CORPUS CHRISTI.- 14-VI-2020 (Jn. 6, 51-59)
Cuentan que a la muerte de una condesa
húngara llamada Rhedey el año 1804,
encargaron el sermón o discurso fúnebre a su amigo el poeta Mihály Csoskonái Vitéz, con el fin de
que las honras fúnebres tuvieran más realce. De ordinario se solía escribir,
para estos casos, un canto que consistía en unos versos populares dirigidos más
bien a la familia. Pero Csoskonái en
vez de componer una obra oratoria al uso compuso un poema “sobre la inmortalidad del alma” en el cual narraba la desesperada
lucha que mantiene el alma ante la muerte y el “más allá”.
El poema empieza parafraseando
a Hamlet: “Ser o no ser, esa es la cuestión”. Luego hace una contraposición
entre el hombre a la naturaleza. Ésta da testimonio de Dios por medio del orden
y de la belleza. Contemplando el modo de comportarse de los hombres, a veces
inhumano y bestial, parece que se niega dicho orden y belleza. Y sin embargo
-añade- hoy no hay pueblo, ni tribu, ni nación en el mundo que no tenga
adoradores y creyentes en Dios: “Cuatro
mil millones de hombres, -grita- ¡qué
hermosa compañía!”, y además que, a pesar de ser así el hombre es inmortal.
Leyendo Csoskonái su poema cogió una
pulmonía que lo llevó al sepulcro. Fue como una ironía, como una de esas
paradojas que nos juega el destino, acaso para mostrar en vivo la tesis que
acababa de proclamar en su poema: “aunque
haya muerto seguirá entre nosotros, y está contado entre los inmortales de su
patria”.
Todo hombre tiene dentro de sí esa semilla de inmortalidad y a ella
aspira de una u otra forma. Todo hombre lucha por sobrevivir, por la
supervivencia y por la inmortalidad. Dice Miguel
de Unamuno: “Si tengo sed es porque
existe el agua, si tengo hambre es porque existe el pan, y si tengo sed de
eternidad es porque tiene que existir, me es debida, es que la necesito...,
merézcala o no, la ne-ce-si-to...”, recalca.
Unos escriben obras inmortales, otros conquistan imperios, otros
tratan de erigirse monumentos imperecederos, e incluso algunos cometen mil
excentricidades, como aquel que se tiró al volcán Etna para que la gente creyera que había sido arrebatado por los
dioses al Olimpo. Tal es el hambre de inmortalidad de los humanos... Pues bien,
Jesús nos promete esa inmortalidad
si nos alimentamos con su Cuerpo: “El que
coma este pan vivirá para siempre”. Pero es necesario empezar esa labor de
vida eterna, aquí. “¡Cuatro mil millones
de hombres! -grita Csoskonái- ¡qué hermosa compañía!”. Y así debería
ser. Pero para lograrlo no queda otro camino que fomentar la unión, la
comunión, la comunicación... y eso lo hace con creces el sacramento de la
Eucaristía. Desgraciadamente da la sensación que el hombre está empeñado en
sembrar a lo largo y ancho del planeta desunión, guerra, soledad,
confrontación, violencia y sufrimiento. Como es lógico de esa forma nunca
llegaremos a la vida y menos aún a la inmortalidad, ya que todos ellos son
caminos que llevan irremisiblemente hacia la muerte.
Hemos hablado tantas veces sobre la Eucaristía, acerca de la santa
Misa y de la Comunión... Hemos dicho tantas veces lo importante que es “venir a misa”, no a cumplir con una
ley, no a entrar y rezar en un lugar llamado templo sin más, sino a llevar a
cabo un encuentro, un reencuentro con Dios y con el prójimo. De no ser así
sería suficiente oír misa por radio o
por televisión, pero ahí no hay encuentro, por eso no se cumple. Hay que “venir a misa...”. Cristo nos manda
tomar parte activa en el banquete, tomar
y comer. Los primeros cristianos celebraban la Eucaristía, o ágape como ellos decían, en las casas.
San Pablo en
su tercer viaje, al pasar por Tróade el
día primero de la semana, es decir un domingo, parte el pan con los
cristianos de aquella comunidad, o lo que lo es lo mismo, celebra con ellos la
Eucaristía. Alarga el sermón bastante. Tampoco debía de ser muy interesante
puesto que un joven que lo estaba escuchando, sentado en el alféizar de una
ventana, se durmió y se calló a la calle con tan mala suerte que se mató. Pablo al darse cuenta suspende la
reunión, baja y le devuelve la vida (Hech.
20, 10). Fue una de las primeras misas de las que hay constancia en el Nuevo
Testamento.
El año 150 san Justino
describe la Misa de su época y escribe que duraba varias horas. Él fue el
primero que dice que los cristianos, una vez que rezaban las palabras del
padrenuestro: “perdónanos nuestras
ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, se daban entre
ellos el “beso de la paz”.
En el s. XI se había perdido la costumbre de comulgar con asiduidad.
Se hacía seis o siete veces al año, y no todos los cristianos. Este alejamiento
de la Eucaristía no enfrió sin embargo la fe de los creyentes. Y así en el s.
XII se pretende suplir la comunión sacramental por la comunión espiritual, y se esfuerzan al menos en ver la sagrada forma, y en ver el cáliz sagrado y adorarlo. Este
movimiento culminó con esa gran fiesta de la Sacramental que hoy celebramos. La promueve Santa Juliana de Lieja (+1258)
debido a unas visiones que, según manifestó, había tenido. Su Obispo
establece la celebración en su diócesis el año 1246. Finalmente el año 1264 el
Papa Urbano IV la hace extensiva a
toda la Cristiandad.
La procesión que se hace por las calles llevando en manos el Santísimo
arranca del 1279. El Oficio del Corpus
lo compuso nada menos que santo Tomás de
Aquino. Es en el Concilio IV de Letrán donde se establece
el año 1215 la confesión de los pecados
mortales por lo menos una vez al año y comulgar
por Pascua de Resurrección.
Finalmente hasta el Concilio
Vaticano II se decía la Misa mirando al Oriente, por donde sale el sol,
pues de allí nos llegó la luz de la salvación, también con el fin de pedir por
los Cruzados que en aquellos años mil luchaban por librar los santos lugares
del dominio musulmán. Hoy nos hemos vuelto cara al pueblo y se dejó el latín
por la lengua vulgar que usa la gente. También hoy se vuelve a frecuentar más
la Comunión tras unos años de ausencia, quizá debido a la influencia de los jansenistas que predicaban que había que
acercarse a comulgar completamente limpios de toda culpa.
Debemos comulgar, claro que sí, pero no sólo con el pan eucarístico, debemos comulgar del
mismo modo con el Evangelio y su
mensaje, con los pobres y enfermos, con Jesús
y sus ideas que también son pan y alimento de las almas.
A veces declinamos la invitación a acercarnos a la mesa del Señor y
luego no tenemos inconveniente alguno en “comulgar
con ruedas de molino”. Y Jesús aunque
se sobreentienda no nos mandó: sed
justos, practicad el orden y la equidad, sino: amaos. Y esto en el mundo brilla por su ausencia.
¿Cómo es posible que en una sociedad que se llama cristiana existan
legalmente sueldos, fichajes, ganancias super millonarias, y que haya personas
que trabajando día y noche, apenas ganen para mantener la familia? ¿Cómo es
posible eso entre aquellos que presumen de seguir a Jesús? Ya no pregunto si eso es amor, no, hay que preguntar si ese
sistema que respalda tales diferencias, es justo.
Mil quinientos científicos, 99 premios Nobel de 70 países han manifestado que mientras sigamos gastando en
el mundo un billón de dólares al año en armamento y no entreguemos ni siquiera
ese 0,7 % del producto nacional para solucionar los problemas del hambre y de la
miseria del planeta, terminaremos mal.
¿Cómo podemos permitir ver cada día por TV a miles de niños que se
mueren de consunción y de miseria y no estallar de indignación y echar a correr
en su ayuda, ¡pero ya!, pues el hambre no puede esperar ni un día? Y luego
celebramos asambleas, congresos, comuniones, bodas con gastos superfluos sin
medida..., mientras hay millones de hermanos con la mano extendida pidiéndonos,
sin recibir nada.
Cuenta una leyenda eslava que el monje Demetrio un día oyó un aviso: Dios
te espera detrás de la montaña. Él echó a andar, pero por el camino
encontró a un hombre herido y medio muerto. Le socorreré al regreso, pensó, no
puedo hacer esperar a Dios. Llegó al lugar concertado al atardecer, pero
Dios no estaba allí...
-¿Cómo? si me dijo que me
aguardaba aquí.
-Pues no, le respondieron, tuvo
que salir corriendo a auxiliar a un hombre herido que agonizaba en el camino
por donde viniste.
Dios es amor. Y la Eucaristía es eso: un encuentro de amor, de
caridad... “Cuatro mil millones de
hombres ¡qué hermosa compañía!” decía
Csoskonái. Pero cuando brilla por su ausencia, ya no el amor sino la
justicia, también cabría decir: “cuatro
millones... ¡qué triste soledad!”.
Hoy es el día del Corpus y un día dedicado a recordar Cáritas. En tiempos normales había procesiones y manifestaciones multitudinarias en muchas parroquias y ciudades, hoy suspendidas por razones de la epidemia.
Hasta ahí todo bien, pero mientras un pobre en cualquier rincón del mundo esté
muriendo de hambre, de enfermedad o de miseria, ese Cristo que tratamos de
honrar en los templos o aplaudir en Congresos o pasear por las calles acaso
estará muy lejos de esos lugares ayudando a un moribundo que gime y pide ayuda
al borde del camino...
Una verdad tan claramente expuesta por Jesús y ¡qué trabajo nos cuesta comprenderla! Ninguna fiesta del
Corpus sería mejor celebrada que aquella en la que se ayudara a nuestro
hermano. Hoy, día de la caridad es
una llamada a la colaboración en esta hermosa empresa, de lo contrario nuestros
ritos podrían ser cultos vacíos y nuestra Eucaristía cualquier cosa menos un
sacramento de comunión, de amor y de fraternidad. Jmf