DOMINGO
XXIV 15-IX-2019 (Lc. 15, 1-32) C
El Evangelio de san Juan,
inspirado en los gnósticos, habla de los hijos de la Luz en lucha con los hijos de las Tinieblas, es decir, buenos contra malos; santos y pecadores,
justos y réprobos. Son como las dos fuerzas motrices que generan en el mundo vida y muerte. Hacen acto de presencia en el mismo
Paraíso nada más crear Dios al hombre. Allí crecía el árbol del Bien y del mal frente al árbol de la Vida. Hay filósofos que afirman que merced a esas dos
fuerzas: positiva y negativa, centrífuga
y centrípeta, bien y mal, amor y odio, calor y frío, vida y muerte..., y
debido a ellas es por lo que el mundo se mantiene, avanza y desarrolla.
Todas las religiones, movimientos filosóficos y
sociales tienen buen cuidado de trazar la línea divisoria entre buenos y malos
aunque luego a menudo a los que unos juzgan buenos otros los consideran malos,
los considerados como héroes de un bando son los asesinos y criminales de
guerra del contrario, los fieles a una causa son para la otra los infieles y traidores.
¿Dónde hay que situar la frontera universal entre el bien y el mal?
También los cristianos hemos trazado nuestra
línea divisoria. A todos nos agradan las fronteras. Sin embargo aquellos que
llamamos cristianos, incluso empleando nuestro propio baremo, a menudo dejamos
mucho que desear, siendo iguales o peores que los no cristianos. Deberíamos ser
mejores pero no lo somos. Y así nos encontramos con personas agnósticas o ateas
con grandes valores éticos y morales, con virtudes humanas practicadas a veces
hasta un grado heroico, y hay gente religiosa, e incluso muy piadosa ¿por qué
no? pero que rebosan egoísmo, soberbia, vanidad y presunción por todos los
poros de su piel.
Hay gente mal hablada que no pisan el templo, ni
quiere saber nada con la iglesia pero que hacen brotar a su alrededor la
amistad, la alegría, el optimismo y creo que hasta la fe, esos que el P. Godín llamaba “militantes intermediarios” en el movimiento JOC. Y hay
gente piadosa y bien hablada capaz de aguar la fiesta con sus intransigencias y
falta de generosidad al más pintado.
Y lo malo es que caemos tarde mal y nunca en la
cuenta de estas actitudes que aunque vayan diluidas entre la masa de cristianos
no por eso dejan de notarse más y más.
Una de esas posturas la encontramos en el “hijo, fiel” en el que pocas veces nos
fijamos al leer este evangelio de hoy y sin embargo tanto su postura como la
actitud de su padre respecto a él es tan elocuente como la tan conocida marcha
y regreso del “hijo pródigo”. El “hijo fiel” se enfrenta a la postura del
padre y se lo reprocha claramente y sin contemplaciones: “Mira, en tantos años como te he servido nunca, nunca, desobedecí una
orden tuya, y tú nunca me has dado ni un cabrito para tener un banquete con mis
amigos”. Jesús no dice que fuera
mentira. Acaso él tampoco se lo pidió nunca a su padre. Pero lo que critica Jesús en él es su postura de querer
aparecer como la persona buena y cumplidora, que sin duda lo fue, pero que
debía callárselo en vez de hacer alarde de ello ante todo el mundo. Le faltó la
humildad, el perdón, la magnanimidad, el saber olvidar, le faltó todo, por eso
es él y no el hijo pródigo, es el que recibe una cariñosa reprimenda de su
padre. A poco más agua la fiesta y la alegría del hijo reencontrado. Y esa es,
a menudo, la postura de muchos. Aunque no abiertamente, pero, a su modo, van
sembrando desilusión, crítica, decepción o pasividad entre la gente sin darse
cuenta de que poco a poco estas actitudes minan y terminan aguando la fiesta
del perdón al Padre Dios.
Nos sucede aquello que cuenta Jeremías Gotthelf en su obra La Granja de Vehfreude. En una aldea
suiza van a levantar una escuela. Los agricultores, en un momento dado, cambian
de idea, juzgan que va a ser más rentable una industria y terminan levantando
una granja. En ella recogen la leche de todos los alrededores. Los campesinos
compiten en superar en cantidad al vecino y empiezan a aguar la leche: “dos litros de agua entre mil nadie los va a
notar” -piensa cada uno para sí- hasta que al fin se dan cuenta de que el
queso no salía porque todos habían caído en la misma tentación y la mayor parte
de la leche era... agua. Tratamos de aguarnos la fiesta engañándonos unos a
otros sin darnos cuenta de que al final los más
perjudicados vamos a ser nosotros mismos. De
ahí que un primer paso para una más sincera comprensión y acercamiento sería
romper la línea divisoria entre buenos y malos.
No es cosa de cambiar el mundo. El mundo seguirá
su marcha. Es más bien cosa de cambiar nosotros. Hay que borrar de nuestra
mente la frontera entre buenos y malos. Una frontera es muy difícil de trazar
adecuadamente y fueron siempre causa de conflictos, guerras y muerte. Lo hemos
visto en Yugoslavia y cualquier día lo tendremos aquí si Dios no lo remedia y
el sentido común no nos abandona.
Cada uno de nosotros lleva dentro el Bien y el
mal. La frontera sólo existe en la cabeza y sobre todo en el corazón del
hombre. La luz y las tinieblas están en cada uno de nosotros. Sería una utopía
tratar de hacer un mundo de santos, como lo sería hacerlo de ricos. Si no
hubiera pobres no habría ricos, y “los
pobres los tendréis siempre entre vosotros” según la promesa del Señor. Lo
mismo los pecadores. De todas formas Dios “no
está con los pecadores que se consideran buenos” sino con “los buenos que se consideran pecadores”,
que viven en la humildad y compunción de corazón.
Y si un día cayésemos en la tentación de señalar
con el dedo a los malos deberíamos pensar cuanto los ama Dios, cuanto quiere a
esos malos que el evangelio denomina pecadores. Por eso deberíamos aprender lo
que es perdón. Y luego preguntarnos qué sabemos nosotros de eso ¿sabemos
perdonar? Y si perdonamos ¿hemos aprendido a perdonar con alegría? Si nunca
experimentaste el gozo y la alegría de perdonar es que nunca has perdonado de
verdad. “Sólo después de pronunciar la
petición (“perdónanos nuestras
deudas”) sellada entre los cristianos
con el beso de la paz, se acercaban estos a la mesa del Señor”. Son
palabras de Tertuliano y de la Didajé.
En realidad es tan difícil trazar la frontera
que una vez más habrá que hacer caso al escritor Gibrán Jalil: “Háblanos del
bien y el mal, dijo uno de los ancianos. Y él respondió: -Yo puedo hablaros del
bien que hay en vosotros pero no del mal. Porque ¿qué es el mal sino el bien
torturado por su propia hambre? Cuando el bien tiene hambre busca alimento
incluso en oscuras cavernas, y cuando tiene sed hasta en aguas estancadas...Sois buenos cuando sois uno con
vosotros mismos. Pero cuando no sois uno con vosotros mismos no sois malos.
Porque una casa dividida no es una cueva de ladrones, es sólo una casa
dividida...
Sois buenos cuando estáis completamente conscientes de vuestras palabras.
Mas cuando estáis dormidos y vuestra lengua tartamudea
despropósitos no sois malos. Incluso un
hablar vacilante puede fortalecer una lengua débil...
Sois buenos de muchas maneras
pero cuando no sois buenos no sois malos. Sois en ese momento perezosos,
indolentes. Lástima que los ciervos no puedan enseñar su velocidad a las
tortugas...
Porque el que es
verdaderamente bueno no le pregunta al desnudo: ¿Dónde está tu ropa? Ni al
vagabundo: ¿qué ha pasado con tu casa?”.
El
mundo no debe ser una película de buenos y malos... es en el corazón, en el
corazón y en la mente de cada hombre donde tienen lugar esas luchas entre la
luz y las tinieblas, entre el error y la verdad, entre el Bien y el mal... Y es
ahí donde el verdadero cristiano debe entablar la lucha.
Y cuando veamos que el Padre recibe a algún hijo
extraviado con los brazos abiertos (a veces hay gente que le gustaría volver a
misa y no lo hace por temor al qué dirán) no imitemos la actitud del hijo fiel.
También Dios nos puede tomar cuentas y recriminarnos por nuestra actitud
intransigente (hay quien es más papista que el papa y hasta trata de ser más
justo que el mismo Dios). Al contrario, abramos también nuestros brazos... “porque era un hijo que estaba, acaso,
perdido y lo hemos encontrado...”. Jmf
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