jueves, 28 de mayo de 2020


PENTECOSTÉS. 31-V-2020 (Jn. 20, 19-23)A

Con ocasión de la Pascua de Pentecostés del año 1986 el Papa Juan Pablo II, cuyo proceso de beatificación ha hincado su sucesor Benedicto XVI y a quien es de rigor recordar, publicó su encíclica número cinco. Venía a completar una trilogía compuesta por la “Dives in misericordia” (Rico en misericordia), dedicada al Padre, la “Redemptor hominis”, que dedica al Hijo, y la publicada en mayo del 86 dedicada al Espíritu Santo y que lleva el título de “Dominum et vivificantem” (Señor y dador de vida); es en la que vamos a fijarnos hoy, Pascua de Pentecostés, día que la Iglesia consagra a recordar la Tercera persona de la Santísima Trinidad.
En la primera parte de la citada Encíclica nos presenta al Espíritu de Dios Padre y al del Hijo dándose a su Iglesia a través de los textos de la Revelación como una promesa de Jesús.
La segunda parte se centra en la función que desempeña el Espíritu en el mundo al que promete una humanidad nueva, a un mundo que ha perdido la fe, que rechaza la verdad y el amor pero renovado por medio del amor. Termina esta segunda parte con una reflexión sobre el pecado contra el Espíritu Santo.
La tercera parte, titulada “El Espíritu que da vida” es un anuncio del año 2000 como año jubilar, para celebrar los dos mil años de la llegada de Jesús al mundo.
Pero ¿y qué es el Espíritu Santo? El II Concilio ecuménico que tuvo lugar en Constantinopla el año 381 y que condenó a un hereje llamado Apolinar que sostenía que Jesús no tenía alma pues la sustituía el Espíritu Santo, ya trató de definir y explicar quien es la tercera persona de la Trinidad. Y fue en este Concilio donde se compuso posiblemente el Credo que recitamos en la Misa y que por eso se le llama el “Credo niceno constantinopolitano”, cuyas palabras sobre el Espíritu Santo “Dominum et vivificantem” son las que dan título a esta quinta encíclica del Papa, tercera de la Trilogía.
El año 1958 visitamos un grupo de seminaristas la Iglesia de San Severino de París que estaba considerada en aquel entonces como la parroquia piloto de Francia. Y recuerdo que al ojear su Catecismo puesto a la venta a la entrada del templo, me encontré al abrirlo precisamente con la lección 8ª que trataba del Espíritu Santo. Dos cosas llamaron poderosamente mi atención de recién ordenado sacerdote que he repetido luego infinidad de veces:
En primer lugar, el enfoque que daba a la relación que existe entre el Espíritu Santo y la Iglesia, (del P. Nautin): “Creo en el Espíritu Santo que está dentro de la Iglesia Católica para la Comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne...”. Usaba oraciones subordinadas en vez de las oraciones copulativas que siempre se usaron. Todavía en tantos años no pude encontrar una explicación más concisa y rica en contenido teológico aplicada a la función que lleva a cabo la Tercera Persona de Dios en la Iglesia.
La segunda cosa que me impresionó es la afirmación que hacía del Espíritu Santo como “el gran desconocido”, algo que se nos había dicho en clase de Teología que era una injusticia y una incuria por parte de los católicos que habíamos olvidado algo fundamental en el misterio Trinitario. Allí se afirmaba lo contrario, es decir, que tenía que ser desconocido puesto que su misión, lo mismo que la savia del árbol, no es mostrarse, sino mostrar al Hijo, vivificar, alimentar y dar frutos desde dentro. El viento no se ve, en cambio sopla sobre las velas y empuja el barco.
Es verdad que no lo conocemos, puesto que a la sociedad moderna que escoge cualquier pretexto para festejar, se le ha escapado que hoy también es Pascua, la tercera gran Pascua del año litúrgico, Pascua de Pentecostés, hecho que incluso para muchos cristianos pasa desapercibido. La razón puede estar en que precisamente el espíritu no se ve, no se deja ver, se barrunta, como podría barruntar un árbol o un perro si razonaran que a su alrededor puede haber seres con inteligencia, o que una piedra pudiera sospechar que más allá de su contorno puede haber algo que se llama vida.
Nosotros, los hombres, sí barruntamos que más allá de la materia hay otra vida, el mundo del espíritu hacia el que nos dirigimos inexorablemente, incluso de un modo material o por evolución como llega a afirmar el teólogo y paleontólogo Theilard de Chardin, en sus tres famosos saltos cósmicos que nos llevan a Cristo: de la nada a la materia, de la materia a la vida, el estadio en el que ahora estamos y desde el que estamos, desde la vida, al espíritu. Todo ello nos lleva hacia un mundo en el que el espíritu será algo totalmente natural, y al que se ha llegado por pura evolución biológica. Que la materia no lo es todo lo intuyó hasta el materialista Carlos Marx al afirmar: “La materia no se agota en los sentidos”.
Sin embargo cuando Juan Pablo II habla, en la tercera parte de su Encíclica, de celebrar el año jubilar 2000, condena expresamente como el mayor freno a esta evolución espiritual “el materialismo dialéctico e histórico... que al ser un sistema esencial y programáticamente ateo, excluye radicalmente a Dios planteando únicamente la dialéctica vida-muerte en el momento actual, un momento en el que parece que se acentúan más que nunca los signos de la muerte”. De ahí que el Papa, a renglón seguido, insista en tres aspectos de la liberación interior: donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad (II Cor. 3, 17):
1º.).-Libres para ser, (tenemos mucho pero... ¡somos tan poco...!), llegar a ser uno mismo, librarse de ser manipulado, de que te aten, te esclavicen y esto no es nada fácil sin espíritu.
2º.).- Libres para amar: el verdadero amor libera, el falso nos hace esclavos: debemos luchar para que no exista ningún tipo de tiranía ni para nosotros ni para los demás.
3º.).- Libres para liberar. Donde hay espíritu reina la libertad, que se puede considerar como el resumen de los siete dones que recoge el Catecismo: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de ciencia, de fortaleza, de bondad y de temor de Dios.
Modernamente están surgiendo por doquier los llamados “Movimientos Pentecostales”, llamados en Estados Unidos Asambleas de Dios (basadas en el don de lenguas), la Iglesia Pentecostal de Santidad, la Iglesia Internacional del Evangelio Cuadrado debido a que -según dicen- se sustenta sobre cuatro puntos: la conversión, la curación divina, el bautismo del espíritu, y el don de lenguas.
En la Iglesia católica han surgido los llamados “Carismáticos”, entre los que se encuentran los grupos de Kiko Argüello, que son como una reacción espiritualista frente a una especie de racionalismo cristiano reinante hoy en algunos sectores de la teología y de la Liturgia. Estos movimientos los apoyó en su día el Cardenal Suenens, luego Juan Pablo II y hoy el actual pontífice. Sin embargo provocan ciertos recelos en otros movimientos como son los de la Teología de la liberación. Los más radicales potencian la acción de la gracia santificante al máximo: nos salvamos por la fe, no por las obras, de inspiración protestante, además casi todos son milenaristas pues anuncian un fin del mundo inminente.
Algunos literatos católicos, como León Bloy, que acusaba a los católicos de de tibieza y de contemporizar con una sociedad corrompida y materialista, anuncian también curiosamente una renovación espiritual intensa que partirá de grupos selectos. Así lo afirma en sus Diarios, y en El Desesperado, novela autobiográfica, testimonio de furor apocalíptico contra una sociedad maldita por Dios. “Esta renovación -dice- saldrá de una serie de catástrofes nacionales o mundiales. La espiritualidad nace o se hace a través del dolor y sufrimiento del pobre”. En un lenguaje a veces exasperante, como lo califica Charles Möller, estos grupos anuncian una renovación Pascual: un cristianismo dramático y doloroso que será la herencia de los elegidos. Una interpretación muy particular de este aspecto de la renovación mundial la describe León Bloy en su obra “El incendio del bazar de la caridad”.
Uno piensa que, en alguna medida, no les falta razón en sus afirmaciones. Se nos repite que en mundo cada día hay más pobres, más gentes que carecen de más. Y no hay que olvidar que al Espíritu Santo se le llama el Padre de los pobres, de los desheredados... hasta el punto de hacer gritar a Bloy aquello de “espero en el Espíritu Santo y en los cosacos”.
Los materialistas tratan de reducirlo todo, hasta el indicio más claro de vida espiritual, a materia. Pero es nuestra labor, con la ayuda de Dios y de María que concibió a Jesús por medio del Espíritu Santo y estuvo presente en el Cenáculo, convertir la materia en espíritu, es decir, vivificar el mundo, consagrarlo, pero esto sólo se consigue si empezamos a hacerlo en nosotros mismos, en cada uno de nosotros. Se suele decir de una obra, de un cuadro, de un poema o de una pieza musical si conmueve y emociona, que tiene duende, que está inspirada, que tiene espíritu. Pues bien eso debe tener el cristiano en su modo de actuar, estar lleno de espíritu, poner alma en lo que hace, poner ilusión, imaginación, optimismo y alegría... porque el espíritu también tiene que manifestarse externamente.
Entonces sí que podríamos decir que estábamos llenos de espíritu y sería entonces cuando nuestra labor, nuestras palabras convencerían y convertirían. De lo contrario será como esas piezas de música perfectamente compuestas y técnicamente adaptadas a todas las normas y mandatos que rigen y gobiernan la armonía musical, e incluso magistralmente interpretadas pero que al oírlas ni mueven ni emocionan porque les falta el alma, están vacías de inspiración, de espíritu y de vida. En cambio el que se sienta invadido por la inspiración, por el viento huracanado del espíritu quizás diga de vez en cuando cosas extrañas, acaso alguien lo tache alguna vez de hereje, quizás se salte a la torera ciertas leyes y normas que encorsetan su alma pero... su vida tendrá duende, espíritu y vida, en él vivirá y alentará un hálito de espíritu divino. Jmf


sábado, 23 de mayo de 2020


         ASCENSIÓN DEL SEÑOR   24-V-2020 (Mt. 28, 16-20) A


Desde hace años esta fiesta de la Ascensión del Señor pasó a celebrarse el domingo VII después de Pascua en vez del Jueves anterior. Un jueves que quedó, únicamente en el refranero, con el del Corpus. Se celebra  en jueves solamente el Jueves Santo. Los otros dos se celebran ambos en Domingo. El cambio se ha hecho por motivos de calendario laboral y para suprimir fiestas. Sin embargo los 40 días se han cumplido precisamente el jueves y no hoy.
          Conmemoramos la subida de Jesús a los cielos... Pero Jesús no se ha ido, Jesús no es una ave migratoria, un Juan Salvador Gaviota que emprende el vuelo desde la tierra para perderse en el cielo, alejándose de nuestra vista y volviendo un tiempo después. Si Jesús se fuera de este mundo no sería por propia voluntad sino porque nosotros lo habríamos echado.
          De que hubo esta clase de raptos o arrebatos al cielo tenemos conocimiento por la Biblia: el profeta Elías fue arrebatado al cielo en un carro de fuego, como se cuenta en el Libro II de los Reyes, (2, 1). Y en Ezequiel se lee: “Entonces me alzó el espíritu y me arrebató” (3, 14). San Pablo también fue llevado al tercer cielo; él mismo se lo recuerda a los Corintios en su II carta (12, 2). En cuanto al mundo pagano sabemos por el historiador Tito Livio que cierto día estando Rómulo, el fundador de la ciudad de Roma, pasando revisión a las tropas los soldados pudieron contemplar cómo era elevado al cielo sobre una nube. Y según otra leyenda Mahoma, el fundador del Islán, también subió a los cielos el año 632 sobre un caballo blanco llamado Burak, desde la roca del templo sobre la que hoy se levanta la mezquita de Omar en Jerusalén...
          Siempre hubo un deseo entre los creyentes de enviar sus santos y profetas al cielo, bien materialmente, bien con beatificaciones y canonizaciones sin pararse a pensar que en el cielo sólo viven los dioses paganos, perdidos entre las nubes del Olimpo o paseando por los jardines de los campos Elíseos. Los cristianos de verdad, el cristianismo de base, y por tanto el verdadero, prefiere dejar a Jesús entre nosotros según su promesa: “estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). El premio Nobel André Mauriac lo expresa en su Vida de Jesús titulada “El Hijo del Hombre” así: “No hablaba de un pedazo de pan... cuando dijo este es mi cuerpo... lo dijo con el mismo énfasis y la misma precisión que hablaba  de ese hambriento a quien disteis de comer: ese hambriento... soy yo”.
          “Dios con nosotros”. Los apóstoles mirando cómo subía Jesús “se les fue el santo al cielo”, a nosotros nos puede suceder algo parecido. Ellos miraban y miraban hasta que dos jóvenes vestidos de blanco los volvieron de nuevo a la realidad. Es como si quienes se fueran elevando fueran ellos y tuvieran que venir alguien a hacerles poner de nuevo los pies sobre la tierra; a cambio les dejan una promesa: “como se fue volverá”. Los santos se hacen santos no encumbrándose en las alturas sino humillándose y rebajándose hasta donde puedan ser vistos y tocados por sus hermanos los pecadores. Esa es la voluntad de Dios y así pedimos que ésta se lleve a cabo por este orden: en primer lugar aquí en la tierra, luego en el cielo, “así en la tierra como en el cielo”.
          En junio de 1981 la prensa se hacía eco de una noticia insólita: un grupo de iluminados de determinada secta se estaban preparando en Holanda para ser elevados a los cielos desde la ciudad de Harderwyk. Llegó el día y la hora señalada. Sin embargo, como se puede suponer, después de una larga espera no sucedió nada. Seguían donde estaban. Y es que Dios no quiere llevarnos con Él sino venir Él a nosotros. Él sigue entre nosotros y nunca se va ni se irá a no ser que le arrojemos con nuestras malas obras. Y si a veces su voz o su presencia no se dejan escuchar y hacer presentes, de algún modo debemos pensar que no es tanto porque Dios se aleje cuanto que nosotros nos volvemos más sordos y nos alejamos más de Él. Debemos agudizar más nuestro oído espiritual, nuestra mente, nuestros ojos... Dicen los biólogos que algunas aves llegan a ver cien veces más que el hombre. Esa visión en la vida espiritual se consigue por la fe. Si Dios se va es fácil que sea precisamente a lo más hondo del firmamento de nuestro corazón, y ahí sólo lo encuentran los ojos de la fe.
          Hay cristianos que tratan de manipular a Dios, de materializarlo, de visualizarlo haciéndolo a nuestra imagen y semejanza. Es la eterna tentación a la que el diablo somete a los humanos desde la caída de nuestros primeros padres en el Paraíso. Allí la serpiente les brindó la inmortalidad con aquel “seréis como dioses” haciéndonos semejantes a Él, aquí queremos que Dios sea como nosotros. Jesús vino para ser visto pero en los demás, no en su cuerpo mortal y terrenal, que ese sí se fue a los cielos, sino en su cuerpo místico, en su espíritu y en su palabra, en el amor al prójimo que es lo que dura y permanece o debe permanecer entre nosotros. Y en este punto es donde deberíamos situar la Ascensión, la marcha de Jesús o su venida, en razón de la caridad que tenemos con los demás. Nos hemos alejado tanto de su doctrina que casi la desconocemos, la hemos perdido de vista. Y para nosotros no interesa tanto el hecho histórico de su Ascensión cuanto el mensaje que nos dejó, ya que ni siquiera el Nuevo Testamento nos da un punto geográfico seguro en donde haya tenido lugar: Según San Mateo y San Marcos parece que sucedió en Galilea el mismo domingo de Pascua (San Juan ni la menciona); en cambio San Lucas y los Hechos de los Apóstoles la sitúan en Jerusalén, en el monte de los Olivos, cuarenta días después de la resurrección tal como la veníamos celebrando en la Liturgia católica. Jesús se va bendiciendo a sus apóstoles, ellos se quedan adorándole postrados (así en San Mateo, una actitud y una postura que estaba reservada a los monarcas que habían sido divinizados). Son todo ello simples pinceladas anecdóticas pero que sin duda tienen también su lectura mística: por ejemplo San Mateo dice que algunos de los discípulos aún dudaban; y San Lucas apostilla que una vez que el Señor subió a los cielos ellos descendieron del monte con gozo, algo que contradice los conocidos versos de Fray Luis de León a la Ascensión:
                    Y dejas, pastor santo,
                    tu grey en este valle hondo y oscuro
                    con soledad y llanto
                    y Tú rompiendo el puro
                    aire te vas al inmortal seguro
                    ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ....
                    A este mar turbado
                    ¿quién le pondrá ya freno?, ¿quién concierto
                    al viento fiero airado?
                    Estando Tú encubierto
                    ¿qué Norte guiará la nave al puerto...?
          Jesús fue arrebatado de algún modo al cielo, pero también nosotros al final de los tiempos “seremos arrebatados... en un abrir y cerrar de ojos” (I Tes. 4, 13) cuando todas las cosas, las cosas, tierra y cielo nuevos, además de las personas, cuando todo converja en Cristo. A este propósito escribe Miguel de Unamuno en “El sentimiento trágico de la vida”: puesto que todas las cosas tienen alma, así se lo imagina él, Cristo las asumirá, las recapitulará en sí, en eso que en Teología se llama apocatástasis final, para que, de algún modo, el Señor sea todo en todos, como si el mundo entero sufriera el día de la Ascensión al verlo irse.
          El mismo escritor al hablar de Segovia en un artículo titulado “¿Asunción o ascensión?” duda de si somos los hombres quienes levantamos las ciudades o son ellas las que nos elevan a nosotros. Aplicado aquí cabría pensar si es Cristo quien nos eleva al cielo o somos nosotros quienes lo mandamos allá.
          La vida es una ascensión, una subida muy empinada pero hacia dentro de uno mismo, hasta encontrar a Dios en los demás. Dice Mircea Eliade en su “Historia de las Religiones”: “Toda ascensión es una ruptura de nivel, un paso al más allá, una superación del espíritu y de la condición humana... La consagración por los rituales de ascensión y la subida de montes o de escalas debe su validez al hecho de que introduce a quien la realiza en una región superior o celeste”.
          Es más difícil subir que caer. La caída de los cuerpos libres se acelera en el tiempo y en el espacio, según pudo comprobar y estudiar Galileo cuando experimentaba dejando caer piedras desde la Torre de Pisa. En el campo de lo espiritual no teníamos necesidad de demostración alguna pues lo podemos experimentar cada uno cada día. Cuando uno cae si no reacciona a tiempo, cae cada vez más y más aprisa. Sería preciso un esfuerzo para detenernos y luego poder remontar la altura tal como hoy nos muestra y enseña Jesús a llevarlo a cabo.
          A Él le llamó el ángel el día de la anunciación Enmanuel, que significa Dios con nosotros, y eso sigue siendo una realidad hasta el día de hoy. Él no se fue. Cuando una persona fallece, algo que siempre ha impresionado, son sus últimas palabras. Las de Jesús, podríamos decir que quedaron como sobre impresionadas en la escena final de su Ascensión. Lo mismo que sucede con la palabra FIN o algunas frases o sobre la última escena en las películas.
          Pero sus palabras son en primer lugar una invitación a echar a andar: “¡Id!”, es decir, no os quedéis ahí, y con este mandato una promesa: “Yo seguiré entre vosotros”..., al revés de lo que acostumbramos a hacer nosotros que es quedarnos donde estamos y pensar que Jesús se fue hasta que regrese al final de los tiempos.
          Pero Él sigue entre nosotros, según su palabra, que es en lo que necesitamos hacer más hincapié. Dios sigue entre nosotros mientras no le echemos. En el Credo recordamos este dogma: “Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre. Y desde allí ha de volver...” Podemos hacerlo volver si creemos que sigue entre nosotros. No es cristiano que lo elevemos a la altura y lo echemos a los cielos, es mejor que lo echemos de menos y procuremos hacerlo presente en nuestra vida. Jmf

viernes, 15 de mayo de 2020


DOMINGO VI DE PASCUA. 17-V-2020 (Jn. 14, 15-21) A


Una palabra que habremos dicho y oído cientos de veces es la palabra paciencia. Aprender a tener paciencia debería ser una de las primeras lecciones que deberíamos saber de carrerilla.
La misma naturaleza nos la enseña: la primavera se hace esperar, la cosecha se hace esperar, el labrador tiene que esperar un año para recogerla. La madre espera a su hijo nueve meses. Aquí no vale la impaciencia. Queremos que la tierra produzca dos cosechas, que maduren sus frutos cuanto antes, pero todos sabemos que eso ni es fácil ni natural.
Incluso en la vida moderna con ser tan vertiginosa ¡cuánto tiempo perdemos en interminables colas!, ¡cuántas salas de espera: para el médico, para el dentista, para el abogado, para comprar en un supermercado, para sacar una entrada...! Y un enfermo ¡cuántas horas en el lecho para recobrar la salud! Con razón se les llama los pacientes, que tienen que usar más que nadie de paciencia. Ahí sí que no vale de nada tener prisa, por eso les cuadra perfectamente el nombre de pacientes... Y cuando surge la impaciencia nace la tensión, el mal humor y la amargura. El impaciente destruye más que hace, casi siempre.
Desgraciadamente hoy no educamos a los niños en esta virtud de la paciencia. Un niño desde bien pequeño pide y no sabe esperar, quiere las cosas “aquí y ahora”. Y ¡cuántos errores cometidos por no saber esperar, cuántos conflictos por ese aturdimiento de quererlo todo ya, de no saber permanecer con la boca cerrada por lo menos mientras se nos aclaran las ideas! No sé quien dijo que “una palabra hermosa es plata pero el silencio es oro purísimo”. O como dice el adagio árabe: “Cuando el odio y la venganza te domine serénate, no tengas prisa... siéntate a tu puerta con tranquilidad, verás el entierro de tu enemigo pasar”.
“La paciencia es el traje de faena de la esperanza”. La paciencia es el testimonio que debemos dar los cristianos, pues la vida del creyente debe ser siempre una esperanza paciente y una paciencia esperanzada por mal dadas que vengan las cosas. Abrahán, padre de la fe, acaso fue elegido por Dios para esa misión tan gigante porque supo “esperar contra toda esperanza”. Dice el libro de los Proverbios: “Vale más un hombre paciente que un héroe, más vale un hombre dueño de sí mismo que un conquistador de ciudades” (16, 32). Y san Pedro en su IIª carta: “No retrasa el Señor lo prometido, sino que usa de paciencia para que nadie perezca” (3, 9).
Ana Frank, la joven hebrea de nacionalidad alemana que murió en el campo de exterminio nazi de Auschwitz Bergen Belsen el año 1945, en el que presenció y vivió codo con codo el sufrimiento de niños presos, de hermanos suyos de raza torturados, vejados y ejecutados a millares, escribió un día en su Diario: “Mi vida no ha cambiado, Dios no me ha abandonado ni me abandonará ya más”. Y es que también ella supo esperar contra toda esperanza.
“No os dejaré desamparados” dice Jesús en el evangelio de hoy. Pero para ello nos exige en primer término vivir en la verdad. El mundo vive en el engaño, del engaño, para el engaño. Tenemos que hacer cambalaches sin cuento para aparecer no como somos sino como queremos que nos vean, y esto se lleva a cabo desde el vestido o maquillaje que nos ponemos cada día hasta el lenguaje que empleamos y las actitudes que adoptamos en las más diversas circunstancias. Qué hermosa máxima aquella que dice: “Sé tú”, y cuánto ganaríamos si la pudiéramos llevar a la práctica. Pero qué pocos quieren ser o parecer como realmente son. Sin embargo ese sería lo que Jesús llama “el espíritu de la verdad”. “El mundo no puede vivir en él porque no lo conoce, vosotros en cambio sí, porque vive dentro de vosotros”.
Sólo aquel que vive en la verdad se puede llamar y ser verdaderamente libre. Jesús promete además volver. Dios siempre vuelve. “¡Cristo vuelve!” es un slogan que aparece escrito algunas veces en los muros de contención de nuestras carreteras. Cristo vuelve, escrito en un camino, es muy evocador y lleno de contenido bíblico. Porque fue lo que él nos repitió antes de subir al cielo. “Volveré... no os dejaré desamparados. Volveré... porque yo vivo... viviréis” (14, 18 s).
El escritor Bernard Shaw tiene una obra llamada: “Volviendo a Matusalén” que es una esa especie de Pentateuco, así lo llama él, o conjunto de cinco obras. En su quinta comedia sitúa a la Humanidad en el año 31.920. La especie humana ha evolucionado y se ha convertido en ovípara, por lo que un niño nada más salir del cascarón, y no en sentido figurado sino literalmente, sabe andar y hablar y defenderse. En tal año ya nadie va a morir de enfermedad porque han sido vencidas, los hombres morirán de accidente. Los más viejos vivirán una vida plenamente espiritual y su aspiración no va a ser otra que la de ir desencarnándose poco a poco y del todo hasta quedar sólo el espíritu puro.
Esa es la tesis un tanto fantástica de este autor, pero que coincide de algún modo con lo que nos dice la fe, que la vida tiende a su plenitud, a su total emancipación de la materia, camina hacia un “más allá” que, aunque desconocemos, sabemos que existe y eso debería bastarnos para seguir viviendo y luchando. Es la esperanza del hombre. Ir poco a poco desencarnándonos y transformando nuestra materia en espíritu... esa es la esperanza del cristiano.
Nosotros añadimos a ese esperar evolutivo de Bernard Shaw la dimensión de la fe, fe en Cristo que retorna, Dios que está de vuelta. A veces los cristianos vivimos de modo que damos la impresión de que no esperamos nada. Como si después de morir no hubiera nada, como si no esperáramos en serio ese retorno de Cristo. Tienen que venir a recordárnoslo autores ajenos a nuestras creencias pero testigos de esta gran verdad debido a una como intuición profética que tiene todo buen literato sobre ese retorno y sobre ese regresar hacia una tierra de promisión. “Desde allí ha de venir...” rezamos, yo no sé si del todo convencidos, en el Credo. El que ha de venir... sólo nos pide fe en su venida.
Decía santa Teresita de Lisieux: “Dios, Jesús, no tiene necesidad de nuestras obras, sólo pide nuestro amor”, lo demás corre de su cuenta. Nosotros en vez de abandonarnos en sus manos abandonamos la fe, el amor y actuamos como si Dios necesitara de nuestro esfuerzo e imaginación para defenderse de sus enemigos, o como si nos estuviera pidiendo que lo entronizáramos e institucionalizáramos. Sin embargo el sólo pide: “Vive tu fe, buscad el reino de Dios y su justicia... lo demás... viene por añadidura”. Viene solo, sólo si buscamos su reino ¿Y en qué consiste esa búsqueda? Principalmente en amarle, porque “el que ama guardará mis mandatos, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. Dios viene, por lo tanto “amaos...”, es decir, lo que quieras para ti quiérelo para los demás... sería tan fácil, se evitarían tantos sufrimientos con cumplir únicamente ese precepto. Pero el mundo escoge otros caminos.
Es esclarecedora en este punto la película, o si lo preferimos, la novela de Willian Golding titulada “El señor de las moscas”. Por ella recibió el premio Nobel de Literatura en 1983. El autor tiene la convicción de que el hombre produce el mal como las abejas producen la miel. “Un grupo de niños abandonados en una isla debido a un accidente de aviación tratan de organizar su vida primeramente de acuerdo con unas normas de inspiración en las leyes británicas tal como se las enseñaron. Pero poco a poco nace la envidia, hace su acto de aparición la codicia, el afán de poder y gobernar y la isla se convierte en un infierno, en una horda de salvajes.
Todos quieren mandar”. Golding, que imagina que nuestra alma es como un náufrago herido en el acantilado de nuestro cuerpo, cree que se puede llegar a la esperanza desde estas situaciones límite. Y es que sin esa fe de que las cosas pueden cambiar sin esa esperanza de que Jesús volverá para hacer unos cielos nuevos y una tierra nueva la vida terminaría siendo un infierno. Es el propio Golding quien, en ese rescate final en el que logran recuperar de nuevo a los niños, nos está hablando de algún modo de que siempre existe una lejana esperanza de poder ser salvados.
Creo que el mayor engaño y fraude que nos pueden hacer es hacernos creer que puede existir una justicia sin amor, una justicia levantada sobre cimientos de revancha, de odio y de enemistad, terminaríamos todos en la isla de El señor de las moscas, que es lo que significa en hebreo Bel-zebúb.
Creer que Jesús resucitó esto hoy no molesta a nadie, pero vivir esa verdad en plenitud sin dejarse manipular y después tener la libertad suficiente para predicarla sin rodeos de palabra y de obra, eso puede provocar una auténtica persecución.
Vivir en la verdad y esperar sus consecuencias es el comienzo de la venida de Jesús. En esa fe y en esa convicción debemos vivir y trabajar los creyentes, como se dice en la misa, “mientras esperamos su venida gloriosa”. Jmf


jueves, 7 de mayo de 2020

DOMINGO V DE PASCUA 10-V-2020  (Jn. 14, 1-12) A

El domingo pasado Jesús decía: Yo soy la puerta. Y hemos hablado de la puerta. Pero cuando una puerta se abre se nos muestra un camino. Jesús también hoy nos dice: Yo soy el camino.
La vida de un hombre, la historia de los pueblos, son siempre un camino a recorrer. A los cristianos la teología escolástica nos llama viatores, es decir, caminantes. La última Comunión se llama viático... o comida que se toma o que se lleva para un viaje. A los discípulos de Aristóteles, que daba sus clases paseando, (¡y cuántas cosas se aprenden yendo de camino!), los llamaron peripatéticos o paseantes. Sin embargo la filosofía que empleamos en nuestro caminar por la vida se parece muy poco a la que empleamos en nuestros desplazamientos. Hay que ver cómo preparamos una excursión, cómo la estudiamos antes de salir. En cambio el camino de la vida es una continua improvisación y como en todas las improvisaciones está lleno de errores.
Nuestra vida también se la suele comparar, ya desde san Pablo a una carrera deportiva, ahora que la gente vive tan a fondo las competiciones deportivas entre ellas el ciclismo. Pero la filosofía empleada en esas competiciones tampoco se parece a la filosofía que usamos en nuestro existir, donde envidiamos al último que llega o que más años tarda en llegar a la meta, es decir, a la muerte; en cambio en las deportivas se premia al que llega en primer lugar o en menos tiempo. Acaso porque no sabemos la gloria y el triunfo que nos aguarda después de haber vivido cristianamente.
El Concilio Vaticano II nos recuerda en su Constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium: “Mientras no haya cielos nuevos y una nueva tierra... la Iglesia peregrinante... lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y vive ella misma en la espera de la manifestación de los hijos de Dios” (48-49).
A nuestra misma vida espiritual también se la puede llamar camino. Santa Teresa en “Camino de perfección” compara la vida de clausura (ya sabemos que principalmente escribía para sus monjas, aunque se puede aplicar a cualquier cristiano) con un camino que va desde la vida exterior del claustro a la vida íntima del alma, o sea, al castillo interior. Y “el único modo de avanzar -dice- es por medio de la oración”, no estando en ella pasivamente sino descubriendo el valor activo de la contemplación y el espíritu contemplativo en la acción.
Los budistas viven su contemplación a solas. El cristiano en compañía de Dios, siempre a su lado, en medio del silencio, por medio de la oración. Ese el modo de hacer camino, de llevar camino de... Como diría Pío Baroja en su novela homónima a la de santa Teresa, “Camino de perfección”, o también “Pasión mística”: “El pecado es la soledad que aniquila sin posibilidad de salvación y contra el que sólo puede aliarse la esperanza purificadora del amor”.
También el amor es un camino, un camino que puede llevar a Dios, cuando no es un Dios perdido entre nubes sino hallado dentro y en medio de nosotros, al que debemos amar cada uno “como a nosotros mismos” acaso porque Jesús cuando hablaba así se imaginaba a Dios dentro de cada uno de nosotros.
Algo de eso quiso decir el teólogo y místico alemán Jacobo Bóhmen (que tenía el oficio de zapatero) en su obra Camino hacia Cristo escrita allá entre los siglos XVI y XVII: “Si haces callar tus sentidos y tu egoísmo personal nacerá en ti un eterno ver, oír, hablar... y Dios verá, oirá y hablará por medio de ti (dentro de cada uno). En ti está Dios... en ti está el cielo y el infierno. Debemos pues buscar el camino verdadero hacia nosotros mismos y este sólo se encuentra en Cristo”.
Hay un dicho que dice: “Todos los caminos nos llevan a Roma”, pero por parecidas razones cabría decir que todos los caminos nos llevan a Dios. A veces hasta los caminos del error y del pecado. ¡Cuántos conversos encontraron a Dios en el vacío, en el propio infierno del pecado! Bastaría conocer la trayectoria de algunos de los santos como san Agustín, san Pablo... De ordinario suelen ser hombres sinceros. El que busca a Dios honradamente aunque sea erróneamente lo encuentra siempre, tiene que hallarlo por necesidad. De ordinario estos hombres son sinceros. Quien camina honradamente, quien lucha, se esfuerza y trata de llegar, por difícil que le parezca, por lejano que la imagine, por oscura que se le presente la meta siempre encontrará un camino que le lleve hasta ella.
Cuenta Gibran Jalil Gibrán en El Vagabundo la siguiente parábola:
“En una colina vivía una mujer con su hijo. Un día el niño murió de fiebre. La madre le preguntaba al médico:
-¿Qué es la fiebre?
-Algo infinitamente pequeño y que no se puede ver, le contestó el médico.
Luego miró al sacerdote como interrogando. Este le dijo:
-Dios se lo ha llevado.
-¿Y quién es Dios? interrogó la mujer.
-Algo infinitamente grande que no alcanzamos a ver ni a tocar ni a oír, dijo el sacerdote.
-Entonces ¿qué somos nosotros? dijo la mujer...
En esto entró la abuela del niño con la mortaja en la mano y respondió, al escuchar la pregunta:
-¿Nosotros? Somos el puente, el camino entre lo grande y lo pequeño”.
En efecto el hombre es un camino entre el no ser y el ser, entre el nacer y el morir. El cristiano es un puente entre su nada, infinitamente pequeña, y su Dios inmensamente grande, somos “pontífices” divinos, puentes que unen el bien y el mal, la vida y la muerte.
Pero por suerte, en el cristianismo, camino y caminante suelen ser la misma cosa, se confunden el mensajero y el mensaje, y todo se simplifica más y más, la palabra con la vida, la verdad con el camino. Como dijo al día siguiente de su conversión Clara Boothe Luce:
“Pensaba convencer a mis amigos con palabras y argumentos, con discursos apologéticos pero pronto me convencí yo de que lo que ellos juzgaban era a mi misma, no mis discusiones sino mi alegría, mi entrega a los demás...”.
Vive tu vida, esa es la gran verdad en el camino. Porque también el hombre de hoy busca caminos y verdades. Según el filósofo Habermas de la Escuela de Frankfurt: hoy el hombre sólo cobrará confianza en sí mismo cuando:
1) use el trabajo únicamente para progresar, avanzar, caminar,         
2) cuando use el lenguaje sólo para descubrir y revelar la verdad, y finalmente,
3º) cuando sea capaz de aprovechar sus descubrimientos e inventos científicos para procurar vivir mejor con una más alta calidad de vida.
Sin embargo el hombre por sí mismo, lo vemos cada día, es incapaz de cubrir esas metas y de descubrir estos valores, hundiéndose cada día más y más en sus propios logros pues ni el trabajo ni el lenguaje ni los inventos le llevan a ninguna parte. Jesús es el único medio y el único camino capaz de llevarnos más allá.
“¿Cómo podremos saber el camino?”, pregunta santo Tomás, el incrédulo, a Jesús. En efecto ¿cómo podremos conocer la verdad ni dónde está? “¿Y qué es la verdad?” preguntaba Poncio Pilatos a Jesús, ¿cómo podremos conocer el por qué, la razón del vivir, la última razón? “Creed en Dios y creed también en mí”, le responde Jesús a Tomás.
Hoy el evangelio trata de darnos una lección de alegría, de luz que ilumine nuestra existencia. “Yo soy el camino la verdad y la vida, nadie va al Padre si no es por mí”. Por todos los caminos nos sale al encuentro Dios. Y todos pueden acercarnos hacia Él. Hay que estar atentos a los indicadores. Los indicadores no son para subirse sobre ellos con la necia esperanza de que nos lleven al lugar que indican. No. Los indicadores por sí no llevan a ninguna parte. El camino tenemos que hacerlo cada uno de nosotros, los viatores, los caminantes por este mundo, con la plena confianza de que, reconozcámoslo o no, siempre seremos capaces de descubrir a nuestro lado la nube luminosa que acompañaba a los israelitas por el desierto, es decir el Señor, la fiel compañía de Cristo que es a la vez, como debemos serlo cada uno de nosotros, camino y caminante. Jmf