viernes, 24 de enero de 2020


DOMINGO III. 26-I-2020 (Mt. 4, 12-23) A

Tanto Juan Bautista como Jesús al empezar su predicación, arrancan con estas palabras: “Arrepentíos. El Reino de Dios está cerca”. Hoy el evangelio nos presenta a Jesús abandonando Judea, es decir la región sur, la zona más desértica de Palestina, orillas del Mar Muerto y del Jordán, donde había sido bautizado por Juan (en Judea había nacido y en Judea terminará sus días en la cruz), y dirigirse al Norte, a Galilea. Se aloja en casa de Pedro, en Cafarnaún, en la costa verde del Mar de Genesareth, haciendo de esta región su cuartel general, el centro de su predicación. Es junto al lago donde multiplica los panes y los peces y promete solemnemente la Eucaristía; es aquí donde elige a sus apóstoles; en las riberas de este mar también llamado de Tiberíades, confirma el primado de Pedro; en Nazaret, no lejos del lago, pasó los mejores años de su juventud, y serán los pueblos de esta región quienes mejor recibirán su predicación.
No sé por qué la zona Norte siempre tiene más suerte, es más rica y más feraz en muchos aspectos que los países de la zona Sur, siempre más árida, desértica y pobre (pensemos en Andalucía, en Nápoles de Italia, o la Judea en Palestina...). Y lo mismo a escala mundial: en África con respecto a Europa, la India con respecto a Asia y América del Sur con respecto a los Estados Unidos. Para Jesús el Sur fue terriblemente trágico: además de nacer en un establo, es perseguido a muerte por Herodes teniendo que exilarse, se pierde en el Templo a los 12 años, es crucificado a la afueras de Jerusalén; el único apóstol natural de Judea y que lo traicionó era Judas. Acaso este cúmulo de circunstancias hizo que Jesús se sintiera más seguro en Galilea y por eso, en momentos de peligro como este, regresa a refugiarse aquí. Ya lo vimos dirigirse a Nazaret cuando llegó de Egipto porque Arquelao aún reinaba en Judea y temían que emulara a su padre Herodes el Grande en los crímenes; y lo vemos dirigirse ahora de nuevo, después de conocer que Herodes Antipas había encarcelado enn Judea a san Juan Bautista.
Isaías en la primera lectura de hoy trata de infundir ánimos a sus oyentes, prometiéndoles que una luz grande (Iahvé) viene a librarlos ya que se sentían como extranjeros desde que, entre los años 745 al 727 a. C., un rey llamado Taglatfalasar III, somete esta región de Galilea en la que reinaba Menajen, deportando a toda la población a Ur Casdin, a las orillas del Tigris (Asiria), hoy Basora en el Irak actual (II Re. 16, 7), y nombrando rey vasallo a Oseas. A este hecho histórico alude la epístola. Pero sobre todo porque ocho siglos después llegaría un hombre llamado Jesús, luz de luz, que nos salvaría a todos.
Los evangelistas sitúan intencionadamente el inicio de la vida pública de Cristo en esta región acaso por todas estas razones. Aunque Jesús predicaba en cualquier sitio. Cualquier tiempo y lugar le eran aptos para sembrar su palabra: una barca, el interior de una casa, una montaña, el templo, la ribera del lago... pero sobre todo la sinagoga. Y en la sinagoga habla respetando todo el ritual litúrgico de bendiciones, lecturas, enseñanzas, tradiciones, historia de Israel... etc.
Jesús aprovecha este lugar y empieza adaptándose a él. Su mensaje no es precisamente novedoso. Su idea fundamental era ya conocida entre los que le escuchaban. “Arrepentíos. Se acerca el Reino de Dios”. Jesús no se dedica a predicar una moral: Esto es pecado, aquello no..., porque la moral sólo pide no faltar a la ley, no hacer daño e incluso hasta aconseja hacer el bien. Pero Jesús pide más, pide religión, religarnos, es decir cambio interior, comprometernos, y de ese modo aspirar a ser perfectos como el Padre celestial es perfecto. Arrepentirse no consiste sólo en unos ritos externos, el arrepentimiento debe brotar de la bondad del corazón.
 Hay una narración francesa que se remonta a los siglos XII o XIII conocida como “El caballero del cántaro”. En ella se nos cuenta que un día de Viernes Santo un caballero impío se dirige a un famoso ermitaño y le pide por favor que le confiese... con el fin de burlarse de aquel santo varón. Pero el ermitaño conoce su intención y después de escuchar la historia de sus supuestos pecados le entrega un cántaro imponiéndole como penitencia que lo llene de agua en el cercano arroyo. Con gran sorpresa el sacrílego caballero comprueba que por más que se esfuerza en sumergir el cántaro en el agua no consigue que entre en él ni una sola gota. Entonces empieza a darse cuenta de su falta, y desconcertado recorre todos los caminos con el mágico cántaro colgado del hombro sin lograr cumplir aquella extraña penitencia. Exhausto y afligido regresa después de algunos años de nuevo a los pies del ermitaño, pero esta vez sí viene de verdad arrepentido. El ermitaño pide a Dios perdón por él, y la gracia de Dios al fin llena su alma. Entonces, profundamente conmovido, empiezan a brotar de sus ojos unas lágrimas cayendo lentamente dentro del cántaro que poco a poco se llena, colmando así su corazón de una gran paz y felicidad, consecuencia de sentirse perdonado por Dios.
El secreto no estaba en el rito externo, en tratar de llenar el cántaro de agua, sino en vaciar el corazón de egoísmo y llenarlo de arrepentimiento y de dolor. Para ello es esencial la conversión. Y en esto Jesús es categórico. Darwin, en su obra “El origen de las especies” (1859) en la que sostiene que todos hemos evolucionado de unas pocas especies primitivas, usa más de 800 veces expresiones tales como “quizá...”, “tal vez...”, “acaso...” a las que añade frecuentemente imprecisos potenciales o subjuntivos: “pudiera ser que sea...”, “quizá provenga de...”, “tal vez haya sucedido que...”. Y así establece el fundamento de su teoría.
Jesús, en cambio, es categórico y además emplea preferentemente el indicativo o el imperativo: “Arrepentíos...”, “Hoy estarás conmigo en el Paraíso...”, “El reino de Dios está cerca de vosotros...”, “Tomad y comed...”, “Id...”, “Bautizad...”, “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo...”.  Hoy nos manda arrepentirnos porque el Reino de Dios está cerca. Uno de los grandes obstáculos que impiden esta conversión es la falta de amor, el andar desunidos. El tema que Pablo trata en la segunda lectura se debe a que los hijos de Cloe, un comerciante de Corinto llegan a Éfeso, donde él está, y le informan sobre la desunión que reina entre los corintios divididos en sectas, unos partidarios de Pablo, otros de Apolo, otros de Pedro, otros de Cristo... Ya entonces a la gente le costaba trabajo entenderse. El problema es viejo. En la Carta que les dirige también Pablo es categórico: “Poneos de acuerdo, uníos, y no andéis divididos... con discordias entre vosotros”, una recomendación que, después de dos mil años, sigue en pie y se nos puede seguir aconsejando sin cambiar ni una letra. No llenaremos nuestro corazón de perdón y de paz mientras no nos arrepintamos y mientras no seamos capaces de perdonarnos de verdad unos a otros.
Estamos en la semana llamada “Octavario por unión de las iglesias”. Es preciso el diálogo, necesitamos escucharnos mutuamente en vez de discutir. Algunos dirigentes religiosos pretenden ser más bien abogados defensores de su causa, que ser teólogos cristianos. Un abogado tiene la misión de defender su causa, aunque sea causa perdida y carezca de razón. No tratará de dialogar sino de imponer su criterio. Pero esto a la hora de entablar una relación cordial es contraproducente. Es preciso dialogar para unirse y es preciso unirse en Cristo si no queremos ser ineficaces en la evangelización del mundo.
Para esto también necesitamos abandonar las redes. Nos “enredan” mil cosas, andamos enredados con mil y un asuntillos. Hay que desenredarse del mundo al que vivimos atados, esclavizados por el afán de prosperar, tener más, abandonando aquello que es lo esencial. En esto podíamos copiar de aquel pescador feliz de Anthony di Mello que descansaba un día a la sombra de su barca. -¿Por qué no sales a pescar? le preguntó un rico industrial-Porque ya he pescado bastante para hoy.-¿Y por qué no pescas más?-¿Para qué?-Ganarías más dinero, pondrías motor a tu barca, comprarías más redes y mejores aparejos, y pronto te harías con uCessent iurgia maligna, cessent lites.na buena flota.-¿Y qué haría entonces? -Podrías sentarte a disfrutar de la vida con más tranquilidad.-¿Y qué piensas que estoy haciendo ahora?
Si todos nos preocupáramos de lo que es verdaderamente esencial, de la paz del corazón y del amor a los demás, todos los problemas del mundo hallarían en nosotros una pronta solución. Hay que abandonar las redes que nos atan a las cosas, a las estructuras, al amor propio, y emplearlas en lo que realmente quiere Dios. Un camino seguro es el que aconseja el evangelio del presente domingo: prepararnos con una sincera “compunción de corazón”, humildad y arrepentimiento a recibir ese Reino que se acerca. “Venga a nosotros tu Reino” rezamos en el Padrenuestro. No decimos “vayamos a por él nosotros”, es el Reino el que se nos viene encima..., y es el Rey quien también vendrá a nosotros al final de los tiempos. Por ello la mejor preparación es, sin duda, la espera esperanzada en el perdón y lo que nos aconseja hoy Jesús: “Arrepentíos...”, cambiad de modo de ser, o san Pablo al exigirnos: “Poneos de acuerdo..., uníos, no andéis divididos con discordias...” o como dice el himno “Ubi caritas et amor”: Cessent iurgia maligna, cessent lites..., invitación que en estos días de plegaria por la unión de los cristianos nos viene como anillo al dedo. Jmf


viernes, 17 de enero de 2020


II DOMINGO ORDINARIO. 19-I-2020 (Jn. 1, 29-34) A
  
El evangelio del presente domingo es continuación del evangelio del domingo pasado. Juan sigue gritando a las orillas del Jordán señalando a Jesús: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo Jesús, el buen Pastor, nace entre pastores. Y son acaso ovejas y sus productos los primeros dones que recibe cuando llega a este mundo; les dice a sus discípulos que los envía como corderos entre lobos (Lc. 10, 3) y, como todo pastor que se precia de serlo, deja las noventa y nueve en el redil y va en busca de la oveja perdida (Mt. 18, 12); a Pedro le encarga la misión de apacentar a sus ovejas, de cuidar de sus corderos (Jn. 21, 15) y se lamenta de que aún haya ovejas que no sean del único redil (Jn. 10, 16); finalmente... el día del Juicio final separará a los buenos de los malos como un pastor separa las ovejas de las cabras (Mt. 25, 32).
Si damos un breve repaso a las representaciones más antiguas de Jesús precisamente nos encontramos con la figura del buen pastor que ya aparece de esa forma en las Catacumbas. Es famosa la escultura del Buen Pastor que se conserva en el Museo de San Juan de Letrán. Uno de los Catecismos que manejaron los primeros cristianos y cuyo texto se cita casi como un libro sagrado lleva por título El pastor de Hermas. A nuestros Obispos los llamamos también pastores y las cartas con las que tratan de alimentar y orientar pastoralmente a los fieles se llaman pastorales. De modo que pastores y ovejas han servido como imagen a los textos del Viejo y del Nuevo Testamento, y luego a la Iglesia, para una más clara exposición de la doctrina cristiana. Acaso hoy, en una sociedad, donde el pastoreo apenas se practica y muchos sólo han visto ovejas en libros y en documentales, hoy quizá haya perdido fuerza este hermoso símbolo. Con todo todavía tiene que seguir siendo consolador oír: “He ahí el cordero de Dios, el cordero que borra el pecado del mundo”, así en singular, que es mucho más totalizador.
Lutero decía que la gracia, la fe cubre los pecados. Juan en este texto afirma que no sólo cubre sino que borra..., más aún, el verbo latino tollit significa que además de quitar carga Él con esos pecados; y no tanto los pecados cuanto el pecado. Siempre el singular abarcó más que los plurales, dice más la felicidad que las felicidades, el amor que los amores, la amistad que las amistades, el perdón que los perdones...y, en este caso, abarca más el pecado del mundo, el pecado de la sociedad, es decir, su pecaminosidad, que los pecados de este o de aquel.
Unamuno afirma que el hombre está contra la sociedad desde que nace, una opinión que comparten de la misma manera anarquistas que católicos aunque, como es lógico, de distinta forma. Para el anarca el hombre nace bueno, es el buen salvaje de Rousseau, la sociedad lo hace malo, por eso hay que combatir, dicen, la sociedad, y hay que transformarla aniquilando las estructuras que la sostienen, sean de la índole que sean, religiosas, políticas, culturales, etc. El católico asegura que el hombre nace inclinado al mal, en pecado original, según el lenguaje bíblico. Es la sociedad quien debe encauzarlo y hacerlo bueno pero siempre que esta sociedad sea responsable y éticamente aceptable. Por eso tiene mucha más gravedad la culpa colectiva que la individual o privada y es por eso también por lo que Juan Bautista aboga por quitar el pecado del mundo transformándolo en un mundo nuevo y en una sociedad distinta.
Pero ¿quién deberá hacerlo? ¿Por qué tengo que ser yo? Todos tenemos que tomar parte en esta empresa pero siempre llevará el mayor peso quien se sienta más culpable, o mejor dicho, aquel que tenga más sensibilidad ante el pecado, y este fue nada menos que el mismo Jesucristo, el cordero de Dios. Hubo santos que se confesaron grandísimos pecadores, y si analizamos sus faltas vemos que, en comparación con las nuestras, son insignificantes. Sin embargo ellos las veían enormes porque tenían más conciencia de lo que significa el pecado. Si leemos las Confesiones de san Agustín comprobamos, por ejemplo, la amargura que le embargaba porque de niño había entrado a robar unas peras... ¿Quién no robó fruta ajena en su niñez? Uno no lo entiende muy bien, sin embargo en este hombre, que iba para santo, su conciencia de pecado, a raíz de su conversión, era tan grande que cualquier ofensa a Dios le parecía casi imperdonable. Recuerda esto a la protagonista de la novela “Un pecado de mi madre” En  krina  thV  mhtróV  mou: (En krína tês metrós mou. 1874) del escritor griego Giorgis Viziinos : Una madre, agotada tras un día de fiesta llega a casa y mete a su hijito en la cama con ella. De noche sin querer lo asfixia. Otro que le queda muere al poco tiempo de tuberculosis ¿como castigo por la muerte del otro? Ella cree que sí. Entonces adopta a otros dos creyendo y esperando que de ese modo compensará la muerte del niño que, aunque fue completamente involuntaria, ella lleva sobre su conciencia como un crimen. Ante la angustia de la madre uno de aquellos dos hijos adoptados cuando es mayor gestiona una entrevista con el Obispo, y el Obispo trata de tranquilizarla, la perdona y la absuelve a pesar de que no considera aquella muerte como pecado por ser involuntaria y así se lo manifiesta. Entonces la compungida madre comenta con el hijo que le facilitó la entrevista: “El (Patriarca) Obispo es un santo, pero es un monje ¿cómo puede entender lo que significa para una madre matar...  aunque sea involuntariamente, al hijo de sus entrañas?”. Con estas palabras termina la novela. No era culpable, mas ¿cómo acallar su alma? El creyente sabe cómo, pues cree que Cristo también se hizo culpable, cordero de sacrificio para cargar con nuestras faltas y borrar esos pecados y sus secuelas para siempre.
Quitar el pecado del mundo, borrar nuestro pecado no sólo está en arrepentirnos; lo realmente eficaz es tratar de quitar también la causa, pues en ella suele estar el pecado. Una situación injusta, una vida mal enfocada de la que resultan después múltiples fallos suele ser más grave y tendríamos que emplear más dedicación en replantearla que en el arrepentimiento del pecado consecuencia de ella.
En el movimiento J .O. C., fundado de Joseph Cardin para llevar el Evangelio al mundo juvenil del trabajo, se plantea cada semana una revisión de vida con tres puntos a reflexionar: Ver en qué ambiente nos movemos y qué problemas nos esclavizan verdaderamente..., Juzgar, estudiar, analizar el por qué, las causas, la raíz de esos problemas... y, con el Evangelio en las manos, actuar cristianamente en consecuencia pero sin contemplaciones, para resolverlos eficazmente. Acaso este último paso sea el más difícil y donde tengamos a menudo que tentarnos bien la ropa. Recuerdo la lección de un profesor de Oxford, en el Colegio de Saint Hilary de Paintong (Inglaterra), cuando alguien le preguntó por qué había abandonado el cristianismo: “El Evangelio -decía- es asombrosamente bello, su doctrina insuperable, el amor a Dios, el amor al prójimo, ser bueno... eso es maravilloso, pero ¿the way, el modo, el camino...? ahí está lo difícil, saber el cómo para llegar a serlo”. Si este profesor hubiera leído con detenimiento el Evangelio de hoy acaso encontrara el hilo y el camino para la respuesta, cuando Juan nos habla de “quitar el pecado del mundo”, es decir las causas de la noche interior y del pecado.
Hay quien aduce otras soluciones más drásticas: “es mejor quitar al pecador, matar al delincuente, muerto el perro se acabó la rabia...”. Así actúan los anarcas, los grupos subversivos, los terroristas y cuantos actúan de espaldas a la doctrina del Evangelio. Y creyéndose redentores de la humanidad tratan de eliminar, aterrorizar, esclavizar a quienes se interponen a su paso en la consecución de una sociedad utópica... Cristo cambió el mundo, pero no matando a quienes le contradecían, sino muriendo por ellos. Cada domingo, cada día en la santa Misa escuchamos la misma frase cuando el sacerdote levanta el cuerpo de Cristo sobre el cáliz antes de la Comunión: “Este es el cordero de Dios,... el que quita el pecado del mundo...”. Es una perspectiva que nunca debemos perder de vista: Venimos a la Iglesia a reconocernos culpables, y desde el primer momento en que decimos “Yo pecador... ante Dios y ante vosotros hermanos...” reconozco en público que “he pecado gravemente de pensamiento, palabra y obra, por mi culpa...”. Pero aún después seguimos pidiendo a Dios perdón de varios modos. En la consagración, el momento cumbre de la misa, se nos dice de la sangre de Cristo “que ha sido derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”, más aún, al acercarnos a la comunión decimos “Señor yo no soy digno”, la razón es por ser algo especialmente querido por Dios: el reconocimiento de nuestra humildad.
Yo creo que con estos sentimientos es imposible que el Cordero divino no se compadezca de nosotros, nos coloque el día final a su derecha y nos llene de su espíritu, Espíritu Santo, que Juan vio descender sobre Jesús, el Hijo de Dios, aquella tarde luminosa a las orillas del Jordán. Jmf

viernes, 10 de enero de 2020


BAUTISMO DE JESÚS.  12-I-2020 (Mt. 3, 13-17)A


Desde antiguo se vienen celebrando, el día 6 de enero, tres fiestas: la Epifanía o manifestación del Señor a los Magos como rey del mundo, el Bautismo o manifestación del Señor en el río Jordán a los judíos como hijo de Dios, y la manifestación en la Bodas de Caná a sus discípulos como Señor de los elementos. Hoy celebramos el Bautismo de Jesús.
La Navidad, o conmemoración del Nacimiento de Jesús, se empezó a celebrar hacia el s. IV. La Iglesia primitiva no tenía en cuenta esta fiesta. La razón que movió a los creyentes a su celebración fue que en Roma el Emperador Diocleciano y algunos de sus predecesores habían importado de Oriente el culto al sol. Las religiones orientales siempre ejercieron cierta fascinación sobre el mundo occidental, incluso hoy. Las fiestas al dios sol tenían lugar en el solsticio de invierno o sea, hacia el 21 de diciembre. Durante estos días las calles se llenaban de luces. Era la fiesta del fuego, y tenía por finalidad ayudar al sol, que iba poco a poco acortando su luz y su calor, a que no muriera definitivamente en las frías noches de diciembre sino que renaciera de nuevo invicto, invencible, como así sucede a partir de esa fecha.
La celebración llega a su auge con la apertura del Templo del sol en Roma el 24 de diciembre. Juntamente con las fiestas llegaban los desmanes de todo tipo, algo parecido a lo que ha vuelto a pasar hoy con la Navidad. Los cristianos, queriendo corregir estos abusos y sabiendo que en la Biblia se le llama a Cristo el sol que viene de lo alto, encontraron un hermoso pretexto para sustituir las fiestas paganas por las fiestas del Nacimiento del Señor. Esto tenía lugar muy entrado el siglo IV.
Además, celebrar cualquier cumpleaños traía a la memoria de los cristianos la historia del Bautista, aquel desconcertante profeta que aparece bautizando en las orillas Jordán y que por recriminar a Herodes Antipas convivir con la mujer de su hermano Filipo, es decapitado en el castillo de Maquerote precisamente el día en el que H. Antipas ofrecía un festín para celebrar su cumpleaños.
Antes de implantar la Navidad como conmemoración festiva, la Iglesia primitiva celebraba otro rito que equivalía y suplía con creces las fiestas navideñas: La muerte y resurrección de Cristo en la Nochebuena Pascual del Sábado Santo. Y era en esa noche cuando, aquellos que se habían preparado convenientemente, recibían el Bautismo. Por medio del Bautismo renacían..., es decir, nacemos a la gracia, nacemos a una vida nueva. Y este sí que era un hermoso nacimiento y una Navidad auténtica, puesto que se trataba de un nacer espiritualmente, celebrando de ese modo la salida de Cristo del sepulcro que de alguna forma evoca también un nacer, un salir de la muerte hacia la Gloria eterna.
Esta es una verdad muy sugerente que se encuentra ya en el Evangelio: Cuando Nicodemo va una noche a charlar con Jesús escucha asombrado que, para pertenecer al Reino, hay que nacer de nuevo, algo que no es fácil entender. Por eso Nicodemo le pregunta al Señor: ¿Cómo puede un hombre renacer siendo ya viejo? (Jn. 3,7). Es como si sufriera un accidente interior que nos hiciera exclamar: “¡este volvió a nacer...!”.
En otra ocasión Jesús recuerda a los apóstoles: “si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos...”. Por su parte San Pablo, escribiendo a los Romanos, dice: “en su muerte [en la de Cristo] hemos sido bautizados... quedando muertos al pecado pero vivos en Cristo Jesús” (Rom. 6). Alguien llamó a la muerte un segundo Bautismo porque es un acto capaz de borrar nuestros pecados: Si sabemos aceptarla y recibirla con fe nacemos a una vida nueva que es la Gloria eterna.
El Bautismo no siempre se impartió como se imparte hoy. Tiene también su historia. Jesús bautizaba, lo dice el Evangelio: “Después de esto fue con sus discípulos a tierras de Judea, moraba allí con ellos y bautizaba” (Jn. 3, 22), pero era un bautismo de preparación, como el de Juan, como bautizaban los esenios en el monasterio del Qunrán: simbolizando con aquellas abluciones un cambio radical de manera de pensar por medio de la penitencia, pero sobre todo un acto de fe en la venida de una nueva era, la era del Reino... Era un bautismo de optimismo espiritual y pascual, no sacramental.
Los apóstoles, siguiendo el mandato de Jesús bautizaban pero sin preparación doctrinal alguna, únicamente exigían tener fe, como cuando Felipe bautiza al eunuco de la reina de Candace. El diálogo que mantienen es muy elocuente:  - Aquí hay agua, ¿qué necesito para ser bautizado? -Si crees de todo corazón, puedes. - Creo... que Jesucristo es el Hijo de Dios. Bajaron del carruaje y Felipe lo bautiza sin más requisitos.
San Pablo, que se siente más predicador que bautista, se retrae a veces temiendo ser mal interpretado: “Doy gracias a Dios de no haber bautizado a ninguno de vosotros, a excepción de Crispo y Gayo, para que nadie diga que habéis sido bautizados en mi nombre”.
En el s. II, san Justino nos habla de la observancia de una etapa regular de preparación doctrinal acompañada de ayunos y oraciones.
En el s. III, san Hipólito describe el examen a que sometían al bautizando acerca de su modo de vivir. Excluían del bautismo a los gladiadores y a los actores de teatro, sin embargo se administra ya a los niños. Tertuliano, en estos años, es el primero que habla de catecúmenos.
En el s. IV, una vez que cesan las persecuciones las familias retardan cada vez más el Bautismo que suplía en sus efectos al martirio, porque era más cómodo ser cristiano a medias pues de ese modo podían más libremente disfrutar la juventud sin cortapisas morales y participar en muchas de las diversiones puramente paganas sin faltar a ningún compromiso. Y sólo se bautizaban en peligro de muerte. Lo curioso es que todo el mundo veía esta actitud como normal.
Santos como san Basilio, san Juan Crisóstomo o san Agustín fueron bautizados de mayores. San Agustín, cuando estuvo gravemente enfermo pidió insistentemente el Bautismo, pero su madre santa Mónica creyó más oportuno retrasárselo y esperar, temiendo acaso que volviera a recaer en su vida disoluta.
A san Ambrosio lo nombraron Obispo sin estar bautizado, fue elegido, no ordenado, ya que para el sacramento del Orden se requiere previamente el Bautismo. La ventaja de esta actitud era que el que se bautizaba era luego un cristiano de cuerpo entero. Decíamos que en estos siglos tenía lugar en la "nochebuena" de Pascua, es decir, el Sábado santo, después de 40 días (la Cuaresma) de ejercicios espirituales. Esa misma noche recibían también el sacramento de la Confirmación y el de la Comunión. La ceremonia duraba hasta el amanecer y tenía una solemnidad excepcional sobre todo en los templos y baptisterios de las ciudades importantes. Por ejemplo la noche del Sábado Santo del año 404 hubo más de tres mil bautismos en la iglesia de Constantinopla. Debió de ser un espectáculo admirable.
Estos tres sacramentos (Bautismo, Confirmación y Eucaristía) iban siempre unidos, y se les conoce como los sacramentos de la iniciación. También hay tres al final de la vida: Penitencia, Unción y Eucaristía, inicio de la vida eterna). Aquella noche recibían una vestidura blanca, simbolizada en el pañito que imponemos actualmente sobre la cabeza del niño después de crismarlo, y que debían llevar puesta toda la semana hasta el domingo siguiente, llamado in albis, o domingo de blanco. Durante este tiempo se procuraba que profundizaran en el sacramento de la Eucaristía, del que se había hablado poco anteriormente, ocupados sólo en prepararlos para el Bautismo. San Cirilo y san Ambrosio nos dejaron hermosísimos tratados de las catequesis de esta época. Con razón se puede decir que nunca el cristiano recibió una preparación más adecuada no sólo en cuanto a lo que respecta a la Doctrina sino al ejercicio de las virtudes cristianas, en especial la caridad.
Un anciano sacerdote rezaba de rodillas el credo al pie de la pila bautismal donde lo habían bautizado. Y le doy gracias a Dios porque aquí nací yo a la gracia”.
La vida viene del agua. También el nacimiento del cristiano a la gracia nace del agua Por el Bautismo “renacemos”, y en él celebramos nuestra verdadera Navidad. Para ser cristiano hay que cambiar de vida, tomar partido en la lucha de la fe contra las tentaciones del Maligno, convertirse y bautizarse, es decir, en palabras más castizas,  “para ser cristiano ¡hay que mojarse!”. Jmf

domingo, 5 de enero de 2020


{{EPIFANÍA DEL SEÑOR. 6-I-2020 (Mt. 2, 1-12) A

 Suelen decir los escrituristas que los Evangelios no son una biografía de Jesús sino una catequesis sobre su doctrina, la cual, siguiendo a grandes trazos la vida del Señor, trata de formarnos más que de informarnos. De hecho sorprende que dos de los evangelistas (Marcos y Juan) prescindan por completo de todo lo referente a la infancia centrando su narración únicamente en los tres últimos años de su vida. De ese modo si sólo hubiera llegado hasta nosotros, por ejemplo, el cuarto evangelio, hubiéramos tenido que prescindir de celebrar la Navidad o al menos de imaginárnosla como nos la imaginamos. Sin embargo en el Prólogo del evangelio de Juan se describe ya lo que de verdad es importante de estas fiestas:
1º.- que “Él (el niño de Belén) era la luz, (que) la luz brilla en las tinieblas y la tinieblas no la recibieron...”, tema que entronca con nuestra tradición de san José y María buscando un lugar en Belén con toda la explosión de luz y de color que llenan nuestras calles estos días,
2º.- que Juan anuncia sobre todo el verdadero nacimiento (los demás hablan de ángeles): “venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe”,
3º,- que “el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros...” admirable y concisa descripción del nacimiento de Jesús y de la Nochebuena...
Uno de los verbos usados por san Juan en su prólogo es el verbo venir, es decir, ponerse en camino. Pues bien, es el mismo verbo que emplea también san Mateo en el evangelio de hoy al narrar cómo los Magos se pusieron en camino, y cómo, después del “encuentro” con Jesús, regresaron a su país por otro camino.
Hay un hermoso cuento de un poeta y predicador americano, Henry Van Dyke, titulado “El cuarto rey Mago” inspirado en esa tradición que afirma que no fueron tres sino cuatro los Reyes, tal como se representan en las Catacumbas de Priscila de Roma. Este nuevo rey se llama Artabán en el citado cuento. Llevaba como don al niño tres piedras preciosas: un zafiro, un rubí y una perla. Los cuatro se habían citado para verse en un lugar determinado. Artabán llegó tarde a la cita debido a que encontró por el camino a un agonizante. Para socorrerle tuvo que vender un zafiro, la primera de las tres piedras preciosas que llevaba para regalarle al Niño. El retraso por atender al agonizante hizo que llegara tarde a Belén y no pudo ver a Jesús, pues, perseguido por Herodes, había tenido que huir camino de Egipto.
Pero en Belén tiene tiempo para salvar a un niño que iban a ser degollado en brazos de su madre por un capitán romano. Lo rescató a cambio del rubí, la segunda de las tres piedras preciosas con que pensaba obsequiar al Señor. A lo largo de su vida siguió buscando a su rey por pueblos y ciudades haciendo el bien y ayudando a quien lo necesitaba. Al final de su vida llegó a Jerusalén y oyó que iban a crucificar en el Calvario a un tal Jesús que decían era el “rey de los judíos”. Cuando oyó lo de rey... le dio un vuelco el corazón, por fin iba a encontrar al que buscaba hacía tantos años.
Pero al dirigirse al Calvario se encontró por el camino con una patrulla de soldados que trataba de vender una joven como esclava. Sintió lástima de ella. Se detuvo, y con riesgo de no llegar a ver a su rey vivo les entregó por su rescate la última piedra que le quedaba: una perla. En esto el cielo se oscurece y un terremoto conmueve la ciudad. Las paredes de las casas se tambalean. Desalentado de no poder alcanzar ya el lugar donde agonizaba el rey se cobijó bajo la muralla con tan mala fortuna que una piedra se desprende de lo alto y lo hiere gravemente en la cabeza cayendo agonizante en los brazos de la joven. Esta al oírle musitar unas palabras entre dientes como contestando a alguien que le hablaba aplicó su oído a su rostro y escuchó que preguntaba: -¿Cuándo te vi hambriento y te alimenté o sediento y te di de beber? Y oyó más clara aún aquella voz lejana... que decía: -Cuantas veces lo hiciste con uno de estos mis hermanos conmigo lo hacías...
El cuarto rey mago agonizó, pero había encontrado por fin al rey, y el rey había aceptado todos sus tesoros. Había llegado a Belén por otro camino y había encontrado a su rey en otros lugares, y acaso mejores que Belén, y más del agrado de Dios que ningún otro, eran el Belén de los necesitados.
Herodes ordena hacer una investigación a fondo, un estudio en toda regla sobre las circunstancias de aquel niño y el tiempo de la aparición de la estrella, pero él se queda en casa que es lo más cómodo, aunque no siempre lo mejor. Es un misterio de la gracia el que hayan sido primeramente pastores, gente ignorante y despreciada, y luego unos desconocidos y variopintos personajes, llamados magos, quienes encuentran a Jesús. En cambio el pueblo escogido, aquellos a quienes Él venía, ni lo conocieron ni lo recibieron e incluso terminaron por ajusticiarlo como a un vil delincuente.
Los magos, guiados por la luz de una estrella que iluminó no sólo su camino sino y sobretodo su corazón, dieron con Jesús. Es bonito el dato que añade San Mateo, “encontraron (al Niño) con María su madre”, como si la Virgen estuviera también en el camino de los que buscan a Cristo, esa madre, a la que el niño de la Égloga IV de Virgilio a Polión, empieza a conocer por su sonrisa.
Y le ofrecieron sus presentes: oro como a rey, incienso como a Dios y mirra como a hombre. Luego regresaron a su patria por otro camino, porque siempre el camino de regreso, después de encontrar a Dios, debe ser distinto al de la búsqueda. Los sucesos que tuvieron lugar después en aquel pueblecito de Belén los sabe todo el mundo: Herodes, al sentirse burlado por los Magos, montó en cólera, y aquel rey sanguinario a) que había asesinado a Antipater hijo suyo y de su esposa Doris, b) que había ajusticiado a otros dos de sus hijos, Aristóbulo y a Alejandro tenidos de otra mujer llamada Marianne, a la que también asesinó, c) que manda quemar, como antorchas vivas, a 40 jóvenes judíos que habían arrancado el águila imperial, símbolo de Roma, colocada por él a la entrada del templo, d) que cuando Marco Antonio le habla de su amor a Cleopatra, le aconseja fríamente: “¡Mátala! Pensaba hacerlo yo cuando trató de seducirme...”, con todos estos cargos a su espalda no tiene nada de extraño que ordenara asesinar a todos los niños de Belén menores de dos años, al ver que los Magos no regresan.
Son muchas las lecciones que se pueden sacar de este evangelio. Algunas pudieran ser: 1º.- la de no dudar nunca en la búsqueda de Dios superando los obstáculos, las incomprensiones y acaso hasta las burlas, 2º.- la de rebajarse a preguntar. Preguntar es muy importante, sobre todo para encontrar a Dios. Recuerdo a un amigo que al explicar su método de oración particular, decía: “Yo rezo sobre todo la oración de los porqués”. -Y ¿en qué consiste?
-En preguntarle a Dios, cuando me acuesto, por qué me pasa esto o aquello, por qué no me concede tal o cual cosa que le pido, o a ver por qué se ha muerto aquel amigo de esa forma. No es que Él me responda siempre pero me consuela preguntárselo. Al menos sabré si existe y dónde está si un día me responde...”.
 Preguntar como los Magos es fundamental para avanzar en la vida espiritual. “Pregunta siempre que no cuesta nada” las más de las veces, y preguntar a todo el mundo, porque, paradójicamente, incluso aquellos que están de espaldas a Dios y al misterio, como los escribas y los sabios de Israel, aunque ellos no se decidan por echar a andar, ya vemos que son capaces hasta de enseñarnos el camino. Jmf


viernes, 3 de enero de 2020


DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD. 5-I-2020 (Jn. 1, 1-18)A


La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros...”. Con motivo de estas fiestas se han dicho muchas palabras con las que nos hemos deseado muchas felicidades, feliz año y buena suerte, palabras... palabras... que decía Werther, pero la vida “sigue igual”, el que estaba enfermo sigue enfermo y el pobre sigue siendo pobre por más felicitaciones que haya recibido... Y es porque estas fiestas son fechas meramente convencionales. Las fechas que hacen cambiar a las personas o la marcha de la Historia para bien o para mal no las fijan los astros al pasar por tal o cual cuadrante, sino el hombre con su esfuerzo y su modo de actuar.
Nos empeñamos en seguir usando las mismas costumbres, las mismas etiquetas, cuando estas ya no sirven. El mundo hace tiempo que ha tocado fondo y necesita un cambio radical si no queremos perecer todos como perecieron en tiempos de Noé. Las palabras ya no sirven por sí mismas, deben encarnarse, como hizo la palabra de Dios, deben hacerse realidad, hay que simplificarlas, dejarnos de ser hombres “de palabras” y convertirnos en hombres “de palabra", es decir, hombres de verdad.
Jesús no se quedó en meras palabras hablando desde las nubes, se apeó de su gloria y bajó hasta la arena de este mundo. Es cierto que antes de venir nos mandó mensajeros. Todos sabemos que cuando va a dar comienzo un espectáculo, una función, etc., antes de empezar, suele salir un personaje diciendo: “Dos palabras de presentación solamente...”.  Cuando vino Jesús tuvo también su presentador. Se llamaba Juan Bautista y lo anunció, no al uso, con “unas breves palabras”, sino con “una voz del que clamó en el desierto... la voz...” y define a Jesús como la “La Palabra”.
Cuando Jesús es bautizado en el río Jordán también se oyó una voz del cielo que decía: “Este es mi Hijo muy amado, escuchadle...”. Y un ángel anuncia la encarnación del Verbo: La Palabra se hizo carne...”. Jesús es la palabra misma. Así fue presentado antes de entrar en acción. Palabra eterna, palabra divina, palabra desde el principio al fin, Alfa y omega, (A y w), pero en definitiva palabra humana, persona divina hecha carne, como uno de nosotros...
En la Santa Misa hay una primera parte dedicada exclusivamente a la palabra. Y si en las palabras de la Biblia está presente Dios cuando escuchamos el Evangelio es como si comulgáramos también por el oído, como si recibiéramos al Señor de esa manera: la fe por el oído, dice san Pablo. Puede ser que a veces no nos diga nada, pero es que entonces aún no hemos sido evangelizados, tocados por el espíritu... Con el Evangelio y su palabra nos puede suceder que lo tengamos en gran estima como se tiene uno de aquellos discos de fonógrafo ya en desuso pero con un mensaje de gran mérito. Nosotros a menudo  perdemos el tiempo analizando su materia, su peso, sus medidas, la casa fonográfica o el color de la pasta en vez de pararnos a escuchar qué es lo que nos dice. Nos parecemos a esas personas que adquieren valiosos libros para adornar estanterías de su biblioteca pero que pocas veces los cogen en las manos para leer y recoger los hermosos consejos y las sabias lecciones y doctrinas que contienen.
Quien más quien menos todos hemos oído hablar alguna vez de Sartre (Jean Paul Sartre), filósofo existencialista francés, premio Nobel en 1964 y que falleció en 1980. Habiendo sido movilizado durante la Segunda Guerra Mundial lo confinaron en un campo de concentración nazi, cerca de Tréveris, en el que hizo amistad con un religioso jesuita. A ruegos de éste, durante la Navidad de 1940, compuso una obra de teatro navideña titulada “Baryona o el hijo del Trueno”. Se estrenó en plena guerra, y precisamente la Nochebuena de aquel año. Trata de un hombre que vivía solo, en un pueblecito cercano a Belén. Él no podía creer en la palabra de los pastores del contorno que anunciaban a voz en grito el nacimiento de Cristo, ya que la contemplación de la aldea, en la que sólo habitaban pobres viejos solitarios, le obligaba a pensar todo lo contrario, que Cristo aún no había nacido. Para él el mundo no era más que “un despeñadero sin fin, una montaña que se desmorona..., hombres y objetos que van apareciendo y que apenas se los ve un instante desaparecen entre la tierra monte abajo, agolpándose unos contra otros...”. “La mayor locura de la tierra, por lo tanto, es la esperanza”. Al leer este fragmento uno se imagina al autor en el lugar del marinero del relato de Edgard Allan Poe, “El descenso del Maelstron” sumiéndose en el abismo de un gigantesco torbellino con el fin de estudiar su estructura sin darse cuenta de que es engullido por él ineludiblemente.
Baryona se queda en casa mientras que el resto del pueblo corre hacia el establo de Belén. “Si Dios se hiciera hombre por mí, -piensa-, yo le amaría de tal modo que ya no habría otra cosa más en mi vida, y todos los medios a mi alcance serían pocos para darle gracias. Un Dios que quisiera saber cómo es el gusto a sal de mi boca, que cargara de antemano con todas las miserias que hoy padezco... ¡No! ¡Eso es un absurdo! Si fuera verdad que Dios se hizo hombre (lo cual es una mera suposición, -añade-, una esperanza sin objeto), brillaría una luz tan viva entre los hombres que nunca se apagaría ya... Si yo pudiera ser capaz de creer esto, aunque fuera sólo un momento, no tendría reparo en dejarme cortar mi mano derecha...”.
Sartre no creía. Vivió ateo y murió ateo. Sin embargo en una ocasión arriesgó su vida, en aquel mismo campo de concentración, por salvar a un sacerdote. Y era un incrédulo. A veces los ateos están más cerca de Dios que los creyentes ¡Qué pena! Al final de la obra, Baryona es guiado por el rey mago Baltasar hasta el establo donde se encuentra con el Niño; y termina cayendo de rodillas y adorándolo.
A Sartre le era difícil creer en la Encarnación de Dios acaso porque no supo oír el mensaje en toda su plenitud y sólo se quedó con parcelas, ya que Jesús dice claramente que Él también nace en los presos y en los pobres... Precisamente el propio Sartre lo dice en otro lugar de la obra: “Así llega Jesús: en los ciegos, en los pobres, en los mutilados..., en los presos de guerra, en los desheredados con su mensaje que dice: ¡Seguid dando vuestra vida! Porque también para los ciegos, los apátridas, mutilados hay esperanza todavía...”.  Decíamos que es poco más o menos el mensaje evangélico, lo que indica que posiblemente no fue bien entendido o no supo o no pudo verlo reflejado después en la vida de los creyentes.
Con la venida de Cristo lo ciegos ven, los sordos oyen, pues aunque no vean con los ojos de la cara ni oigan físicamente lo pueden hacer espiritualmente. Es mucho peor la ceguera del alma que la del cuerpo, y peor la sordera espiritual que la corporal y carecer de la gracia divina  y de los bienes del espíritu que la pobreza de bienes temporales... Por eso los pobres, los sordos, los ciegos... son quienes están en mejores disposiciones de alcanzar estos dones. Muchos cristianos dejan a Jesús pasar de largo a su lado porque creen que pueden prescindir de Él. Son aquellos de quienes dice el poeta  y escritor alemán Kurt Tucholski: “Hay millones que creen que no necesitan de esa luz y de esa palabra porque están convencidos de que en ellos no hay nada que precise ser salvado”. Sin embargo afortunadamente también hay otros que, de haber llegado esa luz, responderían con una entrega absoluta. Lo expresa muy bien el gran poeta hindú Rabindranat Tagore en aquella hermosa plegaria nacida de lo más hondo de su alma y con la que recrimina la indiferencia de millones de cristianos: “¡Jesús! ¿Por qué no naciste entre nosotros y te llevaríamos en la frente y en el corazón?”.
Es nuestro deber de católicos dar a conocer a Cristo. Nosotros tenemos la palabra, la palabra es Cristo hecho hombre y que habita entre nosotros. Sólo resta que nuestros buenos deseos y propósitos, que nuestras aspiraciones se hagan también realidad, se encarnen... a fin de hacer posible un mundo mejor de “un cielo nuevo y una tierra nueva”. Jmf