viernes, 11 de mayo de 2018

ASCENSION DEL SEÑOR. 13-V-2018 (Mc. 16, 15-20) B

       Hay en la Naturaleza un lenguaje oculto y simbólico que el hombre ha ido asimilando poco a poco a su modo de expresarse. Así el concepto de muerte se relaciona con todo lo que cae: la piedra, el árbol, el rayo.... y el concepto de vida con todo lo que sube: la savia, el sol en el horizonte, el humo... Hasta los sonidos de las cosas parece que emplean un lenguaje semejante al del hombre: el viento que se queja, el trueno que asusta ¿O sería el hombre el que, oyendo estos sonidos, los incorporó a su lenguaje?  Incluso las máquinas cuando se las fuerza, emiten sonidos como si sufrieran y padecieran, v. g. el sonido del camión sobrecargado que sube pesadamente la pendiente, o un simple frenazo en seco...; pero cuando el motor trabaja holgado hasta parece que canta. Pues este modo de entender e interpretar nuestro entorno lo aplicamos también al mundo del espíritu y a ciertos hechos de la vida de Jesús.

Hoy celebramos su Ascensión. “Subir a los cielos” equivale, en este lenguaje simbólico, a ampliar el horizonte, a superar la dimensión humana. Por el contrario cuando decimos que “descendió a los infiernos” o de la cruz, o que bajó de los cielos, estamos concretando su acción. Y lo mismo sucede con los verbos marchar y venir: “me voy y vuelvo”. Se va físicamente pero se queda espiritualmente de otra forma, entra en su Reino, entra en un tiempo santo, perfecto y definitivo después de haber salido de un tiempo caduco, profano y perecedero. Los apóstoles no lo volverán a ver andar sobre la tierra, pero notarán, notaremos su presencia viva actuando en nuestra existencia. Para ello es preciso avivar, poner en marcha la fe. “El que crea y se bautice se salvará”, e. d., entrará en el Paraíso, trascenderá el tiempo y el espacio, llegará al cielo.

La fe no es ni más ni menos que “trascender lo que vemos”. Para un vulgar judío Jesús no era sino un hombre, como para muchos hoy. Los Apóstoles estaban mirando al cielo, en posición vertical. Dios cambia su actitud para que miren en dirección horizontal, es decir, mirar a los demás, a derecha e izquierda, y poder así enviarlos a abrir nuevas rutas a la fe, a sembrar su mensaje entre nuevos hombres, a descubrir nuevas perspectivas, a predicar fraternidad. Los apóstoles fueron mucho más allá, vieron, descubrieron en Jesús al Hijo de Dios. Como dice Saint-Exupéry en El Principito: “He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible para los ojos”. Recuerdo haber visto en el aeropuerto de Barajas, en uno de los muros bajo unos grabados en piedra, una frase que explica algo de esto. Decía poco más o menos: “Lo visible es lo que se ve de lo invisible”. En efecto, detrás de lo que vemos siempre hay un más allá, un más arriba que no vemos. Lo veremos con tal que tengamos fe para descubrirlo, y abramos los ojos del corazón para buscarlo. Es el mismo Jesús, por boca de los ángeles, quien nos lo pide: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Id por el mundo y predicad el evangelio...”, es decir, echar a andar más allá, más adelante, más arriba, más lejos...
 Y nos pide que nos pongamos en marcha haciéndolo a Él presente entre los hombres. Por eso estuvo entre los suyos durante cuarenta días, no para organizar su Iglesia, eso fue algo muy posterior, sino simple y llanamente para hablarles del Reino de Dios, que no es lo mismo que la Iglesia. La Iglesia es la materialización del Reino, el Reino es el espíritu, el espíritu de Cristo basado en la fe, “el que crea y se bautice...”.

Y hoy más que nunca hay que tener mucha fe, hay que re-volverla, regresarla, re-encontrarla, a pesar de que el mundo nos brinda a cada paso desconfianza. “No te fíes”, nos murmuran al oído. Siempre recuerdo aquella anécdota que no por conocida es menos elocuente, del padre que, al despedir como emigrante a su hijo a la puerta de casa, y al pie de la escalera, le dice: “Mira allá abajo... ¿qué es lo que ves?”. Y mientras el hijo se doblaba deseando descubrir el misterioso objeto, el padre le dio un empujón y lo tiró al camino rompiéndose una pierna. Cuando el hijo se levantó se quejó amargamente: “¿Por qué me has engañado, padre, por qué me has hecho esto?”. La respuesta no se hizo esperar: “Para que no te fíes ni de tu padre, hijo mío, ¡ni de tu padre...!”. Humor negro, desde luego, pero de esa forma es como piensa el mundo. Sin embargo, en cristiano, no se puede ser así, hay que dar un voto de confianza a las personas. Tener fe en Dios es también confiar en la gente, aunque nos fallen. Hay que empezar alguna vez, incluso perdiendo.

Cristo aunque haya subido al cielo, sigue estando presente, presente de otra forma, en su Iglesia, en su palabra, entre los pobres. Lo más importante que hay en el mundo es el hombre, más que las estrellas, más que las fronteras, más que la patria... el hombre, cualquier hombre. Con Cristo el hombre adquiere una nueva dimensión. Dios se hace hombre, un hombre que muere, resucita, y se sienta a la derecha de Dios. Tenemos ya al hombre semejante a Dios. ¿Cómo caer en la cuenta de estas verdades? ¿Cómo mentalizarnos de que somos “raza divina, estirpe de dioses”, que decía san Pablo a los atenienses? Es difícil, porque para escalar el cielo y sentarse a la derecha de Dios antes hay que pasar por la humillación y el Calvario. Un árbol sólo puede crecer y tener altura en la medida en que profundice en la tierra oscura y fría y eche en ella hondas raíces.

No podemos “encielar” a Dios, ni “enterrar” al hombre. El hombre-Dios, enterrado ya resucitó y subió a los cielos. El Dios-hombre "encielado" ha bajado a la tierra y se encarnó... Cristo, aunque subió a los cielos, no se fue... ¿Dónde está el cielo para ir a él? No es tanto ir a él como que venga él a nosotros. Lo pedimos cada día: “Venga a nosotros tu Reino”, En el drama del escritor alemán Gerhard Hauptman titulado “La ascensión de Hannele” una muchacha de catorce años, para librarse de la persecución del borracho de su padrastro se tira a un estanque helado creyendo alcanzar así el Paraíso. Unas almas piadosas la salvan y la llevan al hospital. En medio de la fiebre y el delirio Hannele contempla el mundo puro que anhelaba, ve a su madre que la ayuda y unos ángeles que la transportan en volandas a una ciudad maravillosa. Mientras es llevada despierta y se encuentra de nuevo en la cama de un hospital destartalado donde muere. Pero eso es como nos lo pintan los poetas. El cielo hay que construirlo aquí abajo. No tenemos por qué subir nosotros al cielo, es el cielo el que tiene que venir a nosotros: “Venga a nosotros tu Reino”, nos enseñó a decir Jesús, y en el Credo recordamos que: “desde allí ha de venir a juzgar”.

Va a venir, está viniendo... Y si nos encuentra con las lámparas de la fe encendidas nos reencontraremos con él en esa patria sin fronteras de lugar y tiempo: el Paraíso, para la gran fiesta final. Así lo representó Ticiano en su famoso cuadro que se puede ver en el Palacio del Duce de Venecia, titulado “El Paraíso”, un cuadro gigantesco, en el que se pueden contar hasta 1.200 personajes. Alguien comentó: “Se parece más a una romería popular que al cielo que yo me imaginaba”,  sin caer en la cuenta de que el cielo debe de ser algo así, una fiesta más que nada, regocijo eterno, no según nuestra forma terrenal sino basado en una paz alegre y profunda, eternamente nueva.
 Cuentan de este mismo pintor, Ticiano (1477-1578), que en una ocasión hizo una gran cena. Quería que la gente hablara, comiera, se divirtiera y lo pasara bien. Pero los comensales iban más en busca de honores y de ostentar sus galas, en una palabra, de aparentar, que de tomar parte en el banquete; de ahí que luego criticaran la cena de insulsa y pobre. Enterado el pintor preparó poco después otra gran cena y sólo puso la mesa y los manteles. En la chimenea ardía un gran fuego. Cuando los comensales, un tanto desconcertados, se habían sentado ya a la mesa, apareció él con un carísimo vestido regalo del emperador, y con uno de sus mejores cuadros en la mano. Entonces, arrojando ambas cosas al fuego, les dijo: “Cada una vale más de 5.000 escudos. No os quejaréis ahora de que la cena ha sido barata y poco interesante...”.

           Cristo volverá para la gran fiesta, para la gran hermandad final, eso que algunos llamaron "la gran tarde". Entretanto los cristianos debemos hacer todo lo posible por salvar al hombre en particular, en vez de soñar en ser salvadores de la Humanidad; mirar al cielo sin perder de vista el horizonte, y no quedarnos en esa postura eternamente, sino echar a andar, para recorrer todos los caminos y llevar la buena nueva, haciendo nuevos cristianos por medio de la fe, acercando nuevos comensales al banquete del reino, al banquete (ágape) del amor cristiano. Amor no es enamorarse, pues puede uno estar enamorado y sin embargo odiar. En el amor cristiano no cabe lugar ni para el odio ni siquiera para el poco amor, eso es incompatible con nuestra fe. Este Domingo de la Ascensión hemos venido una vez más a la iglesia a celebrar la presencia de Jesús entre nosotros. Los cristianos nunca deberíamos olvidar aquella frase de León Tolstoi: “El único templo verdaderamente sagrado y santo es una congregación de hombres unidos por amor”. Es verdad, y es en ese templo donde mejor podemos prepararnos para la venida del Espíritu Santo que celebraremos, Dios mediante, el próximo domingo. JM.F.

2 comentarios:

F. Invernoz dijo...

¡Muchas gracias por este texto que me ha servido para acrecentar mi fe.

cura xago y vaqueiro dijo...

Gracias Horacio, tu comentario anima a seguir uno con sus prédicas.