viernes, 22 de febrero de 2019


DOMINGO VII.- 24-II-2019 (Lc. 6, 27-38) C

Para salvar al mundo, para liberar al hombre del odio en el que está envuelto algo habrá que hacer, pero algo extraordinario y subversivo. El Evangelio nos da alguna pista: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os injurian…”. Amar, hacer el bien, bendecir y orar... cuatro hermosos verbos para iniciar un programa revolucionario de acción contra el odio.

No es lo mismo enemigo que adversario. En el juego hay adversario, v.g. en el boxeo, pero pueden ser a la vez amigos. La enemistad produce odio, y viceversa. Es fácil dejarse arrastrar por ese odio, a veces hasta farisaico, como cuando dice Británico, el hijo de Claudio y de Agripina en la obra homónima de Jean Racine: “Abrazo a mi enemigo pero para ahogarlo”. Enemigo es aquel que nos odia y pretende hacernos un daño grave. Contrincante es aquel con quien competimos deportiva y sanamente. No es difícil pasarse de un campo al otro, de ahí la importancia de educarnos desde niños para saber competir sin abrigar rencor, ni odio ni afán de venganza, saber reconocer incluso la victoria del contrario y acatarla deportivamente.

Se ha explicado muchas veces en qué consiste ser cristiano. Para muchos es aquel que se bautiza, se casa, va a misa, comulga por Pascua y se entierra por la Iglesia. Pero Jesús va mucho más allá de los ritos y de las ceremonias y llega al corazón. Para Él un cristiano es aquel que es capaz de vivir sin hacer daño, amando a todo el mundo, más aún, es aquel que es capaz de hacer bien a quien le hace daño. Un amor así, capaz de amar hasta a los mismos enemigos, sin duda es un amor que debe de tener un componente muy alto de divinidad. Se puede decir incluso que quien entra en ese círculo de amor no se puede decir de él que tenga enemigos, porque enemigos sólo son aquellos a quienes nosotros odiamos.

Cuenta el P. Giecquel en su vida de san Vicente de Paúl que cuando el santo estaba muy próximo a la muerte, después de haberle sido administrada la Unción de enfermos el P. Juan D´Orgny le hizo las preguntas rituales, es decir, si creía en Dios, si perdonaba a todos, etc. a lo que el santo respondió como es lógico afirmativamente. Pero cuando le preguntó: “¿Perdonáis así mismo a todos los que os hayan ofendido?”, el santo, hizo un gran esfuerzo para incorporarse y abriendo unos ojos como platos respondió: “A mí nadie me ha ofendido jamás”. De ese modo juzgaba él los actos del prójimo, nunca había considerado nada ofensivo a su persona.

Hoy este lenguaje no se entiende muy bien porque hoy todo nos habla de odio y de violencia. ¡Cuántos se consideran ofendidos...!  Incluso entre cristianos, tal parece que nos hemos vuelto paganos en nuestro modo de pensar y de actuar.

Entre los judíos existían unas leyes que legalizaban la violencia y la venganza. Poco a poco las leyes se endurecieron más y más hasta caer en aberraciones como las que cita Streetter en uno de sus trabajos: Un judío del año 150 d. C. declaraba que sólo los judíos merecían el calificativo de hombres, a los demás habría que llamarlos más propiamente “ganado”. En otro lugar dice: “Si un no judío cae en una fosa no lo saques. Si se trata de un cristiano que está a punto de caer empújalo para que caiga. Y si hay una escalera dentro procura sacarla para que no pueda salir por ella. Finalmente si tienes una losa a mano tapa el pozo para que perezca dentro”.

No se entiende muy bien este odio simplemente por el hecho de no ser de la propia raza o fe y que encontramos no sólo en los judíos, (ellos sufrieron luego de rechazo lo que habían predicado), sino en todas aquellas ideologías fundamentalistas sean de tipo ideológico, filosófico, religioso, político o racial. No tendría por lo tanto que extrañarnos que una de las normas que aún mantienen viva estos pueblos, llamados “del Libro”, sea la ley del talión, tal por tal: “Ojo por ojo, diente por diente…”. Lo estamos viendo cada día entre judíos y árabes... A esto Jesús se opone hoy frontalmente y sin concesión alguna.

En san Lucas faltan las palabras que recoge san Mateo: “Se dijo a los antiguos: odiarás a tu enemigo…”, y faltan acaso porque, a pesar del ambiente de odio por parte de judíos y en contra de ellos en ciertas épocas de la historia, este sentimiento de perdón debía de estar en la tradición popular más vivo y enraizado de lo que pensamos. Porque a pesar de la cita evangélica, no encontramos escrito en ningún lugar del A. T. ese texto de “odiarás a tu enemigo…”, ni siquiera en el célebre pasaje del Libro II de Samuel cuando Joab echa en cara a David el que se aflija por la muerte de su hijo y enemigo Absalón al que el propio Joab remató de un lanzazo cuando colgaba de una encina por la cabellera (19, 6). En presencia del rey le recrimina: “Amas a los que te aborrecen y odias a los que te aman…, estás haciendo que todo el ejército se vuelva contra ti…”.

Jesús vino al mundo a enseñarnos a amar, pero amar de otra manera. Amando se transforma el mundo. Odiar al enemigo sólo nos reportará amargura y tristeza. Por más que se diga que “la venganza es dulce”, no es verdad. El odio nos perjudica enormemente, llena nuestro corazón de inquietud y hiel ¿qué peor verdugo puede tener un hombre que su propia sed de venganza?

Para amar al enemigo primero hay que procurar olvidar. No tienen sentido aquellas palabras que estaban escritas junto a la maqueta del Cuartel de Simancas de Gijón: “Perdonamos pro no olvidamos”. Tener presente las injurias es ya una forma solapada de odiar.
Discutían entre sí dos supervivientes de la guerra pasada. Los dos habían estado en la cárcel y los dos habían sufrido torturas y vejaciones sin cuento. Al final uno de ellos dijo:
-Pues mira, yo lo he olvidado todo.
-Yo no, respondió airadamente el otro, yo no podré olvidar jamás aquellos años de prisión ni a aquellos carceleros.
Entonces su interlocutor le dijo:
-Perdona lo que te voy a decir, pero ¡mira! si no has sido capaz de olvidar después de tantos años...,  tú aún sigues en la cárcel.
Tenía razón, porque la peor cárcel es el odio y el rencor, y ellos son nuestros más crueles carceleros y verdugos. Dios nos da en este punto un alto ejemplo. Cuenta una leyenda que una vez un hombre había cometido un gran pecado y pedía perdón al cielo, pero dudaba de que Dios lo perdonara. -“Oh Señor, sollozaba, ¿serás capaz un día de olvidarte de mi culpa?”. En esto oyó una voz del cielo que decía: -“¿De qué culpa me hablas?”.

Si Dios no se acuerda de nuestras ofensas ¿por qué queremos nosotros recordárselas… y por qué no olvidarnos también no sólo de ellas sino de las que nos han hecho a nosotros los demás? Habría que aprender a rezar también aquello de “olvídate de nuestras deudas como nosotros olvidamos las de los demás”.

Dice en su Vida de Cristo Papini al hablar del amor a los enemigos: “El hombre, tal como sale de la naturaleza, no piensa más que en sí mismo…, con indecible esfuerzo consigue amar por algún tiempo a su esposa y a sus hijos…, soporta a sus cómplices… de guerra y de asesinato. Puede amar raramente de verdad a un amigo, más fácilmente puede odiar a quien le ama que amar a quien le odia… Por eso Jesús manda amar al enemigo, para rehacer al hombre de arriba a abajo, para crear un hombre nuevo… Hasta ahora el hombre se amaba a sí mismo y odiaba a quien le odiaba… el futuro habitante del Reino debe odiarse a sí mismo y amar a quien le odia… ¿Qué derecho tenemos para odiar si también nosotros somos enemigos de otros, cayendo en la misma culpa que ellos? Nuestro enemigo no necesita odio, lo que necesita es amor y precisamente amor del nuestro…”.

De todo lo cual se deduce que debemos amar y amar intensamente a todo el mundo, sin distinción. Los primeros cristianos que fueron perseguidos, torturados, masacrados y odiados si medida supieron devolver bien por mal. Fue la forma como en dos siglos transformaron todo el Imperio Romano y lo cristianizaron. Es el mismo camino que han tratado de seguir, Mahama Gandhi, Martín Lutero King, Oscar Romero, el P. Ellacuría, y tantos y tantos mártires cristianos.

Uno de los peores males es tener enemigos, quien los tiene pudiendo no tenerlos es un loco. Sólo hay una persona a la que podríamos odiar, según el evangelio, y no se trata precisamente del demonio, no, es una persona que está mucho más cerca y nos hace tanto daño como el mismo diablo, somos nosotros mismos: “El que quiera venir conmigo, niéguese a sí  mismo…”. Uno de los mayores enemigos, pues, del alma es nuestra propia carne. A los demás enemigos personales la forma de combatirlos y de acabar con ellos es amarlos; la misma muerte, el peor de nuestros enemigos, sólo se vence amándola, siendo de ese modo generosos hasta lo inverosímil. A nuestra carne es precisamente odiándola, luchando contra ella.

No lo dijo un cualquiera, lo dijo el mismo Cristo, que además nos dio un alto ejemplo con su vida y sobre todo con su muerte, esa ofrenda de dolor sin límites. Él fue capaz de disculpar a sus verdugos ante Dios en medio del martirio más cruel: “Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen…”. Pues procuremos imitarlo. De eso tampoco nos arrepentiremos nunca. Jmf

viernes, 15 de febrero de 2019


DOMINGO VI.-17-II-2019 (Lc. 6, 17.20-26) C

Hay una idea central y hasta subversiva y revolucionaria que atraviesa todo el Evangelio: Su mensaje es una gran noticia para los pobres, pero una maldición para los ricos. Y aunque también es cierto que el mensaje cristiano se resume en el amor, aquí se podría decir que aparece como un amor “contra” los ricos. 

Es curioso constatar las dos maneras como nos trasmiten san Lucas y san Mateo el Sermón de la Montaña. San Lucas sólo escribe: “...Bienaventurados los pobres”, sin más. San Mateo añade a los pobres “de espíritu”. Hay autores que lo explican como que san Mateo, que era un hombre que procedía del mundo de la banca, quiere “descafeinar”, diluir un poco esa teología dura, ese filo tan cortante que es la pobreza material, pura y dura. Pienso que es todo lo contrario. San Mateo trata de llevarnos más allá. Cristo felicita en su Evangelio no sólo a los pobres de bienes materiales sino, y sobre todo, a aquellos que no ambicionan tener más y más. De ese modo trata de levantar una trinchera en esa retaguardia de los sentimientos que es el deseo y la intención.

Es lo mismo que sucede con los diez mandamientos, que bien examinados se reducen a ocho, puesto que el noveno no es más que una barrera contra el sexto al prohibir el deseo y el décimo del séptimo por lo mismo. La razón de este doblete es sin duda de tipo psicológico: el que desea algo desordenadamente, como dice el viejo Catecismo al hablar de los pecados capitales, tarde o temprano termina llevándolo a cabo. Y si un día se nos concediera convertir el deseo de todos los pobres en ricos, y reducir los ricos a pobres ¿cambiaría en algo el mundo? Es lo que habría que ver. En unas manifestaciones que hizo hace años Daniel Ortega sobre Nicaragua, se lamentaba de que los líderes políticos de la revolución se hubieran ido a vivir a los mismos palacios de Somoza y que banqueteasen, viajasen y dilapidasen el escaso patrimonio estatal tan alegremente como lo habían hecho poco meses antes sus antecesores en el gobierno, en tanto que el pueblo llano seguía sufriendo los impuestos, el hambre y la miseria. Gaspar G. Laviana y E. Cardenal perseguían los mismos ideales. Hoy Ortega, traicionando todo este idealismo revolucionario, está viviendo en el palacio de Somoza. Y es que la solución a ese problema no está en que la riqueza y el poder cambie de dueño sino en que los dueños de la riqueza cambien y la pongan al servicio de los más necesitados.

Desgraciadamente las leyes, las políticas que siguen los gobiernos, sean del signo que sean, siempre tienden a inclinarse a favorecer al que más tiene…, en detrimento del más pobre. No así los consejos que dimanan del mensaje evangélico. Lo expresó muy bien el novelista francés Anatole France: “Divinas leyes que prohiben por igual, tanto al rico como al pobre, robar leña, y dormir debajo de un puente”. Jesús mira por encima de todo la actitud, el deseo, la intención de las personas. Se enfrenta a la riqueza, o mejor dicho a quienes hacen mal uso de ella, no porque quiera que reine en el mundo la miseria, que no es buena, sino porque la riqueza suele ser un obstáculo para el entendimiento y sobre todo para entrar a formar parte de su Reino. En cambio elogia la pobreza porque a través de ella, por medio del desprendimiento la gente se hermana y el camino que conduce al Paraíso queda más expedito. El Sermón de la Montaña no es un código más, unos mandamientos añadidos a los de la ley de Dios, no, el Sermón de la Montaña es ante todo una tarjeta de felicitación, con ocho bienaventuranzas o invitaciones, ocho modos de alcanzar la meta de la perfección cristiana.

Antes del Concilio Vaticano II (1962-65) se suponía que los mandamientos eran para la “clase de tropa” o cristianos de a pie sin aspiraciones, y que los consejos y las bienaventuranzas eran para la gente selecta, la flor y nata de la espiritualidad. De algún modo los tres votos con los que se comprometen los monjes y los religiosos a vivir la santidad, si bien se miran, no son más que un resumen de las ocho bienaventuranzas: pobreza, limpieza de corazón, mansedumbre, obediencia, etc. Para Lutero las bienaventuranzas vienen a ser como una plantilla que, superpuesta sobre nuestra vida espiritual, nos hace ver qué es lo que nos falta y qué es lo que nos sobra. Para el filósofo Manuel Kant se trata de un código de ética de los buenos sentimientos. León Tolstoy las consideraba un modelo del nuevo orden social y de la paz que Cristo había venido a traer a la tierra, que deben ser cumplidas al pie de la letra pero sin violentar conciencias ni voluntades, sea por parte de la ley, de la política o de la religión. Finalmente para el teólogo, misionero y médico francés Alberto Schweitzer, las bienaventuranzas condensan una ética de urgencia, apta para un reino que los primeros cristianos creían inminente y que una vez implantado ya no sería necesaria, pues la libertad de los elegidos generaría automáticamente un reino de justicia, de amor y de verdad. A pesar de que aquellas esperanzas no han tenido cumplimiento en el momento anunciado, las normas y consejos o invitaciones dadas para entonces, siguen aún en pie, siendo aún válidas para nuestro tiempo.

Lo que sí podemos afirmar también es que tanto ellas como los consejos que las respaldan siguen siendo aún una auténtica provocación para el modo de pensar y actuar del hombre; por ejemplo cuando allí se nos manda: “si te abofetean en una mejilla debes poner la otra”, o “si alguien te obliga a acompañarle una milla vete con él dos…” …,” y a quien te quite media capa regálasela entera…”.

Hay otro aspecto que aparece ya dos veces en los mandamientos, como hemos indicado, que es la supresión del deseo. Se basa en la misma teoría del budismo predicado por Shiddharta Gautama, de sobrenombre Buda o “el iluminado”, uno de esos personajes tan dignos de admiración por los cristianos que, siendo como era un pagano, fue canonizado en la Edad Media con el nombre de san Barlaam. Buda predica que La vida es un dolor, un sufrimiento cuya causa es el deseo. Por tanto lograremos superar y vencer el dolor el día que sepamos vencer el deseo. Para ello tenemos varios caminos que se reducen a la moralidad, a la concentración mental y a la sabiduría. Como Buda, Jesús nos invita también a prescindir del deseo porque el propio deseo ya es un pecado: “quien mira a una mujer deseándola ya pecó en su corazón”, y lo mismo cuando dice: no sólo quien hiere sino “el que se irrita con su hermano, o le llama imbécil o necio” es ya reo de un castigo (Mt. 5, 27 s. y 21 s.).

Posiblemente Jesús planteó en un principio muy crudamente su mensaje. Así, declara que nada de jurar, que basta con decir el sí sí o el no no. Y cuando las cosas van a mayores el propio san Mateo establece un orden reglamentado de instancias: ante una falta grave del prójimo házsela ver, si se arrepiente perdónalo, si no denúncialo a la Iglesia y si no hiciere caso tenlo por gentil o pagano (Mt. 18, 15).

Jesús prohibe también radicalmente el divorcio pasando por encima de todas las sentencias mantenidas por las dos grandes Escuelas Rabínicas de su tiempo: la de Shammai que permitía divorciarse con tal de presentar una falta de orden sexual, y la escuela de Hillel para la que era suficiente, por ejemplo, que a la mujer se le hubiera quemado aquel día la comida. La radicalidad de Jesús acaso para no ir tan frontalmente en contra de estas dos escuelas, es aminorada por san Mateo que hace una excepción, es decir, deja abierta una puerta: puede divorciarse uno en caso de prostitución (18, 9); lo difícil es saber qué entendía él aquí por prostitución, en griego, porneia.

Da la sensación como si los apóstoles, una vez que se fue Jesús de este mundo, trataran de atenuar su mensaje. Jesús no era un jurista, ni tiene ni quiere ejercer poderes legales contra esto o contra aquello, sólo nos da unos consejos, lo cual ya es en sí un valor y muy digno de agradecer. Por eso cada uno es libre para cumplir tanto con Dios como con el prójimo en distinta manera: Unos le dan a Dios todos sus ahorros, como la viuda del templo, otros le dedican alma y vida como las mujeres al pie de la cruz y luego camino del sepulcro o hacen un derroche que parece absurdo, como cuando en Betania María rompe un frasco de perfume de nardo a los pies de Cristo con cuyo dinero comerían muchos pobres... Hay quien lo da todo a los pobres, otros la mitad de sus bienes como Zaqueo, y finalmente hay quien sólo ayuda con préstamos, aunque eso sí, sin distinguir si a quien presta es su amigo o su enemigo. Es algo que no se había oído nunca, y que nadie había dicho hasta entonces. Y todo ello sin leyes ni castigos, por pura voluntad y benevolencia...

Lo que Jesús nos deja en el Sermón de la Montaña son invitaciones para el Reino de Dios y las reciben en primer lugar los que sufren, los que lloran, los que pasan hambre y sed, los pobres.... Curiosamente estas invitaciones se verán colmadas el día del juicio final, entonces los que las hayan seguido, oirán de nuevo a Jesús que los invita a entrar en su Reino, dando la razón del premio: porque tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, y me atendisteis…. Con ello, aquel que pasó hambre y tuvo sed y estuvo triste y encerrado y perseguido, por un insondable misterio de Dios, se convierte en el mismo Cristo. “Siempre que hacíais algo de eso con uno de estos conmigo lo hacíais”. Así es de sorprendente este sermón que no queda sólo en palabras ni siquiera en hechos sino que llega a transformar a quien lo sigue en el mismo Cristo bendito.
Jmf

viernes, 8 de febrero de 2019


DOMINGO V. -t. o.- 10-II-2019 (Lc. 5, 1-11) C

Después de haber dejado atrás el ciclo de Navidad y estar próximos a entrar en el de Pascua, con su antesala de la Cuaresma, nos encontramos estos domingos en un terreno intermedio pero no por eso menos interesante para nuestra vida cristiana. Las palabras de Jesús, que hoy recoge el Evangelio, “Rema mar adentro”, pueden servirnos muy bien de lema. Es una imagen marinera muy hermosa aplicada a la evangelización. El mar no tiene caminos. Lo que dijo Mahama Gandhi, hablando de la paz, podríamos nosotros aplicarlo al mar: “No hay caminos en el mar, el mar es el camino”.

Jesús nos invita a salir a alta mar, a ser pescadores, a evangelizar. Y ¿qué es evangelizar? Evangelizar no es colonizar, evangelizar es liberar. Evangelizar no es hacer prosélitos. (A veces no hemos hecho más que eso, confundiendo en nuestro oficio de pastores una cosa con otra). Hay, por desgracia, bastantes casos en la historia. En el s. V sube al trono de Francia, llamada entonces Las Galias, Clodoveo I a la edad de 15 años. Estaba casado con Clotilde que era católica. Durante la contienda contra los alamanes se vio en apuros y hace una promesa: “Si gano esta guerra me convertiré a la religión de mi esposa”. Venció, y el día de Navidad del año 496 es bautizado en la catedral de Reims por el obispo san Remigio, en compañía de 3.000 soldados. A partir de esta fecha obligaba por la fuerza a todos aquellos pueblos que sometía a su mando: francos, visigodos, borgoñones, alamanes, etc., a abrazar su religión.

Otro tanto hizo en España el rey godo Recaredo, como lo había hecho en su época Constantino el Grande y lo siguieron haciendo los demás conquistadores de uno y otro bando. Pero evangelizar no es colonizar, es todo lo contrario, evangelizar es liberar. Evangelizar no es decir qué deben hacer los demás sino qué debemos hacer nosotros por los demás en razón de una fe que vivimos y debemos comunicar. Evangelizar no es hablar por hablar: hay que tener algo que decir y luego saber decirlo llevándolo a la práctica. El charlatán no tiene nada que decir, habla y habla desde su egoísmo, desde sus intereses, desde su punto de vista, nos habla “para vendernos la moto”, como vulgarmente se dice. El evangelista trata siempre de decirnos algo para nuestro propio provecho, escucha y dice, tratando de comunicarnos más sus convicciones que sus ideas, poniéndose siempre en nuestro lugar. Es lo que sucede con los actores de cine o de teatro: algunos nos dicen su papel de memoria, pero los buenos actores lo dicen de corazón. Ahí puede estar el quid del éxito y el quid de la evangelización: ¿no buscamos a menudo más, el tener teólogos ortodoxos, de recta y tradicional doctrina que teólogos que se echan a la mar, que arriesgan, porque los guía más el corazón, el amor a Dios que el Dogma, la Moral y el Derecho? Y actuando así no nos damos cuenta de que fuimos capaces de dejar morir de hambre a millones de seres y de mandar a la hoguera al teólogo que hablaba de liberación.

Evangelizar no sólo es sentir, es además comunicar. Hoy el mundo se ha convertido en un gran salón de mítines, de propagandistas desde todos los medios de comunicación. Ya sabemos que esto es un sermón..., pero cada columnista de la prensa que ataca posturas de la Iglesia también es un predicador de su causa, tratando de inculcarnos su mensaje. Criticamos la Inquisición pero los mismos que la critican están asumiendo el oficio de inquisidores de la Inquisición, mandando a la hoguera a todo aquel que no piensa como ellos. Es el grado más alto de la hipocresía y del cinismo. Cada anuncio de un producto es un sermón, es un mitin, estamos inmersos en un mar de propaganda y de propagandistas, y siempre un mar adentro en el que nadie escucha a nadie porque todos se escuchan a sí mismos. Y con todo necesitamos avanzar a través de ese mar. Marshall Mc Luhan ya decía que: “Se terminará la propaganda cuando empiece el diálogo”, y hoy, como dijo Krisnamurti, hasta “repetir una verdad se puede convertir en una mentira”.

Lo desconcertante es que también Dios usa palabras, Él mismo es Palabra pero una palabra cuyo mensaje es diametralmente opuesto a todos los que el mundo lanza a los cuatro vientos. Porque Él no se quedó sólo en palabra sino que la Palabra se hizo carne. Evangelizar no es sólo promulgar libertades legales, que todos más o menos tenemos o creemos tener, evangelizar es promulgar y hacer efectivas las libertades reales, es decir que nos sintamos libres y tengamos conciencia clara de que nadie nos manipula. Evangelizar no es imponer el orden a costa de lo que sea y cueste lo que cueste, evangelizar es divulgar la doctrina del amor y de la caridad de Cristo a quienes quieran aceptarla. Jesús no fue un dictador. Jesús fue incluso más profeta que sacerdote, más salvador que libertador, más obrero y artesano que jefe, pensador e intelectual. Evangelizar es liberar al hombre de todo tipo de violencia: la subversiva y la represiva, la física y la moral, la política y la religiosa, la abierta y la encubierta.

Evangelizar es librar al hombre de la esclavitud, y es librar al hombre del hambre. Sí,  del hambre física, laboral, intelectual, espiritual, afectiva... y todo eso lleva consigo la labor de embarcarse mar adentro, de “mojarse”, pero ya. Hoy ya no se nos pide una limosna, ni un trozo de pan para un mendigo, hoy la Iglesia quiere que tomemos conciencia de que el mundo es un pañuelo y de que aquello de “enseñar a pescar en vez de dar el pez” tiene que hacerse cada vez más efectivo. Aunque tampoco debemos olvidar de paso, que multiplicar los peces, no salir a pescar,  fue uno de los milagros del Señor que se recogen en el Evangelio.
A menudo encontramos mil disculpas en estos temas tan sangrantes que, en realidad, no tienen escapatoria pero el Evangelio en ellos es clarísimo. Por eso, acaso un día, Jesús nos diga aquello que escribió a este propósito un poeta chileno:
“Tuve hambre y me mandaste esperar.
Tuve hambre y nombraste una comisión.
Tuve hambre y tú viajaste a la luna.
Tuve hambre y respondiste: Así es la vida.
Tuve hambre y me dijiste: Dios te ampare.
Tuve hambre y a ti te sobraban divisas para comprar armas. Tuve hambre y tú me preguntaste: Señor ¿y cuándo te vimos hambriento? (Mensaje. Chile, marzo 1975).

Con todo... también se pudiera dar el caso de que nuestro esfuerzo nos parezca baldío y digamos como Pedro: “Toda la noche navegando, y no hemos conseguido nada”, ni un pez... Pues con todo y con eso, Jesús es a Pedro a quien dirige la palabra, es a Pedro a quien escoge para regir su iglesia, a un Pedro que se queja, que duda, que vacila y hasta reniega del Maestro. Cuando Dios nos invita a remar mar adentro, a trabajar en su Iglesia no vale decir: no valgo para eso, tengo poca fe, mi vida no responde, tengo muchas faltas, soy pecador.... no vale. Cuando Dios llama ya conoce él todas nuestras debilidades y cuenta con todo eso. Tampoco es prudente lo contrario, echar las redes en nombre propio como acostumbramos a hacer a veces. No pescaremos nada. “En tu nombre echaré las redes”, eso es otra cosa. Es preciso que nos decidamos de una vez. Dentro de unas semanas empezará la Cuaresma. Antes había como una cierta coacción por parte del entorno religioso en el que nos desenvolvíamos, para confesar y comulgar por esas fechas. Hoy se deja, más aún, hoy se recomienda plena libertad, libertad que debe nacer de una necesidad de vernos limpios de pecado y en gracia de Dios. Si la gente tanto ama el pasado, las costumbres ancestrales y los ritos antiguos, en la Cuaresma los tenemos bien antiguos y además hermosos. Pero lo que es difícil, por antiguo que sea, parece ser que no interesa, así nos convertimos en folclóricos pescadores a río revuelto por la calle de Galiana…, y no en cristianos de mar adentro.

Evangelizar es evangelizarnos metiéndonos dentro de nuestro corazón, y echar la red, si no queremos “enredarnos” en leyes y palabras, para enseñar al hombre su libertad total y el multiforme camino de la mar. Así en vez de pecadores contra Dios nos convertiremos en pescadores de hombres para Dios.  Jmf

viernes, 1 de febrero de 2019


DOMINGO IV- 3-II-2019 (Lc. 4, 21) C

El evangelio de hoy es continuación del domingo pasado. Los hechos tienen lugar en la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Jesús que sigue siendo el protagonista de los mismos. La asamblea se desarrollaba con total naturalidad hasta que algo dijo que hizo pasar a sus gentes del aplauso a la reprobación general hasta el punto de querer “lincharlo”. De ordinario los cuentos populares y las leyendas tradicionales suelen terminar felizmente “vivieron felices y comieron perdices…”. La historia de Jesús ni siquiera empieza bien: nace en un establo, entre animales, es visitado por pastores, gente inculta y rural, que, por muy poético que nos parezca hoy, no deja de ser triste y humillante…, tiene que huir al destierro. Y no digamos nada de su final en la cruz...

Ellos aspiraban a que Jesús colaborara en solucionar sus problemas, empleando en ellos todo su poder taumatúrgico: “Haz aquí lo que dicen que has hecho en Cafarnaúm”, “lo que dicen que has hecho”, por consiguiente, parece ser que ni ellos se molestaron en ir a comprobarlo personalmente, con estar tan cerca, posiblemente debido a esas piquillas vecinales que siempre hay entre pueblos vecinos o fronterizos. Pero Jesús tiene muy claro que Él es un profeta libre, es decir, él no es ni de allí ni de ninguna parte sino de “Santa María de todo el mundo”, como se suele decir. Y es por ello por lo que puede andar por lo libre y cantar las verdades al lucero del alba, convencido de que Dios lo ha llamado a desempeñar esa misión.
Un día el profeta Sharia encontró a un niño en su jardín:
-Veo que estás solo, le dijo. -Sí, es que me escondí de mi niñera, pero también tú lo estás...
 -Es verdad, pero a mí no me es fácil esconderme.-¿Quién eres?
.-Soy el profeta Sharia... ¿Y tú?
-Yo, dijo el niño, sólo soy yo... En esto se oye la voz de la nodriza llamando al niño.. -¿Ves? ya dieron conmigo, nunca podré librarme de ella. Luego se oye otra voz llamando al profeta.-También mi niñera dio conmigo. Y mirando al cielo respondió: -Aquí estoy, Señor...  (Jibrán Jalil. El profeta).

Al verdadero profeta Dios nunca lo abandona, ni lo deja en paz. El profeta ha sido marcado por la divinidad. Cuando Jonás quiere esconderse de Dios, Dios provoca una tempestad para descubrirlo y obligarle a regresar y predicar en Nínive.
La primera lectura trata del profeta Jeremías, que tiene que mantener una lucha con el mensaje que tiene que predicar. El hecho sucede en tiempos del piadoso rey Josías. Encuentran en el templo de Jerusalén el libro del Deuteronomio que propugnaba una reforma religiosa a fondo, entre otras cosas la de centralizar en Jerusalén el culto a Yahavé y suprimir los santuarios locales. En Anatot, la patria de Jeremías, había uno regido o presidido por su padre el sacerdote Helcías. Los emisarios de Josías llegan a Anatot. Jeremías vio en la supresión del santuario la voluntad de Dios y se pone de parte de los emisarios del rey. Sus paisanos indignados juran matarlo. Él, decepcionado, tiene que huir y refugiarse en Jerusalén. Pero también allí tiene que enfrentarse al ver, lo mismo que le sucedió a Jesús, cómo los rectores y jefes habían convertido el templo “en una cueva de ladrones”, así textualmente. Indignado, les aconseja menos rezos, menos hacerse lenguas y un poco más de dignidad y de justicia. Es decir, como dice san Pablo a los corintios, menos dar limosna a bombo y platillo y un poco más de caridad sincera y de amor fraterno.

Jesús en su pueblo provoca primero el desencanto luego la ira. No hacer de Nazaret un santuario famoso, un lugar de peregrinación incluidos los milagros, no exaltar la patria chica, no ser nacionalista a ultranza sino pretender ser universalista, tratando de escapar del espíritu pueblerino y aldeano, desencadena las iras de los suyos: “Me diréis: da una vuelta por tu casa, cúrate a ti mismo…”. Era un jarro de agua fría. Jesús trata todavía de explicarles su postura mediante dos ejemplos sacados de la Biblia, esa Historia Sagrada que estamos olvidando y conviene recordar de cuando en cuando, en los que los protagonistas también favorecen más a los vecinos que a los propios:
Primeramente el del profeta Eliseo. Naamán el sirio, por lo tanto un extranjero, tiene la lepra. Su esclava le aconseja visitar al profeta. Eliseo no lo recibe, sólo le dice a Guezi, el criado de Naamán: “Dile a tu amo que se lave siete veces en el río Jordán”. Namán lo hace a regañadientes, y a pesar de ello se cura. Agradecido por el gran favor que recibe quiere pagárselo con oro, plata y vestidos. Eliseo lo rehusa, él solo trata de dar salud, en este caso, a un extranjero. Algunos ven en esta ablución una figura de lo que iba a ser el bautismo sacramental.

El otro ejemplo versa sobre el profeta Elías. En tiempos del rey Acab y Jezabel, dos reyes idólatras que habían erigido sendos santuarios en Dan y en Betel, la región padece una gran sequía. Elías huye del castigo también, como Jonás y Jeremías, a Carit, y allí, al pie de un arroyo es alimentado por un cuervo que le trae un panecillo cada día. Se seca el arroyo y entonces se dirige a Sarepta de Sión, un país extranjero. Encuentra a una viuda recogiendo leña. En su casa sólo queda un poco de harina y otro poco de aceite para su hijo y ella. Elías realiza allí, en un país extranjero, el milagro de multiplicar la harina y el aceite de modo que da para los tres. También aquí se quiere ver en el pan un símbolo de la Eucaristía y en el aceite: el del bautismo, la confirmación y el orden.

Cuando los de Nazareth comprendieron la indirecta y que Jesús, si no despreciar, al menos no quería hacer nada especial en favor de su tierrina, se exasperan a tal punto que querían despeñarlo. Y es porque quien trata de ser profeta de verdad tiene que decir lo que siente empezando por su casa, aunque a veces hiera sentimientos tan íntimos y convicciones tan arraigadas como son los patrióticos. Jesús, andando el tiempo, no tendrá inconveniente de que se inmortalice su patria en el INRI de la cruz: Jesús nazareno..., sin embargo Dios es un apátrida, un ciudadano del mundo. Así han muerto tantos y tantos misioneros y mártires de diversas causas.

Hablar sin dar la cara, hablar por la espalda es fácil, lo difícil es hablar en público cuando hay que desafiar a una Institución o a un jefe, eso ya es más comprometido. Cuando el jefe de la URSS, Kruschev, pronunció su famosa denuncia de la era estaliniana dicen que se oyó una voz en medio de la gran masa del Comité Central que le dijo:  -¿Y dónde estabas tú, camarada Kruschev, cuando fueron asesinadas todas esas personas inocentes?  Kruschev se levantó del sitio lanzó una mirada sobre todos los que abarrotaban aquella inmensa sala y dijo a su vez:  -Agradecería que quien hizo esa pregunta se pusiera en pie.  La tensión se podía mascar en el ambiente. Hubo un momento de silencio pero nadie se levantó. Entonces Kruschev añadió:  “Muy bien, ya tienes la respuesta, seas quien seas, yo me encontraba en el mismo lugar en el que te encuentras tú ahora”.

Jesús, un auténtico profeta, se habría levantado, aunque lo pagara con su vida, ahí está la diferencia. El catolicismo no tiene fronteras no debe tenerlas ni geográficas ni ideológicas. Católico es sinónimo de universal. San Pablo se enfrentó nada menos que a san Pedro, el primer jefe de la Iglesia, que pretendía reducir el cristianismo a los judíos, cuando su visión era abrir las puertas a todos los gentiles y llevarlo por el mundo entero, puesto que el Reino de Dios si por algo se caracteriza es porque es un reino sin fronteras.
En el evangelio de hoy se recuerdan dos milagros: el de dar la salud y el de quitar el hambre. Pero aún falta un nuevo milagro, el milagro del amor, el que Jesús instaló en el mundo con su vida y con su muerte. Ese milagro es el que está en nuestras manos llevarlo a cabo. Y milagro tendrá que ser, ya que el mundo en ese aspecto, está igual o peor que en aquel tiempo.

Si pusiéramos en práctica, solamente los cristianos, el amor de Cristo se obraría un triple milagro: el del mismo amor, el de quitar el hambre a quienes la padecen, y de curar la enfermedad de quienes son portadores de la lepra del pecado. A veces surgen profetas del amor que nos lo recuerdan. No hacemos caso y hasta llegamos a matar al mensajero. Ya lo dijo el premio Nobel islandés (1955) Hallor Kiljan “Laxnes: “La palabra amor se sigue usando a cada instante, pero sólo como una reliquia del pasado, cuando las palabras significaban otra cosa”. San Pablo nos explica en la epístola de hoy su sentido e importancia. Predicar el amor y el amor universal sin chauvinismos ni patrioterisnos (ya vemos los ríos de sangre que traen estas ideas por esos mundos de Dios o del pecado) es labor del profeta. Y todos debemos sentirnos profetas ya que por el bautismo fuimos consagrados triplemente en “sacerdotes, profetas y reyes”. Una labor dura y arriesgada; lo fue para Jesús cuya historia no acabó precisamente como terminan las historias de los cuentos, al menos de tejas abajo. Pero los cuentos son mentira y el Evangelio de Jesús, el amor que el predicó y que le costó la vida, es la gran Verdad. Ahí está la diferencia. Jmf