viernes, 15 de febrero de 2019


DOMINGO VI.-17-II-2019 (Lc. 6, 17.20-26) C

Hay una idea central y hasta subversiva y revolucionaria que atraviesa todo el Evangelio: Su mensaje es una gran noticia para los pobres, pero una maldición para los ricos. Y aunque también es cierto que el mensaje cristiano se resume en el amor, aquí se podría decir que aparece como un amor “contra” los ricos. 

Es curioso constatar las dos maneras como nos trasmiten san Lucas y san Mateo el Sermón de la Montaña. San Lucas sólo escribe: “...Bienaventurados los pobres”, sin más. San Mateo añade a los pobres “de espíritu”. Hay autores que lo explican como que san Mateo, que era un hombre que procedía del mundo de la banca, quiere “descafeinar”, diluir un poco esa teología dura, ese filo tan cortante que es la pobreza material, pura y dura. Pienso que es todo lo contrario. San Mateo trata de llevarnos más allá. Cristo felicita en su Evangelio no sólo a los pobres de bienes materiales sino, y sobre todo, a aquellos que no ambicionan tener más y más. De ese modo trata de levantar una trinchera en esa retaguardia de los sentimientos que es el deseo y la intención.

Es lo mismo que sucede con los diez mandamientos, que bien examinados se reducen a ocho, puesto que el noveno no es más que una barrera contra el sexto al prohibir el deseo y el décimo del séptimo por lo mismo. La razón de este doblete es sin duda de tipo psicológico: el que desea algo desordenadamente, como dice el viejo Catecismo al hablar de los pecados capitales, tarde o temprano termina llevándolo a cabo. Y si un día se nos concediera convertir el deseo de todos los pobres en ricos, y reducir los ricos a pobres ¿cambiaría en algo el mundo? Es lo que habría que ver. En unas manifestaciones que hizo hace años Daniel Ortega sobre Nicaragua, se lamentaba de que los líderes políticos de la revolución se hubieran ido a vivir a los mismos palacios de Somoza y que banqueteasen, viajasen y dilapidasen el escaso patrimonio estatal tan alegremente como lo habían hecho poco meses antes sus antecesores en el gobierno, en tanto que el pueblo llano seguía sufriendo los impuestos, el hambre y la miseria. Gaspar G. Laviana y E. Cardenal perseguían los mismos ideales. Hoy Ortega, traicionando todo este idealismo revolucionario, está viviendo en el palacio de Somoza. Y es que la solución a ese problema no está en que la riqueza y el poder cambie de dueño sino en que los dueños de la riqueza cambien y la pongan al servicio de los más necesitados.

Desgraciadamente las leyes, las políticas que siguen los gobiernos, sean del signo que sean, siempre tienden a inclinarse a favorecer al que más tiene…, en detrimento del más pobre. No así los consejos que dimanan del mensaje evangélico. Lo expresó muy bien el novelista francés Anatole France: “Divinas leyes que prohiben por igual, tanto al rico como al pobre, robar leña, y dormir debajo de un puente”. Jesús mira por encima de todo la actitud, el deseo, la intención de las personas. Se enfrenta a la riqueza, o mejor dicho a quienes hacen mal uso de ella, no porque quiera que reine en el mundo la miseria, que no es buena, sino porque la riqueza suele ser un obstáculo para el entendimiento y sobre todo para entrar a formar parte de su Reino. En cambio elogia la pobreza porque a través de ella, por medio del desprendimiento la gente se hermana y el camino que conduce al Paraíso queda más expedito. El Sermón de la Montaña no es un código más, unos mandamientos añadidos a los de la ley de Dios, no, el Sermón de la Montaña es ante todo una tarjeta de felicitación, con ocho bienaventuranzas o invitaciones, ocho modos de alcanzar la meta de la perfección cristiana.

Antes del Concilio Vaticano II (1962-65) se suponía que los mandamientos eran para la “clase de tropa” o cristianos de a pie sin aspiraciones, y que los consejos y las bienaventuranzas eran para la gente selecta, la flor y nata de la espiritualidad. De algún modo los tres votos con los que se comprometen los monjes y los religiosos a vivir la santidad, si bien se miran, no son más que un resumen de las ocho bienaventuranzas: pobreza, limpieza de corazón, mansedumbre, obediencia, etc. Para Lutero las bienaventuranzas vienen a ser como una plantilla que, superpuesta sobre nuestra vida espiritual, nos hace ver qué es lo que nos falta y qué es lo que nos sobra. Para el filósofo Manuel Kant se trata de un código de ética de los buenos sentimientos. León Tolstoy las consideraba un modelo del nuevo orden social y de la paz que Cristo había venido a traer a la tierra, que deben ser cumplidas al pie de la letra pero sin violentar conciencias ni voluntades, sea por parte de la ley, de la política o de la religión. Finalmente para el teólogo, misionero y médico francés Alberto Schweitzer, las bienaventuranzas condensan una ética de urgencia, apta para un reino que los primeros cristianos creían inminente y que una vez implantado ya no sería necesaria, pues la libertad de los elegidos generaría automáticamente un reino de justicia, de amor y de verdad. A pesar de que aquellas esperanzas no han tenido cumplimiento en el momento anunciado, las normas y consejos o invitaciones dadas para entonces, siguen aún en pie, siendo aún válidas para nuestro tiempo.

Lo que sí podemos afirmar también es que tanto ellas como los consejos que las respaldan siguen siendo aún una auténtica provocación para el modo de pensar y actuar del hombre; por ejemplo cuando allí se nos manda: “si te abofetean en una mejilla debes poner la otra”, o “si alguien te obliga a acompañarle una milla vete con él dos…” …,” y a quien te quite media capa regálasela entera…”.

Hay otro aspecto que aparece ya dos veces en los mandamientos, como hemos indicado, que es la supresión del deseo. Se basa en la misma teoría del budismo predicado por Shiddharta Gautama, de sobrenombre Buda o “el iluminado”, uno de esos personajes tan dignos de admiración por los cristianos que, siendo como era un pagano, fue canonizado en la Edad Media con el nombre de san Barlaam. Buda predica que La vida es un dolor, un sufrimiento cuya causa es el deseo. Por tanto lograremos superar y vencer el dolor el día que sepamos vencer el deseo. Para ello tenemos varios caminos que se reducen a la moralidad, a la concentración mental y a la sabiduría. Como Buda, Jesús nos invita también a prescindir del deseo porque el propio deseo ya es un pecado: “quien mira a una mujer deseándola ya pecó en su corazón”, y lo mismo cuando dice: no sólo quien hiere sino “el que se irrita con su hermano, o le llama imbécil o necio” es ya reo de un castigo (Mt. 5, 27 s. y 21 s.).

Posiblemente Jesús planteó en un principio muy crudamente su mensaje. Así, declara que nada de jurar, que basta con decir el sí sí o el no no. Y cuando las cosas van a mayores el propio san Mateo establece un orden reglamentado de instancias: ante una falta grave del prójimo házsela ver, si se arrepiente perdónalo, si no denúncialo a la Iglesia y si no hiciere caso tenlo por gentil o pagano (Mt. 18, 15).

Jesús prohibe también radicalmente el divorcio pasando por encima de todas las sentencias mantenidas por las dos grandes Escuelas Rabínicas de su tiempo: la de Shammai que permitía divorciarse con tal de presentar una falta de orden sexual, y la escuela de Hillel para la que era suficiente, por ejemplo, que a la mujer se le hubiera quemado aquel día la comida. La radicalidad de Jesús acaso para no ir tan frontalmente en contra de estas dos escuelas, es aminorada por san Mateo que hace una excepción, es decir, deja abierta una puerta: puede divorciarse uno en caso de prostitución (18, 9); lo difícil es saber qué entendía él aquí por prostitución, en griego, porneia.

Da la sensación como si los apóstoles, una vez que se fue Jesús de este mundo, trataran de atenuar su mensaje. Jesús no era un jurista, ni tiene ni quiere ejercer poderes legales contra esto o contra aquello, sólo nos da unos consejos, lo cual ya es en sí un valor y muy digno de agradecer. Por eso cada uno es libre para cumplir tanto con Dios como con el prójimo en distinta manera: Unos le dan a Dios todos sus ahorros, como la viuda del templo, otros le dedican alma y vida como las mujeres al pie de la cruz y luego camino del sepulcro o hacen un derroche que parece absurdo, como cuando en Betania María rompe un frasco de perfume de nardo a los pies de Cristo con cuyo dinero comerían muchos pobres... Hay quien lo da todo a los pobres, otros la mitad de sus bienes como Zaqueo, y finalmente hay quien sólo ayuda con préstamos, aunque eso sí, sin distinguir si a quien presta es su amigo o su enemigo. Es algo que no se había oído nunca, y que nadie había dicho hasta entonces. Y todo ello sin leyes ni castigos, por pura voluntad y benevolencia...

Lo que Jesús nos deja en el Sermón de la Montaña son invitaciones para el Reino de Dios y las reciben en primer lugar los que sufren, los que lloran, los que pasan hambre y sed, los pobres.... Curiosamente estas invitaciones se verán colmadas el día del juicio final, entonces los que las hayan seguido, oirán de nuevo a Jesús que los invita a entrar en su Reino, dando la razón del premio: porque tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, y me atendisteis…. Con ello, aquel que pasó hambre y tuvo sed y estuvo triste y encerrado y perseguido, por un insondable misterio de Dios, se convierte en el mismo Cristo. “Siempre que hacíais algo de eso con uno de estos conmigo lo hacíais”. Así es de sorprendente este sermón que no queda sólo en palabras ni siquiera en hechos sino que llega a transformar a quien lo sigue en el mismo Cristo bendito.
Jmf

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