DOMINGO IV- 3-II-2019 (Lc. 4, 21) C
El evangelio de hoy
es continuación del domingo pasado. Los hechos tienen lugar en la sinagoga de
Nazaret, el pueblo de Jesús que
sigue siendo el protagonista de los mismos. La asamblea se desarrollaba con
total naturalidad hasta que algo dijo que hizo pasar a sus gentes del aplauso a
la reprobación general hasta el punto de querer “lincharlo”. De ordinario los
cuentos populares y las leyendas tradicionales suelen terminar felizmente “vivieron felices y comieron perdices…”.
La historia de Jesús ni siquiera
empieza bien: nace en un establo, entre animales, es visitado por pastores,
gente inculta y rural, que, por muy poético que nos parezca hoy, no deja de ser
triste y humillante…, tiene que huir al destierro. Y no digamos nada de su
final en la cruz...
Ellos aspiraban a
que Jesús colaborara en solucionar
sus problemas, empleando en ellos todo su poder taumatúrgico: “Haz aquí lo que dicen que has hecho en
Cafarnaúm”, “lo que dicen que has
hecho”, por consiguiente, parece ser que ni ellos se molestaron en ir a
comprobarlo personalmente, con estar tan cerca, posiblemente debido a esas
piquillas vecinales que siempre hay entre pueblos vecinos o fronterizos. Pero Jesús tiene muy claro que Él es un
profeta libre, es decir, él no es ni de allí ni de ninguna parte sino de “Santa
María de todo el mundo”, como se
suele decir. Y es por ello por lo que puede andar por lo libre y cantar las verdades
al lucero del alba, convencido de que Dios lo ha llamado a desempeñar esa
misión.
Un día el profeta Sharia encontró a un niño en su jardín:
-Veo que estás solo, le dijo. -Sí, es que me escondí de mi niñera, pero
también tú lo estás...
-Es verdad, pero
a mí no me es fácil esconderme.-¿Quién eres?
.-Soy el profeta Sharia... ¿Y tú?
-Yo, dijo el niño, sólo soy yo...
En esto se oye la voz de la nodriza llamando al niño.. -¿Ves? ya dieron conmigo, nunca podré librarme de ella. Luego se
oye otra voz llamando al profeta.-También
mi niñera dio conmigo. Y mirando al cielo respondió: -Aquí estoy, Señor... (Jibrán Jalil. El profeta).
Al verdadero profeta
Dios nunca lo abandona, ni lo deja en paz. El profeta ha sido marcado por la divinidad. Cuando Jonás quiere
esconderse de Dios, Dios provoca una tempestad para descubrirlo y obligarle a
regresar y predicar en Nínive.
La primera lectura
trata del profeta Jeremías, que
tiene que mantener una lucha con el mensaje que tiene que predicar. El hecho
sucede en tiempos del piadoso rey Josías.
Encuentran en el templo de Jerusalén el libro del Deuteronomio que propugnaba
una reforma religiosa a fondo, entre otras cosas la de centralizar en Jerusalén
el culto a Yahavé y suprimir los
santuarios locales. En Anatot, la patria
de Jeremías, había uno regido o
presidido por su padre el sacerdote Helcías.
Los emisarios de Josías llegan a Anatot. Jeremías vio en la supresión del santuario la voluntad de Dios y se
pone de parte de los emisarios del rey. Sus paisanos indignados juran matarlo.
Él, decepcionado, tiene que huir y refugiarse en Jerusalén. Pero también allí
tiene que enfrentarse al ver, lo mismo que le sucedió a Jesús, cómo los rectores y jefes habían convertido el templo “en
una cueva de ladrones”, así textualmente. Indignado, les aconseja menos rezos,
menos hacerse lenguas y un poco más de dignidad y de justicia. Es decir, como
dice san Pablo a los corintios, menos dar limosna a bombo y
platillo y un poco más de caridad sincera y de amor fraterno.
Jesús en su pueblo provoca primero el desencanto luego la
ira. No hacer de Nazaret un santuario famoso, un lugar de peregrinación
incluidos los milagros, no exaltar la patria chica, no ser nacionalista a
ultranza sino pretender ser universalista, tratando de escapar del espíritu
pueblerino y aldeano, desencadena las iras de los suyos: “Me diréis: da una vuelta por tu casa, cúrate a ti mismo…”. Era un
jarro de agua fría. Jesús trata
todavía de explicarles su postura mediante dos ejemplos sacados de la Biblia,
esa Historia Sagrada que estamos olvidando y conviene recordar de cuando en
cuando, en los que los protagonistas también favorecen más a los vecinos que a
los propios:
Primeramente el del
profeta Eliseo. Naamán el sirio, por lo tanto un extranjero, tiene la lepra. Su esclava le
aconseja visitar al profeta. Eliseo
no lo recibe, sólo le dice a Guezi,
el criado de Naamán: “Dile a tu amo que se lave siete veces en el
río Jordán”. Namán lo hace a
regañadientes, y a pesar de ello se cura. Agradecido por el gran favor que
recibe quiere pagárselo con oro, plata y vestidos. Eliseo lo rehusa, él solo trata de dar salud, en este caso, a un
extranjero. Algunos ven en esta ablución una figura de lo que iba a ser el
bautismo sacramental.
El otro ejemplo
versa sobre el profeta Elías. En
tiempos del rey Acab y Jezabel, dos reyes idólatras que habían
erigido sendos santuarios en Dan y en
Betel, la región padece una gran
sequía. Elías huye del castigo
también, como Jonás y Jeremías, a Carit, y allí, al pie de un arroyo es alimentado por un cuervo que
le trae un panecillo cada día. Se seca el arroyo y entonces se dirige a Sarepta de Sión, un país extranjero.
Encuentra a una viuda recogiendo leña. En su casa sólo queda un poco de harina
y otro poco de aceite para su hijo y ella. Elías
realiza allí, en un país extranjero, el milagro de multiplicar la harina y el
aceite de modo que da para los tres. También aquí se quiere ver en el pan un
símbolo de la Eucaristía y en el aceite: el del bautismo, la confirmación y el
orden.
Cuando los de
Nazareth comprendieron la indirecta y que Jesús,
si no despreciar, al menos no quería hacer nada especial en favor de su
tierrina, se exasperan a tal punto que querían despeñarlo. Y es porque quien
trata de ser profeta de verdad tiene que decir lo que siente empezando por su
casa, aunque a veces hiera sentimientos tan íntimos y convicciones tan
arraigadas como son los patrióticos. Jesús,
andando el tiempo, no tendrá inconveniente de que se inmortalice su patria en el
INRI de la cruz: Jesús nazareno...,
sin embargo Dios es un apátrida, un ciudadano del mundo. Así han muerto tantos
y tantos misioneros y mártires de diversas causas.
Hablar sin dar la
cara, hablar por la espalda es fácil, lo difícil es hablar en público cuando
hay que desafiar a una Institución o a un jefe, eso ya es más comprometido.
Cuando el jefe de la URSS, Kruschev,
pronunció su famosa denuncia de la era estaliniana dicen que se oyó una voz en
medio de la gran masa del Comité Central
que le dijo: -¿Y dónde estabas tú, camarada Kruschev, cuando fueron asesinadas todas
esas personas inocentes? Kruschev se levantó del sitio lanzó una
mirada sobre todos los que abarrotaban aquella inmensa sala y dijo a su vez: -Agradecería
que quien hizo esa pregunta se pusiera en pie. La tensión se podía mascar en el ambiente.
Hubo un momento de silencio pero nadie se levantó. Entonces Kruschev añadió: “Muy
bien, ya tienes la respuesta, seas quien seas, yo me encontraba en el mismo
lugar en el que te encuentras tú ahora”.
Jesús, un auténtico profeta, se habría levantado, aunque lo
pagara con su vida, ahí está la diferencia. El catolicismo no tiene fronteras
no debe tenerlas ni geográficas ni ideológicas. Católico es sinónimo de
universal. San Pablo se enfrentó
nada menos que a san Pedro, el
primer jefe de la Iglesia, que pretendía reducir el cristianismo a los judíos,
cuando su visión era abrir las puertas a todos los gentiles y llevarlo por el
mundo entero, puesto que el Reino de Dios si por algo se caracteriza es porque
es un reino sin fronteras.
En el evangelio de
hoy se recuerdan dos milagros: el de dar la salud y el de quitar el hambre.
Pero aún falta un nuevo milagro, el milagro del amor, el que Jesús instaló en el mundo con su vida y
con su muerte. Ese milagro es el que está en nuestras manos llevarlo a cabo. Y
milagro tendrá que ser, ya que el mundo en ese aspecto, está igual o peor que
en aquel tiempo.
Si pusiéramos en
práctica, solamente los cristianos, el amor de Cristo se obraría un triple
milagro: el del mismo amor, el de quitar el hambre a quienes la padecen, y
de curar la enfermedad de quienes son
portadores de la lepra del pecado. A veces surgen profetas del amor que nos lo
recuerdan. No hacemos caso y hasta llegamos a matar al mensajero. Ya lo dijo el
premio Nobel islandés (1955) Hallor
Kiljan “Laxnes: “La palabra amor se
sigue usando a cada instante, pero sólo como una reliquia del pasado, cuando
las palabras significaban otra cosa”.
San Pablo nos explica en la epístola de hoy su sentido e importancia.
Predicar el amor y el amor universal sin chauvinismos ni patrioterisnos (ya
vemos los ríos de sangre que traen estas ideas por esos mundos de Dios o del
pecado) es labor del profeta. Y todos debemos sentirnos profetas ya que por el
bautismo fuimos consagrados triplemente en “sacerdotes,
profetas y reyes”. Una labor dura y arriesgada; lo fue para Jesús cuya historia no acabó
precisamente como terminan las historias de los cuentos, al menos de tejas
abajo. Pero los cuentos son mentira y el Evangelio de Jesús, el amor que el predicó y que le costó la vida, es la gran Verdad. Ahí
está la diferencia. Jmf
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