DOMINGO
XXVI 29-IX-2019 (Lc. 16, 19-31) C
Tanto la primera lectura del profeta Amós como el evangelio de Lc. no son más que una continuación del
tema del domingo pasado, es decir el eterno problema de los pobres y de los ricos, simbolizados aquí en la parábola
de “el rico epulón y el pobre Lázaro”.
Ya decíamos que el tema es muy importante. Algunas ideologías han dividido a
los hombres en dos bandos: pobres y ricos. Hoy se habla también de países
pobres y países ricos, es decir, que hemos dado el salto desde el individuo a
la colectividad. Cada día leemos y escuchamos detalles sobre la vida que llevan
los que pertenecen a la clase privilegiada y lo que se derrocha sin escrúpulo:
es la versión moderna del rico epulón.
También hoy a sus puertas cientos de mendigos, de esos que acaso llevan corbata
porque la pobreza nunca estuvo reñida con la limpieza, estén esperando también
en vano, como el pobre Lázaro, ver
caer unas migajas de alguna mesa.
Y no es que Dios haya dividido maniqueamente a los hombres en dos
grupos, hemos sido los hombres, cada uno de nosotros, quienes hemos
desencadenado estas desigualdades tan brutales. Dios no dejó nada partido ni a
nadie segregado del festín de la vida. Dios no hizo a Eva pobre y a Adán rico
o viceversa, Dios creó un paraíso que nosotros hemos convertido en este “valle de lágrimas”. Se habla mucho de
erradicar la pobreza, de “campañas contra
el hambre” cuya eficacia vemos que no es lo eficiente que debiera ser. De
ahí que a menudo escuchemos otras voces con otras soluciones nada pacíficas
como la de Marvin en “Escucha negro”, por poner un ejemplo.
Dice: “No necesitamos un programa contra
la pobreza sino un programa contra los ricos”, o la de aquel dibujo
satírico de un país del Este que decía: “Unios
hermanos proletarios o disparo”.
Se dice que en España, debido al coste de la vida o a una vida más
cómoda, desciende de manera brutal la natalidad. No importa, porque si se decía
que antes a los niños los traía la
cigüeña de París ahora podemos decir que vienen en pateras de Marruecos y de más abajo, y además bien
creciditos. Y no hay que olvidar que en el mundo malviven millones de seres
humanos esperando atrapar las migajas que caen de la mesa de los ricos o de los
menos pobres. Deberían ser los gobiernos, que tienen en sus manos la riqueza y sobre
todo la eficacia en actuar, como vemos que sucede a la hora de suministrar
armas o subirse sueldos, quienes solucionaran esas miserias espantosas. Pero
vemos que no. Se malgastan millones en empresas faraónicas, en hacer fichajes
milmillonarios y en hacer engrosar la bolsa de unos cuantos. Y por esto nadie
protesta, practicando todo el mundo la política del avestruz, el liberalismo
más feroz del laisser-faire,
laisser-passer (no oponerse, permitir) lema hace años entre gente llamadas
progresistas. El deporte y el gasto público son otra cosa. No sería
políticamente rentable enfrentarse a los gustos de la gente.
Jesús habla en un tiempo en el que la jet
de entonces a la que pertenecía el epulón,
hacía sus grandes festines al aire libre, en terrazas y azoteas. Como tomaban
las viandas sin utensilio alguno y las salsas les pringaban de los dedos debían
luego limpiarlos tomando entre las manos miga de pan con la que se restregaban
desde lo alto de la terraza donde comían. Las migas caían al camino donde una
caterva de enfermos, pobres y perros las aguardaban como a un prodigioso maná
caído del cielo. Entre ellos estaba Lázaro.
En aquel tiempo los hambrientos tenían más resignación que hoy, porque
hoy la conciencia de clase ha despertado y estas diferencias de potencial
económico provocan altas tensiones y grandes enfrentamientos que son después la
causa de muchos males. En la parábola el rico quería ver milagros, pedía que Lázaro en persona descendiera hasta su casa
para prevenir a sus hermanos del castigo al que estaban abocados... Queremos
ver milagros en vez de trabajar, pero hoy en la parábola se avisa de que: “si no escuchan a Moisés y a los profetas no
creerán ni aunque resucite un muerto”. Y ¿qué es lo que dice Moisés en este tema?, Pues que “no olvides al Señor, no sea que cuando
comas hasta hartarte, o cuando edifiques casas hermosas y aumente tu oro y
plata te vuelvas soberbio y te olvides de Dios” (Deut. 8, 12). ¿Y qué es lo
que dicen los profetas? Oigamos a Isaías:
“Ay de los que añaden casa a casa y
juntan campo con campo hasta ocuparlo todo quedándose como únicos propietarios”
(5, 57).
Un teólogo llamado K. Kantski
en su libro “Orígenes y fundamento del
cristianismo” afirma que Dios condena al rico “no porque hubiera sido un gran pecador y el pobre un santo...”, de
esto la parábola no nos dice nada, “el
rico es condenado por la simple razón de que era rico”. Es el mismo
argumento que solía emplear la Madre
Teresa de Calcuta: Los pobres se salvarán no en virtud de sus obras sino de
sus padecimientos. “A Lázaro no se le
habla de otros méritos que del de haber tenido que soportar una vida de
pobreza. Del epulón se dice que era un rico sin entrañas pues no había tenido
compasión del pobre Lázaro”. Sin embargo esta tesis es bastante más
compleja de lo que a primera vista parece, puesto que entonces, el hecho de ser
pobre ¿incluso prescindiendo de la fe y de la conducta? sería suficiente para
ser justificado y salvado. Es decir, la pobreza haría los mismos efectos que la
muerte de Cristo o que un sacramento para aquellos que la padecieran, y por lo
tanto todos los misioneros que lucharon por sacarlos de la pobreza material y
espiritual habrían perdido el tiempo, o poco menos.
A la riqueza sí habría que ponerle un letrero como se pone en la cerca
de un perro peligroso: “Cave cane”: ¡cuidado con el perro! Es curioso
constatar que todos los refraneros y frases célebres escritos a propósito de la
riqueza todos ellos nos ponen de sobre aviso acerca de los males que la riqueza
suele traer consigo, no porque esta sea mala en sí sino porque no sabemos
utilizarla: “La riqueza es fuente de
preocupaciones inútiles, uno se consume alimentando parásitos y haciendo
heredar a personas extrañas” dice el Eclesiastés
(5, 10, y 6, 2).
Y también se desprende de lo que dejaron dicho algunos potentados: Henry Ford el rey de la industria
automovilística, solía decir: “El trabajo
es mi único placer, es tan sólo el trabajo lo que me conserva rico y hace la
vida digna de ser vivida. Andrés
Carnegie: “Los millonarios raramente
sonríen” y al conocido Juan B.
Rokefeller se le escuchaba afirmar: “He
ganado muchos millones pero no me han traído ninguna felicidad. Los cambiaría
de buena gana por aquellos días en los que me sentaba ante mi mesa de trabajo
en Cleveland y me consideraba rico con un sueldo de tres dólares”. Nuestro “rey de la Patagonia” después de haber
amasado una gran fortuna repetía: “La
daría entera si me concedieran el don de volver a empezar de nuevo”.
Para estos hombres existían otros valores superiores que no
descubrieron hasta caer en la cuenta de que el dinero no lo es todo. Creo que
fue el arzobispo anglicano Temple
quien dijo un día que el mundo era como un gran escaparate en el que en una
noche un gracioso había entrado en una tienda y cambiado los precios de los
productos allí expuestos. Objetos de gran valor aparecían con un precio muy
bajo, y otros que eran casi inútiles lucían un cartel con varios ceros. Eso es
el mundo: damos valor a cosas que no valen y lo realmente valioso –pensemos se
puede encontrar a precio de saldo.
Y también aquí hay quien se
aprovecha de los saldos, y compra a bajo costo lo que en la otra vida alcanzará
el más alto valor de cotización. El Evangelio suele emplear este tipo de ejemplos:
“el mercader que trafica en perlas
finas... vio una de gran valor y la adquirió”, o aquel que compra un campo el
cual ocultaba un gran tesoro desconocido para el vendedor. Al que enterró el
denario le echa una reprimenda: “deberías
haber entregado mi dinero a los banqueros” (Mt. 25, 27). Lo mismo los
ciudadanos del reino, de igual modo quienes militan en la Iglesia de Cristo.
Cuando san Pablo habla a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso pone en
labios de Jesús una frase que no
recoge el Evangelio pero que todos atribuyen al Señor: “Hay más felicidad en dar que en pedir” (20, 35). Eso hay que
hacer: dar y sobre todo darnos por entero a los demás. Porque es en esa entrega
desinteresada y generosa en donde hay más valor escondido y en donde podemos
encontrar la verdadera riqueza, esa que nos va a servir para ganar la vida
eterna. Jmf.