jueves, 31 de octubre de 2019


FIESTA DE TODOS LOS SANTOS 1-XI-2019 (Mt. 5, 1-12)C

 Uno de los lugares más conocidos y visitados del mundo es El Arco de Triunfo de París, situado en la Plaza de la Estrella. Bajo el Arco se encuentra la tumba de “El soldado desconocido” que guarda los restos de un combatiente francés anónimo. Su cuerpo fue recogido en el campo de batalla para rendirle culto como símbolo y personificación de todos aquellos héroes que han dado su vida por la patria en todos los frentes. De sus hazañas, vida e identidad nadie sabe nada. Al menos es un gesto hermoso que huele a gratitud. Y así como lo peor para una persona, con nombres y apellidos, es ser sepultada en la tumba del olvido, se podría decir, de igual manera, que, lo más hermoso de un corazón humano es levantar una tumba conocida y visitada, aún para aquellos cuyos nombres no sabemos.
Pues algo así viene a ser para los cristianos esta fiesta de Todos los Santos que celebra la vida, obras y milagros de aquella buena gente, que ha sido canonizada en off.
La fiesta arranca de los primeros años del s. VII. El Papa Bonifacio IV visitaba cierto día las catacumbas romanas. En sus muros yacían enterrados los cuerpos de San Calixto, San Ceferino, San Sebastián, Santa Cecilia, Santa Inés, San Valeriano…, etc., pero había también muchas tumbas anónimas de mártires desconocidos. Entonces, profundamente conmovido, tuvo la idea de sacar del anonimato sus restos y reliquias. Se preparó, una gran procesión de 24 carros con aquel venerable cargamento y se depositó en el templo que Agripa, siglos antes, había levantado a todos los dioses, razón por la que se le vino a llamar Panteón, nombre que luego, por extensión, pasó a significar cualquier lugar suntuoso preparado para recibir los restos de una persona. Y a partir de esta fecha el gran templo se convirtió en una Basílica cristiana.  Así y aquí tuvo origen la fiesta.
Actualmente, en vez de tumba, tienen consagrado a su recuerdo y veneración este primer día de noviembre. Y también cada altar. Hasta no hace mucho, era obligatorio para celebrar la misa, contar con un ara o piedra que contuviera el sepulcro de un mártir conocido o desconocido cuyos restos, unos huesecitos apenas, procedían de las catacumbas. En la vida son innumerables las personas que siendo auténticos talentos en cualquier campo del arte no han tenido la oportunidad de darse a conocer: escritores, escultores, pintores, músicos, etc. De igual manera los santos, pero estos tienen hoy su día. ¿A quiénes se recuerda? Pues a todos aquellos a los que el Señor llama felices (hayan subido a los altares o no). Nos pone en la pista de ellos el mismo Evangelio: a quienes va a hacer felices, el llanto, el hambre, el dolor, la misericordia, la limpieza de corazón, la paz y la persecución a causa de la justicia. Por lo tanto para ser santo no es necesario ni ser rico, ni tener salud, ni siquiera estar alegre “los que ríen”, sino que es, hasta mejor camino, el contrario. Son de esas paradojas con las que nos sorprende a menudo el Evangelio.
Cuando Jesús gritó desde lo alto de una monte esas consignas que nosotros llamamos “Bienaventuranzas” seguramente en los ricos despertó ira y en los pobres admiración. Pero no es porque Jesús quiera y busque que lloremos, que pasemos hambre, que suframos en una palabra, sino que hay que verlo de otro modo. Aquellos a los que la vida ha condenado a la pobreza, a la miseria, al hambre… pueden sentirse felices, pueden darse por satisfechos si saben aprovecharse de ello, Cristo va a recompensar en el cielo con creces esas carencias. En cambio los ricos pasarán hambre y sed, pedirán a cualquier Lázaro que les moje los labios con el dedo, llorarán pero de otra forma, ahí está la diferencia. En la Biblia la riqueza era señal de bendición por parte de Dios. Aquí se habla de la riqueza mal adquirida, mal empleada, mal distribuida ... “Ay de vosotros, los ricos...”.
Decía que se trata de extrañas paradojas pero que también se dan en la vida. A este respecto recuerdo dos historias que andan por ahí de boca en boca y que de algún modo resumen esta filosofía evangélica. La primera es la de aquel personaje que regalaba su mansión al hombre más feliz. Ante él desfiló mucha gente. Todos aducían argumentos para demostrar su gran felicidad, su plena satisfacción interior y externa. Cansado el personaje de aguantar tanta falsedad dijo por fin al último: - Amigo, ¿cómo me dices que eres plenamente feliz? Si lo fueras no necesitarías mi mansión para nada.
O la de aquel otro que regalaba una inmensa fortuna a quien le trajera la camisa del hombre feliz. Todos se lanzaron en busca de la valiosa camisa del hombre feliz. No había manera de encontrar un hombre dichoso sobre la tierra, unos se lamentaban de la falta de salud, otros de su pobreza, otros ambicionaban honores, otros alegría... no se encontraba al hombre feliz. Un día alguien entró en una cabaña, habló con el anciano que la habitaba y al oírlo sus ojos se encendieron, aquel hombre no ansiaba nada, lo tenía todo pues no echaba en falta cosa alguna, era feliz con su suerte. Te doy el dinero que me pidas, si me da tu camisa... Entonces el anciano lo miró de hito en hito entre irónico y sonriente y le contestó: -Yo nunca usé camisa. El hombre feliz no tenía camisa.
Algo ve la gente en ese poder vivir sin necesitar, sin envidiar, sin odiar, retirado de todo, como dejó escrito sobre la pared de la cárcel nuestro gran clásico Fray Luis de León, en una conocida décima:
“Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
¡Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado!
Y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso
a solas su vida pasa;
con sólo Dios se acompasa
ni envidiado ni envidioso.
Esa viene a ser la lección de hoy. Hay gente feliz cuya vida nadie conoce. Hay muchos santos que andan por ahí sueltos, desconocidos. Hay muchas almas en el cielo de quienes ya nadie se acuerda pero que la Iglesia no quiere olvidar y a quienes consagra también este día: Todos aquellos que, amando según el Evangelio, lucharon por un mundo mejor, se desprendieron de todo cuanto han podido, ligeros de equipaje supieron llevar con paciencia las contrariedades de esta vida, todos aquellos a quienes Cristo llama Bienaventurados y por ello son santos aunque no estén en los altares. Y a ellos podemos y debemos también encomendarnos puesto que ante Dios todo aquel que está en el cielo tiene poder de interceder. ¡Cuántas veces habremos oído recitar aquella famosa rima de Gustavo Adolfo Bécquer: Volverán las oscuras golondrinas...”!. Sin embargo tiene otra titulada, “Primero de noviembre”, no tan conocida pero sí tan hermosa, en la que va implorando a los diversos grupos de santos: vírgenes, confesores, mártires, etc. Algunas de sus estrofas rezan así:
Patriarcas que fuisteis la semilla
del árbol de la fe, en siglos remotos,
al vencedor divino de la muerte
¡rogadle por nosotros!
... Apóstoles que echasteis en el mundo
de la Iglesia el cimiento poderoso,
al que es de la verdad depositario
¡rogadle por nosotros!
Mártires que ganasteis vuestras palmas
en la arena del circo, en sangre rojo,
al que os dio fortaleza en los tormentos
¡rogadle por nosotros!
Vírgenes, semejantes a azucenas
que el verano vistió de nieve y oro,
al que es fuente de vida y hermosura
¡rogadle por nosotros!
... Doctores, cuyas plumas nos legaron
de virtud y saber, rico tesoro,
al que es raudal de ciencia inextinguible
¡rogadle por nosotros¡
¡Soldados del ejército de Cristo!
¡Santos y santas todos!
Rogadle que perdone nuestras culpas
a Aquel que vive y reina entre vosotros!
En cuanto al culto que se dio a los santos en general, empezó consistiendo en pequeños ritos muy sencillos con ocasión de los natalicios, el día en que había sido martirizado un miembro de la comunidad. Este culto a los mártires tuvo al principio alguna semejanza con el de los difuntos, porque así como los paganos recordaban a sus seres queridos adornando las tumbas con flores y perfumes lo mismo hicieron los cristianos con las de sus mártires. Luego, al cesar las persecuciones, se empezó a venerar la memoria de cristianos cuya vida ejemplar era un martirio indirecto, de ahí que se los llamara confesores. Cobró una cierta solemnidad después de la paz de Constantino, año 313. En estas funciones tenían lugar lecturas tomadas de la Biblia o sacadas de las Actas del Martirio del santo recordado seguidas de salmos, y terminando, de ordinario, con la misa. También se equipararon las vírgenes a los mártires pues conservar la virtud de la virginidad se consideraba un verdadero combate olímpico. Y con la virginidad se equiparó la viudedad, otra forma de ascesis cristiana. Finalmente entraron los obispos debido a su responsabilidad misionera. Todo ello nos invita a todos a ser santos. Todos podemos y debemos. aspirar a la santidad, si no a la practicada en grado heroico o martirial, sí a hacer las cosas lo mejor que podamos, a trabajar por el bien del prójimo, a no hacer a los demás lo que nos deseamos que nos hagan a nosotros, a hacer feliz a todos cuantos nos rodean. Pertenecemos a una religión tan sublime que lo que hagamos a nuestro prójimo se los estamos haciendo al mismo Dios. Esa es ni más ni menos la clave de la perfección cristiana. Como dijo Santa Teresa, “no es hacer cosas extraordinarias, sino hacer las cosas ordinarias extraordinariamente bien”. Jmf.

viernes, 25 de octubre de 2019


DOMINGO XXX 27-X-2019 (Lc. 18, 9-14) C


El pasado domingo el Evangelio nos hablaba, por medio de la parábola del juez inicuo y la viuda impertinente, de la fe y de la constancia que debemos tener en la oración. Hoy por medio de otra parábola, la del fariseo y el publicano, nos enseña la humildad. Muchas veces hemos oído hablar de los fariseos. Aún resuenan en nuestros oídos las maldiciones de Jesús: “¡hipócritas!”, “sepulcros blanqueados”, “raza de víboras...” (Mt.23, 27). Pero lo curioso es que los fariseos habían sido judíos piadosos ¿cómo cayeron tan bajo? Que eran “piadosos” nadie lo pone en duda, dice en su Historia Sagrada Daniel Rops, que descendían de los assideos, aquellos hassidím que fueron el alma de la resistencia... pero tenían casi en más la Ley que al mismo Dios. El año 336 a. C. Alejandro Magno conquista Palestina.  Le sigue Antíoco III y luego Antíoco IV que hasta intentó cambiar el nombre de Jerusalén por el de Antioquía para perpetuar su nombre. En ese clima algunos judíos se ponen a favor de los griegos, hasta que Antíoco, en su delirio, llega un día a entronizar a Zeus Olímpico en el Templo, suplantando a Yahvé. Es la época en que reinan allí los asmoneos que también se desvían de su doctrina tradicional lo que provoca el hecho de que muchos judíos se salgan del partido, por lo que recibirán desde entonces el nombre de separados (eso significa fariseo).
Algunos de estos hassidim o puros huyen a la estepa llevando consigo sus ganados. Otros, como Eleazar, se oponen por las armas y mueren en combate. El Estado siempre ha perseguido este tipo de oposición. Sin embargo hay que reconocer que gracias a ellos se conservó en Israel el espíritu judío. Los fariseos, que no aparecen nunca en el A.T. eran nacionalistas y opuestos a los extranjeros aunque nunca llegaron a empuñar las armas.
Espiritualmente practicaban con fidelidad la ley o Torah no seguida al pie de la letra como los saduceos sino de continuo comentada, meditada y enriquecida con preceptos, una Ley que daba reglas para todo. La conocían como nadie y aseguraban que la cumplían mejor que nadie. Por eso se hacen enemigos de Jesús que, dicen, va contra la Ley. Creen que Dios va a premiar o a castigar a cada uno en particular, creen en la resurrección, en el más allá. En tiempo de Jesús habla un fariseo llamado Rabbi Hillel que enseñaba preceptos como estos:
“Toda la Ley se cifra en: No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti” “Mi alma se hospeda en este mundo y tengo deberes de caridad para con ella” “No juzgues a nadie sin ponerte en su lugar” “Donde no haya hombres se tú un hombre”, incluso afirman: “Mi humildad es mi exaltación...”.
Con todo ellos pasan por alto estos consejos. Ellos no necesitan conversión. La doctrina se parece en parte a la de Cristo, como vemos, pero el fariseísmo encerraba frecuentes peligros y un sabio fariseo lo sabía muy bien al distinguir entre sus hermanos siete clases de las que sólo una se podía considerar perfecta.
Tal como se planteaban la religión esta corría el riesgo de transformarse en intelectualista llegando incluso a reemplazar la fe por la ciencia. Peor aún, daban tanta importancia a la observancia de la Ley que el elemento espiritual estaba en peligro de quedar en nada. A fuerza de multiplicar ritos y fórmulas llegaron a creer que toda la religión consistía, poco más o menos, en pagar sus diezmos al templo, ayunar dos veces por semana y recitar versículos estereotipados. Cristo no condena el farisianismo, sino el fariseismo que trata de buscar a Dios únicamente en el cumplimiento de la Ley. De los fariseos nacieron otras tres sectas: los zelotes que estaban a favor de la lucha armada, los esenios que cifraban su perfección en el retiro y la purificación interior, y los nazireos o nazarenos que hacían votos temporales de castidad, no beber vino y dejar el pelo largo. A Jesús lo llaman nazareno, pero no pertenecía a la secta.
Hoy vemos a uno de aquellos hadissim o fariseos en el templo. Está rezando. Él no viene a pedir nada, ni siquiera a dar las gracias, por más que empiece su oración con esa frase “te doy gracias...” pero es un modo de no darlas, él a lo que viene es a pasar factura: Yo no soy como los demás... Yo hago esto y aquello...  yo soy así y asá, decía Pascal que “el yo es detestable”. Y hay que ver cómo lo empleamos todos, venga a cuento o no, semejándonos al fariseo. Pero por suerte Dios no exige diplomas, ni certificados de buena conducta, ni títulos honoríficos... Ante Dios nadie se puede llamar justo. Escribe Charles Peguy en Palabras cristianas sobre este punto lo siguiente: “Los fariseos quieren que los demás sean perfectos, lo exigen, no saben hablar de otra cosa. Pero Yo soy menos exigente dice el Señor, porque yo sé bien la perfección y no exijo tanto a los hombres. Precisamente porque soy perfecto y no hay en Mí más que perfección no soy tan difícil como los fariseos, soy menos exigente, soy el santo de los santos y sé lo que es ser santo, lo que cuesta, lo que vale. Son los fariseos los que quieren la perfección, pero para los demás, encuentran siempre indignos a los demás, encuentran indignos a todo el mundo. Pero yo, dice Dios, Yo soy menos difícil y encuentro que un buen cristiano, un buen pecador... es digno de ser mi hijo y de reclinar su cabeza sobre mi hombro...”.
Dios no gusta de la oración del fariseo, por cumplidor que sea, Dios prefiere la oración del publicano, un pecador confeso y arrepentido, es la única oración que acepta, porque teniendo esa actitud es más fácil poder vivir en paz, perdonar y construir fraternidad. Sintiéndonos todos pecadores seremos todos iguales. O nos salvamos todos o no se salva nadie. Siendo altivos y soberbios corremos el riesgo de querer venir al templo a justificarnos, a demostrar que somos los escogidos, los cristianos de solera, de “sangre azul/cielo”.
 Y aquí no venimos a justificarnos sino a ser justificados, precisamente reconociéndonos pecadores tal como repetimos en la Santa Misa, pero no sólo de boquilla sino de corazón, porque a veces el fácil perdón, la falsa humildad, es una especie de sutil y refinada soberbia. Y esto se traduce sobre todo en el trato con el prójimo, procu­rando disculpar sus defectos, valorar sus virtudes y tratarlo con deferencia, aunque sea un cero a la izquierda, en vez de humillarlo, como hace el fariseo con el publicano. Entre las Fábulas ascéticas del sevillano Cayetano Fernández (1864) hay una muy gráfica al respecto, que dice:
“Graves autores contaron/ que en el país de los ceros / el UNO y el DOS entraron / y desde luego trataron / de medrar y hacer dineros. / Pronto el Uno hizo cosecha / pues a los ceros honraba / con amistad muy estrecha / y dándoles la derecha / así el valor aumentaba. / Pero el DOS tiene otra cuerda / ¡todo es orgullo maldito..! / y con táctica tan lerda / los ceros pone a la izquierda / y así no medraba un pito. / En suma el humilde UNO / llegó a hacerse millonario, / mientras el DOS importuno / por su orgullo, cual ninguno, / no pasó de un perdulario.- Ahora ved con maravilla / en esta fábula ascética / que el que se baja más brilla / y el que se ensalza se humilla / hasta en la misma Aritmética”.
Nos parecemos a menudo más al dos que al uno, vamos por la vida “con doblez” más de fariseos (para él todos son un cero a la izquierda) que de publicanos, y en esto parece que los españoles tenemos fama bien ganada. En el s. XVII ya escribía en El Criticón Baltasar Gracián que:
“La soberbia, como primera en todo lo malo, cogió la delantera... Topó con España, primera provincia de la Europa. Parecióle tan de su genio que se perpetuó en ella. Allí vive y allí reina con todas sus aliadas: la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, hacer del Don Diego y vengo de los godos, (de la pata del Cid, diríamos hoy) el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el brío con todo género de presunción y todo esto desde el más noble hasta el más plebeyo” (c. XIII). Un buen elenco de fallos de los que no se salva nadie, según don Baltasar.
Gozamos con humillar al prójimo, hasta hacemos gastos superfluos sólo para ser objeto de la envidia del vecino y aparentar más que él, únicamente por eso. Hablamos mal, rebajamos al otro pensando que así subimos más nosotros y sucede lo contrario. Según Fabretti: “Hablar de los pecados del prójimo es uno de los oficios más trágicos e imbéciles de la soberbia humana”. En cierta ocasión en la que unos parientes trataban de sacar los trapos sucios de familia un abuelo los atajó diciéndoles: “Lo malo callailo”. Era un sabio consejo.
Pero es que por encima de todo esto, criticar a los demás, tratar de sacar a relucir sus fallos para justificarnos nosotros es uno de los pecados que Jesús fustiga con mayor severidad en el Evangelio como podemos ver en la parábola del piadoso y cumplidor fariseo. Además, y paradójicamente, si alguien, incontinente, tuviera esa pasión de enaltecerse y ser tenido en algo, (por otra parte una pasión muy humana), tiene la solución bien fácil. Hasta nos la dice el mismísimo Evangelio: que se humille, porque “aquel que se humilla será enaltecido...”.Jmf.

viernes, 18 de octubre de 2019


DOMINGO XXIX 20-X-2019 (Lc. 18, 1-8) C

En el evangelio de hoy se cruzan dos ideas: la perseverancia en la oración y la virtud de la justicia. Dos ideas aparentemente inconexas entre sí y que Jesús trata de unir por medio de una historia un poco extraña: la del juez inicuo y una viuda que pedía con insistencia, perseverar en la oración, que se le hiciera justicia, eso que nosotros tantas veces exigimos a Dios al recriminarle diciendo: Pero ¿qué hice yo para que me mande esta cruz? De algún modo también estamos pidiendo, exigiendo justicia. Otra cosa es ver si lo que pedimos es justo o fruto de nuestra soberbia.
La justicia es una de las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. El nombre de cardinal les viene de una palabra latina, carden, is que significa gozne, quicio de la puerta, porque  dichas virtudes son como el quicio sobre el que gira la puerta de la convivencia humana. Y de la misma forma se llaman cardinales a los cuatro puntos de la rosa de los vientos, porque se creía que sobre ellos giraba el universo cielo; y se llaman también así, cardenales, los más altos dignatarios de la Iglesia Católica porque sobre ellos recae la elección del Papa y por lo tanto son como el quicio sobre el que gira la puerta del cónclave y de la Iglesia.
Pero entre estas cuatro virtudes sobresale, sin duda, la justicia. A los elegidos no se les llama los fuertes, ni los prudentes, ni los moderados, sino los justos. Sería largo de explicar el sentido bíblico de la justicia. Ser justo no es más que dar a cada uno lo suyo, “a Dios lo que es de Dios, al César lo que es del César” y al prójimo lo que es del prójimo, pero siempre mediando el amor, ya que si sólo usamos la justicia, dando de lado a la misericordia podemos traicionar fácilmente el mensaje de Cristo. Quien sólo emplea la justicia terminará ajusticiando. Pero si la justicia falla se derrumba la paz y la convivencia. Y la justicia empieza a fallar cuando no se le da o se le escatima a la persona al que le pertenece: trabajo, cultura, libertad, dignidad… Y que la justicia no está a la altura de las circunstancias lo estamos oyendo todos los días y en todas partes.
Hasta ahora solíamos fijarnos únicamente en estas virtudes con respecto al individuo, pero hoy el problema, los problemas se han universalizado. Ya no se trata de hacer justicia en este o en aquel caso sino que es la justicia universal, la justicia entre los pueblos y desgraciadamente hoy hay en el mundo muchos seres a quienes se les niega la justicia, no se les hace justicia, se les niega la libertad y por consiguiente la paz. Juan XXIII solía decir que “la paz se apoya en cuatro columnas (nosotros diríamos usando el símil del hórreo en cuatro pegollos), que son la verdad, el amor, la libertad y la justicia”. Muchas ideologías han creído y propugnando, y hay que ver con qué fuerza y entusiasmo, que el cambio social estaba en la revolución cruenta, en una revolución bañada en sangre, y que la justicia sólo es posible implantarla en este mundo a base de terror, de extorsión, de chantaje, de crimen o de mano dura... esos tales no son mensajeros de la paz, y menos aún constructores de justicia ya que el material que usan es bélico, injusto, explosivo y desproporcionado: la injusticia que han desencadenado en los pueblos donde trataron de imponerla me temo que no compense los logros alcanzados, que también los hubo, ¿cómo no?
La postura de un cristiano va por otros derroteros, está más cerca del Moisés que aparece en la primera lectura orando con los brazos extendidos que de la de Josué, por más que combatiera en nombre de Yahvé. En una ópera rock moderna, titulada Hair, uno de los actores dice en un momento dado: “¿Por qué vivir para morir después? No sé si alguna vez lo entenderé ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Decidme para qué, por qué, y en qué… puedo yo encontrar razones”. Son los eternos interrogantes que se han hecho y se harán siempre los hombres y que aborda precisamente la encíclica de Juan Pablo II, Fe y razón.
Otra de las eternas preguntas que se hacen muchos es  ¿y para qué? Hasta la misma ciencia pone hoy en tela de juicio muchos de los adelantos que hasta no hace mucho se creía iban a ser la panacea de la Humanidad. Pensemos en el átomo, en la industria química, etc. que si bien han hecho avanzar al mundo en muchos campos hay que ver cómo nos lo están dejando.
En el otoño de 1973 la prensa mundial dio la noticia de que el Dr. Milton Leitenberg, bioquímico de gran prestigio y profesor de tres universidades americanas abandonaba el mundo de la ciencia. Razonaba su abandono con estas palabras: “La ciencia para mí ha dejado de tener sentido, veo que los descubrimientos hoy solamente tienen un fin: crear nuevas armas para la destrucción de la Humanidad. La ciencia ha perdido su característica esencial: la libertad”. Y otros muchos investigadores se hacen las mismas o parecidas consideraciones. Entonces tenemos que empezar a mentalizarnos de que la ciencia en sí y por sí, el progreso y la civilización no nos traen precisamente paz. Incluso hay muchas sectas religiosas, muchas ideologías, sistemas de vida o filosóficos que pasan de largo ante el problema, soslayan la injusticia reinante y no quieren mojarse. Un cristiano que es un discípulo de Cristo, debe darles respuesta, no sólo de palabra sino con su ejemplo. Y así lo han hecho millones de misioneros y de mártires a lo largo de la Historia.
Cuenta una vieja leyenda que cierto hombre paseando un día por el campo cayó en un pozo. Pasó por allí Confucio, el sabio chino fundador de una doctrina, oyó al hombre que decía gritando: ¡Sácame de aquí, por favor! Confucio le contestó: “Te compadezco, amigo, tuviste que haber tenido más cuidado”. Luego acertó a pasar Buda. Escuchó las mismas voces de socorro, se acercó al pozo, miró al hombre casi hundiéndose en el agua y le replicó: “No debiste permitir que el deseo te arrastrara, ahora yo lo que te recomiendo es paciencia”. También pasó Jesús. El hombre seguía gritando. Sáquenme de aquí… Jesús se detuvo, miró, luego descendió hasta el fondo del pozo y cargando sobre sus hombres al hombrecillo lo sacó. Lo había salvado. Todos hemos sido salvados por Jesús. Él es nuestro Salvador. Y ese es el gran mensaje, la gran noticia, el Evangelio
Han pasado ya muchos años desde la muerte de aquel revolucionario cubano que presidió con su mirada de profeta tantas reuniones y tantas cabeceras de tantos jóvenes que veían en él el ideal de sus aspiraciones: Ché Guevara. ¿Qué ha quedado de toda su mística revolucionaria, de sus programas para la reforma agraria y de aquel su lema “Patria o muerte”? Hoy muy poca gente lo recuerda. Y uno piensa: ¡tanta sangre vertida, tanto dolor y cárcel…para nada! Y lo mismo sucederá con todos esos visionarios que emplean el terror y la violencia para conseguir sus fines. La victoria es una idea que no se logra imponer matando y masacrando a los demás sino muriendo por aquellos a quienes se quiere salvar, como lo hizo Cristo. Y Cristo sí triunfó. Lo estamos viendo ahora, aquí después de 2.000 años a muchas leguas de la tierra que pisó… Cristo sigue vivo y resucitado pues sigue ganando batallas tras su muerte.
Los pueblos, lo mismo que la viuda del evangelio, claman ante el juez justicia, o si no, que le partan la cara. La violencia es casi siempre el fruto de una injusticia. Creo que deberíamos repartir y solucionar por las buenas lo que puede costar tantas lágrimas y sangre, cuando esos pueblos necesitados empiecen a exigir sus derechos y reivindicaciones empleando la violencia. Pero ¿será posible esa justicia que añoramos en el mundo sin haber sembrado antes el mundo de amor, de caridad y de fe? Practicando la justicia nos justificamos, es decir estamos salvados, pero esa justicia para que resulte del todo eficaz debe ir acompañada por la fe, es decir, debe ser fruto de una vivencia evangélica de Cristo que es quien verdaderamente nos justifica y salva. Un mundo justo sin amor podría ser otra injusticia. Nuestra fe hay que hacerla vida por medio de las obras, pues “la fe sin obras es una fe muerta”, no sirve. ¿Se referiría Jesús a esta fe cuando pregunta si hallará el hijo del hombre fe en la tierra cuando vuelva?
Una de las preocupaciones de la NASA es tratar de escuchar posibles voces que lleguen de otros planetas habitados, desde otras estrellas supuestamente con seres de vida inteligente. Era hora ya de que el hombre se dedicara a escuchar en vez de hablar y hablar… Pero me temo que aunque nos den gritos, aunque ardan las antenas receptoras con mensajes provenientes del Universo nos va a servir de poco. La palabra de Dios lleva siglos gritando desde lo más profundo de los cielos, desde más allá de las estrellas y maldito el caso que le hacemos, los pobres desde el tercer y cuarto mundo llevan años suplicando y pidiendo auxilio… como si cantara un carro; siempre vuelven a caer en el agujero negro de su indigencia.  Nuestra postura debe ser siempre la del salmo 95, 4... “Si escucharais hoy su voz no endurezcáis vuestros corazones...”. Jmf

viernes, 11 de octubre de 2019


DOMINGO XXVIII. 13-X-2019 (Lc. 17, 11‑19) C

Hace bastantes años que lo leí en un libro para niños. El pequeño de la casa dejó un día sobre la mesita de noche de su madre un papel escrito en el que pedía una recompensa por su trabajo en casa: “Por ir toda la semana a buscar el pan a la tienda 100 ptas., por llevar correspondencia al correo 50 ptas., por bajar la bolsa de la basura al contenedor 50 ptas. , por ir a buscar fruta a la plaza 100 ptas., por ayudar a papá a lavar el coche 50 ptas., total...”. A la mañana siguiente también él encontró una nota en su mesita de noche. La firmaba su madre. Decía poco más o menos: “Por traerte a la vida: nada. Por aguantar tu llanto tantas noches sin quejarme: nada. Por darte la comida y procurar que sea lo que a ti te gusta: nada. Por llevarte conmigo tantos meses: nada. Por limpiarte y asearte sin que nunca me dijeras gracias: nada. Total... ¡nada!”.
Los hombres, como el niño del cuento, sólo vemos lo que damos, nunca lo que recibimos. Y tendríamos que tratar de cambiar las gafas de nuestro egoísmo alguna vez, esas gafas con las que vemos pequeñísimo lo que recibimos y con un gran aumento lo que damos. El hombre es un animal muy desagradecido. Con lo hermoso y gratificante que es la gratitud. Los perros, ni dan lana ni carne ni leche y cómo se les quiere ¿Sabéis por qué? porque son agradecidos. Les das un poco de pan, un poco de carne y ya los tienes a tu vera lamiéndote la mano. Viven gratis y algunos muy confortablemente sólo porque tienen esa cualidad tan apreciable: ser agradecidos. Los hombres no, los hombres solemos ser muy desagradecidos. Y la gratitud es una virtud evangélica, hasta tal punto que una forma de orar  consiste en “dar las gracias”. Más aún, la palabra eucaristía se deriva de un verbo griego (euXaristeo) que significa dar gracias. A muchos cristianos habría que recordarles a menudo lo que algunos padres dicen a sus hijos si permanecen callados después de recibir un regalo: “Oye, hijo ¿cómo se dice?” esperando que el niño diga: gracias.
Todo esto es debido a nuestra rutina, a que nos hemos acostumbrado a no echar nada en falta y a recibir lo mejor. Y el mayor enemigo de la convivencia y también de la piedad es la rutina, el acostumbrarse a... Cualquier habitante de ese desgraciado tercer mundo, con una parte de lo que nosotros derrochamos se volvería loco de contento, pero la rutina mata todo brote de gratitud, de gozo, de satisfacción e incluso de virtud llegando a realizar las cosas más santas y más hermosas de la manera más rutinaria y fría.
Tiene León Felipe un poema en su libro “Romero sólo” que ilustra muy bien esto que decimos:   
“Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo, ni el tablado de la farsa,
ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos...
   ... No sabiendo los oficios
los haremos con respeto.
    Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquiera sirve, cualquiera,
menos un sepulturero...”.
Cuanto más cerca andamos de las cosas santas, cuanto mejores cristianos nos creemos (nos lo creemos) con más frialdad y poco respeto solemos actuar, andar por las iglesias, tratar a los muertos...
Hoy nos pone el Evangelio un claro ejemplo de desagradecimiento en la curación de los diez leprosos. No fueron los judíos celosos de sus ritos, aquellos que se creían miembros del pueblo elegido y que fueron curados por Jesús los que regresan a dar las gracias. Acaso ellos estaban creídos de merecer aquello y mucho más, no, ellos irían lo primero a cumplir con lo mandado, a celebrar su rito: presentarse a los sacerdotes para recibir la cédula de curación, así estaba ordenado. Es un samaritano, un proscrito, un extranjero, un hereje, hoy le llamaríamos un marginado, un africano, un espalda mojada, el que no bien se da cuenta del milagro, sin perder un momento, deja a un lado el ritual, pospone lo ordenado, y regresa a los pies de Jesús a dar las gracias.
Ya en otro pasaje es un publicano, otro marginado, el que, orando en el templo, sale justificado y en cambio el celoso y piadoso fariseo es condenado. Lo mismo al final del mundo, serán justificados los que sin conocer a Cristo le dieron de comer y le vistieron y en cambio sus amigos, a pesar de haber comido con él y haber cumplido a lo mejor con la ley, por haberle olvidado en los demás, irán al castigo eterno. Yo creo que es una lectura qué deberíamos hacer con más detenimiento tratando de copiar e imitar lo que nos manda verdaderamente Cristo y dejarnos de andar por las ramas.
Desde antiguo el cristianismo identificó lepra con pecado. Para vernos libres de él la Iglesia usó la penitencia, desde luego, pero también otros ritos como son las indulgencias, los grandes jubileos, etc., algo hoy un tanto discutible. El año 1300 Bonifacio VIII convocó el primero de estos jubileos, durante el cual media Europa peregrinó a Roma a pie, a caballo, en carros, con ancianos y enfermos tratando de ganar las numerosas indulgencias prescritas mediante la visita a los 30 templos indicados. Allí llegaron entre otros Dante, Giotto, el músico Casella y el cronista Giovanni Villani que luego comentaría: “Fue de lo más maravilloso... durante todo el año había en Roma más de 200.000 peregrinos, sin contar los que llegaban o se iban, y nadie pasaba necesidad de nada... fue un año de gracia”. Es una pena que actos así no duraran toda la vida y que se extendieran al mundo entero. Clemente VI ordenó que se hicieran cada 50 años y Pablo II en 1475 cada 25. En 1950 Pío XII proclamó otro Jubileo o Año Santo con el lema “Gran perdón, gran retorno.  En los templos durante el año 1949 se rezaba como preparación una plegaria cuya primera invocación era precisamente una acción de gracias: “¡Omnipotente y sempiterno Dios! Con toda el alma te damos gracias por el gran beneficio del Año Santo...”. Entre estos jubileos se encuentra nuestro Año Jubilar Jacobeo. Es una ocasión que nos brinda la Iglesia para convertirnos, volvernos a Dios y mostrarle al menos, como decíamos, nuestra gratitud.
Cada año durante las Témporas tenemos también varios días que la Iglesia llama de acción de gracias y que posiblemente no les demos demasiada importancia cuando deberían ser días como lo fueron y aún son para el pueblo judío el Yom kipur, o día del gran perdón y lo fue la Pascua en acción de gracias por el final de la cosecha y hoy para un cristiano debería serlo por haber resucitado ese día el Señor, trigo hecho pan para nuestro alimento espiritual. El día 8 de octubre de 1992 recibía el premio Nobel Derek Walcott. En la primera entrevista que leí, a la pregunta de que si su mística era religiosa respondía: “Soy creyente y siempre he tenido un verdadero sentimiento de gratitud (para con Dios) tanto por la poesía que considero un don suyo como por la belleza de la tierra y de la vida que nos rodea...”. (El País 9-X-92).
Un modo de reconciliarnos con Dios, es reconciliarse con el prójimo, ayudándonos mutuamente a salir de nosotros mismos con lo que todos ganaríamos y todos nos veríamos salvados. Juan Pablo I en una de sus cartas, tomada de su libro “Ilustrísimos señores”, que citábamos el domingo pasado, cuenta aquella historieta bastante conocida pero que merece la pena recordar: “Murió cierto habitante de Corea y ya en el otro mundo pidió a San Pedro poder ver el infierno. Al entrar vio grandes mesas con escudillas de sabroso arroz y los comensales hambrientos intentando llevarse la comida a la boca, pero tenían en sus manos unos palillos tan largos que les era imposible acercar ni un grano para comérselo y así se desesperaban corroídos por el hambre. Luego entró en el cielo y con gran asombro vio las mismas mesas con las mismas escudillas, los mismos palillos enormemente largos y parecidos comensales a ambos lados pero observó que los de una parte de la mesa daban de comer a los de la parte opuesta y viceversa, de modo que allí comía todo el mundo. Se habían acostumbrado en el mundo a servir a los hermanos”.
Sólo sabemos pedir, depositar nuestro trabajo ¡y que nos rindan cuentas!, sólo pensamos en nosotros sin enterarnos que todos somos deudores unos de los otros, que todos nos debemos y por tanto deberíamos ser agradecidos, serviciales y caritativos con el prójimo. Sólo con que unos cuantos hombres, sólo con que los cristianos cumpliéramos este programa el mundo cambiaría radicalmente de la noche a la mañana y para bien.
Es por ese camino, el de la gratitud por donde podemos encontrar a Jesús como lo halló el samaritano. Si nos empeñamos en correr hacia los ritos, hallaremos el templo pero posiblemente habremos perdido de encontrarnos con el Señor por el camino. Jmf


viernes, 4 de octubre de 2019


DOMINGO XXVII  6-X-2019 (Lc.- 17, 5-10) C
  
Todos los días asistimos a huelgas y a manifestaciones. Y ¿qué es lo que reivindican? En algunas la solución de un problema social, aunque lo más común y en el fondo lo que se exige son los problemas de dinero. El salario, al ser la única fuente de ingresos para muchos, es tan vital que cuando falta, falta todo. Hace años el metalúrgico o el minero, al par que el sueldo, tenía un poco de agricultura, una vaca, unas gallinas, un huerto... de modo que cuando fallaba el salario aún podía mantenerse un tiempo echando mano de aquel último recurso. Hoy se han quemado las naves olímpicamente. De ahí la contundencia de estas reivindicaciones.
Pues bien, el evangelio de hoy nos presenta a los Apóstoles manifestándose ante Jesús. Y es hermoso lo que piden: no dinero sino aumento de fe con una oración tan breve y a la vez tan pragmática... Hoy como entonces deberíamos también pedirle a Dios aumento de fe. Porque cuando todo falla en la vida es la fe lo que nos puede mantener en pie y ayudarnos a sobrevivir. Y es que aunque los hombres depositamos mucha más fe en el progreso y en los adelantos técnicos, en las ideologías y en las instituciones, cuando estas nos fallan, ¡y fallan tantas veces...!, se nos viene todo abajo. De ahí la necesidad de pedirle a Dios que aumente nuestra fe en Él y en su hijo Jesucristo.
Y ¿qué es la fe? Miguel de Unamuno solía definirla como un querer creer, que no es poco. Pero al no encontrar en la lengua castellana un sustantivo apropiado para expresar adecuadamente ese querer, que no es querencia, terminó definiéndola como tener ganas de creer. Y en cierto modo puede que tuviera razón pues el sustantivo ganas es tan importante para el hombre que lo hemos canonizado e incluso entronizado, ya que solemos siempre acompañarlo del superlativo “realísima (gana)”o el de la “santísima (gana)”. De modo que podemos quedarnos, si nos gusta, con ambas acepciones “fe es querer creer” o “fe son ganas de creer”. Y añade Unamuno: “Al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por el camino de la razón sino por el camino del dolor y del sufrimiento. La razón más bien nos aparta de Él. No es posible conocerle para luego amarle; hay que empezar a amarle, a anhelarle antes de conocerle” (p. 208). Nos acordamos de santa Bárbara cuando truena.
“Dios -sigue diciendo Unamuno., es en cada uno según cada uno lo siente y según lo ama. Si dos hombres, añade Kierkegard, rezan uno al verdadero Dios con insinceridad personal, y el otro reza con la pasión de toda de la infinitud a un ídolo, es el primero el que en realidad ora a un ídolo, mientras que el segundo ora en verdad a Dios... Hasta la misma superstición puede ser más reveladora que la Teología. El viejo Padre de luengas barbas y melenas blancas, que aparece entre nubes llevando la bola del mundo en la mano, es más vivo y más verdadero que el ens realissimum de la teodicea”. (p. 214). Fin de la cita.
Y en otro de sus hermosos párrafos de El sentimiento trágico de la vida sigue diciendo Unamuno: “Se cree lo que se espera, se cree en la esperanza. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos... La fe es fe en la esperanza; creemos lo que esperamos. El amor nos hace creer en Dios en quien esperamos Y de quien esperamos la vida futura...”. (pág. 227).
El filósofo y psicólogo norteamericano William James definía la fe de modo parecido, como “voluntad de creer”. Y escribió un libro con ese mismo título. En él trata de probar que la fe es cosa del corazón más que de la cabeza, tesis que no concuerda con la doctrina del Concilio Vaticano I que afirmaba que “podemos conocer a Dios con la luz de la razón” (naturali rationis humanae lumine certe cognoscere posse). En ese mismo libro se dice que el mal y el error es algo real (no simples negaciones o ausencias del bien, como afirma san Agustín) y de ahí la importancia de creer en la posibilidad de vencer el mal y de creer firmemente en los valores del individuo y de la humanidad. “Creer no es cuestión de entendimiento, dice, sino de corazón”. No se trata de probar la existencia o inexistencia de Dios en el mundo, la fe es otra cosa. La fe nos confiere una fuerza a los hombres que la hace casi omnipotente, además de ir acompañada de la convicción y de la insistencia. “Si tuvierais fe como un grano de mostaza diríais a ese monte ¡quítate de ahí!, y a esa morera ¡arráncate de raíz y plántate en el mar!, y os obedecerían”.  (Mt. 17,20).
Aquellas personas que se han movido guiadas por la fe ¡cuántas moreras habrán arrancado de raíz y cuantos montes habrán trasladado, no en sentido material, pero sí espiritualmente!, lo que a veces es tan difícil o más que llevarlo a cabo físicamente. El que tiene fe es capaz de humillarse, y humillarse es trasladar la montaña interior de la soberbia, nuestro orgullo y egoísmo, y arrojarlo al mar. Y eso a veces sí que es un milagro... “si tuvierais fe como un grano de mostaza” lo veríamos todo más claro, sería todo más sencillo y sobre todo veríamos a Dios en cada esquina, en cada acontecimiento de la vida, bueno o malo.  Preguntaba en una ocasión un joven monje a su maestro:
 ¿Quién hizo las montañas, los ríos y los bosques?”, a lo que el maestro le contestó preguntando:
¿Y quién hizo que tú hicieras esa pregunta?” Y añadió: “Busca la respuesta en tu interior”.
Es lo mismo que cuenta Gibrán Jalil: “Un día subí a la montaña y le hablé a Dios: “Señor, soy tu esclavo, tu deseo es mi ley que siempre obedeceré...”. Mas Dios no dijo nada. Mil años después regresé a la montaña y hablé otra vez a Dios: “Creador mío, soy criatura tuya, te debo cuanto soy...”. Pero Dios no contestó. Y pasó ante mí como un ave veloz. Mil años después volví a subir a la montaña y de nuevo le hablé a Dios: “Padre, soy tu hijo con amor me diste la vida, con amor te adoraré y heredaré tu reino”. Tampoco esta vez respondió el Señor; y pasó como una niebla que cubría la montaña. Mil años después otra vez ascendí a la montaña para hablarle de nuevo a Dios diciendo: “Dios mío, eres mi anhelo y mi deseo, soy tu ayer. Tú eres mi mañana. Soy tu raíz en la tierra Tú eres mi flor en el cielo, juntos creceremos ante la faz del sol”. Y Dios se inclinó hacia mí y me susurró dulces palabras. Como el mar que envuelve al manantial que desemboca en él así Dios me envolvió. Y cuando bajé a los valles vi que Dios estaba no sólo en la montaña, sino también allí.”
A veces queremos encontrar la fe en el templo, otras veces en los milagros; decimos que la perdemos si vemos en la Iglesia cosas que nos hieren cuando todo depende únicamente de nosotros. Es verdad que ciertos cambios, ciertas normas y actitudes y faltas, pueden chocar e incluso escandalizar a algunas almas débiles formadas en un cristianismo sin cimientos. Recuerdo a este propósito lo que decía en una de sus cartas, “Ilustrísimos Señores”, dirigida a Guillermo Marconi, de aquel Papa que apenas conocimos, Juan Pablo I: “Yo que soy obispo me siento a veces en la misma situación que el hijo de Juan II, rey de Francia, cuando luchaba sin dar descanso a su espada, en la memorable batalla de Poitiers el año 1356. A su lado combatía su hijo que, velando por su padre, le gritaba de vez en cuando: ¡Cuidado, padre, a la derecha! ¡Cuidado, padre, a la izquierda! Es lo mismo que yo tengo que hacer continuamente. Pero es difícil. Desde la derecha se levantan airados gritos acusando de impiedad y sacrilegio cada vez que se sustituye un rito viejo por otro nuevo. Desde la izquierda se introduce la novedad por la novedad desmantelando alegremente el edificio pasado; se arrinconan las imágenes y se ve cómo la idolatría y la superstición se extienden por todas partes, llegando a decir que para salvar la dignidad de Dios es preciso hablar de Él en términos elevadísimos o guardar absoluto silencio... Sé que no se puede hablar de Dios tal como se merece, pero también sé que debo hablar de Él de alguna manera...”.
Tenía razón Juan Pablo I  que hay que estar atendiendo a derecha e izquierda de continuo pues los ataques contra la fe no cesan... Tenía razón Unamuno al afirmar que la fe es más bien cosa de corazón que de cabeza: “Ganas de creer”. Tiene razón Gibrán Jalil cuando nos invita a buscar a Dios no en las nubes sino dentro del corazón. “el Reino de Dios va dentro, con vosotros” y finalmente y sobre todo tiene razón Jesús en lo que hoy nos dice en su Evangelio, que “si tuviéramos fe como un grano de mostaza diríamos a esta morera: ¡arráncate de raíz y plántate en el mar!, y nos obedecería”. Porque la fe además de dar sentido a la vida y sustentar nuestra existencia cuando todo lo demás falla, además de descubrirnos el camino de la felicidad es capaz de hacer milagros y de transportar montañas. Son palabras que antes pasarán el cielo y la tierra que dejen de cumplirse. Y en ello está comprometida la palabra del mismísimo Cristo. Jmf