viernes, 18 de enero de 2019


DOMINGO II, t.o. 20-I-2019. (Jn. 2, 1-12) C

        A Jesús le agrada comparar el Reino de los Cielos con un banquete, pero además con un banquete de bodas. Basta con escuchar la narración de algunas parábolas como la “del rey que preparó la boda de su hijo…” (Mt. 22, 2 y 8), Jesús quiere hacer ver cómo en estos acontecimientos sociales es donde se desborda la alegría, ya que en ellos no sólo se come y se bebe sino que la gente se hace más comunicativa. Pues bien, el acto supremo de nuestra liturgia es precisamente un banquete: el banquete eucarístico, un banquete que desde la más remota antigüedad cristiana guarda una íntima relación con el amor. Ya muchos años atrás Platón había escrito un diálogo que denomina El Banquete o Diálogo sobre el amor, en el cual trata de explicar, relacionar y dejar claro la supremacía del amor divino sobre el amor humano.

       Seguramente hemos oído cientos de veces que la Eucaristía “es el sacramento del amor”; nos lo recuerda uno de los himnos eucarísticos más populares: “Cantemos al amor de los amores...”. Una de las cuatro voces empleadas en el griego para expresar este sentimiento, además de eros (amor pasional), storgé (a. duradero) y philia (a. solidario) es la voz ágape (a. incondicional), que entre los primeros cristianos designaba el amor que debía reinar entre los creyentes, el cual debía hacerse realidad en una cena o comida de confraternización (I Cor. 11,17). Por desgracia estas comidas tuvieron que ser suprimida pronto, debido a los excesos que san Pablo denuncia escribiendo a los corintios: “cuando os reunís, eso no es comer la cena del Señor, cada uno se adelanta a comer su propia cena, así mientras uno pasa hambre el otro se embriaga” (I Cor. 11, 21).

Hoy, de todo aquello, nos queda la santa Misa. Y así como a veces no le damos al banquete la importancia que merece suprimiendo el ritual adecuado, (comemos y bebemos como un acto fisiológico más, olvidándonos de la importancia de “confraternizar”), nos sucede tres cuartas partes de lo mismo con la Misa. Y no debía ser así pues en ella apenas hay comida; lo cual es una prueba de que lo realmente importante en ella es el gozoso encuentro con Dios en los hermanos.

Jesús gustaba de estos encuentros a tal punto que llegaron incluso a acusarlo de comilón, de comer y beber con pecadores cuando en realidad se preocupó de dar de comer a 5.000 personas, humildes gentes del pueblo, y de comer él mismo con ellas. El primer milagro de su vida pública, de que hay constancia, es en un banquete. Y el último de su vida mortal es una cena, la última Cena, en la que Él mismo se dio en comida. Aún se aparecerá a los suyos después de la Resurrección en el Cenáculo, y comerá unos peces con ellos. Junto al lago les prepara Él mismo el desayuno. En su primer milagro están también presentes sus discípulos. Y para resaltar más la fraternidad estuvo también su Madre entre los apóstoles el día de Pentecostés (Hech. 1, 14). La misión de María en Caná no fue sólo estar pasivamente. Se dio cuenta de que a los novios se les presentó inesperadamente un gran problema: “No tenían vino”. No espera a que lo pidan, ella misma se adelanta. Jesús convierte el agua en vino de modo que nadie se dio cuenta, ni el maestresala siquiera, ninguno de los convidados echa en falta nada en ningún momento, únicamente advierten que el vino que ahora se servía era mejor que el del principio.

El vino se convertirá más tarde en su sangre, o mejor dicho, su sangre se convertirá en vino, vino que convierte al hombre en otro Cristo, una vez que ha sido convertido en miembro de la Iglesia por medio del agua del Bautismo. Desgraciadamente para muchos la santa Misa no es un encuentro jubiloso, ni una invitación correspondida. Si encontramos a un amigo por la calle es fácil que le invitemos a tomar una copa, no porque supongamos que tiene sed sino como una muestra de afecto y amistad. Eso mismo hace Jesús desde el altar. Sin embargo nosotros correspondemos a menudo a esta invitación como cuenta Ricardo Guillón que respondió el poeta Juan Ramón Jiménez cuando un día, durante una reunión de escritores en Puerto Rico, una señora insistía en que debía tomar algo: No, por favor,-dijo el poeta- yo aquí sólo vengo a estar. Acaso sea esa nuestra postura más corriente: venir a estar. Venir a estar es el primer paso, pero deberíamos también venir a estar tomando parte, participando, convirtiendo y convirtiéndonos en vino de alegría y fraternidad para el prójimo.

Hay un tercer dato en este pasaje evangélico un tanto sorprendente. Cuando María se dirige a Jesús con aquella frase: “No tienen vino”, Él le responde un poco desabridamente, para ser como era su madre: “¿Y qué nos importa a ti y a mí, mujer?”, es decir, no te metas en lo que no te llaman. María está junto a Jesús en Belén, en Egipto, aquí junto a estos novios con problemas, camino del Calvario y luego de pie junto a la cruz. A partir de este momento y durante la vida pública del Señor desaparece. O puede ser también que Jesús prescinda un poco de ella. Hay una ocasión en la que le dicen a Jesús: “Tu madre y tus hermanos quieren verte”. A lo que el Señor responde: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Y dirigiéndose a los discípulos añade: “Estos son mi madre y mis hermanos…, quien cumple la voluntad de Dios ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc. 3, 31-35). A veces es difícil comprender este Jesús del evangelio… y su  actitud, es difícil…

Hoy la familia está pasando por una cierta crisis tanto de la pareja como con respecto a los hijos. Anduvo hace unos años un libro por ahí que en tres meses alcanzó varias ediciones, titulado Yo, tu madre, de una escritora y periodista francesa llamada Christiane Collange. En él plantea cómo los padres, una vez que el hijo alcanza mayoría de edad, le harían un gran favor echándolo de casa…, así, con el fin de obligarle a buscar por su cuenta su modus vivendi. Pues bien, Jesús aquí nos da una lección magistral de desprendimiento familiar, del “búscate la vida” sin depender de los padres. Él se crea una nueva familia distinta y admirable con sus doce apóstoles. Ya nos había adelantado esta postura cuando, perdido en el templo, le contesta a María que le preguntaba por qué había hecho aquello: “¿Y no sabíais que yo debo dedicarme a las cosas de mi Padre?”. Dice el evangelio que ellos no entendieron la respuesta. Yo creo que María no quiso entenderla. Era su madre al fin y al cabo.

Y si el evangelio dice que Jesús pasó por el mundo haciendo el bien otro tanto se podría decir de María si nos fijamos cuántas veces emplea el verbo hacer en las pocas palabras que recoge el evangelio de su boca. Prácticamente en cada pasaje en el que habla ella o se habla de ella sale el verbo hacer: Inicia su vida con el “Hágase en mi según tu palabra…”, sigue diciendo: “Porque hizo en mí cosas grandes…”, “¿Por qué hiciste esto con nosotros…?”, y las últimas palabras que recoge el evangelio son: “Haced lo que él os diga”, etc. Hacer es un verbo que, por sintonía, encuentra respuesta en el poder de Jesús para llevarlo a cabo y convertirlo en realidad. A María se podrían aplicar con más razón que a nadie aquellos versos de José Vicente Boix :
“No habla, dice. No escribe, hace.
No razona, provoca. No ata, emancipa.
No ofrece, da. No se enamora, ama”.

Dice san Juan que este milagro fue la primera señal, el primer signo o hecho elocuente de Jesús con el que dejó evidenciar su vida divina. Él no vino a aguar la fiesta a nadie, Él vino a alegrarla a di-vini-zar nuestras lágrimas. No debemos ser aguafiestas sino animadores. La vida es una fiesta… o debería serlo. El mismo hecho de vivir debería llenarnos de júbilo El poeta Jorge Guillén admiraba a propios y extraños por su capacidad de vivir apasionadamente el presente. Frente a otros poetas que añoran el pasado o cifran sus ilusiones en el mañana. Jorge Guillén en sus poemas evita hasta usar futuros y pretéritos porque lo único que le importa es el presente, es el aquí y ahora. Así dice en el primer poema Más allá del Cántico:
“Ser, nada más. Y basta.
Es la absoluta dicha.
¡Con la esencia en silencio
tanto se identifica!”.
Luego añadirá qué cosas son esas que le producen tanta dicha, y vemos que son de lo más cotidiano en nuestras vidas:
“El balcón, los cristales,
unos libros, la mesa.
¿Nada más esto? Sí,
maravillas concretas”.

Creo que no somos más felices porque estamos empeñados en pedirle demasiado a la vida poniendo el listón muy alto, en especial para los demás; y sobre todo porque en vez de seguir el ejemplo de Jesús transformando en vino nuestros sinsabores, aguamos la fiesta de la vida a los demás con nuestra actitud de soberbia, envidia, murmuraciones, pasotismo y egoísmo. María nos da de una forma u otra un ejemplo de cómo en estos casos hay que arrimar el hombro, aunque sólo sea con esa oración tan sencilla y tan humana por cuantos carecen de paz y amor: “Señor, no tienen vino”.

No hay comentarios: