DOMINGO
DE PENTECOSTÉS.- 20-V-2018 (Jn. 20,
19-23) B
Recuerdo aquel pasaje de la novela Diario de un cura de aldea de Geroges Bernanos (novela
que vale por una encíclica) cuando el cura de Torcy le explica al protagonista lo que es un sermón. dice:
“La palabra de Dios es un fuego
candente... Hay sacerdotes que hablan largo y tendido y bajan del púlpito
contentos... en realidad no han predicado, sino a lo sumo ronroneado [...] Por ejemplo, la famosa encíclica Rerum
novarum de León XIII que vosotros leéis
tranquilamente a la luz de los cirios como cualquier plática de Cuaresma, en
mis tiempos creíamos que la tierra
temblaba bajo nuestros pies... La sola idea, tan sencilla, de que el trabajo no
es una mercancía sometida a la ley de la oferta y la demanda, que no se puede
especular con los salarios ni con la vida de los hombres como si se tratara de
trigo, de azúcar o café emocionaba las conciencias. Por haberlo explicado desde
el púlpito a mis feligreses pasé por socialista y el Obispo me cambió de
parroquia...”. Y es que decir las cosas con garra y que interesen jugándose uno incluso la reputación y el puesto
no es cosa fácil.
El mismo hablar y que te entiendan ya es difícil
(más aún si además pretendes que te hagan caso). Desde la antigüedad hubo
siempre una preocupación en saber llegar a los demás, en saber hablar en
público. Aristóteles escribe un
tratado sobre el tema. Demóstenes, siendo
un vulgar y simple tartamudo, logra a base de práctica y esfuerzo, ser un gran
orador. Quintiliano escribe también
su Tratado de Oratoria. Más
recientemente el Dr. Vallejo Nájera, nos
dejó un hermoso libro titulado Aprender a
hablar en público hoy. Sin
embargo, y a pesar de todas las
técnicas, el sermón fracasa si no está cargado de espíritu.
Hoy es el día Espíritu
Santo, el día en el que conmemoramos el terremoto espiritual que sufrieron
los apóstoles. La afrentosa muerte de Jesús
en la cruz los había dispersado, Pentecostés
los vuelve a unir, a reunir. La dispersión de fuerzas es el gran pecado del
mundo, la unión es lo que crea el espíritu en una comunidad, en un organismo,
en la iglesia o en un equipo de fútbol. Acaso por eso Jesús les hable del perdón de
los pecados antes de enviarles
el Espíritu Santo. Es decir, los
quiere limpios de pecado y de divisiones, la división es el gran pecado del
mundo y sobre todo de aquellos que se llaman cristianos, sean católicos,
ortodoxos o luteranos.
“El pecado del mundo” es la desunión, la desunión de
las familias, de los pueblos, de las creencias, la desunión del matrimonio, la
desunión... cada uno pretende hablar con su lenguaje prescindiendo de que los
demás nos entiendan o no. Ese es el pecado del mundo, la eterna Torre de Babel, no entendernos. A veces hasta da la sensación de que tenemos a
gala hablar de modo que los demás no entiendan: surgen así las lenguas
vernáculas, los sermones de corte escolástico, el lenguaje del científico, los
ininteligibles términos médicos, los discursos de los políticos con su jerga
típica: hablar y hablar sin decir
nada como el sermón de nunca acabar. ¿Por qué no hablar un lenguaje que todos comprendamos sin esfuerzo? Es cierto que esto
no es suficiente, los discursos no sólo deben mover la cabeza con el
asentimiento, sino el corazón con la entrega y la conversión, es decir, no sólo
deben convencer sino que deben convertir.
En la epístola
de hoy hay una frase que recoge san
Pablo: Jesús es el Señor ¡Cuánto en tan poco! Dicen que fue la
fórmula abreviada del Credo que los primeros cristianos recitaban
(no les daría tiempo a más) antes de ser devorados por las fieras en el circo,
esa expresión vivida daba sentido a todo su discurso y a toda su vida.
“El pecado del mundo...” es la desunión, pero
también, es la tristeza, “los apóstoles se alegraron de ver al Señor.
Estamos tristes porque somos incapaces de ver al Señor. Nos falta fe.
Tenemos miedo. Y así la juventud camina hacia la droga, hacia la delincuencia,
el mundo camina hacia la guerra, hacia el terrorismo, hacia el paro y el
hambre, sobre todo en ciertas regiones del planeta. El odio nos impide ver al
Señor que es amor. En cambio a los apóstoles les llenó de alegría su presencia.
“El pecado del mundo...” es el egoísmo. Seguimos con
las puertas cerradas como aquellos tres personajes de la obra de Jean Paul Sartre, “Huis clos”,
atrapados en la habitación de un hotel en donde, ante la imposibilidad de
convivir unos con otros, Garcín, el
periodista desertor, pronuncia aquella tremenda y célebre frase: “El Infierno son los demás”. Precisamente lo contrario de lo que
sucede en el Cenáculo: los demás son mi salvación. Y esto porque seguimos con
las puertas cerradas; sobre todo las del corazón, y de ese modo Jesús no puede entrar. Cerramos
nuestras entrañas al prójimo. Cada uno que se arregle como pueda. Y si podemos
estafarlo lo estafamos sin miramientos ni reparo de ningún tipo, sin darnos
cuenta de que el daño, tarde o temprano, se volverá contra nosotros.
No sé de qué autor es un cuento titulado La gran fiesta. Esta iba a tener lugar el último día del año. Para que no
resultara tan costosa, cada vecino se comprometió en llevar a una bodega un
cántaro de vino y vaciarlo en la gran cuba de roble que estaba allí dispuesta
para el caso. Poco a poco la gente fue acudiendo y la cuba se fue llenando. Por fin llegó el día esperado,
engalanaron la bodega, se vistieron todos los lugareños con sus mejores galas,
la música sonaba vibrante en la explanada bajo los castaños centenarios. Y dio
comienzo la fiesta. Pero al abrir la espicha del bocoy en vez de vino salió un
chorro de agua. ¿Qué había sucedido? Que el diablo le había soplado al oído de
cada uno: “Tú no eches vino, te basta con
un cántaro de agua, entre tantos ¿quién lo va a notar? Pero como todos cayeron en la tentación todos quedaron estafados y la fiesta no se pudo celebrar.
“El pecado del mundo...” es la desunión. Sálveme yo a costa de quien sea y como sea, y los demás allá ellos. Nos falta espíritu de colaboración y de
solidaridad. Un día se dijo en el Congreso europeo que los pueblos se hacían
cada día más duros e insensibles a las desgracias debido a su constante
repetición. Perdemos pronto la capacidad de asombro. Nos falta espíritu y lo que
nos queda es caminar a golpe de sentimiento, pero el sentimiento dura poco.
Nos falta espíritu de fraternidad y eso es un
pecado. Por eso no nos entendemos y hablamos
cada uno en nuestra jerga particular y egoísta,
en nuestro Bron. Decían antes nuestros viejos caldereros
de Miranda que para poder vender y subsistir había que “sinar al payo” (e. d.
engañar al cliente). Y qué bien hemos aprendido la lección: estafar, engañar al
payo está a la orden del dí, pero
no para sobrevivir, no, sino muchas veces por avaricia, por mero deporte o
egoísmo.
“El pecado del mundo...” es la falta de paz. El hombre en su egoísmo ha caído en el
pozo de su propia miseria que es el más hondo y peligroso de los pozos, incapaz
de estar fuera de sí de alegría, incapaz de hallar la paz, estando asediado por
la angustia, el miedo y la
tristeza. Y sin embargo uno de los dones
del espíritu es la paz y la vida interior.
Como dice Rudolff Ch. Eucken en su conocida obra: Los grandes pensadores: “En los pueblos, igual que en los
individuos, hay que trabajar incansablemente si queremos superar felizmente la
crisis actual (se refiere a la de
primeros de siglo XX). Lo que más
necesita y con más urgencia la Humanidad (para conseguir esa grandeza)
es el cultivo de la vida interior...”. Son palabras que deberíamos meditar
largamente. Porque esa vida interior es fruto únicamente del Espíritu de Dios.
No hay más camino. No en vano se representa al Espíritu Santo en forma de paloma, derramando sobre el mundo una
lluvia de fuego y un viento de luz impetuoso que vivifica las almas. Hoy en
cambio, las palomas de la paz de las potencias mundiales, son esos bombarderos
que también hacen caer sobre el mundo otro espíritu de fuego exterminador, el
fuego de las bombas y de la
metralla, el fuego letal y sembrador de odios, de miseria y de destrucción.
El espíritu es el único capaz de transformar el
mundo, de cambiar nuestras vidas, de dar y de entregarse. A Él debemos acudir
al santiguarnos, al oír misa... porque ¡cuántas veces lo invocamos, por ejemplo
aquí, durante la Eucaristía...!: “Te
pedimos que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del
Cuerpo y sangre de Cristo”, al
recitar el Credo: Creo en el Espíritu
Santo. No hay que cesar de invocarle a todas horas a fin de que nos cambie
en hombres diferentes y cambie
también las cosas, la faz de la tierra, en una tierra y en unos cielos nuevos. Y a Él debemos acudir, incluso cuando nos
parezca que pedimos imposibles. Podríamos recitar entonces la oración de aquel
cristiano que decía:
“Espíritu Santo,
dame fuerza y valor para cambiar lo que no puedo aceptar, para aceptar lo que
no puedo cambiar y sabiduría y tacto
para distinguir una cosa y otra”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario