DOMINGO XXV (Lc. 16, 1-13)
22-IX-2019 C
“Si en el
sexto no hay perdón
y en el séptimo rebaja
ya puede Dios ir pensando
llenar
el cielo de paja”.
Centrándonos en la riqueza y en lo de avisar de sus peligros no es de
hoy, ni siquiera de ayer, sino que viene de muy lejos. Profetas como Amós ya gritaban 750 años antes de
Cristo contra los que traficaban con dinero obtenido explotando al pobre, a
base de aumentar los precios y hacer trampa en la balanza, como hemos escuchado
en la primera lectura.
Durante los primeros siglos del Cristianismo algunos Santos Padres
escribieron también cosas tremendas contra la riqueza. Así san Ambrosio: “Paga al obrero
su salario, no lo defraudes en el jornal debido... pues es un homicidio negarle
a un hombre el salario que le es necesario para su vida” (Lib. De Tobías
M.L. 14, 798). San Basilio el Grande:
“Si cada uno tomara sólo lo que necesita
para cubrir sus necesidades y dejara el resto para los necesitados nadie sería
rico..., pero tampoco nadie sería pobre” (Hom. Destruam, n. 31) San Juan Crisóstomo: “No dar parte de lo que uno tiene ya es una
rapiña” (Mon. II n. 1 y ss.), etc. Algo de malo y de peligroso debe de
tener el dinero cuando hasta el mismo Jesús
nos pone tan de sobre aviso, a pesar de que sin dinero apenas se puede dar un
paso. Francisco de Quevedo reconoce
su poder en aquella conocida letrilla:
“Madre,
yo al oro me humillo,
él
es mi amante y mi amado
pues
de puro enamorado
de
continuo anda amarillo,
que
pues doblón o sencillo
hace
todo cuanto quiero,
poderoso
caballero
es
don dinero”.
Será otro clásico, Quiñones de
Benavente, en su entremés “El
delantal” quien recoja en unos versos su peligro, sobre todo si el dinero
que manejamos no es nuestro:
“Peligro es dinero ajeno
porque quien trata con miel
se
lame a veces los dedos...”.
Pero ¿quiénes son los ricos? ¿A quienes señala el evangelio con el
dedo? Si analizamos la figura del rico
epulón por los datos que tenemos no podemos deducir que él hubiera
adquirido las riquezas de manera ilegítima ni siquiera que se hubiera
aprovechado de la pobreza de Lázaro
explotándolo laboralmente o escatimándole el salario, y sin embargo Cristo lo
condena sin paliativos. La distancia que había entre el rico y Lázaro era la misma que había entre el
rico y Dios. Es parecido a lo que sucede en la parábola del buen samaritano: ni el sacerdote ni el levita agredieron, ni
arrojaron el herido a la cuneta... ni siquiera le causaron daño alguno,
únicamente que pasaron de largo. El auténtico pobre fue aquel que, careciendo
de prejuicios religiosos y de raza, pero lleno de compasión, se acercó y le
ayudó haciéndose cargo de él y de su curación. Por eso en la escena del juicio
final el “apartaos de mí malditos...”
no será dicho por robar, matar, mentir, cometer actos impuros o faltar a misa,
etc., sino por no hacer: “Tuve hambre y
no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, estuve desnudo y no
me vestisteis, enfermo y no me visitasteis...” es decir, son los pecados de
omisión los que en este caso salen a relucir...
Hoy el concepto de pobreza ha evolucionado, lo mismo que el concepto
de sacrificio o el de penitencia. Antes una mortificación era
dormir en el suelo, guardar las vigilias y cosas similares, gestos que tienen
su valor y son meritorios, pero hoy se le da más valor penitencial a otro tipo
de sacrificios como saber apagar el televisor en un momento dado e irse a
descansar, dejar de fumar o trabajar a favor de los demás.
[Antes era una mortificación vivir como un anacoreta, hoy acaso lo sea
vivir en medio de la gente formando equipo o comunidad, porque si es verdad que
es difícil ser pobre en solitario a lo mejor lo es más vivir la pobreza en
compañía y acaso sea más eficaz. Tampoco se es más pobre por cambiar un mercedes por un fiat panda ya que la pobreza está más que en desprenderse de las cosas
en saber utilizarlas adecuadamente. Hasta el “no tener” puede causar menos quebraderos de cabeza y ser a veces
hasta más cómodo y menos comprometido que el tener de sobra. Es en ese uso
adecuado donde podemos encontrar el aplauso de Cristo como claramente se nos da
a entender en la parábola del
administrador injusto que no es más que un obrero despedido de la empresa.
Cuando ve las orejas al lobo prepara una estrategia para asegurarse el porvenir
abriendo una doble contabilidad, truco por lo visto tan viejo como el evangelio
mismo.
Es el mal destino de las riquezas lo que es verdaderamente condenable.
El dinero ni es bueno ni es malo, lo hace bueno o malo el uso que hagamos de
él. En cambio la pobreza sí que atañe a lo más íntimo de la persona. Puede darse
el caso de personas ricas de las que se puede decir “¡pobre gente!”. Sólo bastaría entrar en su corazón y aguardar el
momento confidencial en el que, desprendiéndose de su careta, los viéramos tal
cual son; nos encontraríamos con... pobres
hombres. Se consideran ricos porque se sienten intolerablemente suficientes
y seguros de sí mismos.
En cambio ¡cuántos que juzgamos pobre
gente o que a ellos mismos les parece que lo son, podrían sentirse ricos si
supieran valorar y disfrutar de un montón de dones que sí tienen al alcance de
la mano, como es la salud, la paz, la tranquilidad, el sosiego, un salario
merecido y el desprendimiento de todo. Se lo dice bien claro san Pablo a los Filipenses después de
exhortarles a que estén alegres: “...yo
he aprendido a contentarme con lo que tengo”. (4, 11)].
Presumimos de creer en un Padre y padre nuestro pero después somos
incapaces de saber comportarnos como hermanos. Y Cristo está entre nosotros en
los pobres y en los necesitados. Si tomó carne fue para que nosotros podamos
compartir con él más fácilmente de lo nuestro.
Todos los bienaventurados llevan sobre sus frentes la contraseña de la
pobreza: “Bienaventurados los pobres,
porque de ellos es el Reino de los
Cielos...”. No veamos en las frases del evangelio una reprimenda ni un
querer amargarnos la existencia, fueron escritas para nuestro bien. “Dejémonos criticar por la palabra de Dios”
con lo que haremos una gozosa realidad aquella cita evangélica de san Juan: “Vosotros estáis limpios gracias a la palabra que os he anunciado...”
(Jn. 15, 3).
¿Qué hacer pues con los bienes? ¿Darlos a los pobres y seguir a
Cristo? Es una invitación a la que no todos están en condiciones de responder.
¿Abandonarlos y vivir míseramente? Tampoco. Es preciso aprender a saber
utilizarlos. Mientras seas dueño de tus bienes debes administrarlos sabia y
adecuadamente de modo que te sirvan no sólo en esta vida sino como garante para
entrar en la otra, debido a las buenas obras que con ellos hayas hecho. Dice Chesterton que “cada año los niños el día de Reyes agradecen a Dios encontrar al
despertar por las mañanas sus zapatos llenos de regalos; pero seguramente casi
ninguno le da gracias cada día por encontrar, camino del Colegio, un par de
pies sanos dentro de esos mismos zapatos”. Y así tantas y tantas cosas.
Bajo la mirada de la
Virgen este
evangelio cobra un nuevo sentido y nos hace comprender mejor aquellas palabras
que dijo en el Magníficat: “A los
hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió vacíos”. (Lc. 1,
53). Y estos bienes que brindan las palabras de María, no lo dudemos, nos harán pasar de las riquezas de este
mundo. Jmf.
No hay comentarios:
Publicar un comentario