viernes, 22 de febrero de 2019


DOMINGO VII.- 24-II-2019 (Lc. 6, 27-38) C

Para salvar al mundo, para liberar al hombre del odio en el que está envuelto algo habrá que hacer, pero algo extraordinario y subversivo. El Evangelio nos da alguna pista: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os injurian…”. Amar, hacer el bien, bendecir y orar... cuatro hermosos verbos para iniciar un programa revolucionario de acción contra el odio.

No es lo mismo enemigo que adversario. En el juego hay adversario, v.g. en el boxeo, pero pueden ser a la vez amigos. La enemistad produce odio, y viceversa. Es fácil dejarse arrastrar por ese odio, a veces hasta farisaico, como cuando dice Británico, el hijo de Claudio y de Agripina en la obra homónima de Jean Racine: “Abrazo a mi enemigo pero para ahogarlo”. Enemigo es aquel que nos odia y pretende hacernos un daño grave. Contrincante es aquel con quien competimos deportiva y sanamente. No es difícil pasarse de un campo al otro, de ahí la importancia de educarnos desde niños para saber competir sin abrigar rencor, ni odio ni afán de venganza, saber reconocer incluso la victoria del contrario y acatarla deportivamente.

Se ha explicado muchas veces en qué consiste ser cristiano. Para muchos es aquel que se bautiza, se casa, va a misa, comulga por Pascua y se entierra por la Iglesia. Pero Jesús va mucho más allá de los ritos y de las ceremonias y llega al corazón. Para Él un cristiano es aquel que es capaz de vivir sin hacer daño, amando a todo el mundo, más aún, es aquel que es capaz de hacer bien a quien le hace daño. Un amor así, capaz de amar hasta a los mismos enemigos, sin duda es un amor que debe de tener un componente muy alto de divinidad. Se puede decir incluso que quien entra en ese círculo de amor no se puede decir de él que tenga enemigos, porque enemigos sólo son aquellos a quienes nosotros odiamos.

Cuenta el P. Giecquel en su vida de san Vicente de Paúl que cuando el santo estaba muy próximo a la muerte, después de haberle sido administrada la Unción de enfermos el P. Juan D´Orgny le hizo las preguntas rituales, es decir, si creía en Dios, si perdonaba a todos, etc. a lo que el santo respondió como es lógico afirmativamente. Pero cuando le preguntó: “¿Perdonáis así mismo a todos los que os hayan ofendido?”, el santo, hizo un gran esfuerzo para incorporarse y abriendo unos ojos como platos respondió: “A mí nadie me ha ofendido jamás”. De ese modo juzgaba él los actos del prójimo, nunca había considerado nada ofensivo a su persona.

Hoy este lenguaje no se entiende muy bien porque hoy todo nos habla de odio y de violencia. ¡Cuántos se consideran ofendidos...!  Incluso entre cristianos, tal parece que nos hemos vuelto paganos en nuestro modo de pensar y de actuar.

Entre los judíos existían unas leyes que legalizaban la violencia y la venganza. Poco a poco las leyes se endurecieron más y más hasta caer en aberraciones como las que cita Streetter en uno de sus trabajos: Un judío del año 150 d. C. declaraba que sólo los judíos merecían el calificativo de hombres, a los demás habría que llamarlos más propiamente “ganado”. En otro lugar dice: “Si un no judío cae en una fosa no lo saques. Si se trata de un cristiano que está a punto de caer empújalo para que caiga. Y si hay una escalera dentro procura sacarla para que no pueda salir por ella. Finalmente si tienes una losa a mano tapa el pozo para que perezca dentro”.

No se entiende muy bien este odio simplemente por el hecho de no ser de la propia raza o fe y que encontramos no sólo en los judíos, (ellos sufrieron luego de rechazo lo que habían predicado), sino en todas aquellas ideologías fundamentalistas sean de tipo ideológico, filosófico, religioso, político o racial. No tendría por lo tanto que extrañarnos que una de las normas que aún mantienen viva estos pueblos, llamados “del Libro”, sea la ley del talión, tal por tal: “Ojo por ojo, diente por diente…”. Lo estamos viendo cada día entre judíos y árabes... A esto Jesús se opone hoy frontalmente y sin concesión alguna.

En san Lucas faltan las palabras que recoge san Mateo: “Se dijo a los antiguos: odiarás a tu enemigo…”, y faltan acaso porque, a pesar del ambiente de odio por parte de judíos y en contra de ellos en ciertas épocas de la historia, este sentimiento de perdón debía de estar en la tradición popular más vivo y enraizado de lo que pensamos. Porque a pesar de la cita evangélica, no encontramos escrito en ningún lugar del A. T. ese texto de “odiarás a tu enemigo…”, ni siquiera en el célebre pasaje del Libro II de Samuel cuando Joab echa en cara a David el que se aflija por la muerte de su hijo y enemigo Absalón al que el propio Joab remató de un lanzazo cuando colgaba de una encina por la cabellera (19, 6). En presencia del rey le recrimina: “Amas a los que te aborrecen y odias a los que te aman…, estás haciendo que todo el ejército se vuelva contra ti…”.

Jesús vino al mundo a enseñarnos a amar, pero amar de otra manera. Amando se transforma el mundo. Odiar al enemigo sólo nos reportará amargura y tristeza. Por más que se diga que “la venganza es dulce”, no es verdad. El odio nos perjudica enormemente, llena nuestro corazón de inquietud y hiel ¿qué peor verdugo puede tener un hombre que su propia sed de venganza?

Para amar al enemigo primero hay que procurar olvidar. No tienen sentido aquellas palabras que estaban escritas junto a la maqueta del Cuartel de Simancas de Gijón: “Perdonamos pro no olvidamos”. Tener presente las injurias es ya una forma solapada de odiar.
Discutían entre sí dos supervivientes de la guerra pasada. Los dos habían estado en la cárcel y los dos habían sufrido torturas y vejaciones sin cuento. Al final uno de ellos dijo:
-Pues mira, yo lo he olvidado todo.
-Yo no, respondió airadamente el otro, yo no podré olvidar jamás aquellos años de prisión ni a aquellos carceleros.
Entonces su interlocutor le dijo:
-Perdona lo que te voy a decir, pero ¡mira! si no has sido capaz de olvidar después de tantos años...,  tú aún sigues en la cárcel.
Tenía razón, porque la peor cárcel es el odio y el rencor, y ellos son nuestros más crueles carceleros y verdugos. Dios nos da en este punto un alto ejemplo. Cuenta una leyenda que una vez un hombre había cometido un gran pecado y pedía perdón al cielo, pero dudaba de que Dios lo perdonara. -“Oh Señor, sollozaba, ¿serás capaz un día de olvidarte de mi culpa?”. En esto oyó una voz del cielo que decía: -“¿De qué culpa me hablas?”.

Si Dios no se acuerda de nuestras ofensas ¿por qué queremos nosotros recordárselas… y por qué no olvidarnos también no sólo de ellas sino de las que nos han hecho a nosotros los demás? Habría que aprender a rezar también aquello de “olvídate de nuestras deudas como nosotros olvidamos las de los demás”.

Dice en su Vida de Cristo Papini al hablar del amor a los enemigos: “El hombre, tal como sale de la naturaleza, no piensa más que en sí mismo…, con indecible esfuerzo consigue amar por algún tiempo a su esposa y a sus hijos…, soporta a sus cómplices… de guerra y de asesinato. Puede amar raramente de verdad a un amigo, más fácilmente puede odiar a quien le ama que amar a quien le odia… Por eso Jesús manda amar al enemigo, para rehacer al hombre de arriba a abajo, para crear un hombre nuevo… Hasta ahora el hombre se amaba a sí mismo y odiaba a quien le odiaba… el futuro habitante del Reino debe odiarse a sí mismo y amar a quien le odia… ¿Qué derecho tenemos para odiar si también nosotros somos enemigos de otros, cayendo en la misma culpa que ellos? Nuestro enemigo no necesita odio, lo que necesita es amor y precisamente amor del nuestro…”.

De todo lo cual se deduce que debemos amar y amar intensamente a todo el mundo, sin distinción. Los primeros cristianos que fueron perseguidos, torturados, masacrados y odiados si medida supieron devolver bien por mal. Fue la forma como en dos siglos transformaron todo el Imperio Romano y lo cristianizaron. Es el mismo camino que han tratado de seguir, Mahama Gandhi, Martín Lutero King, Oscar Romero, el P. Ellacuría, y tantos y tantos mártires cristianos.

Uno de los peores males es tener enemigos, quien los tiene pudiendo no tenerlos es un loco. Sólo hay una persona a la que podríamos odiar, según el evangelio, y no se trata precisamente del demonio, no, es una persona que está mucho más cerca y nos hace tanto daño como el mismo diablo, somos nosotros mismos: “El que quiera venir conmigo, niéguese a sí  mismo…”. Uno de los mayores enemigos, pues, del alma es nuestra propia carne. A los demás enemigos personales la forma de combatirlos y de acabar con ellos es amarlos; la misma muerte, el peor de nuestros enemigos, sólo se vence amándola, siendo de ese modo generosos hasta lo inverosímil. A nuestra carne es precisamente odiándola, luchando contra ella.

No lo dijo un cualquiera, lo dijo el mismo Cristo, que además nos dio un alto ejemplo con su vida y sobre todo con su muerte, esa ofrenda de dolor sin límites. Él fue capaz de disculpar a sus verdugos ante Dios en medio del martirio más cruel: “Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen…”. Pues procuremos imitarlo. De eso tampoco nos arrepentiremos nunca. Jmf

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