jueves, 27 de febrero de 2020

DOMINGO I CUARESMA 1-II-2020 A
Esta homilía podría titularse “Otra vez el diablo”, (la primera vez que hizo acto de presencia fue en el Paraíso) y hoy vuelve a hacer su aparición tentando nada menos que al mismo Jesús. Dice el evangelio que el diablo lo llevó al desierto. El desierto es sólo tierra y arena, con una temperatura entre 45º y 48º, sequedad, viento, soledad... Hay algunos exégetas que mantienen que no se trata aquí del desierto meramente tal sino de un lugar donde había una especie de monasterio, cuya biblioteca apareció hace unos años escondida en una cueva, y que fue allí, en Qunrán, junto al Mar Muerto, donde Cristo fue sometido a una serie de exámenes o pruebas sobre su divinidad. El examinador sería aquí el demonio, o alguien que hiciera de algo así como de abogado del diablo.
Otros afirman que se trata únicamente de un lenguaje metafórico. Y así como había un rito en el que el pueblo judío extendía sus manos sobre un chivo expiatorio para que cargara con las culpas del pueblo y luego lo llevaban al desierto para dejarlo morir o lo despeñaban, Jesús como antes Juan, fue llevado también al desierto, cargando sobre sus hombros nuestros pecados para morir por ellos. Hubo luego numerosos imitadores, anacoretas y santos ermitaños que escogieron esta vida; por ejemplo san Antonio el ermitaño (cuyas tentaciones fueron inmortalizadas por Hoffman, que las ve como algo corporal, o por Gustavo Flaubert que las describe de modo más espiritual, y hasta el mismo Dalí que trató de reflejarlas con rasgos surrealistas en uno de sus más conocidos lienzos). Algo de seducción debe de tener el desierto cuando sedujo a tantos santos, e inspiró tantas obras de arte. Jesús es tentado y sale victorioso, para dejar muy claro cual iba a ser su lucha y su plan de actuación una vez que hubiera sido bautizado por Juan en Betabara.
La primera tentación conecta con la primera lectura del génesis: “Di que estas piedras se conviertan en pan”. En el Paraíso le dice el tentador a Eva: “¿Cómo que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?”. Quería que Eva especificara el árbol prohibido, para atacar de nuevo. Esa fue siempre su estrategia. Jesús venció, Adán y Eva no. Dice Dostoiewski en “El gran inquisidor” que “estas tres tentaciones presiden toda la historia, y muestran las tres imágenes a las cuales se reducen todas las más insolubles contradicciones históricas de la naturaleza humana sobre la tierra: sensualidad, prestigio y poder...”. En efecto la primera, la sensualidad, viene dada, tanto aquí como en el Paraíso, por la comida. Comer pertenece al individuo, reproducirse a la especie, por eso acaso el diablo acosa por las necesidades personales más perentorias. Y para algo tan imprescindible como es el comer pide el diablo a Jesús un milagro...
Hoy seguimos consintiendo, consumiendo. Toda la vida del hombre moderno gira en torno a consumir, a comer, a gastar, “a tratar de convertir piedras en pan”, algo que de alguna forma estamos logrando, pues muchos de los alimentos ya son sintéticos, es decir elaborados y obtenidos de productos químicos. Y cuando estamos ya hartos de un producto aparece en el mercado otro para abrir el apetito y poder comer sin engordar, eso sí, hay que mantenerse en forma, y hasta se erige en eslogan, no ya la satisfacción, -por ejemplo la de saciar la sed-, sino la misma sed: “da gusto tener sed”, y así hasta la misma necesidad se convierte en consumismo. Creo que es algo diabólico.
“Seréis como dioses”, dijo la serpiente en el Edén. “Vivirás, serás como Dios”, dice a Jesús el tentador. Si hoy se nos presentara la ocasión de convertir piedras en pan, con los millones de personas que en el mundo mueren de hambre, ¿habría alguien capaz de resistir la tentación? Pues tendríamos que rechazarla, porque antes que el pan está el “buscar el Reino de Dios y su justicia..., el pan vendría luego por añadidura” y en mejores condiciones para todos. Y es que este afán de consumir nos está convirtiendo en los esclavos del s. XXI ¡Consumid malditos! parece que es el grito que se oye por doquier parodiando aquel título de un film americano de Sydney Pollack. Jesús, Biblia en mano, dijo algo que será eterno: “No sólo de pan vive el hombre...”. Y si no, que se lo pregunten a los hartos, a los satisfechos... (Deut. 8, 3).
En la segunda tentación el diablo insiste. Lo lleva al pináculo del templo... le exige otro milagro: “¡Tírate de aquí abajo...!”, es decir, ¿un suicidio? No, eso no, porque los ángeles te sostendrán con sus manos... y la gente al verte bajar solemnemente aplaudirá a rabiar y podrás presentarte ya como un Mesías...! También ahora el diablo echa mano de la Biblia y aduce el salmo 9, 11: “está escrito...”. Hay que tener cuidado con los “bibliólogos”, porque, Biblia en mano, los piratas ingleses expoliaron nuestras galeras que venían cargadas de oro de las Indias, y Biblia en mano ellos y otros esclavizaron y siguen esclavizando a medio mundo. Hay que ser cautos con los “bibliólogos” porque muchas sectas, Biblia en mano, siguen engañando y esclavizando a mucha gente. El diablo conoce muy bien la Biblia, mejor que nosotros. A Jesús quiere hacerlo caer con la tentación del prestigio, de la gloria y de la inmortalidad, con el aplauso de la gente. Dice la periodista María Luisa Brey en una entrevista que hizo hace años al patriarca del clan Antonio Garrigues, que al hablarle de la gran labor de Teresa de Calcuta aquel le contestó: “Esa mujer es admirable, pero temo por ella, porque la gloria humana puede destruirla”. Y es que el aplauso nos ofusca y nos ciega. Es otra de las graves tentaciones del hombre. El demonio quiere que nos tiremos sin paracaídas, en vuelo libre, como sea pero que caigamos. Para Jesús aterrizar en la Ciudad Santa, en Jerusalén, en olor de multitud, sería la entrada triunfal más inimaginable; pero aquello no es lo suyo, lo suyo es la humildad: cayendo lo ensalzarían humanamente pero cedería al Maligno. En cambio subiendo hasta el Calvario Dios lo humillará al asumir lo más humano: el dolor y el abandono de los suyos, para después glorificarlo haciendo que reine sobre la cruz. Cara a cara con el diablo de nuevo Jesús desarma sus argumentos con la palabra de Dios escrita: “No tentarás al Señor Dios nuestro” (Deut. 6, 16, y Éx. 17, 2).
Finalmente la tercera y última tentación consistirá en llevar a Jesús a una montaña altísima, acaso el monte Nebot, donde murió Moisés (Deut. 34, 1), y allí el diablo le pide no un milagro, sino una cosa más simple, sólo un gesto de adoración. Es curioso cómo siempre han sido los montes lugar de adoración pagana, culto al sol, a la naturaleza, a la fecundidad... Y en un monte quiere el diablo tener un nuevo altar y un adorador único: “Todo esto te daré...” así cara a cara. Todos tenemos un precio. ¿Es este el tuyo? Todos los reinos del mundo. Todo tuyo a cambio de algo tan sencillo como ponerte de rodillas. Dice Ciorán: “El espectáculo de la caída impresiona más que el de la muerte. Todos los seres mueren, sólo el hombre está llamado a caer”. El demonio quiere así saber que no es más que un hombre, viéndolo arrastrarse por el suelo. En contrapartida convertiría el mundo entero en el Reino de Cristo, una redención sin sangre ni calvario, por un simple gesto de adoración. Jesús lo rechazó también de plano: “Vete de aquí Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto” (Deut. 6, 13).
Tres tentaciones que son claves también para el hombre de hoy, para cada uno de nosotros: placer, vicio, ser y tener... Tentaciones que debemos superar. Para ello se nos ofrece este tiempo litúrgico, este desierto de la Cuaresma, en el que, como Jesús, es preciso emplear para vencer, una estrategia. Alejandro Casona en “Otra vez el diablo”, (obra estrenada en Madrid en 1935), mantiene la tesis de que el hombre, auxiliado por la gracia de Dios, puede vencer al demonio, no matándolo fuera, sino dentro de cada uno de nosotros, porque es dentro del alma donde se esconde, y es dentro de nuestro corazón en donde podemos darle muerte. Esa misma tesis la plantea en “La barca sin pescador”. El diablo se le aparece a Ricardo Jordán. Aquel caballero negro le promete salvar su empresa de la quiebra a cambio de que mate a un hombre, pero será un asesinato a distancia, sin sangre, sin que se entere nadie. Muere un hombre, un pescador de un puerto nórdico. Ricardo, sabedor de que es ya un asesino, llega al pueblecito pesquero para pedir perdón a la familia y se entera de que el asesino no había sido él sino otro. Para el diablo no importa, lo había asesinado ya con la intención y eso le basta. Entonces Ricardo reacciona: “El contrato sigue en pie. He prometido matar a un hombre y lo haré”. Ricardo promete matar también sin sangre, pero a ese otro hombre que todos llevamos dentro, así cumplirá su promesa de matar...: “El día en que no quede en mí ni un solo rastro de lo que he sido, entonces Ricardo Jordán habrá matado a... Ricardo Jordán”. De la mano de Casona vemos cómo esta vez de nuevo el diablo es vencido por medio de la humildad, de la vida interior, de la conversión y del amor.
La Cuaresma más que para convertirnos, que eso es cosa de Dios, es para que reflexionemos, para que caigamos en la cuenta de que la vida es no caer en tentación, y no queda más remedio que luchar y renunciar. Hay que saber decir ¡NO!, algo que estamos olvidando. Ahora todo son facilidades, sobre todo para el vicio y la corrupción. Ahora a un niño no se le puede negar nada... hay que consentirle todo, darle todo lo que pide, y ya... Y eso va contra el espíritu evangélico del sacrificio y la renuncia e incluso es antinatural. La naturaleza no está hecha para el placer, este le destruye, sino para el sacrificio y la renuncia.


Pero además de luchar es preciso rezar, conocer, mejor aún, escuchar la palabra de Dios y qué es lo que nos pide. Hoy nos pide oración, sacrificio, abnegación, caridad..., ese debe ser también nuestro pan de cada día. Con él también debemos pedir a Dios, por medio de su Hijo, vencedor del pecado, que “no nos deje caer en tentación””que nos libre del Maligno”, pues eso fue lo que nos enseñó a decir cuando hablemos con el Padre nuestro y suyo que está en los cielos. Jmf:

MIÉRCOLES DE CENIZA    CICLO A    26-II-2020



Hoy es el primer día de Cuaresma. Hoy es la entrada, el introito, (en bable decimos antroxo o antroido), la entrada del tiempo de penitencia. Desde antiguo el Cristianismo viene planteando en este tiempo la lucha de la gracia contra el pecado, de la luz contra las tinieblas, del bien contra el mal, o como dice el Arcipreste de Hita (s. XIV-XV): el combate de Doña Cuaresma contra Don Carnal o Carnaval.        
En su famosa obra, la conocen todos los estudiantes de bachillerato, recordarán que representa a Don Carnal rodeado por un ejército de gallinas, perdices, conejos, etc., capitaneados por Don Tocino y Doña Cecina, los cuales esgrimen por armas toda clase de sartenes, cazos y perolas. Doña Cuaresma, en cambio, está rodeada de sardinas y de todo tipo de pescados y verduras. Se entabla la batalla y vence Doña Cuaresma que encarcela a Don Carnal y le obliga a confesarse y a vestirse de penitencia. Pero el Domingo de Ramos, Don Carnal, burlando la vigilancia de Don Ayuno, y con la ayuda de Don Almuerzo y de Doña Merienda, huye de la cárcel y vuelve a las andadas. Entonces reta a Doña Cuaresma, que se ve obligada a huir por valles y montañas mientras Don Carnal entra triunfante en Toledo saliendo a recibirlo “los homes e las aves e toda noble flor”.
Así representaban en la Edad Media la Cuaresma. Y era al final, el día de Ramos o de Sábado Santo, cuando se quemaba la vieja de siete pies, los cuales representaban las siete semanas de la Cuaresma y que le iban quitando uno al final de cada semana, o también los siete pecados capitales. “Quemar la vieja” podría equipararse a quemar el hombre viejo del que habla san Pablo, desprendernos de lo inútil, barrer la casa de manchas, pecados y reliquias de la mala vida pasada, acaso por eso le ponen también una escoba en la mano, para barrer lo que está sucio y convertir el mundo en algo un poco más limpio. ¡Qué lema tan sugerente el de aquella vieja canción “Si yo tuviera una escoba cuántas cosas barrería”!
Don Carnal vuelve pronto a las andadas, a pesar de los cuarenta días de ayuno y penitencia. Lo expresó años más tarde nuestro don Ramón de Campoamor en una hermosa redondilla:
“Te cantaré en un cantar
la rueda de la existencia
pecar, hacer penitencia
y luego vuelta a pecar”.
Hoy acaso ni siquiera tendría lugar ese volver a pecar puesto que ya no se diferencia Cuaresma de Carnaval, se confunde el bien y el mal y, en expresión del Papa, en una palabra: se ha perdido prácticamente la conciencia de pecado, pocos sienten ya el remordimiento por una acción mal hecha. Y de esto no sólo da la voz de alarma la Iglesia, la misma sociedad se plantea si nuestra juventud, si nuestros niños son capaces de distinguir lo que está bien de lo que está mal, llegando a cometer asesinatos, como los que recoge la prensa de cada día, acaso porque nadie les enseña a distinguir lo moral de lo inmoral.
Más aún, se les incita al pecado y a pensar que todo lo que es placer es lícito. Como dijo un torero, preguntado acerca de cierta campaña que hubo sobre el sexo: “es una cosa hermosa si es manifestación del amor, de un amor de verdad entre dos personas, pero si es buscar el placer por el placer eso se llama vicio”. Y a eso invitan esas campañas que propugnan quitar la Religión (ahora ya no se suple ni con la Ética). El fruto ya lo vemos: vicio, delincuencia, muerte y corrupción a manos llenas.
Es cierto que antes del Cristianismo, en estas mismas fechas, se celebraban también fiestas de parecido talante y con igual relajo de costumbres. Algún emperador romano no cristiano, espantado del daño, llegó a suprimirlas. Pero estas prohibiciones que algunos gobiernos pretendieron, fueron inútiles. Es mejor procurar dignificarlas y cristianizarlas como ha hecho la Iglesia con muchas de ellas, que eran inicialmente poco dignas.
Febrero, último mes del año romano, era un mes dedicado a la purificación y a los difuntos. De ahí que la Iglesia haya puesto el día dos la fiesta de la Purificación de María, María, la inmaculada y la purísima como contrapeso a la inmoralidad; de ese modo se podía celebrar el Carnaval pero teniendo al mismo tiempo presente la dignidad cristiana en la figura de la Virgen.
Las fiestas que dieron pie al Carnaval se llamaban Lupercales. Los lupercos, corriendo por el pueblo, esgrimían correas de cuero con que azotaban sobre todo a las mujeres, una costumbre que sigue entre los mozos disfrazados con pieles de cordero, los cuales reciben en diversos lugares los nombres de guirrios, sidros, ceniceiros, zamarrones, aguilanderos, etc. Llevan colgados de los pies y la cintura esquilones y cencerros para espantar los malos espíritus. Febrero, del verbo februare, significa en latín purificar. La Cuaresma quiere ser el tiempo en que nos purifiquemos de todas nuestras faltas.
A la gente le gusta disfrazarse. Decía Miguel de Unamuno: “Dime de qué te disfrazas y te diré quien eres”. La gente se disfraza para aparentar otra cosa cuando en realidad de lo que nos disfrazamos es de lo que nos gustaría ser. Según el citado autor, al colocarnos una máscara nos quitamos la nuestra y sale a relucir el ricachón, el travesti, el inmoral, el asesino, el violento, el reprimido, el loco o el payaso o hasta el cura que todos llevamos dentro más o menos camuflado. Eso es lo que dicen los sicólogos y antropólogos como Julio Caro Baroja. Hasta el propio vestido de diario puede ser un disfraz si con él pretendemos aparentar más de lo que tenemos o somos. Y de ahí que haya gente bien y mal vestida.
De igual modo el maquillaje es un disfraz para ocultar las arrugas y los años, el perfume es un disfraz, pues nadie huele así naturalmente, y no digamos nada si nos fijamos en nuestros comportamientos sociales casi todos envueltos en el disfraz del rito social, de la mentira y de la hipocresía. La vida es una carnavalada gigantesca pero sin Cuaresma.
Sería conveniente acostumbrarnos a ser tal como somos, a quedarnos en lo que llevamos dentro, incluso quedarnos en el puro animal, el animal que somos... Ojalá muchas veces nuestro comportamiento se pareciera un poco y siguiera las pautas que sigue el comportamiento de algunos animales. Ellos, por regla general, no suelen disfrazarse. El lobo es lobo y no se pone nunca una piel de oveja, eso lo hace el hombre. Y el zorro es zorro y la serpiente serpiente. Se disfrazarían de hombre si mataran sin causa justificada o si atacaran por placer y no por necesidad, eso que es casi costumbre normal entre los hombres y excepción entre ellos. El mismo Jesús nos aconseja que tomemos ejemplo de los animales y seamos “sencillos como palomas y prudentes como serpientes, providentes como las aves del cielo..., obedientes como corderos tras el pastor...”, etc.
Finalmente está el rito de la ceniza. Entre los lupercales y ahora los guirrios, zamarranones, etc., existía la costumbre de arrojar ceniza sobre la gente como rito de fecundación. Pero la Iglesia lo aprovecha en el día de hoy para recordarnos la caducidad de la vida. El mundo es un cenicero o en eso terminamos, en ceniza... ¿No se les llama a los restos de una persona sus cenizas? Si lo pensamos bien vivimos entre muertos, sobre un inmenso cementerio, ¡cuánta tierra será parte y átomos de los millones y millones de seres que ha habido en el mundo hasta el presente! Pero así como los clásicos creían que el Ave Fénix surgía otra vez de sus cenizas, o que la princesa del cuento salía de una humilde cenicienta, así nuestros cuerpos resurgirán algún día de sus cenizas para ser revestidos de gloria y de inmortalidad.
El Miércoles de ceniza está puesto por la iglesia en este día no para ponernos un disfraz más sobre la frente sino para que nos lo quitemos desprendiéndonos de aquello que desfigura nuestra verdadera imagen. Con la ceniza podemos lavar nuestra conciencia como hacían antiguamente las mujeres cuando empleaban ceniza en la colada de la ropa, colaban agua caliente a través de la ceniza que luego dejaba inmaculada la tela; de ahí le viene hoy al lavado de la ropa el nombre: la colada. Y del mismo modo debería limpiar el agua de nuestro arrepentimiento y la ceniza de nuestros sacrificios nuestra alma del pecado para poder descubrir la blancura de la imagen de Dios en nuestro corazón. No olvidemos que hemos sido creados a su imagen y semejanza.
Con estas o parecidas reflexiones debemos empezar este tiempo de Cuaresma en el que Cristo quiere una vez más venir a nuestro encuentro. Jmf

viernes, 21 de febrero de 2020


DOMINGO VII. 23-II-2020 (Mt. 5,  38-48) A
 (Hoy unas líneas más por los días perdidos, perdónennos)

Siguiendo la Carta Magna del Cristianismo que es el Sermón de la Montaña, hoy Jesús da la sensación de que riza el rizo del “más difícil todavía” atacando de raíz la “Ley del Talión” tan metida en nuestra manera de reaccionar: “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, cardenal por cardenal...” (Ex. 21, 24), es decir, que el que la hace que la pague. Talión viene del latín talis, e, que explica de alguna manera la palabra: “a tal falta tal castigo”. Los monjes del Qumrán, que vivieron en tiempos de Jesús a orillas del Mar Muerto en un estado de perfección, con los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, se aplicaban a su modo la ley: “Ama a los que Dios ama, pero a quienes Dios detesta detéstalos a muerte”. Hoy ya no hay rastro de ellos como tampoco de su rama armada “los zelotes” que acabaron suicidándose en masa en la fortaleza de Masada cuando fueron cercados por las legiones romanas de Silva lugarteniente de Tito (s. I). Y es que el odio mata a quien lo ejercita.
El Sermón de la Montaña trata de inculcarnos más bien consejos que preceptos. No se puede imponer la simpatía y menos aún el amor hacia un enemigo, Jesús, no obstante, manda amarlo “como si...”, porque con el tiempo, y este duro ejercicio de amor, acaso podremos llegar a sentir hasta simpatía y afecto por nuestros enemigos, lo que hoy la psicología calificaría algo así como el “síndrome de Estocolmo”. Para aquellos que escuchaban por primera vez a Jesús estas palabras eran totalmente algo nuevo y revolucionario, pero se les presentaba como el único camino eficaz para cambiar el mundo, si es que de verdad a alguien le interesa de verdad que cambie.
Jesús aquí no se dirige ni a jueces, ni a los tribunales de justicia, ni siquiera al gran público que no le entenderían ya que todos pensamos en clave de ley del Talión, “que caiga sobre ellos todo el peso de la ley”. Jesús se dirige a sus más inmediatos seguidores, entre los que esta sugerencia debería funcionar en toda su extensión: “perdona a tu enemigo, al que te debe...”. Y enemigos los tenemos todos en todas partes y de todo tipo empezando por el clima y los microbios, pero sobre todo en la envidia, la calumnia, la avaricia, el odio y el egoísmo de nuestros semejantes. A su vez nosotros también podemos ser enemigos de los demás, hasta sin quererlo. Dice la leyenda que cierto puerco espín, acostumbrado siempre a hacer lo que le venía en gana, se vio forzado, un duro invierno, a cobijarse en una pequeña madriguera con sus vecinos. El frío les obligaba a apretujarse unos junto a otros, pero como las púas les hacían mutuamente daño tuvieron que encontrar el justo medio para estar todos juntos, guardando las distancias para darse calor sin herirse. Es una imagen cabal de las relaciones de los hombres cuyo lema de hoy parece que es: no molestar y que no me molesten.
Nos movemos en las coordenadas de gritos como: ¡No hay derecho! y ¡Más justicia! pero la Historia está llena de justicieros que blandiendo el derecho en la mano acaban siendo tiranos de su prójimo ya que como dice el refrán latino: “el supremo derecho: la mayor injusticia”. Y aunque a la Justicia se la representa con una balanza en la mano, símbolo de la ecuanimidad, tiene una espada en la otra mano y los ojos tapados. ¿Quién puede calibrar con justicia los derechos y las obligaciones de cada uno? A veces se oye por ahí: “Le deseo el mismo daño que él que me desea a mí”, es la ley de la balanza, o sea, del talión. Pero eso no es cristiano tampoco. Seguramente nunca nos podremos ver libres de nuestros enemigos, que es lo que pedimos siempre al persignarnos.
Sorprende un poco que en la Biblia los grandes enemigos, ya desde Adán y Eva, fueran hermanos: Caín y Abel, Esaú y Jacob, Isaac e Ismael, los hermanos y José... Es verdad que también hay otros casos como el de Saúl y David en el que, a pesar de que Saúl trató de matar a David arrojándole una lanza, a pesar de ir a buscarlo una noche a casa y tener que descolgarlo su mujer Micol por la ventana, con todo David siempre le devolvió bien por mal, y pudiendo un día matarlo a placer en la gruta de Abisaí, le perdonó la vida, cortándole únicamente un trozo de su manto mientras dormía. Y hasta lloró amargamente cuando se enteró de que Saúl había muerto en una batalla contra los filisteos.
¿Cuál era la razón de este odio? Leyendo la historia que recoge la Biblia se debía todo a sola envidia. La envidia es mala, de ella nace el odio y del odio la muerte. Y siendo como es tan peligrosa aún somos tan torpes que apetecemos y hacemos méritos para que los demás nos envidien. De ello se dio cuenta Fray Luis de León cuando dejó escrita en la pared de la cárcel donde le encerró la Inquisición aquella hermosa décima: “Aquí la envidia y mentira/ me tuvieron encerrado./ Dichoso el humilde estado/ del sabio que se retira/ de aqueste mundo malvado,/ y con pobre mesa y casa/ en el campo deleitoso/ a solas su vida pasa,/ con solo Dios se acompasa/ ni envidioso ni envidiado”.
Estamos rodeados de envidia por todas partes, somos como islas en un mar de odios y enemigos mayores o menores, potenciales o reales. Pues bien Jesús para romper esa espiral de violencia nos da la receta más radicalmente eficaz: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quien os hace mal...”. Eso se llama perdón, perdón hasta dejarse morir incluso, ya que Jesús no triunfó vengándose de los que lo mataban ni matando él sino perdonando y muriendo en la cruz por quienes lo crucificaban.
El Cristianismo con esta estrategia del perdón, -la historia es testigo-, logró en dos siglos extenderse por el mundo entero. Fue una técnica verdaderamente eficaz y revolucionaria, la de dejarse morir en la tortura millares de cristianos, sin tener que matar a nadie. En cambio el Imperio Romano, como modernamente el sistema soviético de represión o el de los nazis, sucumbieron estrepitosamente. Y es que, si tenemos paciencia veremos pasar ante nuestra puerta el cadáver de nuestros enemigos, pues “el que a hierro mata a hierro muere”; pero  “si el grano de trigo que cae en tierra y muere da mucho fruto”.
Aquí parece que falla todo, la lógica, el sentido común, la razón... todo, al menos aparentemente. Esto no quiere decir que dejemos que la injusticia y el desorden campeen por sus fueros. Hay que luchar contra la injusticia y la barbarie, pero con grandes dosis de perdón y de amor, palabras que desconoce el Código penal. Para quien no ha sido evangelizado, para quien no sea de verdad cristiano es muy difícil entenderlo. Pero Cristo trajo la paz y esta paz empieza en el perdón, empieza por amar a quien te hace daño, de lo contrario caeremos en el círculo diabólico de la violencia contra violencia, a una muerte sigue otra, y nace la guerra eterna porque la sangre llama a la sangre, y terminamos por institucionalizar el odio y la injusticia. Como decía aquel pirata: “Me llamáis pirata porque tengo un solo barco si tuviera diez me llamaríais general”. Si matas por tu cuenta eres un criminal, si te respaldan cien mil votos te convierten en un héroe. Hay que descender al nivel de las personas, hay que aprender a perdonar a quien te ofende, hay que empezar por desmontar la estrategia del odio.
Le comentaba un día Alejandro Magno a un filósofo mientras contemplaban el cielo estrellado: -”Dicen que hay tantos mundo habitados y yo no soy capaz de poner paz en el mío...”. A lo que le replicó el filósofo: -”El resultado de la guerra nunca puede ser la paz. Una guerra no se puede ganar nunca como nunca se podrá ganar un terremoto”. Pero Alejandro a su vez le contestó: -”Tampoco la vais a ganar los filósofos pues estáis siempre discutiendo, y si en vez de palabras tuvierais armas en las manos estarías como yo también siempre en guerra...”. Es verdad, la guerra empieza en las palabras, bastaría escuchar una tertulia por TV, e incluso suele empezar antes, con la envidia y el odio. Por eso hay que empezar a desarmar el corazón. Por desgracia después de tantos años de Cristianismo aún no se nos educa eficaz y suficientemente para el diálogo y el perdón. Se dan por ahí cursillos de capacitación para tal o cual materia, cursillos de sexualidad, de educación en la personalidad, pero apenas se dan para aprender a convivir en paz, para saber dialogar, perdonar, amar al enemigo, disculpar. Hasta los mejores cristianos tienen a veces palabras de venganza. Eso es estar en la prehistoria de la fe.
Dice Juan Pablo II en su Encíclica Dios rico en misericordia: “La misericordia se acaba”. ¿Cómo puede acabarse si es lo único nuevo que Jesús nos vino a traer al mundo? No sé dónde vi una viñeta en la que un reportero estaba entrevistando a Dios y le decía:
 -”Ud., como Dios ¿no dormirá nunca, verdad?
-Yo no nunca, contestaba Dios.
-Entonces ¿en qué emplea el tiempo libre?, ¿lee, piensa, ve la TV?
-No, replica Dios, yo empleo todo mi tiempo en perdonar...”.
¡Qué gran palabra, perdón, poner la otra mejilla, amar al enemigo! En una maqueta de la pasada guerra, sobre una ciudad destruida por las bombas, se leía: “Perdonamos pero olvidamos”. A la entrada del Cementerio de Kiev hay un gran letrero que dice: “De nada se olvida a nadie se olvida”. Y con todo, el cristiano debe perdonar, y olvidar a ser posible.
Cuentan que cierto rey repartió su herencia entre sus tres hijos. Dudaba a cuál de los tres dejar su más preciado tesoro: un gran diamante. Lo daré a quien sea capaz de llevar a cabo la mayor hazaña. Al cabo de unos años se presentaron los tres. Uno dijo:
-He vencido al enemigo que amenazaba las fronteras de nuestro reino. El segundo dijo:
-He matado al dragón que aterrorizaba a toda la comarca. El más pequeño añadió:
-Yo no hice casi nada, pero vi a mi mayor enemigo durmiendo al borde de un acantilado y en vez de arrojarlo al mar lo perdoné. Fue quien llevó el diamante. Y es que nadie sabe lo que cuesta perdonar, ni su valor hasta que tiene que hacerlo. “Porque si amamos a los que amamos ¿qué mérito tenemos? Y si odiamos a quien nos odia ¿qué de bueno hacemos?”. Amar a quien nos hace daño es el distintivo del cristiano, ya que el amor es hoy por hoy la única revolución capaz de transformar el mundo... No hay otra. Y es que de no hacerlo ¿cómo podremos rezar entonces aquello de “perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos”?
Es hermosa la canción de Roberto Carlos: “Quisiera ser civilizado / como los animales”: “Quisiera decir tantas cosas / que pudieran hacerme sentir bien conmigo,  / quisiera poder abrazar / a mi mayor enemigo”.  Jmf.


“Yo quisiera ser civilizado
como los animales.
Yo quisiera poder aplacar
una fiera terrible,
yo quisiera poder transformar
tanta cosa imposible,
yo quisiera decir tantas cosas
que pudieran hacerme sentir bien conmigo,
yo quisiera poder abrazar
a mi mayor enemigo...
Yo quisiera se civilizado
como los animales...”.