mi entender.
¡Mí, mí, mí, mí! ...
La rana es mejor...
Sólo los que saben amar, saben decir ¡Tú!

El cielo no es el Yo filosófico de Fichte. Dios es amor y amar implica siempre un para fundirse luego en Uno, pues cuanto más amor más uno. Ya viene claramente expresado en el Génesis al hablar del matrimonio: “Serán dos en una sola carne” y en el Nuevo Testamento: “Que sean uno como Tú y Yo, Padre somos Uno”.
Dios es amor. El amor supone dos al menos, de quienes surge un tercero: el Hijo. Con todo no deja de ser un gran misterio. Por eso lo más lógico es que tengamos hacia él un gran respeto y una profunda adoración. En el Credo recordamos a las tres personas divinas, lo mismo en el Gloria al Padre, en la señal de la cruz, y en su nombre la Iglesia termina todas sus oraciones litúrgicas: “Por nuestro Señor Jesucristo que contigo (Padre) vive y reina en la unidad del Espíritu Santo”.
Nuestra unión, comunión de los santos, nuestra fraternidad debe ser siempre reflejo de este amor de Dios en sus personas que llamamos Trinidad y cuya fiesta (la del amor de Dios) estamos celebrando este domingo en el que nuestra parroquia celebra a la vez la gran fiesta de la Primera Comunión de seis niños.Jmf

jueves, 28 de mayo de 2020


PENTECOSTÉS. 31-V-2020 (Jn. 20, 19-23)A

Con ocasión de la Pascua de Pentecostés del año 1986 el Papa Juan Pablo II, cuyo proceso de beatificación ha hincado su sucesor Benedicto XVI y a quien es de rigor recordar, publicó su encíclica número cinco. Venía a completar una trilogía compuesta por la “Dives in misericordia” (Rico en misericordia), dedicada al Padre, la “Redemptor hominis”, que dedica al Hijo, y la publicada en mayo del 86 dedicada al Espíritu Santo y que lleva el título de “Dominum et vivificantem” (Señor y dador de vida); es en la que vamos a fijarnos hoy, Pascua de Pentecostés, día que la Iglesia consagra a recordar la Tercera persona de la Santísima Trinidad.
En la primera parte de la citada Encíclica nos presenta al Espíritu de Dios Padre y al del Hijo dándose a su Iglesia a través de los textos de la Revelación como una promesa de Jesús.
La segunda parte se centra en la función que desempeña el Espíritu en el mundo al que promete una humanidad nueva, a un mundo que ha perdido la fe, que rechaza la verdad y el amor pero renovado por medio del amor. Termina esta segunda parte con una reflexión sobre el pecado contra el Espíritu Santo.
La tercera parte, titulada “El Espíritu que da vida” es un anuncio del año 2000 como año jubilar, para celebrar los dos mil años de la llegada de Jesús al mundo.
Pero ¿y qué es el Espíritu Santo? El II Concilio ecuménico que tuvo lugar en Constantinopla el año 381 y que condenó a un hereje llamado Apolinar que sostenía que Jesús no tenía alma pues la sustituía el Espíritu Santo, ya trató de definir y explicar quien es la tercera persona de la Trinidad. Y fue en este Concilio donde se compuso posiblemente el Credo que recitamos en la Misa y que por eso se le llama el “Credo niceno constantinopolitano”, cuyas palabras sobre el Espíritu Santo “Dominum et vivificantem” son las que dan título a esta quinta encíclica del Papa, tercera de la Trilogía.
El año 1958 visitamos un grupo de seminaristas la Iglesia de San Severino de París que estaba considerada en aquel entonces como la parroquia piloto de Francia. Y recuerdo que al ojear su Catecismo puesto a la venta a la entrada del templo, me encontré al abrirlo precisamente con la lección 8ª que trataba del Espíritu Santo. Dos cosas llamaron poderosamente mi atención de recién ordenado sacerdote que he repetido luego infinidad de veces:
En primer lugar, el enfoque que daba a la relación que existe entre el Espíritu Santo y la Iglesia, (del P. Nautin): “Creo en el Espíritu Santo que está dentro de la Iglesia Católica para la Comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne...”. Usaba oraciones subordinadas en vez de las oraciones copulativas que siempre se usaron. Todavía en tantos años no pude encontrar una explicación más concisa y rica en contenido teológico aplicada a la función que lleva a cabo la Tercera Persona de Dios en la Iglesia.
La segunda cosa que me impresionó es la afirmación que hacía del Espíritu Santo como “el gran desconocido”, algo que se nos había dicho en clase de Teología que era una injusticia y una incuria por parte de los católicos que habíamos olvidado algo fundamental en el misterio Trinitario. Allí se afirmaba lo contrario, es decir, que tenía que ser desconocido puesto que su misión, lo mismo que la savia del árbol, no es mostrarse, sino mostrar al Hijo, vivificar, alimentar y dar frutos desde dentro. El viento no se ve, en cambio sopla sobre las velas y empuja el barco.
Es verdad que no lo conocemos, puesto que a la sociedad moderna que escoge cualquier pretexto para festejar, se le ha escapado que hoy también es Pascua, la tercera gran Pascua del año litúrgico, Pascua de Pentecostés, hecho que incluso para muchos cristianos pasa desapercibido. La razón puede estar en que precisamente el espíritu no se ve, no se deja ver, se barrunta, como podría barruntar un árbol o un perro si razonaran que a su alrededor puede haber seres con inteligencia, o que una piedra pudiera sospechar que más allá de su contorno puede haber algo que se llama vida.
Nosotros, los hombres, sí barruntamos que más allá de la materia hay otra vida, el mundo del espíritu hacia el que nos dirigimos inexorablemente, incluso de un modo material o por evolución como llega a afirmar el teólogo y paleontólogo Theilard de Chardin, en sus tres famosos saltos cósmicos que nos llevan a Cristo: de la nada a la materia, de la materia a la vida, el estadio en el que ahora estamos y desde el que estamos, desde la vida, al espíritu. Todo ello nos lleva hacia un mundo en el que el espíritu será algo totalmente natural, y al que se ha llegado por pura evolución biológica. Que la materia no lo es todo lo intuyó hasta el materialista Carlos Marx al afirmar: “La materia no se agota en los sentidos”.
Sin embargo cuando Juan Pablo II habla, en la tercera parte de su Encíclica, de celebrar el año jubilar 2000, condena expresamente como el mayor freno a esta evolución espiritual “el materialismo dialéctico e histórico... que al ser un sistema esencial y programáticamente ateo, excluye radicalmente a Dios planteando únicamente la dialéctica vida-muerte en el momento actual, un momento en el que parece que se acentúan más que nunca los signos de la muerte”. De ahí que el Papa, a renglón seguido, insista en tres aspectos de la liberación interior: donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad (II Cor. 3, 17):
1º.).-Libres para ser, (tenemos mucho pero... ¡somos tan poco...!), llegar a ser uno mismo, librarse de ser manipulado, de que te aten, te esclavicen y esto no es nada fácil sin espíritu.
2º.).- Libres para amar: el verdadero amor libera, el falso nos hace esclavos: debemos luchar para que no exista ningún tipo de tiranía ni para nosotros ni para los demás.
3º.).- Libres para liberar. Donde hay espíritu reina la libertad, que se puede considerar como el resumen de los siete dones que recoge el Catecismo: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de ciencia, de fortaleza, de bondad y de temor de Dios.
Modernamente están surgiendo por doquier los llamados “Movimientos Pentecostales”, llamados en Estados Unidos Asambleas de Dios (basadas en el don de lenguas), la Iglesia Pentecostal de Santidad, la Iglesia Internacional del Evangelio Cuadrado debido a que -según dicen- se sustenta sobre cuatro puntos: la conversión, la curación divina, el bautismo del espíritu, y el don de lenguas.
En la Iglesia católica han surgido los llamados “Carismáticos”, entre los que se encuentran los grupos de Kiko Argüello, que son como una reacción espiritualista frente a una especie de racionalismo cristiano reinante hoy en algunos sectores de la teología y de la Liturgia. Estos movimientos los apoyó en su día el Cardenal Suenens, luego Juan Pablo II y hoy el actual pontífice. Sin embargo provocan ciertos recelos en otros movimientos como son los de la Teología de la liberación. Los más radicales potencian la acción de la gracia santificante al máximo: nos salvamos por la fe, no por las obras, de inspiración protestante, además casi todos son milenaristas pues anuncian un fin del mundo inminente.
Algunos literatos católicos, como León Bloy, que acusaba a los católicos de de tibieza y de contemporizar con una sociedad corrompida y materialista, anuncian también curiosamente una renovación espiritual intensa que partirá de grupos selectos. Así lo afirma en sus Diarios, y en El Desesperado, novela autobiográfica, testimonio de furor apocalíptico contra una sociedad maldita por Dios. “Esta renovación -dice- saldrá de una serie de catástrofes nacionales o mundiales. La espiritualidad nace o se hace a través del dolor y sufrimiento del pobre”. En un lenguaje a veces exasperante, como lo califica Charles Möller, estos grupos anuncian una renovación Pascual: un cristianismo dramático y doloroso que será la herencia de los elegidos. Una interpretación muy particular de este aspecto de la renovación mundial la describe León Bloy en su obra “El incendio del bazar de la caridad”.
Uno piensa que, en alguna medida, no les falta razón en sus afirmaciones. Se nos repite que en mundo cada día hay más pobres, más gentes que carecen de más. Y no hay que olvidar que al Espíritu Santo se le llama el Padre de los pobres, de los desheredados... hasta el punto de hacer gritar a Bloy aquello de “espero en el Espíritu Santo y en los cosacos”.
Los materialistas tratan de reducirlo todo, hasta el indicio más claro de vida espiritual, a materia. Pero es nuestra labor, con la ayuda de Dios y de María que concibió a Jesús por medio del Espíritu Santo y estuvo presente en el Cenáculo, convertir la materia en espíritu, es decir, vivificar el mundo, consagrarlo, pero esto sólo se consigue si empezamos a hacerlo en nosotros mismos, en cada uno de nosotros. Se suele decir de una obra, de un cuadro, de un poema o de una pieza musical si conmueve y emociona, que tiene duende, que está inspirada, que tiene espíritu. Pues bien eso debe tener el cristiano en su modo de actuar, estar lleno de espíritu, poner alma en lo que hace, poner ilusión, imaginación, optimismo y alegría... porque el espíritu también tiene que manifestarse externamente.
Entonces sí que podríamos decir que estábamos llenos de espíritu y sería entonces cuando nuestra labor, nuestras palabras convencerían y convertirían. De lo contrario será como esas piezas de música perfectamente compuestas y técnicamente adaptadas a todas las normas y mandatos que rigen y gobiernan la armonía musical, e incluso magistralmente interpretadas pero que al oírlas ni mueven ni emocionan porque les falta el alma, están vacías de inspiración, de espíritu y de vida. En cambio el que se sienta invadido por la inspiración, por el viento huracanado del espíritu quizás diga de vez en cuando cosas extrañas, acaso alguien lo tache alguna vez de hereje, quizás se salte a la torera ciertas leyes y normas que encorsetan su alma pero... su vida tendrá duende, espíritu y vida, en él vivirá y alentará un hálito de espíritu divino. Jmf


sábado, 23 de mayo de 2020


         ASCENSIÓN DEL SEÑOR   24-V-2020 (Mt. 28, 16-20) A


Desde hace años esta fiesta de la Ascensión del Señor pasó a celebrarse el domingo VII después de Pascua en vez del Jueves anterior. Un jueves que quedó, únicamente en el refranero, con el del Corpus. Se celebra  en jueves solamente el Jueves Santo. Los otros dos se celebran ambos en Domingo. El cambio se ha hecho por motivos de calendario laboral y para suprimir fiestas. Sin embargo los 40 días se han cumplido precisamente el jueves y no hoy.
          Conmemoramos la subida de Jesús a los cielos... Pero Jesús no se ha ido, Jesús no es una ave migratoria, un Juan Salvador Gaviota que emprende el vuelo desde la tierra para perderse en el cielo, alejándose de nuestra vista y volviendo un tiempo después. Si Jesús se fuera de este mundo no sería por propia voluntad sino porque nosotros lo habríamos echado.
          De que hubo esta clase de raptos o arrebatos al cielo tenemos conocimiento por la Biblia: el profeta Elías fue arrebatado al cielo en un carro de fuego, como se cuenta en el Libro II de los Reyes, (2, 1). Y en Ezequiel se lee: “Entonces me alzó el espíritu y me arrebató” (3, 14). San Pablo también fue llevado al tercer cielo; él mismo se lo recuerda a los Corintios en su II carta (12, 2). En cuanto al mundo pagano sabemos por el historiador Tito Livio que cierto día estando Rómulo, el fundador de la ciudad de Roma, pasando revisión a las tropas los soldados pudieron contemplar cómo era elevado al cielo sobre una nube. Y según otra leyenda Mahoma, el fundador del Islán, también subió a los cielos el año 632 sobre un caballo blanco llamado Burak, desde la roca del templo sobre la que hoy se levanta la mezquita de Omar en Jerusalén...
          Siempre hubo un deseo entre los creyentes de enviar sus santos y profetas al cielo, bien materialmente, bien con beatificaciones y canonizaciones sin pararse a pensar que en el cielo sólo viven los dioses paganos, perdidos entre las nubes del Olimpo o paseando por los jardines de los campos Elíseos. Los cristianos de verdad, el cristianismo de base, y por tanto el verdadero, prefiere dejar a Jesús entre nosotros según su promesa: “estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). El premio Nobel André Mauriac lo expresa en su Vida de Jesús titulada “El Hijo del Hombre” así: “No hablaba de un pedazo de pan... cuando dijo este es mi cuerpo... lo dijo con el mismo énfasis y la misma precisión que hablaba  de ese hambriento a quien disteis de comer: ese hambriento... soy yo”.
          “Dios con nosotros”. Los apóstoles mirando cómo subía Jesús “se les fue el santo al cielo”, a nosotros nos puede suceder algo parecido. Ellos miraban y miraban hasta que dos jóvenes vestidos de blanco los volvieron de nuevo a la realidad. Es como si quienes se fueran elevando fueran ellos y tuvieran que venir alguien a hacerles poner de nuevo los pies sobre la tierra; a cambio les dejan una promesa: “como se fue volverá”. Los santos se hacen santos no encumbrándose en las alturas sino humillándose y rebajándose hasta donde puedan ser vistos y tocados por sus hermanos los pecadores. Esa es la voluntad de Dios y así pedimos que ésta se lleve a cabo por este orden: en primer lugar aquí en la tierra, luego en el cielo, “así en la tierra como en el cielo”.
          En junio de 1981 la prensa se hacía eco de una noticia insólita: un grupo de iluminados de determinada secta se estaban preparando en Holanda para ser elevados a los cielos desde la ciudad de Harderwyk. Llegó el día y la hora señalada. Sin embargo, como se puede suponer, después de una larga espera no sucedió nada. Seguían donde estaban. Y es que Dios no quiere llevarnos con Él sino venir Él a nosotros. Él sigue entre nosotros y nunca se va ni se irá a no ser que le arrojemos con nuestras malas obras. Y si a veces su voz o su presencia no se dejan escuchar y hacer presentes, de algún modo debemos pensar que no es tanto porque Dios se aleje cuanto que nosotros nos volvemos más sordos y nos alejamos más de Él. Debemos agudizar más nuestro oído espiritual, nuestra mente, nuestros ojos... Dicen los biólogos que algunas aves llegan a ver cien veces más que el hombre. Esa visión en la vida espiritual se consigue por la fe. Si Dios se va es fácil que sea precisamente a lo más hondo del firmamento de nuestro corazón, y ahí sólo lo encuentran los ojos de la fe.
          Hay cristianos que tratan de manipular a Dios, de materializarlo, de visualizarlo haciéndolo a nuestra imagen y semejanza. Es la eterna tentación a la que el diablo somete a los humanos desde la caída de nuestros primeros padres en el Paraíso. Allí la serpiente les brindó la inmortalidad con aquel “seréis como dioses” haciéndonos semejantes a Él, aquí queremos que Dios sea como nosotros. Jesús vino para ser visto pero en los demás, no en su cuerpo mortal y terrenal, que ese sí se fue a los cielos, sino en su cuerpo místico, en su espíritu y en su palabra, en el amor al prójimo que es lo que dura y permanece o debe permanecer entre nosotros. Y en este punto es donde deberíamos situar la Ascensión, la marcha de Jesús o su venida, en razón de la caridad que tenemos con los demás. Nos hemos alejado tanto de su doctrina que casi la desconocemos, la hemos perdido de vista. Y para nosotros no interesa tanto el hecho histórico de su Ascensión cuanto el mensaje que nos dejó, ya que ni siquiera el Nuevo Testamento nos da un punto geográfico seguro en donde haya tenido lugar: Según San Mateo y San Marcos parece que sucedió en Galilea el mismo domingo de Pascua (San Juan ni la menciona); en cambio San Lucas y los Hechos de los Apóstoles la sitúan en Jerusalén, en el monte de los Olivos, cuarenta días después de la resurrección tal como la veníamos celebrando en la Liturgia católica. Jesús se va bendiciendo a sus apóstoles, ellos se quedan adorándole postrados (así en San Mateo, una actitud y una postura que estaba reservada a los monarcas que habían sido divinizados). Son todo ello simples pinceladas anecdóticas pero que sin duda tienen también su lectura mística: por ejemplo San Mateo dice que algunos de los discípulos aún dudaban; y San Lucas apostilla que una vez que el Señor subió a los cielos ellos descendieron del monte con gozo, algo que contradice los conocidos versos de Fray Luis de León a la Ascensión:
                    Y dejas, pastor santo,
                    tu grey en este valle hondo y oscuro
                    con soledad y llanto
                    y Tú rompiendo el puro
                    aire te vas al inmortal seguro
                    ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ....
                    A este mar turbado
                    ¿quién le pondrá ya freno?, ¿quién concierto
                    al viento fiero airado?
                    Estando Tú encubierto
                    ¿qué Norte guiará la nave al puerto...?
          Jesús fue arrebatado de algún modo al cielo, pero también nosotros al final de los tiempos “seremos arrebatados... en un abrir y cerrar de ojos” (I Tes. 4, 13) cuando todas las cosas, las cosas, tierra y cielo nuevos, además de las personas, cuando todo converja en Cristo. A este propósito escribe Miguel de Unamuno en “El sentimiento trágico de la vida”: puesto que todas las cosas tienen alma, así se lo imagina él, Cristo las asumirá, las recapitulará en sí, en eso que en Teología se llama apocatástasis final, para que, de algún modo, el Señor sea todo en todos, como si el mundo entero sufriera el día de la Ascensión al verlo irse.
          El mismo escritor al hablar de Segovia en un artículo titulado “¿Asunción o ascensión?” duda de si somos los hombres quienes levantamos las ciudades o son ellas las que nos elevan a nosotros. Aplicado aquí cabría pensar si es Cristo quien nos eleva al cielo o somos nosotros quienes lo mandamos allá.
          La vida es una ascensión, una subida muy empinada pero hacia dentro de uno mismo, hasta encontrar a Dios en los demás. Dice Mircea Eliade en su “Historia de las Religiones”: “Toda ascensión es una ruptura de nivel, un paso al más allá, una superación del espíritu y de la condición humana... La consagración por los rituales de ascensión y la subida de montes o de escalas debe su validez al hecho de que introduce a quien la realiza en una región superior o celeste”.
          Es más difícil subir que caer. La caída de los cuerpos libres se acelera en el tiempo y en el espacio, según pudo comprobar y estudiar Galileo cuando experimentaba dejando caer piedras desde la Torre de Pisa. En el campo de lo espiritual no teníamos necesidad de demostración alguna pues lo podemos experimentar cada uno cada día. Cuando uno cae si no reacciona a tiempo, cae cada vez más y más aprisa. Sería preciso un esfuerzo para detenernos y luego poder remontar la altura tal como hoy nos muestra y enseña Jesús a llevarlo a cabo.
          A Él le llamó el ángel el día de la anunciación Enmanuel, que significa Dios con nosotros, y eso sigue siendo una realidad hasta el día de hoy. Él no se fue. Cuando una persona fallece, algo que siempre ha impresionado, son sus últimas palabras. Las de Jesús, podríamos decir que quedaron como sobre impresionadas en la escena final de su Ascensión. Lo mismo que sucede con la palabra FIN o algunas frases o sobre la última escena en las películas.
          Pero sus palabras son en primer lugar una invitación a echar a andar: “¡Id!”, es decir, no os quedéis ahí, y con este mandato una promesa: “Yo seguiré entre vosotros”..., al revés de lo que acostumbramos a hacer nosotros que es quedarnos donde estamos y pensar que Jesús se fue hasta que regrese al final de los tiempos.
          Pero Él sigue entre nosotros, según su palabra, que es en lo que necesitamos hacer más hincapié. Dios sigue entre nosotros mientras no le echemos. En el Credo recordamos este dogma: “Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre. Y desde allí ha de volver...” Podemos hacerlo volver si creemos que sigue entre nosotros. No es cristiano que lo elevemos a la altura y lo echemos a los cielos, es mejor que lo echemos de menos y procuremos hacerlo presente en nuestra vida. Jmf

viernes, 15 de mayo de 2020


DOMINGO VI DE PASCUA. 17-V-2020 (Jn. 14, 15-21) A


Una palabra que habremos dicho y oído cientos de veces es la palabra paciencia. Aprender a tener paciencia debería ser una de las primeras lecciones que deberíamos saber de carrerilla.
La misma naturaleza nos la enseña: la primavera se hace esperar, la cosecha se hace esperar, el labrador tiene que esperar un año para recogerla. La madre espera a su hijo nueve meses. Aquí no vale la impaciencia. Queremos que la tierra produzca dos cosechas, que maduren sus frutos cuanto antes, pero todos sabemos que eso ni es fácil ni natural.
Incluso en la vida moderna con ser tan vertiginosa ¡cuánto tiempo perdemos en interminables colas!, ¡cuántas salas de espera: para el médico, para el dentista, para el abogado, para comprar en un supermercado, para sacar una entrada...! Y un enfermo ¡cuántas horas en el lecho para recobrar la salud! Con razón se les llama los pacientes, que tienen que usar más que nadie de paciencia. Ahí sí que no vale de nada tener prisa, por eso les cuadra perfectamente el nombre de pacientes... Y cuando surge la impaciencia nace la tensión, el mal humor y la amargura. El impaciente destruye más que hace, casi siempre.
Desgraciadamente hoy no educamos a los niños en esta virtud de la paciencia. Un niño desde bien pequeño pide y no sabe esperar, quiere las cosas “aquí y ahora”. Y ¡cuántos errores cometidos por no saber esperar, cuántos conflictos por ese aturdimiento de quererlo todo ya, de no saber permanecer con la boca cerrada por lo menos mientras se nos aclaran las ideas! No sé quien dijo que “una palabra hermosa es plata pero el silencio es oro purísimo”. O como dice el adagio árabe: “Cuando el odio y la venganza te domine serénate, no tengas prisa... siéntate a tu puerta con tranquilidad, verás el entierro de tu enemigo pasar”.
“La paciencia es el traje de faena de la esperanza”. La paciencia es el testimonio que debemos dar los cristianos, pues la vida del creyente debe ser siempre una esperanza paciente y una paciencia esperanzada por mal dadas que vengan las cosas. Abrahán, padre de la fe, acaso fue elegido por Dios para esa misión tan gigante porque supo “esperar contra toda esperanza”. Dice el libro de los Proverbios: “Vale más un hombre paciente que un héroe, más vale un hombre dueño de sí mismo que un conquistador de ciudades” (16, 32). Y san Pedro en su IIª carta: “No retrasa el Señor lo prometido, sino que usa de paciencia para que nadie perezca” (3, 9).
Ana Frank, la joven hebrea de nacionalidad alemana que murió en el campo de exterminio nazi de Auschwitz Bergen Belsen el año 1945, en el que presenció y vivió codo con codo el sufrimiento de niños presos, de hermanos suyos de raza torturados, vejados y ejecutados a millares, escribió un día en su Diario: “Mi vida no ha cambiado, Dios no me ha abandonado ni me abandonará ya más”. Y es que también ella supo esperar contra toda esperanza.
“No os dejaré desamparados” dice Jesús en el evangelio de hoy. Pero para ello nos exige en primer término vivir en la verdad. El mundo vive en el engaño, del engaño, para el engaño. Tenemos que hacer cambalaches sin cuento para aparecer no como somos sino como queremos que nos vean, y esto se lleva a cabo desde el vestido o maquillaje que nos ponemos cada día hasta el lenguaje que empleamos y las actitudes que adoptamos en las más diversas circunstancias. Qué hermosa máxima aquella que dice: “Sé tú”, y cuánto ganaríamos si la pudiéramos llevar a la práctica. Pero qué pocos quieren ser o parecer como realmente son. Sin embargo ese sería lo que Jesús llama “el espíritu de la verdad”. “El mundo no puede vivir en él porque no lo conoce, vosotros en cambio sí, porque vive dentro de vosotros”.
Sólo aquel que vive en la verdad se puede llamar y ser verdaderamente libre. Jesús promete además volver. Dios siempre vuelve. “¡Cristo vuelve!” es un slogan que aparece escrito algunas veces en los muros de contención de nuestras carreteras. Cristo vuelve, escrito en un camino, es muy evocador y lleno de contenido bíblico. Porque fue lo que él nos repitió antes de subir al cielo. “Volveré... no os dejaré desamparados. Volveré... porque yo vivo... viviréis” (14, 18 s).
El escritor Bernard Shaw tiene una obra llamada: “Volviendo a Matusalén” que es una esa especie de Pentateuco, así lo llama él, o conjunto de cinco obras. En su quinta comedia sitúa a la Humanidad en el año 31.920. La especie humana ha evolucionado y se ha convertido en ovípara, por lo que un niño nada más salir del cascarón, y no en sentido figurado sino literalmente, sabe andar y hablar y defenderse. En tal año ya nadie va a morir de enfermedad porque han sido vencidas, los hombres morirán de accidente. Los más viejos vivirán una vida plenamente espiritual y su aspiración no va a ser otra que la de ir desencarnándose poco a poco y del todo hasta quedar sólo el espíritu puro.
Esa es la tesis un tanto fantástica de este autor, pero que coincide de algún modo con lo que nos dice la fe, que la vida tiende a su plenitud, a su total emancipación de la materia, camina hacia un “más allá” que, aunque desconocemos, sabemos que existe y eso debería bastarnos para seguir viviendo y luchando. Es la esperanza del hombre. Ir poco a poco desencarnándonos y transformando nuestra materia en espíritu... esa es la esperanza del cristiano.
Nosotros añadimos a ese esperar evolutivo de Bernard Shaw la dimensión de la fe, fe en Cristo que retorna, Dios que está de vuelta. A veces los cristianos vivimos de modo que damos la impresión de que no esperamos nada. Como si después de morir no hubiera nada, como si no esperáramos en serio ese retorno de Cristo. Tienen que venir a recordárnoslo autores ajenos a nuestras creencias pero testigos de esta gran verdad debido a una como intuición profética que tiene todo buen literato sobre ese retorno y sobre ese regresar hacia una tierra de promisión. “Desde allí ha de venir...” rezamos, yo no sé si del todo convencidos, en el Credo. El que ha de venir... sólo nos pide fe en su venida.
Decía santa Teresita de Lisieux: “Dios, Jesús, no tiene necesidad de nuestras obras, sólo pide nuestro amor”, lo demás corre de su cuenta. Nosotros en vez de abandonarnos en sus manos abandonamos la fe, el amor y actuamos como si Dios necesitara de nuestro esfuerzo e imaginación para defenderse de sus enemigos, o como si nos estuviera pidiendo que lo entronizáramos e institucionalizáramos. Sin embargo el sólo pide: “Vive tu fe, buscad el reino de Dios y su justicia... lo demás... viene por añadidura”. Viene solo, sólo si buscamos su reino ¿Y en qué consiste esa búsqueda? Principalmente en amarle, porque “el que ama guardará mis mandatos, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. Dios viene, por lo tanto “amaos...”, es decir, lo que quieras para ti quiérelo para los demás... sería tan fácil, se evitarían tantos sufrimientos con cumplir únicamente ese precepto. Pero el mundo escoge otros caminos.
Es esclarecedora en este punto la película, o si lo preferimos, la novela de Willian Golding titulada “El señor de las moscas”. Por ella recibió el premio Nobel de Literatura en 1983. El autor tiene la convicción de que el hombre produce el mal como las abejas producen la miel. “Un grupo de niños abandonados en una isla debido a un accidente de aviación tratan de organizar su vida primeramente de acuerdo con unas normas de inspiración en las leyes británicas tal como se las enseñaron. Pero poco a poco nace la envidia, hace su acto de aparición la codicia, el afán de poder y gobernar y la isla se convierte en un infierno, en una horda de salvajes.
Todos quieren mandar”. Golding, que imagina que nuestra alma es como un náufrago herido en el acantilado de nuestro cuerpo, cree que se puede llegar a la esperanza desde estas situaciones límite. Y es que sin esa fe de que las cosas pueden cambiar sin esa esperanza de que Jesús volverá para hacer unos cielos nuevos y una tierra nueva la vida terminaría siendo un infierno. Es el propio Golding quien, en ese rescate final en el que logran recuperar de nuevo a los niños, nos está hablando de algún modo de que siempre existe una lejana esperanza de poder ser salvados.
Creo que el mayor engaño y fraude que nos pueden hacer es hacernos creer que puede existir una justicia sin amor, una justicia levantada sobre cimientos de revancha, de odio y de enemistad, terminaríamos todos en la isla de El señor de las moscas, que es lo que significa en hebreo Bel-zebúb.
Creer que Jesús resucitó esto hoy no molesta a nadie, pero vivir esa verdad en plenitud sin dejarse manipular y después tener la libertad suficiente para predicarla sin rodeos de palabra y de obra, eso puede provocar una auténtica persecución.
Vivir en la verdad y esperar sus consecuencias es el comienzo de la venida de Jesús. En esa fe y en esa convicción debemos vivir y trabajar los creyentes, como se dice en la misa, “mientras esperamos su venida gloriosa”. Jmf