viernes, 30 de agosto de 2019


DOMINGO XXII.-1-IX-2018-19 (Lc. 14, 1.7-14) C


En varias ocasiones de la vida de Jesús cuando trata de dar una lección lo hace aprovechando un banquete, así cuando le habla de perdón a María Magdalena fue en casa de Simón el Fariseo, en casa de Zaqueo su conversión y los diversos ejemplos sobre el Reino usando la comparación del banquete de bodas, y sobre todo el sermón sobre el amor fraterno de la última Cena.
Ya en la antigüedad algunos escritores y filósofos habían empleado este recurso del banquete para exponer su doctrina y sus ideas: Jenofonte,  Dante, etc. El más conocido acaso sea aquel en el que Platón trata de hablar sobre el amor empleando para ello uno de sus más bellos Diálogos llamado Simposio o El Banquete, que eso significa simposio, en el que, cansados de comer y beber, se desarrolla un apasionado diálogo entre Sócrates y varios interlocutores sobre los diversos tipos de amor, apareciendo la filosofía como una especie de locura divina que endiosa al hombre conduciéndolo al conocimiento de la belleza trascendente.
En la actualidad, aunque de otra forma, también se emplean los simposios o banquetes para desarrollar en ellos algún tema de interés. Incluso las famosas cenas políticas, los almuerzos de trabajo, etc., no son más que un pretexto, es decir, aprovechar la comida para resolver ciertas tensiones, pues tal parece que entre buenos manjares y mejores vinos los problemas se empequeñecen y disuelven, y el ambiente se hace más y más propicio para alcanzar la paz y el entendimiento.
Por otra parte también hoy se lleva a cabo por medio de un banquete la celebración de ciertos acontecimientos sociales como bodas, bautizos, despedidas de solteros, aniversarios, etc. La razón es porque los hombres de ordinario solemos celebrarlo todo comiendo y bebiendo, más por la necesidad de compartir acompañados que por el hecho biológico de necesitar alimentarnos.
También Jesús quiere aprovechar un banquete para hablar de una virtud fundamental en la vida cristiana: la humildad. Él, en aquel tiempo, participa de este fenómeno social de los banquetes, asiste a uno de ellos en el que observa como todo el mundo echa a correr a ocupar los primeros asientos. Ya entonces la gente sentía esa vanagloria de querer salir en la foto situándose lo más cerca posible de la Presidencia de los influyentes y notables, esperando a la vez que, al estar delante de sus ojos, se reconocieran los méritos de los que consideran se habían hecho acreedores.
Algunos artistas de teatro se niegan a representar la obra cuando su nombre no aparece en la cabecera del reparto. Los encargados de la propaganda para evitar estas piquillas los colocan por orden alfabético, y ellos entonces estudian el tamaño de la letra planteando a menudo por estas menudencias serios conflictos a la Empresa.
En nuestro trabajo nos gusta destacar a costa de lo que sea, con o sin méritos. Buscamos que los jefes se fijen en nosotros, que nos tengan en cuenta... y ¡cómo nos duele un desprecio en este sentido! Al contrario, ¡cómo nos crecemos ante los demás cuando alguien tiene una deferencia con nosotros...! En nuestra misma casa, ante los hijos, entre hermanos, queremos que se nos valore y respete. De ahí que tantas veces se deje oír, en señal de protesta y rebeldía, la conocida frase: “Yo ¿qué soy aquí?, ¿el último mono o qué?”.
Sufrimos cuando ascienden al vecino, cuando sube nuestro hermano, como queda plásticamente reflejado en el banquete del evangelio de hoy. Ante este carnaval de vanidades Jesús sigue gritando: “¡Esforzaos en ocupar los últimos puestos, esforzaos en agachar la cabeza para entrar por la puerta…, porque ese es el modo de llegar al Reino de los cielos…!”; y la puerta del cielo está al fondo de la sala, no junto a la presidencia. Consejos válidos incluso para convivir socialmente. Pero no nos entra en la cabeza. Nos sucede algo parecido a cuando queremos cortarnos el pelo frente a un espejo, la mano gira siempre al revés que nuestra vista: si pretendemos avanzar hacia la izquierda ella va hacia la derecha y viceversa. Hay que aprender a ir contrasentido, a actuar contra toda lógica aparente. Pues lo mismo en nuestras actitudes y comportamientos cristianos. Debemos esforzarnos e incluso aprender a ir contra corriente, contra nuestro egoísmo y amor propio para poder entrar a formar parte del reino de los Cielos.
Hoy el hombre se cree un dios, está lleno de orgullo y desconoce por completo la humildad de la que habla el evangelio, “esa pequeña gran virtud” y en su afán de aparentar lo que consigue es crear un mundo más y más conflictivo y cada vez menos cordial y más difícil.
Ahora bien; ¿qué cosa es la humildad? Creo que es uno de los temas más vidriosos y contradictorios, pues creerse humilde puede encerrar inadvertidamente mucho orgullo y vanagloria. Miguel de Unamuno habla en su tratado “Sobre la soberbia” así de esta virtud: “Humildad rebuscada no es humildad, y lo más verdaderamente humilde en quien se crea superior a otros es confesarlo; si por ello lo motejan de soberbio, sobrellevarlo tranquilamente..., la más fina, la más sencilla humildad no es cuidarse en ser tenido por nada, ni por humilde, ni por soberbio sino seguir cada uno su camino, dejando que ladren los perros que al paso nos salgan y mostrándose tal cual uno es, sin recelos ni habladurías”.
Creo que no se puede explicar en términos más claros el verdadero meollo de esta difícil virtud que es la humildad. Jesús lo hizo plásticamente aprovechando la coyuntura de un banquete y la toma de postura de algunos comensales. También estos aprovechaban aquel acto social para echar su discurso de vanagloria. Somos calculadoramente cordiales. Esto nos hace perder la auténtica, la sana alegría. ¿Qué sucedería si cada sábado de cada mes estuviéramos invitados a una boda? Pues sería una ruina, lo justo para tirarse por la ventana. A este propósito recuerdo una invitación que alguien dejó olvidada hace años en una mesa de un bar de Burgos. Después de los nombres de los contrayentes, fecha, etc. decía si mal no recuerdo: “No se recibe ningún tipo de regalo ni dinero, queremos solamente que compartas con nosotros un día de alegría y de amistad”. Íbamos en aquel grupo varios sacerdotes y todos quedamos como viendo visiones. No sé en qué circunstancias se desarrollaría aquella ceremonia ni el poder económico de los novios pero sin duda alguna, aquella boda debió de ser una boda diferente.
El Evangelio, la filosofía de Jesús también es diferente, muy distinta a la nuestra. Porque el hombre hoy está pagado de sí mismo, de su ciencia, de su capacidad operativa para no sé qué cosas... Y así nos luce el pelo. Sacrificamos lo más noble para ser tenidos en más. Pisoteamos el espíritu de las Bienaventuranzas, aquello que Bernanos llamaba “espíritu de infancia” dejando sin resolver los grandes problemas de la Humanidad, o si se resuelven se hace como el mismo Bernanos apunta en “Los niños humillados”: “Cada año los jóvenes del mundo se hacen una pregunta que nuestras sociedades no pueden responder. Entonces la Sociedad los moviliza, como un ministro movilizó a los carteros y ferroviarios… Movilizar juventudes llega a ser una necesidad de Estado… Desde 1914 a 1918 la muerte de un millón y medio de jóvenes no cambió en nada la marcha de la Sociedad… En cambio se sintió mutilada por la pérdida de las minas de Briére…”. (Minas de carbón, Zona del Loira).
Y así continua protestando este escritor francés, página tras página. Movilizamos a medio mundo por el cierre de una empresa, pero el que haya millares de jóvenes cayendo en la droga, en el alcoholismo o en la ludopatía eso no produce más que alguna débil protesta muy de tarde en tarde. Dice el P. Congar, teólogo dominico, en una de sus obras escritas allá por 1950, que en toda verdadera reforma entran en juego tres condiciones: amor, estar en comunión con la Iglesia y paciencia. Tres condiciones que se pueden condensar en una: Humildad. Creo que es una lección a tener en cuenta hoy que tan propensos estamos a renovarlo y a cambiarlo todo.
Si nos esforzáramos en buscar los últimos puestos en el banquete del mundo todos tendríamos sitio y nos levantaríamos todos satisfechos. Pues en esa zona de la sala siempre hay sitios vacíos y sobran alimentos. Pero si todos queremos ocupar y acaparar los primeros puestos terminaremos todos destrozados convirtiendo el banquete en un campo de Agramante.
El Evangelio es diferente. La soberbia, el egoísmo, la vanagloria, nos destrozan y humillan. La humildad, la sencillez nos ensalza y engrandece. Sigue siendo verdad, hasta en el mundo social, las paradójicas verdades que Jesús predicó hace dos mil años: que todo el que se ensalza es humillado y el que se humilla es enaltecido..., que los primeros terminan siendo los últimos y los últimos los primeros.  Jmf

viernes, 23 de agosto de 2019


DOMINGO XXI 25-VIII-2019 (Lc.- 13. 22-30) C

La idea de un Dios que salva a sus fieles es común a todas las religiones. Salvar es librar de un peligro, de un riesgo, poner a seguro. Muchos de los nombres que aparecen en el Antiguo Testamento como Isaías, Josué, Eliseo, Oseas, etc. significan Dios salva, Dios ayuda. El mismo nombre de Jesús significa Salvador. El mundo es como una barca a la deriva perdida en el océano del espacio, sin brújula, sin puerto, sin destino... Y nuestra vida se puede comparar a un naufragio en el que todos tratamos de asirnos a tablas de salvación, cada cual a la que más a mano tiene, por eso nuestras plegarias, nuestras oraciones no son más que un S.O.S, que hasta etimológicamente es una oración, puesto que la sigla recoge la expresión inglesa Save Ours Souls: “salvad nuestras almas”.
Un Dios que salva, eso es nuestro Dios. Los judíos, que vivieron en época del A.T. , sostenían, y aún siguen en la misma creencia, que bastaba pertenecer a Israel para salvarse. Es la llamada salvación tribal o en racimo: se salva el clan y con él todos los miembros; y por tanto la condenación afectaba también a todo el clan aunque hubiera miembros buenos en él. Tuvo que llegar el profeta Ezequiel (600 años a. C.) para gritarles: “¿Por qué van a sufrir los hijos la dentera de los agraces que comieron sus padres?" Jesús, a su vez, les recuerda que “Dios es capaz de sacar hijos de Dios de las mismísimas piedras”.
Modernamente el filósofo francés León Bloy en su obra “La salvación por los judíos” trata de demostrar cómo a pesar de la maldición que, supuestamente pesa sobre ellos, y a pesar de que Jesús sigue crucificado, los judíos son el pueblo escogido, predilecto. Ese Mesías que aún esperan ver llegar es el Espíritu Santo. Pero está claro de que nadie tiene privilegios y al cielo se va de uno en uno...
Otro punto conflictivo que toca el evangelio de hoy es “el escaso número de los que se salvan”. En el apócrifo IV de Esdras (3,16) se dice: “Los que se pierden son muchos más que los que se salvan”. Circuló hace años entre los católicos un libro que tuvo una gran resonancia y cuyo título es bien explicativo: “Del gran número de los que se salvan y de la mitigación de las penas del infierno” (1935), por el P. J. M. Dalmau S.I. (Estudios Eclesiásticos, 14). Esto será siempre un misterio pues la salvación es un concepto difícil y fácil, arriesgada y a la vez segura y confiada...
Para entrar en ella Jesús usa la palabra puerta. Puerta de entrada, no hay salida. Y además, la puerta para entrar es estrecha y baja. De ahí que tengamos que humillarnos, hacernos pequeños, como niños, para poder pasar por ella. Recuerdo un libro de Lecturas que acostumbrábamos a leer en mí escuela. No volví a encontrarlo más. En él se narraba la historia de un muchacho que había entrado a robar manzanas a una finca por el estrecho hueco que existía en una pared. Se llenó los bolsillos de fruta de tal forma que al querer, salir no cabía por donde había entrado y terminó siendo apresado. Eso mismo nos puede acontecer a nosotros. Nos afanamos por llenar tanto nuestros bolsos y por atiborrarnos de tantas cosas que luego nos va a costar trabajo y sufrimiento traspasar la puerta. Jesús nos sigue recordando: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”.
Y nos pone de sobre aviso: para muchos no sólo es estrecha sino que además estará cerrada. Es dramática la imagen del hombre que llama a una puerta y esta permanece cerrada. El premio Nobel André Gide tiene una novela con es el título, La puerta estrecha. Se desenvuelve en un ambiente de amorosa espiritualidad. No es que la novela sea ejemplar, cristianamente hablando ni mucho menos, pero alguna de sus frases nos da pie para pensar y poder aplicarla a nuestra vida, como aquella que el protagonista Jerome encuentra en una de las cartas de la desgraciada Alice, muerta dramáticamente, y que es toda una oración: “Señor, avanzar hacia vos, Jerome y yo, uno con el otro, uno para el otro, andar a lo largo del camino de la vida como dos romeros que de vez en cuando se digan: Apóyate en mí, hermano, si estás cansado...' y conteste: Me basta con sentirte cerca de mí... ¡Pero no!, el camino que nos indicas, Señor, es un camina estrecho, tan estrecho que no podemos ir uno junto al otro…”. En efecto a menudo la vida nos obliga a caminar en fila india.
Jesús, que es la puerta: “Yo soy la puerta, si uno entra por mí estará a salvo…” gusta de poner el ejemplo de la puerta acaso porque su vida transcurrió de puerta en puerta: nace en un portal, a Pedro que le niega ante una portera, le entrega nada menos que las llaves de la puerta del cielo, la puerta del infierno no prevalecerá contra su Iglesia, y su vida sacramental y de gracia, transcurre escondido tras la puerta de cada sagrario…, a cuántas puertas llama en vano, como lo expresa divinamente aquel soneto de Lope: “Mañana le abriremos, respondía / para lo mismo responder mañana...”. La expresión “puertas abiertas” designa en el Nuevo Testamento las posibilidades que se ofrecen a la predicación del Evangelio: “Perseverad y orad, dice Pablo a los colosenses, para que el Señor nos abra las puertas a la predicación” (4, 2). En cambio la expresión “puertas cerradas” denota la ejecución inapelable del juicio de Dios: “las doncellas que aguardaban en vela al esposo entraron con él a las bodas, y se cerró la puerta…. Llegan también las necias diciendo, ábrenos, Señor, y el respondió: no os conozco”. (Mt.25. 10). “Yo soy la puerta del aprisco”, dice en otra ocasión Jesús... “Estad como los criados, vigilantes, aguardando a que su Señor vuelva y llame”. Y también: “He aquí que estoy a la puerta y llamo; sí alguno oye mi voz y abre la puerta entraré en su casi y cenaré con él y el conmigo” (Apoc. 3. 20). Ello nos hace entender mejor el uso que hace Jesús de la metáfora “la puerta estrecha” que es la única que da acceso a la salvación del hombre. Aunque la “Jerusalén celestial tenga doce puertas siempre abiertas" para simbolizar la invitación dirigida a todos los pueblos (Apoc. 21, 12-25).
Hoy se habla mucho de Teología de la liberación que es una expresión, si queremos, hasta negativa para la teología. Su lucha puede parecer admirable, y lo es, pero habría que hablar algo más de Teología de la salvación. Liberar es más negativo que salvar. Salvar, a pesar de contraponerse a condenar (si no te salvas te condenas), o acaso 'por eso, es más positivo. Deberíamos insistir más en el término salvar que en el de liberar (liberar es sacar a uno de una esclavitud, salvar es sobreponerse a todas las esclavitudes y alzarse sobre todas ellas). Porque además la salvación en este caso no es nuestra, no nos salvamos nosotros, es Cristo quien nos salva, y nos salva liberándonos de nosotros mismos. Nosotros acaso podríamos liberarnos pero nunca salvarnos.
Debido a un celo excesivo por huir de las doctrinas de Lutero creo que hemos abandonado esta parcela espiritual en la que nos justificamos por medio de la fe en Jesús y no mediante nuestras obras que son una consecuencia de la fe, no al revés, incluso a pesar y sobre nuestras faltas y pecados.
En una novela de Grahan Green, “El revés de la trama”, el protagonista Scabíe tras precipitarse de pecado en pecado, llega arrastrado por una serie de circunstancias al suicidio. G. G. nos dice que en aquella frase final que pronuncia: “Oh Dios mío, te amo” se había ya gestado su salvación eterna. Idéntica afirmación la mantienen comentaristas de la talla del sacerdote y escritor belga Charles Möeller. Porque una vida de amor y de entrega, aunque esté entreverada por momentos de ofuscación y de pecado puede llegar a justificar a la persona, así como también una vida en gracia de Dios pero falta de amor y de fe es imposible que nos salve. Así lo afirma un famoso jesuita, el P. Jorge Loring, autor de aquel famoso librito: Para salvarse, en una charla grabada en video titulada Salida de emergencia. En ella trata de demostrar que con decir en el momento de peligro de muerte: “¡Perdón Dios mío!”, cualquier creyente, aún en pecado mortal, puede llegar a conseguir la salvación. La razón según él está en ese mío, dicho en ese instante, y que entraña un acto de perfecta contrición.
Aquella antigua canción a la Virgen se decía:
“Sálvame, Virgen María,
óyeme que imploro con fe,
mi corazón en ti confía,
Virgen María, sálvame…”
si bien se mira más bien debería decir y con más fundamento teológico: “Virgen María, estoy salvado..../ únicamente dame fe”.
La puerta es estrecha, a veces permanece cerrada, esto en principio pudiera desanimarnos, pero nos da una infinita esperanza saber que la puerta es el mismo Jesús, que es el mismo Dios, que Dios es amor y que para el verdadero amor no existen puertas ni barreras, pues aunque estén cerradas el amor todas las abre o entra por el tejado pero entra. El amor  y no el miedo, será pues la salvación del cristiano, nuestra salvación. Jmf

viernes, 16 de agosto de 2019


DOMINGO XX  18-VIII-2019 (Lc. 12. 49-53) C

En un mundo en el que tanto se habla de paz, el evangelio de hoy puede causar sorpresa. Una vez más aflora en él ese Jesús paradójico y desconcertante, un Jesús que dice “¿paz? no, división, guerra…” Y esto aplicado nada menos que al mismo corazón de la sociedad, a la misma familia: “el padre contra el hijo, la hija contra la madre, 1a suegra contra la nuera…”. Y una vez más, aunque nosotros también solemos provocar enfrentamientos en nombre de la paz, el modo de pensar de Jesús no coincide con el nuestro.  Su guerra no es la nuestra y su paz no es la misma paz de la que habla el mundo, la paz que los gobiernos pregonan a los cuatro vientos y hasta la misma Iglesia, en determinados momentos de la Historia.
Jesús no anda con paños calientes, Él va al grano, a la raíz del mal, sin dorar la píldora, por eso su palabra es más conflictiva, “como espada de dos filos".
En algunos anuncios que se leen en la prensa diaria para reclutar representantes de productos y vendedores de tal o cual marca, se exigen una serie de condiciones, tales como tener tal edad, llevar tantos años de experiencia, disponer de coche propio, haber hecho el servicio militar y suelen añadir a menudo la palabra agresividad... Un vendedor agresivo es aquel que, sin herir aparentemente susceptibilidades, sin molestar, es capaz de insistir e insistir hasta vender la mercancía.
Algo de esto pide Jesús a sus discípulos cuando oran: “Llamad y se os abrirá…”, y esto no sólo con respecto a Dios, sino también en todas nuestras relaciones... Nos dirán a menudo: “¡Dejadnos en paz...!”, Pero el creyente deberá insistir siempre “oportuna e inoportunamente”.
Algunos movimientos juveniles de matiz cristiano fueron los que dieron pie hace años, a la llamada Revoluci6n de Jesús, revolución que considera a Jesucristo, dentro de su sencillez característica, un superstar, un líder y un subversivo a lo divino.
Se hizo popular un cartel que apareció publicado por primera vez en una revista undergraund americana y que, empleando el estilo de los wanted (“se busca”) a tal delincuente, venía a decir: “Se busca a Jesús, alias el Mesías, conocido dirigente de un movimiento clandestino de liberación, practica la medicina sin permiso, fabrica vino y re parte pan sin la debida autorización. Se mete con los comerciantes arrojándolos de sus lugares de venta en el templo. Se asocia con conocidos criminales, vagabundos, radicales subversivos, prostitutas y gente de mal vivir, pretende convertirlos en Hijos de Dios… Señas personales: Viste a lo hippie, lleva pelo largo, usa barba y viste túnica y sandalias. Anda por aldeas y suburbios, se declara enemigo de los ricos, a veces desaparece en el desierto. Es extremadamente peligroso, incendiario, pues dice: fuego vine a traer. Su mensaje es especialmente peligroso para los jóvenes.  Cambia a las personas y se precia de hacer hombres libres… Todavía anda suelto por ahí…”.
Si hoy no supiéramos quién fue Jesús y qué quería decir con su mensaje nos hubiéramos creído el cartel. Más bien la sociedad de hoy es contradictoria y paradójica esta sociedad anclada en el confort y en el egoísmo, que rompe el sueño de un niño a las ocho de la mañana para enjaularlo durante ocho horas en una guardería, a veces sabe Dios en qué manos. Una sociedad que obliga al obrero pacifista a ganar su pan trabajando en una fábrica de armas e incluso a manifestarse cuando la Empresa pretende su cierre patronal o lock out, una sociedad que obliga al ciudadano a apretarse el cinturón mientras los gobernantes despilfarran el erario público en gastos suntuarios e incluso en guerras fratricidas y estúpidas, con ¡vete tú a saber qué fines!, malversando la riqueza común y empobreciendo de ese modo cada día más a sus respectivos países.
Son las paradojas de la vida contrapuestas a las del Evangelio y que no queda más remedio que encajar. Y si las del Evangelio no las entendemos: tales como el que Jesús fuese mansamente subversivo, pacíficamente revolucionario, dulcemente conflictivo... mucho más difícil será comprender las que la vida en común nos depara. Los fariseos, celosos cuidadores del orden, vigilantes mantenedores de la paz, fueron precisamente los verdugos y asesinos del Señor. Y la historia sigue.
La paz no se impone, la paz tiene que brotar del corazón y esto exige violencia pero ejercitada contra nosotros mismos. Era necesario que Cristo hablara así de vez en cuando: “conmigo o contra mí”, era preciso que Cristo tomara el látigo en sus manos una vez por todas y “arrojase del templo a los mercaderes…”. Necesitábamos que Cristo hablara alguna vez de lucha y guerra, de fuego y de violencia... En una ocasión leí unas manifestaciones del Obispo de Nicaragua que decían: “Hay momentos en la Historia en los que no queda más remedio que empuñar las armas...”. Si queremos es una paradoja más, pero necesaria para poder gritarle a Nietzsche que la resignación que pide el Cristianismo no es una resignación cobarde y pasiva sino activa y combativa aunque siempre a favor y en bien de la paz.
“Fuego vine a traer…”, fuego que empieza encendiendo el corazón…, ese es el fuego de Dios. Es preciso leer y revisar el Evangelio entero no para acomodárnoslo sino para acomodarnos nosotros a él, que trata de luchar en paz contra las injusticias que son la causa y la raíz de tantas guerras. Si echamos una ojeada a los discursos de los Premio Nobel de la paz, ciñéndonos únicamente a los que tienen que ver directamente con Cristo y su evangelio, veremos que todos insisten en lo mismo...
John Mott, teólogo y dirigente cristiano estadounidense, que recibió el premio Nobel en 1946, acierta al plantear la guerra según los criterios de Jesús: “Estamos emplazados para emprender una guerra mejor planificada, más agresiva y más triunfar contra los enemigos seculares de la Humanidad: la ignorancia, la pobreza, la enfermedad, las contiendas y el pecado….”.
El P. Georges Pire, dominico belga premiado en 1958, en su discurso en Oslo no habló de tolerancia sino de mutua comprensión, de mutuo respeto: “…Cada hombre está obligado a actuar según su conciencia.  Si mi vecino no tiene la misma opinión que yo ¿quién me da derecho a hacer de él un ser de mala fe? … Santo Tomás de Aquino escribió a propósito de las opiniones diferentes en materia religiosa: ´Si alguno cree de buena fe que hace mal al servir a Cristo, y lo sirve, comete un pecado grave´”.
A favor de la no violencia y frente al apartheid recibe el galardón en 1960 el sudafricano Albert John Lutul y en 1964 recibe el mismo galardón otro clérigo negro, Martín Lutero King, apóstol de la no violencia en América y que pagó con su vida su postura. Decía en su discurso: “Después de mucho reflexionar he llegado a la conclusión de que este premio entraña el profundo conocimiento de que la no violencia es la respuesta para la crucial pregunta moral y política de nuestro tiempo: la necesidad de que el hombre supere la opresión y la violencia sin recurrir a las armas y a la opresión. Civilización y violencia son conceptos antitéticos. Los negros de Estados Unidos, siguiendo al pueblo de la India, han demostrado que la no violencia no es pasividad estéril, sino una poderosa fuerza moral que actúa por la transformación social. Antes o después todo el mundo descubrirá un camino para vivir juntos en paz… Para conseguirla el hombre debe elaborar un método… que recuse la venganza, la agresión, y las represalias. El amor es el fundamento de ese método…”. De algún modo viene también a dar respuesta a la pregunta de Élie Ducommun, suizo, y Nobel en 1902, que se preguntaba: “La guerra es un mal, lo sabemos todos, pero ¿con qué sustituirla cuando una solución amistosa parece imposible?
Será una mujer, la Madre Teresa, religiosa yugoslava, Nobel de la paz 1979, quien se acerque más a la doctrina de Jesús. En su discurso, lleno de citas evangélicas, afirmaba: “No basta con decir: Amo a Dios, pero no al prójimo. San Juan dijo que somos unos mentirosos si decimos que amamos a Dios pero luego olvidamos al prójimo”.
Es una corta nómina de personas cuyo lema ha sido luchar por la paz, sin citar los grupos juveniles que en el País Vasco mantuvieron algún tiempo estos mismos programas de acción no violenta, luchando contra el odio con el odio al odio, con la violencia de la no violencia. “No hay peor cuña que la de misma madera” se podría decir aquí también. Y Todo ello se inspira en las palabras de Jesús y sobre todo en la postura que mantuvo durante su vida. Parece una paradoja... Es que todo el Evangelio lo es, aunque nos cueste trabajo entrar por ello, pero esa fue la fuerza que le hizo extenderse tan rápidamente por tantos corazones y llegar en su difusión hasta los últimos confines de la tierra y hasta nuestros propias días, hasta aquí mientras hemos estado recordándole… Jmf.

martes, 13 de agosto de 2019


NUESTRA SEÑORA DE LA ASUNCIÓN (15-VIII-2019) C
  
Esta fiesta que hoy celebra la Iglesia católica tiene por lo menos 1.500 años de antigüedad. Me refiero a la fiesta, no al dogma. Hay constancia histórica de que ya se celebraba en Grecia y Siria en el s. VI este mismo día, 15 de agosto. Y siendo como es dogma de fe, definido como tal por Pío XII el 19 de noviembre de 1950, no obstante da la sensación de que muchos lo contemplan y celebran más como una piadosa leyenda que como una gozosa realidad teológica.
Autores como Rouet o Leonardo Boff se esfuerzan en dar con lo simbólico del dogma prescindiendo de cuestiones meramente físicas, insistiendo sobre todo en la “perfecta conveniencia” de esta “asunción” tomada en sentido total, “fruto de la acción salvífica de Dios”. Sin embargo detrás de un símbolo, detrás de una leyenda siempre se esconde alguna verdad histórica. Alguien dijo que la leyenda es la ciencia ficción del pasado. Se podría añadir con Ray Bradbury autor de “Crónicas marcianas” y de “Fahrenheit 457” que, tanto la ciencia ficción como la leyenda, ambas son una forma de descubrir la realidad, de desvelar el misterio. Y como en épocas pasadas el pueblo no tenía otro medio en sus manos para explicar lo inexplicable en el terreno religioso usó lo que tenía más a mano, las leyendas. Era normal. No debe sorprendernos. Porque también el hombre de nuestros días forja sus leyendas en torno a acontecimientos y a personas erigiéndoles templos, levantándoles altares y hasta creando en torno a ellos un culto y una religión.
En palabras de Harbey Cox autor del libro: “La seducción del espíritu”, las hornacinas de los viejos retablos están hoy en la caja de la televisión, en las portadas de las revistas del corazón, en las pantallas y carteleras de los cines, en los podiums de los estadios olímpicos, en los trepidantes escenarios del cantante de moda... Ahí sitúa el hombre de hoy sus santos y sus ídolos. Porque hasta los denomina ídolos sin recato alguno, y casi diríamos que sin ningún tipo de metáfora. Los triduos, novenas y octavarios corren a cargo de la publicidad ocho días antes, con frases y eslóganes que parecen jaculatorias. ¿Qué gracia especial hay que pedir para el hombre de hoy?  Veamos, dice Harbey Cox en el libro citado: a uno le sudan las axilas, a otro le huele mal el aliento, al ama de casa no se sale blanca la colada… pues ahí está el santo y sacramento, la gracia actual que lo remedia: un jabón que deja la ropa blanca, blanquísima, un desodorante eficaz que nos devolverá la frescura, un dentífrico especial para el aliento. Y centrándonos solamente en este aspecto uno piensa si no será demasiada obsesión por la limpieza lo que a todas horas se pregona. ¿No habrá que leer entre líneas algún mensaje subliminal y subconsciente, algo así como que el hombre moderno se siente demasiado sucio en su interior y trata de remediarlo con biodegradantes, desodorantes y productos de perfumería cuando en realidad el corazón y la mente solo se pueden limpiar con sacrificio, con renuncia y con amor de Dios? Antes se valoraba la ética: “ser así o asá”, “ser tal o cual”. Hoy se atiende más a la estética: “parecer más y mejor”, “tener esto o aquello…” y, a ser posible, más que el otro... Se parece nuestra sociedad a aquella niña de la que hablaron los periódicos hace años. Su padre la había llevado hasta la feria, montó en los caballitos e iba alegre en el carrusel hasta que de pronto gritó: “¡papá, papá, el caballito me ha picado!”. Nadie le hizo caso. El padre la miró entre sorprendido y escéptico... Poco después la niña, febricitante y con claros síntomas de envenenamiento, dejaba de existir. ¿Qué había sucedido? Antes de armar el carrusel los caballitos habían permanecido varios días en el campo y una víbora se había alojado durante este tiempo dentro del caballito de cartón, sobre el que iba la niña.
Oímos lamentos, ayes que llegan mezclados con las voces del carnaval bullicioso, alegre y variopinto de la vida pero nadie se da por enterado. De algún modo a todos nos ha mordido la serpiente del Paraíso que todos llevamos en el interior de nuestro corazón. Todos nos sentimos víctimas de su venenosa mordedura, todos.... menos una mujer excepcional, María, que logró por gracia divina especial aplastar la cabeza de la serpiente antes de ser mordida. Hoy, hoy precisamente celebramos ese triunfo, esa victoria. María vence a la serpiente con la limpieza de corazón, con su virginidad inmaculada, con su pureza interior que hizo argumentar a los teólogos: “Inmaculada, luego asumpta”.
Una vida, una actitud pues, que invita al optimismo. Por desgracia la Historia abunda en profetas del pesimismo, del catastrofismo. Es fácil profetizar desgracias, ¡hay tantas...! María sin embargo, es un dechado de optimismo. Hasta lo deja traslucir en ese hermoso canto del “Magnífícat”: “Desde ahora me llamaran bienaventurada todas las generaciones…”, Esto dicho hace la friolera de dos mil años sigue siendo una gozosa realidad cada día, cada domingo, cada año, aquí y ahora, en este templo a miles de km. del lugar donde se dijo... “Dispersa a los soberbios, enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes, a los ricos los despide vacíos…”, palabras que suenan a salvación, la salvación que llega al fin, la redención del oprimido, sin sangre ni muerte. Dios que castiga “sin palo ni piedra”, nos redime, nos salva con el palo de su cruz y con la piedra de su sepulcro removida para la Resurrección, pero luego enterrada como cimiento y fundamento de su Iglesia para la salvación de todos: Cristo roca viva.
“Dios cuenta con los que no cuentan”, con los humildes, con los más pobres, con aquellos en los que nadie se fija. Tenéis que contar con ellos, tenéis que compartir con ellos vuestra mesa, vuestro salario, vuestra cultura, lo poco que tengáis…”. Yo creo que el día que se hablara y se actuara así, ese día empezaría en el mundo una auténtica revolución, aquella que predicó Jesús, ya que es a esos a quienes él se dirige. Todo el Evangelio está de su parte pues “de ellos es el Reino de los Cielos”. María en su canto los ensalza, Jesús en las Bienaventuranzas los felicita, nosotros... solemos pasar de ellos. “El pobre, escribía Paul Claudel, no tiene amigo alguno en quien confiar, únicamente uno que es más pobre que él. Por eso, ¡ven conmigo, contempla a María, no se queja, no espera nada…! ¿Qué le queda? Un pobre encontró a otro pobre, se miraron y callaron…”.
Hay una biografía sobre la Virgen compuesta por Agustina Shoroeder. Sólo para describir los doce primeros años de la vida de María emplea 331 páginas. Sin embargo, bien mirado, no sé qué más se puede decir sobre la Madre de Jesús fuera de esas cuatro frases que le atribuye el Evangelio. Una cosa sorprende, que la primera expresión que sale de sus labios sea “Hágase en mí según tu palabra”, y que en la última que recogen los evangelistas, cuando tiene lugar el milagro de la Bodas de Caná, use el mismo verbo: “Haced lo que Él os diga…”. Hablar nos resulta fácil, lo difícil es hacer. María hizo mucho más que habló. En el Evangelio pocas veces la encontramos hablando, casi siempre la encontramos haciendo, sobre todo haciendo camino, camino de Belén, camino de Egipto, camino de Aín Karín, camino de Nazaret, camino del Calvario... Finalmente hoy la Liturgia nos la Presenta haciendo el camino hacia la Gloria en su gloriosa Asunción. La Teología nos llama a los cristianos “viatores”, caminates. El Concilio Vaticano II define a la Iglesia como “el pueblo que camina”. La Asunción, decíamos, es también un camino, una subida hacía la luz, hacia la vida eterna...
La encíclica Redemptorís Mater (1987) de Juan Pablo II tiene un punto de vista, en cierto modo revolucionario, al hablar de la Asunción: Dios en vez de llevar a María hacía alturas inalcanzables lo que hizo fue acercarla al hombre, introducirla en nuestros corazones donde, según comenta Von Balthasar, tiene lugar esa otra asunción mística del alma en su encuentro con Cristo. Es posible que los hombres hayamos perdido hoy el sentido de la orientación histórica, de la dirección del cielo, al querer fabricar la gloria aquí en la tierra, olvidando nuestra condición de seres extraterrestres, es decir, trascendentes. Abandonando nuestros ídolos, aplastando la cabeza de nuestros egoísmos, es como debemos ponernos una vez más en camino, esa es nuestra asunción, y el cielo nuestra meta. María nos ha precedido y por ser madre, por estar ya en la gloria en cuerpo y alma, es normal que nos ayude a conseguirlo.
Eso es lo que le pediremos en este día, durante esta su fiesta, desde esta iglesia, al celebrar gozosamente su Asunción a los cielos.  Que así sea. Jmf


viernes, 9 de agosto de 2019


DOMINGO XIX  11-VIII-2019 (Lc. 12, 32-48.) C


La Palabra dominante en el evangelio de hoy es vigilancia. “Estad preparados, estad alerta, vigilad...”. Vigilia es una palabra hoy poco usada y menos practicada. La vigilia consistía, no en pasar un día sin comer carne, esto era una consecuencia, sino en pasar una noche en vela como aguardando bien despiertos el amanecer de una fiesta. Y de ahí que se llamasen las horas de la noche vigilias: la del oscurecer: primera vigilia, la de la medianoche: segunda vigilia, y la del amanecer: la tercera vigilia.
Los hebreos dividían las noches en tres guardias o vigilias: “el principio de las guardias”, “guardia del medio” y “guardia del amanecer” siguiendo la nomenclatura babilónica. Los romanos dividían la noche en cuatro vigilias (división que adaptaron en cierto momento los judíos): la primera vigilia duraba desde las 6 de la tarde a las 9, la segunda vigilia desde las 9 a las 12, la tercera vigilia desde las 12 a las 3 de la mañana, y la cuarta vigilia desde las 3 hasta las 6, cuando empezaba a amanecer.
La Iglesia empleaba esta vigilia de la noche ante una fiesta como hemos dicho, en rezar, cantar…, ya que el día, litúrgicamente hablando, no comienza al amanecer sino la víspera. Pues bien, para los místicos la vida era un vigilia, una vigilia o más bien unas vísperas, ya que mientras vivimos estamos, deberíamos estar, como en vísperas de un gran acontecimiento, como el día anterior a la celebración de algo verdaderamente grande. Nuestro gran día es el día de nuestra definitiva resurrección de entre los muertos, la entrada definitiva en la Vida Eterna.
Sí, nos cogen por sorpresa. Por ejemplo las guerras, las revoluciones… (hubo tantas que la historia es a lo que está dedicada: a contar historias de guerras y caudillos y batallas, victorias y derrotas, con algún tratado de paz de vez en cuando que sirva de descanso para reanudar de nuevo las contiendas). Y es igual que los síntomas sean más o menos evidentes, que los timbres y señales de alarma suenen por todas partes, nosotros siempre estamos ausentes y casi nunca, salvo algún clarividente o profeta, casi nunca las vemos venir.
En tiempos de Noé la gente se reía de aquel hombre porque anunciaba un desastre ecológico, un diluvio que iba a anegar la faz de la tierra, y él tomaba sus precauciones fabricando una gran barca de madera. Ya sabemos al fin lo que pasó, cuando quisieron reaccionar no tuvieron tiempo y perecieron todos, todos menos Noé y su familia. Es curioso que en un mundo donde hay tantos puntos de observación para todo, donde infinidad de satélites vigilan día y noche desde el cielo el cambio del tiempo, el movimiento de una plaga, la marcha de una guerra, etc., un mundo donde los teléfonos están pinchados, las conversaciones son registradas, las idas y venidas filmadas por “el ojo indiscreto” del Gobierno de turno, y cada dato de interés de cada humano es archivado en grandes bancos de datos... es curioso que el hombre viva tan de espaldas a todo, tan despreocupado de la vida.
Un escape de radiactividad de una planta nuclear fue detectado casi al momento por el ojo espacial de los satélites que nos envuelven con sus haces de ondas como las arañas a su presa. Almacenamos odio y datos, fronteras y bombas en los sótanos del mundo... Se nos dice a menudo que el planeta que habitamos es un polvorín a punto de explotar... Nadie hace caso. Nos sucede lo mismo que en aquel cuento que recoge el filósofo existencialista Sören Kierkegard: Llegó una vez un circo a un pueblo. La gente acudió en tropel a divertirse. Un payaso era la estrella haciendo reír cada velada a los vecinos con sus chistes y graciosas historietas. Una noche el payaso tardó un poco en salir, de momento se presenta sin aliento en el escenario gritando: ¡Ciudadanos! ¡el pueblo está en llamas! ¡Abandonad vuestros asientos y huid rápidamente! La gente rió más que nunca creyendo que era otra de sus astracanadas. El payaso gritaba con más fuerza, trató de quitarse el maquillaje para hacerse creer. Todo en vano, la gente reía más y más cada palabra y cada gesto que por sinceros eran mucho más reales y paradójicamente resultaban más graciosos. Por fin el payaso desalentado huyó corriendo del escenario dejando en la boca de la gente una nueva carcajada. Duro sólo un momento pues rápidamente el fuego hizo acto de presencia en el circo pereciendo medio pueblo entre las llamas. Idéntica lección nos brindan de igual modo varias fábulas.
Jesús también nos invita a vigilar y a vigilar a todas horas, pero sin temor. “No temáis, pequeño rebaño, vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”. Este sería un primer punto de reflexión.
Otra de las comparaciones que usa Jesús para que estemos siempre prevenidos y en vela es la visita de los ladrones. Hoy de tan sangrante actualidad, pues casi no hay casa ni establecimiento que no haya sido punto de cita de algún modo por estos inoportunos visitantes. Y cuanto más tenemos… más intranquila se nos vuelve la vida pensando en su visita el día que menos lo esperamos. Jesús nos aconseja aplicar la lección a nuestras vidas procurando vivir desasidos de riquezas. Las riquezas empobrecen. Disfrutamos de mucho más confort que antes pero habría que preguntarse ¿Vivimos mejor? No es que tengamos que andar pidiendo como pordioseros, no. Aunque sería un caso evangélico a reflexionar; los mendigos ni siembran ni recogen, viven simplemente, y a su modo son felices puesto que no hacen mucho por salir de su indigencia. Pero eso no es para todos. Jesús se refiere al deseo insatisfecho de tener, de amontonar, de poseer…
Dice el Obispo Iniesta: “Miseria y riqueza esclavizan igualmente. Nadie fue canonizado por pasar de pobre a rico… Debemos vigilar este punto: si nos estamos haciendo ricos nos estamos alejando de la santidad. La pobreza evangélica es un estilo de vida, una dinámica que no se puede encerrar en una ley… Teresa de Calcuta vivía en la pobreza, lo que no quiere decir que fue una andrajosa…”.
Dios, no lo debemos olvidar, “cuenta con los que no cuentan”. El Evangelio en este punto es tajante: “Vended vuestros bienes y dad limosna”. Aquí Jesús no está hablando en parábolas ni usando una metáfora.
Una tercera circunstancia que nos suele coger por sorpresa es la muerte. “Estad preparados porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre”, No se puede decir una verdad más apodíctica e irrefutable. Con todo uno no sabe si eso es bueno espiritualmente o no. Es bueno en cierto sentido pues nos estimula a ser buenos en cada momento pero no es tan bueno dada la naturaleza humana tan proclive a improvisar. Habría que decirle al Señor lo que le dijo el zorro al Principito: “Sería mejor concretar el momento en el que vas a venir, porque si te presentas de improviso nunca sabré a qué hora preparar mí corazón y los preparativos. “los ritos...”, sobre todos los de la hora suprema, “…son necesarios”. A ello se podría contraponer, y acaso Jesús nos lo recordaría, lo que Rilke escribía a un joven poeta en la Carta VIII: “Vuestro destino, vuestro futuro no viene de afuera, brota del fondo de nuestra alma. Del exterior sólo llega mucho tiempo antes una premonición. De ahí esa tendencia a estar solo cuando se está triste porque la tristeza hace al corazón receptivo…”. Es bueno vigilar, estar en vela, sobre todo cara a la otra vida:
“Bajo la suela delgada
siento la tierra que espera,
entre la vida y la nada
¡qué delgada es la frontera!”.
También la muerte nos coge por sorpresa, como el ladrón, como las guerras y las tempestades. A ello todos contribuimos engañando al enfermo, contándole la historia de los Reyes Magos o de que los niños vienen de París colgados del pico de la cigüeña, historias para niños, porque los enfermos se hacen como niños y es fácil engañarlos. También puede ser cruel contarles la verdad. ¿Qué hacer entonces? ¿Seguir mintiendo? Aquí habría que recomendar la misma receta que solemos aplicar al tema de los niños: Hay que decir las cosas, decir siempre la verdad, pero teniendo en cuenta que decir la verdad no es decir todo lo que sabemos sino que lo que digamos que sea verdad. Así nuestros enfermos no se sentirán estafados y comprenderán, cuando caigan en la cuenta de su mal, que lo que pretendíamos era únicamente ayudarles.
Jesús hoy nos invita a vigilar en todos estos frentes. Nunca estará de más el recordarlo, porque lo mismo que el Ángel del Apocalipsis reprochaba a la Iglesia de Sardes nos puede reprochar a nosotros, y con las mismas palabras; “¡Sus fíeles ya no esperan la venida del Señor…!”.
En esta tarde de vísperas, que es la vida, debemos vigilar, y “dichosos aquellos que el Señor al llegar los encuentre en vela, os digo que se ceñirá y los hará sentar a la mesa”. Son las palabras de consuelo que Dios tiene reservadas a los que escuchan su voz y la ponen en práctica.