DOMINGO II, t.o. 20-I-2019. (Jn. 2, 1-12) C
Seguramente hemos oído cientos de veces que la Eucaristía “es el sacramento del amor”; nos lo
recuerda uno de los himnos eucarísticos más populares: “Cantemos al amor de los amores...”. Una de las cuatro voces
empleadas en el griego para expresar este sentimiento, además de eros (amor pasional), storgé (a. duradero) y philia (a. solidario) es la voz ágape (a. incondicional), que entre los
primeros cristianos designaba el amor que debía reinar entre los creyentes, el
cual debía hacerse realidad en una cena o comida de confraternización (I Cor.
11,17). Por desgracia estas comidas tuvieron que ser suprimida pronto, debido a
los excesos que san Pablo denuncia escribiendo a los corintios: “cuando os reunís, eso no es comer la cena
del Señor, cada uno se adelanta a comer su propia cena, así mientras uno pasa
hambre el otro se embriaga” (I Cor. 11, 21).
Hoy, de todo aquello, nos queda la santa Misa. Y así como a veces no le
damos al banquete la importancia que merece suprimiendo el ritual adecuado,
(comemos y bebemos como un acto fisiológico más, olvidándonos de la importancia
de “confraternizar”), nos sucede tres
cuartas partes de lo mismo con la Misa. Y no debía ser así pues en ella apenas
hay comida; lo cual es una prueba de que lo realmente importante en ella es el
gozoso encuentro con Dios en los hermanos.
Jesús gustaba de estos encuentros a tal punto que
llegaron incluso a acusarlo de comilón, de comer y beber con pecadores cuando
en realidad se preocupó de dar de comer a 5.000 personas, humildes gentes del
pueblo, y de comer él mismo con ellas. El primer
milagro de su vida pública, de que hay constancia, es en un banquete. Y el
último de su vida mortal es una cena, la
última Cena, en la que Él mismo se dio en comida. Aún se aparecerá a los
suyos después de la Resurrección en el Cenáculo, y comerá unos peces con ellos.
Junto al lago les prepara Él mismo el desayuno. En su primer milagro están
también presentes sus discípulos. Y para resaltar más la fraternidad estuvo
también su Madre entre los apóstoles el día de Pentecostés (Hech.
1, 14). La misión de María en Caná no fue sólo estar pasivamente. Se dio cuenta
de que a los novios se les presentó inesperadamente un gran problema: “No tenían vino”. No espera a que lo
pidan, ella misma se adelanta. Jesús
convierte el agua en vino de modo que nadie se dio cuenta, ni el maestresala
siquiera, ninguno de los convidados echa en falta nada en ningún momento,
únicamente advierten que el vino que ahora se servía era mejor que el del
principio.
El vino se convertirá más tarde
en su sangre, o mejor dicho, su sangre se convertirá en vino, vino que convierte al hombre en otro Cristo, una vez que ha sido
convertido en miembro de la Iglesia por medio del agua del Bautismo. Desgraciadamente para muchos la santa Misa no es
un encuentro jubiloso, ni una invitación correspondida. Si encontramos a un
amigo por la calle es fácil que le invitemos a tomar una copa, no porque
supongamos que tiene sed sino como una muestra de afecto y amistad. Eso mismo
hace Jesús desde el altar. Sin
embargo nosotros correspondemos a menudo a esta invitación como cuenta Ricardo Guillón que respondió el poeta Juan
Ramón Jiménez cuando un día, durante una reunión de escritores en Puerto
Rico, una señora insistía en que debía tomar algo: No, por favor,-dijo el poeta-
yo aquí sólo vengo a estar. Acaso sea esa nuestra postura más corriente: venir a estar. Venir a estar es el
primer paso, pero deberíamos también venir a estar tomando parte, participando, convirtiendo y convirtiéndonos
en vino de alegría y fraternidad para el prójimo.
Hay un tercer dato en este pasaje evangélico un tanto sorprendente. Cuando María se dirige a Jesús con aquella frase: “No
tienen vino”, Él le responde un
poco desabridamente, para ser como era su madre: “¿Y qué nos importa a ti y a mí, mujer?”, es decir, no te metas en
lo que no te llaman. María está
junto a Jesús en Belén, en Egipto,
aquí junto a estos novios con problemas, camino del Calvario y luego de pie
junto a la cruz. A partir de este momento y durante la vida pública del Señor
desaparece. O puede ser también que Jesús
prescinda un poco de ella. Hay una ocasión en la que le dicen a Jesús: “Tu madre y tus hermanos quieren verte”. A lo que el Señor responde: “¿Quién
es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Y dirigiéndose a los discípulos añade: “Estos son mi madre y mis hermanos…, quien cumple la voluntad de Dios
ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc. 3, 31-35). A veces es
difícil comprender este Jesús del evangelio… y su actitud, es difícil…
Hoy la familia está pasando por una cierta crisis tanto de la pareja como
con respecto a los hijos. Anduvo hace unos años un libro por ahí que en tres
meses alcanzó varias ediciones, titulado Yo,
tu madre, de una escritora y periodista francesa llamada Christiane Collange. En él plantea cómo los padres, una vez que el hijo alcanza
mayoría de edad, le harían un gran favor echándolo de casa…, así, con el fin de
obligarle a buscar por su cuenta su modus
vivendi. Pues bien, Jesús aquí
nos da una lección magistral de desprendimiento familiar, del “búscate la vida” sin depender de los
padres. Él se crea una nueva familia distinta y admirable con sus doce
apóstoles. Ya nos había adelantado esta postura cuando, perdido en el templo, le
contesta a María que le preguntaba por qué había hecho aquello: “¿Y no sabíais que yo debo dedicarme a las cosas de mi Padre?”. Dice el evangelio que ellos no
entendieron la respuesta. Yo creo que María
no quiso entenderla. Era su madre al fin y al cabo.
Y si el evangelio dice que Jesús pasó
por el mundo haciendo el bien otro
tanto se podría decir de María si
nos fijamos cuántas veces emplea el verbo hacer
en las pocas palabras que recoge el evangelio de su boca. Prácticamente en cada
pasaje en el que habla ella o se habla de ella sale el verbo hacer: Inicia su vida con el “Hágase en mi según tu palabra…”, sigue
diciendo: “Porque hizo en mí cosas
grandes…”, “¿Por qué hiciste esto con
nosotros…?”, y las últimas palabras que recoge el evangelio son: “Haced lo que él os diga”, etc. Hacer
es un verbo que, por sintonía,
encuentra respuesta en el poder de Jesús
para llevarlo a cabo y convertirlo en realidad. A María se podrían aplicar con más razón que a nadie aquellos versos
de José Vicente Boix :
“No habla, dice. No escribe,
hace.
No razona, provoca. No ata,
emancipa.
No ofrece, da. No se
enamora, ama”.
Dice san Juan que este milagro fue la primera señal,
el primer signo o hecho elocuente de Jesús
con el que dejó evidenciar su vida divina. Él no vino a aguar la fiesta a
nadie, Él vino a alegrarla a di-vini-zar
nuestras lágrimas. No debemos ser aguafiestas sino animadores. La vida es una
fiesta… o debería serlo. El mismo hecho de vivir debería llenarnos de júbilo El
poeta Jorge Guillén admiraba a propios y extraños por su
capacidad de vivir apasionadamente el presente. Frente a otros poetas que
añoran el pasado o cifran sus ilusiones en el mañana. Jorge Guillén en sus poemas evita hasta usar futuros y pretéritos
porque lo único que le importa es el presente, es el aquí y ahora. Así dice en
el primer poema Más allá del Cántico:
“Ser, nada más. Y basta.
Es la absoluta dicha.
¡Con la esencia en silencio
tanto se identifica!”.
Luego
añadirá qué cosas son esas que le producen tanta dicha, y vemos que son de lo más
cotidiano en nuestras vidas:
“El balcón, los cristales,
unos libros, la mesa.
¿Nada más esto? Sí,
maravillas concretas”.
Creo que no somos más felices porque estamos empeñados en pedirle demasiado
a la vida poniendo el listón muy alto, en especial para los demás; y sobre todo
porque en vez de seguir el ejemplo de Jesús
transformando en vino nuestros
sinsabores, aguamos la fiesta de la
vida a los demás con nuestra actitud de soberbia, envidia, murmuraciones,
pasotismo y egoísmo. María nos da de
una forma u otra un ejemplo de cómo en estos casos hay que arrimar el hombro,
aunque sólo sea con esa oración tan sencilla y tan humana por cuantos carecen
de paz y amor: “Señor, no tienen vino”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario