jueves, 20 de junio de 2019


DOMINGO DEL CORPUS.-23-VI-2019 (Lc., 9. 11-6, 17) C
  
Cuando se habla de hacer caridad sólo pensamos en los pobres. Cuando nos referimos a los pobres sólo pensamos en los que carecen de pan, vestido, dinero, vivienda... pero apenas más. Hoy pretendemos superar esa mentalidad, al menos en teoría, ya que la caridad a menudo se la confunde con la justicia. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos queda claro en el art. 23 que “Toda persona tiene derecho a trabajo elegido libremente, a un salario digno”, “a vacaciones pagas” (art. 24), “al alimento, vestido, vivienda, vestido, y asistencia médica” (art. 25) etc., Y esto fue aprobado por la ONU, o lo que es lo mismo, por casi todas las naciones del mundo, en París el 10 de diciembre de 1948.

Es decir, que el pan, el vestido, la vivienda, y hasta el derecho al descanso... le pertenecen al hombre por derecho y en justicia ¿Qué es eso de andar mendigándolo de puerta en puerta? Por lo tanto no hay que confundir los términos: allí donde termina la justicia, y sólo allí, es donde podemos empezar a practicar la caridad, no antes; lo demás es querer “dar gato por liebre”, y esto ya no le corresponde a la Iglesia sino a las autoridades competentes. Y sólo así empezaremos a saber y a vivir la auténtica caridad, lo demás puede convertirse en una estafa.

Hoy el hombre, incluso en el rincón más apartado del planeta, está tomando conciencia de este hecho, ya no se le puede engañar tan fácilmente. De ahí que muchas palabras y actitudes que significaron y aún significan esclavitud, tiranía, vasallaje, explotación... tiendan a desaparecer; y en la misma proporción algunas profesiones, por llamarlas de algún modo, como los mendigos, criados, lacayos, escuderos, pajes, etc.

Pero esto sólo es en teoría, en la práctica dichas profesiones han sido sustituidas por otras tales como la asistenta técnica del hogar, o palabras como el tercer mundo, la tercera edad, países en subdesarrollo, deuda externa... casi siempre sinónimos de pobreza. Ahora no llegan a pedir a nuestras casas los por-dioseros “por amor a Dios” sino los que están forzosamente en el paro porque pasan hambre y se sienten con derecho a ser socorridos por la sociedad…, basta solamente escuchar las formas con que a veces exigen esa ayuda.

Hoy se nos dice en el Evangelio que Jesús multiplicó el pan.  Vivimos una era en la que los adelantos técnicos son capaces de multiplicar sin necesidad de milagros el pan, y además en abundancia. A veces se habla hasta de frenar la producción de alimentos arrancando olivos, viñedos, etc., controlando la abundancia de leche, carne, aceite, vino, etc. para mantener los precios. Pero paralelamente a estas normas vemos que el hambre va en aumento en muchos países del globo. ¿Cuál es la razón? Si seguimos con los símiles matemáticos diríamos que hoy el problema no está en multiplicar la producción sino en dividirla.

En esas historietas que estuvieron de moda hace algunos años y cuya protagonista era una niña llamada Mafalda, recuerdo que decía en una de ellas, aludiendo a este tema: “Pocos tienen mucho, muchos tienen poco, algunos nada. Cuando muchos tengan algo de lo que tienen pocos y esos pocos sepan lo que es vivir con lo poco que tienen muchos, todo se arreglará”. Un juego de palabras que Eugenio D'Ors simplificó en algo como esto: “A mí me parece normal que haya gente que lo pase bien y gente que lo pase mal, gente que tenga yate, piscina, casa de campo y un buen sueldo y gente que viva en un piso, con un pequeño sueldo y tenga que ir al trabajo en autobús o a pie, pero… ¡caray! ¡que no sean siempre los mismos!”. Es una cuestión muy difícil que no vamos a resolver hoy aquí. Pero también es verdad que preferimos desentendernos del problema y no queremos complicarnos la vida con los otros, que cada uno apeche con lo suyo, y los demás que se las arreglen como puedan. “Pasar de largo, pasar de todo, y a pesar de todo”…, ese es el lema del más feroz egoísmo que terminará con nosotros, no lo dudemos.

Y es aquí donde los cristianos de verdad tienen algo que decir: descubrir la miseria y tratar de socorrerla. Como muy bien lo expresaba Mingote en unos de sus chistes: Un pobre náufrago muerto de hambre hacía señales de socorro a las tres carabelas de Colón que regresaban de América. Y mientras agitaba su pañuelo se decía esperanzado: “¡Ahora a ver si me descubren a mí!”. Hoy la Iglesia nos pide a los cristianos no sólo que obremos en justicia y que cada uno tenga lo que necesita para vivir; tenemos que ir un poco más lejos y pensar que además de la pobreza del hambre, que es la más perentoria e injusta, hay otras pobrezas, por ejemplo
1) la pobreza de cultura. En el mundo hay más de 800 millones de analfabetos, 100 millones más que hace 30 años. A la gente le gusta saber, informarse, tener conocimientos (que no es lo mismo que estudiar tal como hoy se practica en muchos Centros, (de ese estudio la gente está un poco harta), es otro tipo de conocimientos, y que sean enseñados de otra forma.  Sin embargo los medios de comunicación cada día aborregan más a la masa, procurando drogarla con bobadas, consumismo, fútbol a todas  horas, culebrones, sexo y violencia a manos llenas... cualquier cosa con tal que no piense y de ese modo que tenga menos tiempo para incordiar. Algo que sin duda redundará en beneficio de unos pocos, como siempre. Y hay pobreza de formas de delicadeza, de comportamiento, de educación... cada día nos estamos quedando más pobres de valores humanos, vitales para la convivencia, cada día.
2).-Pobreza de fraternidad y de amor. La gente necesita no sólo buenas formas, decíamos que también escasean bastante, sino que necesita amigos, querer y sentirse querido, amar y ser amado, alguien con quien y a quien y de quien fiarse, y acabar de una vez con eso de ser una trampa los unos para otros, de ser enemigos y lobos unos con otros.  Y finalmente:
3).-La gran pobreza espiritual, pobreza de Dios, de valores espirituales.  Creo que fue Fulton Sheen, obispo de Nueva York, otros lo atribuyen a Unamuno, quien dijo: “Si un hombre se te acerca a pedirte fuego y te detienes con él cinco minutos terminará pidiéndote a Dios”. No todos los problemas del mundo tienen fácil y rápida solución, pero hay pobrezas que no tienen espera como es el hambre, un mes de retraso es la muerte de miles de ellos. A veces nos pasamos horas estudiando si en justicia hay que dar o hay que absolver o hay que ayudar. Recuerdo a este propósito la historia que cuenta Anthony de Mello en “El canto del pájaro”: Un comandante del ejército llegó a un pueblo en busca de un desertor que se les había escapado. “Sabemos que lo escondéis aquí, si no lo entregáis arrasaremos la aldea y todos pereceréis”. En realidad era cierto que la aldea ocultaba al hombre. Parecía un ser bueno e inocente, bastaba mirarle a la cara. Pero si no lo entregaban perecerían todos. El alcalde fue a ver al cura. Este dijo: “Veamos qué dice el Evangelio”. El cura y el alcalde estuvieron la noche entera buscando, hasta que al fin dieron con un pasaje que podía ser la solución. Era aquel que dice: “Es mejor que muera uno por todos que perezca todo el pueblo”. Así que por la mañana el alcalde decidió entregar al hombre. Le pidió perdón. Este dijo que no había nada que perdonar, que él no quería poner al pueblo en peligro. Lo torturaron lo indecible de modo que durante tres días se oyeron sus gritos en la aldea. Al final lo ejecutaron al amanecer. A los 20 años pasó un profeta por el pueblo y le dijo al alcalde: -¿Cómo has hecho eso? Aquel hombre era el que iba a salvar a todo el país y tú lo has entregado para ser torturado y muerto. -¿Y qué iba a hacer? dijo el alcalde, el cura y yo estuvimos mirando el Evangelio y actuamos en consecuencia.  -Ese fue vuestro error, dijo el profeta, mirasteis el Evangelio en vez de haberle mirado a él sus ojos. Creo que nos olvidamos a menudo de mirar a la gente y actuamos de memoria o en función de una ley. Cada cual tiene su libro, o lee su evangelio en vez de leer ese otro evangelio en carne viva que son los pobres y los desamparados del mundo.

Necesitamos amor, una vez cubierta la etapa de la justicia, necesitamos amor. Es misión del cristiano convertir el mundo en un reino de amor. Y si esto es muy ambicioso empecemos por lo más cercano. Contaba en una ocasión Paloma Gómez Borrego que en Nápoles, la región más pobre de Italia, los días de invierno y frío los obreros cuando cobran, siempre que toman un café dejan pago otro para que pueda tomarlo también aquel que no tenga trabajo o que no haya cobrado aquel día. Porque “un café caliente -dicen- le viene siempre bien a cualquiera”, máxime estando en paro. Ese sería el modo de arreglar un poco el mundo, empezar por pequeñas cosas con nuestros prójimos; sino nunca haremos nada.

Y pensar que más que en multiplicar los frutos y bienes de la tierra el problema hoy está en dividir, en repartir. Producir es cuestión de técnica y progreso pero el compartir y dividir adecuadamente no se consigue si no es con grandes dosis de amor: amor a Dios que es Padre de todos, y amor al prójimo, que al fin y al cabo es nuestro hermano. Jmf

jueves, 13 de junio de 2019


LA SANTÍSIMA TRINIDAD.-16-VI-2019 (Jn., 16, 12-15) C

La palabra Trinidad no aparece en la Biblia.  Se acuña en el s. III y su doctrina teológica se formula y pone en circulación entre los creyentes, por hablar de algún modo, en el s. IV.  Parece ser que fue Alcuino, teólogo y filósofo anglosajón de la corte de Carlomagno en el s. IX, el primero en componer una misa en honor de este misterio. Los monjes de Cluny, en el s. XI, y los del Cister en el XIII, dieron un gran impulso a la fiesta hasta que el año 1334 Juan XXII, papa en Aviñón, la impuso y mandó que se celebrase en toda la Iglesia.

Pero el hecho de que la palabra trinidad no aparezca explícitamente en las Sagradas Escrituras no quiere decir que no tenga su fundamento en ellas.  Lo acabamos de ver en la lectura de la carta de san Pablo a los Romanos: “En paz con Dios… por medio de Jesucristo… con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (5, 5). Jesús envía a sus apóstoles por el mundo a bautizar en nombre de las tres personas... San Esteban mártir, exclama poco antes de morir: “Veo el cielo abierto y a1 Hijo del Hombre a la derecha de Dios…, dijo lleno del Espíritu Santo” (Hech. 7, 55) por citar sólo unos textos.

Todo esto unido a que el número tres tiene en la numerología una connotación sagrada, hizo que las representaciones plásticas de este misterio fueran cuajando poco a poco en la iconografía y en el lenguaje cristiano. Ello tiene también su historia entre pensadores y culturas no cristianas. Platón, por ejemplo, al hablar de los números y de las figuras geométricas argumenta que el círculo y las tres clases de triángulos pertenecen al orden ideal. Constantino el Grande impuso a sus tropas el saludo militar que aún se conserva y que consiste en llevar los tres dedos de la mano derecha, los tres que usamos para santiguarnos, hasta la frente mientras se recuerda a la Santísima Trinidad.

Y han sido muchos los escritores de los primeros tiempos que han hablado de este misterio, y en especial los Santos Padres de la Iglesia, y que nos han legado hermosos escritos sobre el tema. Novaciano y Tertuliano, Orígenes cuando arremete contra Celso, san Agustín al atacar a los arrianos, y otros muchos han hecho que el pueblo fiel se esforzara también a su modo en entender, expresar y hasta representar plásticamente la Trinidad de Dios. Incluso algunos filósofos modernos, tales como Hegel y tan ajenos a la idea cristiana como Carlos Marx, han visto en la Trinidad un anticipo de su doctrina, que ellos basan en la dialéctica, o desarrollo de la materia y de la historia, en las tres etapas de tesis, antítesis y síntesis. Sin embargo entre los teólogos cristianos hay quien afirma, como el alemán Dietrich Bonhoeffer, ahorcado por las SS nazis, que una catequesis nunca debería empezar explicando este misterio sino que, al modo de los primeros cristianos, habría que dejarlo para los iniciados. Y aunque el filósofo Manuel Kant, apurando el tema, dijera aquella conocidísima frase de que “con la doctrina de la Trinidad no se puede hacer nada práctico” hoy vemos cómo, de unos años a esta parte, este misterio está cobrando de nuevo actualidad, al menos por lo que respecta a su tratamiento en muchas Revistas de Teología.

No cabe duda de que estamos ante uno de los grandes enigmas de la divinidad. El hombre se mueve casi siempre a flor de piel, sobre la superficie del espíritu y de la materia, del pensamiento y de las verdades de la fe. Profundizamos poco. Pero cuando lo hacemos, a medida que ahondamos, nos vamos encontrando más y más con el espíritu y nos vamos acercando más y más a Dios y a la Verdad.

En el libro “Los secretos de la materia” de Helmut Karl, después de hacer la historia de los avances y esfuerzos del hombre por descifrar los secretos que encierra la materia, avances que de día en día nos asombran más sin duda alguna, añade que la materia, para ser bien comprendida, hay que traducirla en fórmulas, a ser posible matemáticas, “pudiendo decir que la verdadera imagen del universo igual da que se trate del macrocosmos que del microcosmos se encierra en una idea.  La moderna física atómica zanja la antigua discusión entre Platón y Demócrito (espíritu versus materia) a favor de Platón, es decir, a favor de una estructura o concepción espiritual del universo. Al fin y al cabo la esencia de la cosas se encierra en un número, en una ecuación, en una idea; o sea, en una palabra, la esencia de las cosas es espíritu…”. Y si nos paramos a pensarlo un poco es cierto, pues para explicar algunas verdades de las ciencias ¿no se usan siempre fórmulas matemáticas?  Todos sabemos lo que es una circunferencia pero cuando un matemático trata de explicarla acude a una fórmula, puesto que en ella se resume lo mejor posible: r2= (x-a)2 + (y-b)2, y una simple recta se explica mejor mediante su fórmula analítica Ax + By + C = 0. Nos encontramos con una serie de letras, números y signos distintos y una sola figura verdadera. Y lo mismo cuando ahondamos en el alma de la personas, también aquí tropezamos con este misterio trinitario reflejado en las interrelaciones de cada ser humano. En la vida lo fundamental es relacionarse. Un concepto tan abstracto como este... y sin embargo se emplea para algo tan íntimo como el amor, la amistad, entablar relación. Un hombre, una mujer son dos personas, pero de su unión nace una tercera distinta que es  el hijo.  Y es que el yo de cada uno no tendría sentido si no comportara relación con un o con un él. Hablamos de buenas relaciones, de personas bien relacionadas, etc., el Diccionario de la Lengua define la palabra relación según diversas acepciones que pueden ser de amistad, parentesco, relaciones humanas, comerciales, matrimoniales... etc.

La vida, el cuerpo, la mente también son relaciones.  El mismo estudio, ahora que estamos en época de exámenes, no es más que saber relacionar, “relacionar estudios y estudiar relaciones”. El hombre no podría vivir ni subsistir sin relacionarse con los demás, relaciones sociales, afectivas, espirituales a culturales.  El, hombre es por naturaleza sociable. Y si Dios nos hizo a su imagen y semejanza hay que deducir que en su seno también debe darse algún tipo de relación, debe relacionarse de algún modo. ¿Pero con quién si no es consigo mismo? Pues bien, esta relación divina se llama Trinidad. Y de ahí que al hablar de Dios digamos que es una en naturaleza y trina en personas, lo que sería decir lo mismo que “Dios vive en familia, comunica vida, se da y se nos da...”. En la iconografía del s. XVIII, y especialmente en España, se le llama Trinidad terrestre a la Sagrada Familia: Jesús, José y María.  E incluso llegaron a fundir la familia de la tierra con la divina familia denominándolas “las dos Trinidades”.  Pintores como Rubens, Durero, El Greco o Ribera trataron de plasmar en sus lienzos este misterio por medio de las tres figuras clásicas combinadas de varias formas y que todos hemos visto infinidad de veces, y lo han hecho con el fin de expresar de la mejor manera posible la Unidad de Dios en Trinidad de personas.

Con todo hay que tener en cuenta que Dios más que objeto de estudio, de arte y de especulación debería ser objeto de amor y de vida.  En otras palabras la confesión de un Dios trino no es más que el desarrollo teológico de la expresión del evangelio de San Juan: “Dios es amor” (I Jn. 4. 8 y 16). Esta fiesta que hoy celebra la Iglesia, último día apto para el cumplimiento pascual, no debemos olvidarlo, tiene como fin celebrar la vida divina que no sólo es intelectual ni aún espiritual... es mucho más, es trinitaria, una vida misteriosa, al fin y al cabo.  Es por eso por lo que hoy celebra la Iglesia el Día de los conventos pobres “Día pro orantibus” o en favor de aquellas personas que dejando el mundo viven en familia, en comunidad, dedicadas a la contemplación: orar y trabajar.

Y por el riesgo que corremos de tener un tanto olvidado este Misterio es por lo que la Iglesia nos invita a menudo a recordarlo: Todos los Sacramentos se nos dan en nombre de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.  Cuando hacemos la señal de la Cruz invocamos a las tres personas divinas.  Las oraciones de la Iglesia suelen terminar con la triple invocación: “Por Nuestro Señor Jesucristo, que contigo (nos dirigimos al Padre) que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos…”.

En el Credo, que no es más que el himno del cristiano, recorremos las prerrogativas del Padre en la primera parte, la historia del Hijo en la segunda parte y la acción del Espíritu en la última. En la Misa damos comienzo con un pasaje de la carta a los Corintios que alude a las tres personas: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros” (II, 13, 13).

Como vemos motivos y ocasiones para invocarla no nos faltan.  Pero eso sólo no basta, es preciso contemplar ese misterio y sobre todo vivirlo haciendo que las relaciones entre los hombres se parezcan a las divinas haciéndolas más fraternas, más unas. Unión de todos con todos aunque pensemos de diverso modo, pues ese es el único modo de ver reflejado en nuestro corazón una imagen de Dios en familia, trino en personas y uno en esencia como dice el Catecismo.  Jmf

viernes, 7 de junio de 2019


PASCUA DE PENTECOSTÉS. 9-VI-2019 (Jn.,  20, 19-23) C

Así como antes de la última reforma litúrgica se decía: “Hay tres jueves en el año que relucen más que el sol…” podríamos de igual modo decir que “hay tres Pascuas en el año…” sobre las que gira todo el calendario litúrgico. Como dice la copla: “¡Pascua!, la bien celebrada/ y tres veces bienvenida:/ llega en Navidad nevada,/ en Pentecostés granada/ y en Resurrección florida”. Las tres arrancan de fiestas populares que tuvieron en un principio una tradición precristiana. En cuanto a la Pascua de Pentecostés, a los 50 días de la Resurrección, se remonta a los tiempos bíblicos, y era la fiesta del final de la recolección y del nacimiento de las crías en los rebaños cuyas primicias debían ofrecerse solemnemente a Yahavé. Entre nosotros los primeros frutos se celebran el día de la Ascensión “cerezas en Oviedo y cebada en León”. Se la llamó también “festividad de las semanas” porque tenía lugar siete semanas después de Pascua (es decir, una semana de semanas) (7 x 7= 49~50). Se hacía también la ofrenda de la primera gavilla (Lev.23, 15). Las dos primeras Pascuas (Navidad y Resurrección) son más conocidas y celebradas, sin embargo la Pascua de Pentecostés suele pasar verdaderamente inadvertida para muchos creyentes.

Sucede con ella lo mismo que con el Espíritu Santo, su protagonista, al que se le llegó a calificar como “el gran desconocido”, “el dios desconocido”, podríamos decir nosotros con san Pablo a quien los cristianos de Éfeso, cuando les preguntó si lo habían recibido le contestaron: “Ni sabíamos que existiese tal cosa” (Hch. 19). Hoy sin embargo no es del todo así, pues tanto entre las sectas protestantes como en el propio Catolicismo parece haber renacido la devoción por la tercera persona de la Santísima Trinidad. Basta ojear cualquier periódico de no hace mucho para encontrarnos con frases como éstas: Gracias Espíritu Santo o incluso una larga oración al Espíritu Santo. Algo se mueve dentro de la iglesia. Y un creyente debe estar siempre oído atento, ojo avizor, a los movimientos del Espíritu. Ya decía Jesús a Nicodemo aquella noche en la que este fariseo, admirador secreto del divino maestro, vino a hablar con Él, amparado por las sombras: “El viento sopla donde quiere. Oyes su ruido y no sabes ni de dónde viene ni a dónde va. Así sucede con todo nacido del espíritu”. (Jn. 37). Estamos en un tiempo en el que no es raro comprobar cómo se pide acaso demasiada letra para recibir ciertos sacramentos: Matrimonio,  Confirmación, Bautismo, Orden  Sacerdotal… En algunas parroquias son bastante remisos en administrar, por ejemplo, el Bautismo y la Confirmación sin un bagaje teológico aceptable. No está mal. Pero entonces tendríamos que preguntarnos si prestamos la misma atención a los movimientos del espíritu y exigimos ver hechos realidad sus dones en la misma medida por parte de la persona que pide el sacramento.

Uno de los grandes escritores noruegos, Bjørnstjerne Bjørnson, premio Nobel de Literatura (1903) y autor del himno noruego, plantea, en la novela “Un muchacho de buen temple”, una situación parecida a la descrita. Oeynvind tiene que sufrir un examen para acercarse al sacramento de la Confirmación. Se ha aprendido el Catecismo de pe a pa. Hace un examen brillantísimo, “ni en una sola respuesta me he equivocado” dice al salir. Sin embargo el párroco le comunica que no ha sido el mejor, ni mucho menos. -¿En qué me he equivocado yo? A ver ¡Quiero saberlo!  Es entonces cuando el párroco le explica: -Oeynvind, pagas tu culpa. No has estudiado por amor a tu calidad de cristiano sino por vanidad. ¿No hubiera sido pecaminoso acercarse al Señor guiado únicamente por la presunción de superar a tus compañeros? Cuando el muchacho acepta el puesto y reconoce humildemente su vanidad es cuando el párroco juzga que ha aprendido esta última lección que le faltaba y la más importante, la humildad y el amor a los demás. La letra mata, dijo Jesús, el espíritu es el que vivifica. El espíritu es quien da la vida y alienta y empuja a la Iglesia. En todos los momentos cumbres de la Redención está Él: lo vemos presente en la Encarnación hecha por obra y gracia del Espíritu Santo, está en el Bautismo descendiendo en forma de paloma. Luego nos recordará Jesús cómo para entrar en el Reino hay que renacer por el agua y el Espíritu Santo. Está presente el día de Pentecostés cuando los apóstoles, llenos de Espíritu Santo, se lanzaron mundo adelante a dar testimonio del Señor resucitado.

Lo mismo que la festividad de Pentecostés cae siempre en mayo o muy cerca de este mes, dedicado a María, también el Espíritu Santo suele estar cerca de Ella en todos los grandes acontecimientos, como la Encarnación, y suelen imaginarla presente también en Pentecostés según lo que se deduce de los Hechos de los Apóstoles cuando dicen: “Subieron al aposento superior donde tuvo lugar la Última Cena. Todos perseveraban unánimes en la oración    con María la madre de Jesús (1,14).

Por lo tanto ella suele estar siempre cerca del Espíritu Santo. Esto se manifiesta modernamente en los grandes conversos. Un ejemplo lo tenemos en el pensador francés León Bloy, católico a machamartillo, que afirma en su Diario: “El primer pensamiento de mi madre cuando nací fue ofrecerme a la Virgen con un voto especial. Durante treinta y tres años esta reina ha llamado a la puerta de mi corazón sin cansarse”. Y la misma idea la repite de nuevo en su novela “El desesperado” (1886) en la que él mismo se define como “peregrino de lo Absoluto perdido en un mundo extraño y hostil”.

Si nos adentramos en los entresijos de la conversión de Paul Claudel nos encontramos con que esta tiene lugar en su alma un día en el que llega a la catedral de Notre Dame de París en busca de situaciones para ambientar sus escritos literarios. Oye al coro de niños cantar el Magníficat, himno litúrgico a María, y exclama deslumbrado apoyándose en una de las columnas de la nave: “¡Yo creo, Dios existe, aquí está. Es alguien y me ama!”. Hoy una lápida recuerda en la pared aquel momento.

María está siempre en el centro de gravedad, en el ojo del huracán del torbellino del Espíritu. Creo que los católicos estamos olvidando esta realidad espiritual, algo a tener en cuenta por todas las asociaciones que bajo el nombre de Acción Católica celebran en esta Pascua su día.

Otra característica del Espíritu es la gran virtud que tiene para unir. “Tener un mismo espíritu” es vivir en cristiano o viceversa, y ser cristiano en tener un mismo espíritu que nos une. Cuenta la Biblia en él capítulo once del Génesis que, después del Diluvio universal, “todo el mundo tenía un mismo lenguaje e idénticas palabras”, pero la soberbia los cegó, Dios confundió sus lenguas de modo que allí, hablando acaso el mismo lenguaje, nadie se entendía. Sucede a menudo que, usando el mismo idioma, no nos entendemos. Sin embargo cuando hay amor y reina el espíritu de la concordia aunque habláramos idiomas completamente diferentes nos entenderíamos a la perfección.

Es lo que sucedió el día de Pentecostés que, siendo los oyentes hablantes de multitud de lenguas, “cada uno los oía hablar en su mismo idioma”. Por ahí debe empezar la unidad, por “entenderse”. Sin embargo ¡qué difícil llegar a entenderse ¿Cuál es la razón? Es curioso constatar que Jesús, inmediatamente después de enviar el Espíritu Santo, les confiere la potestad de perdonar los pecados. Acaso la falta de perdón, perdón a manos llenas, sea la mayor barrera para el no entendimiento entre los hombres. Pentecostés es como la Pascua del perdón. Tenía razón el párroco de Oeynvind al decir que sólo cuando uno está limpio de ambiciones, de vanidad, de odios y pecado, está preparado para recibir el Espíritu Santo.

La renovación del mundo no llegará si antes no hay una pacificación interior. Y son muchos los pensadores que profetizan una inminente renovación en el mundo. Escritores proféticos como lo fue Rimbaud en su obra “Tiempo de asesinos” auguran que esta renovación saldrá de una serie de catástrofes nacionales y universales, y que la espiritualidad se centrará en el sufrimiento del  pobre, (al Espíritu Santo a menudo se le llama “padre de los pobres”), y la herencia de los elegidos será un cristianismo dramático y doloroso. Acaso esa era la razón por la que León Bloy exclamaba: “creo en Espíritu Santo y en los cosacos”. Una interpretación muy particular de esta acción del espíritu en la iglesia la encontramos en “El incendio del bazar de caridad”, de este mismo autor.
Es preciso más fe en estas realidades divinas. Es preciso, hoy más que nunca, recitar y sentir la tercera parte del Credo tal como se recita en algunas iglesias: “Creo en el Espíritu Santo que está dentro de la iglesia católica para la comunión de los santos, para el perdón de los pecados, para la resurrección de los muertos y para la vida eterna”.

Hermoso programa el que nos brinda la pascua de Pentecostés. Pero para llevarlo a cabo no hay otro camino que orar, orar como oraron los apóstoles, con María en el cenáculo. Ese es el primer paso, exclamando a menudo con la Liturgia de este día: “Ven Espíritu Santo y llena los corazones de tus fieles”.   Jmf