DOMINGO VII. 23-II-2020 (Mt. 5,
38-48) A
Siguiendo la Carta Magna del Cristianismo que es el Sermón
de la Montaña, hoy Jesús
da la sensación de que riza el rizo del “más difícil todavía” atacando
de raíz la “Ley del Talión” tan metida en nuestra manera de reaccionar: “Ojo
por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por
quemadura, cardenal por cardenal...” (Ex. 21, 24), es decir, que el que la
hace que la pague. Talión viene del latín talis, e, que explica
de alguna manera la palabra: “a tal falta tal castigo”.
Los monjes del Qumrán, que vivieron en tiempos de Jesús a orillas
del Mar Muerto en un estado de perfección, con los tres votos de pobreza,
castidad y obediencia, se aplicaban a su modo la ley: “Ama a los que Dios
ama, pero a quienes Dios detesta detéstalos a muerte”. Hoy ya no hay rastro
de ellos como tampoco de su rama armada “los zelotes” que acabaron
suicidándose en masa en la fortaleza de Masada cuando fueron cercados
por las legiones romanas de Silva lugarteniente de Tito (s. I). Y
es que el odio mata a quien lo ejercita.
El Sermón de la Montaña trata de inculcarnos más bien consejos
que preceptos. No se puede imponer la simpatía y menos aún el amor hacia un
enemigo, Jesús, no obstante, manda
amarlo “como si...”, porque con el tiempo, y este duro ejercicio de
amor, acaso podremos llegar a sentir hasta simpatía y afecto por nuestros
enemigos, lo que hoy la psicología calificaría algo así como el “síndrome de
Estocolmo”. Para aquellos que escuchaban por primera vez a Jesús estas palabras eran totalmente
algo nuevo y revolucionario, pero se les presentaba como el único camino eficaz
para cambiar el mundo, si es que de verdad a alguien le interesa de verdad que
cambie.
Jesús aquí no se dirige ni a
jueces, ni a los tribunales de justicia, ni siquiera al gran público que no le
entenderían ya que todos pensamos en clave de ley del Talión, “que
caiga sobre ellos todo el peso de la ley”. Jesús se dirige a sus más inmediatos seguidores, entre los que esta
sugerencia debería funcionar en toda su extensión: “perdona a tu enemigo, al
que te debe...”. Y enemigos los tenemos todos en todas partes y de todo
tipo empezando por el clima y los microbios, pero sobre todo en la envidia, la
calumnia, la avaricia, el odio y el egoísmo de nuestros semejantes. A su vez
nosotros también podemos ser enemigos de los demás, hasta sin quererlo. Dice la
leyenda que cierto puerco espín, acostumbrado siempre a hacer lo que le
venía en gana, se vio forzado, un duro invierno, a cobijarse en una pequeña
madriguera con sus vecinos. El frío les obligaba a apretujarse unos junto a
otros, pero como las púas les hacían mutuamente daño tuvieron que encontrar el
justo medio para estar todos juntos, guardando las distancias para darse calor
sin herirse. Es una imagen cabal de las relaciones de los hombres cuyo lema de
hoy parece que es: no molestar y que no me molesten.
Nos movemos en las coordenadas de gritos como: ¡No hay derecho!
y ¡Más justicia! pero la Historia está llena de justicieros que
blandiendo el derecho en la mano acaban siendo tiranos de su prójimo ya que
como dice el refrán latino: “el supremo derecho: la mayor injusticia”. Y
aunque a la Justicia se la representa
con una balanza en la mano, símbolo de la ecuanimidad, tiene una espada en la
otra mano y los ojos tapados. ¿Quién puede calibrar con justicia los derechos y
las obligaciones de cada uno? A veces se oye por ahí: “Le deseo el mismo
daño que él que me desea a mí”, es la ley de la balanza, o sea, del talión.
Pero eso no es cristiano tampoco. Seguramente nunca nos podremos ver libres de
nuestros enemigos, que es lo que pedimos siempre al persignarnos.
Sorprende un poco que en la Biblia los grandes enemigos, ya desde Adán
y Eva, fueran hermanos: Caín y
Abel, Esaú y Jacob,
Isaac e Ismael, los hermanos y José... Es
verdad que también hay otros casos como el de Saúl y David en el que, a pesar de
que Saúl trató de matar a David arrojándole una lanza, a pesar de
ir a buscarlo una noche a casa y tener que descolgarlo su mujer Micol
por la ventana, con todo David siempre le devolvió bien por mal, y
pudiendo un día matarlo a placer en la gruta de Abisaí, le perdonó la vida,
cortándole únicamente un trozo de su manto mientras dormía. Y hasta lloró
amargamente cuando se enteró de que Saúl había muerto en una batalla
contra los filisteos.
¿Cuál era la razón de este odio? Leyendo la historia que recoge la
Biblia se debía todo a sola envidia. La envidia es mala, de ella nace el odio y
del odio la muerte. Y siendo como es tan peligrosa aún somos tan torpes que
apetecemos y hacemos méritos para que los demás nos envidien. De ello se dio
cuenta Fray Luis de León cuando dejó escrita en la pared de la cárcel
donde le encerró la Inquisición aquella hermosa décima: “Aquí la
envidia y mentira/ me tuvieron encerrado./ Dichoso el humilde estado/ del sabio
que se retira/ de aqueste mundo malvado,/ y con pobre mesa y casa/ en el campo
deleitoso/ a solas su vida pasa,/ con solo Dios se acompasa/ ni envidioso ni
envidiado”.
Estamos rodeados de envidia por todas partes, somos como islas en un
mar de odios y enemigos mayores o menores, potenciales o reales. Pues bien
Jesús para romper esa espiral de violencia nos da la receta más radicalmente
eficaz: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quien os hace mal...”.
Eso se llama perdón, perdón hasta dejarse morir incluso, ya que Jesús no
triunfó vengándose de los que lo mataban ni matando él sino perdonando y
muriendo en la cruz por quienes lo crucificaban.
El Cristianismo con esta estrategia del perdón, -la historia es
testigo-, logró en dos siglos extenderse por el mundo entero. Fue una técnica
verdaderamente eficaz y revolucionaria, la de dejarse morir en la tortura
millares de cristianos, sin tener que matar a nadie. En cambio el Imperio
Romano, como modernamente el sistema soviético de represión o el de los nazis,
sucumbieron estrepitosamente. Y es que, si tenemos paciencia veremos pasar ante
nuestra puerta el cadáver de nuestros enemigos, pues “el que a hierro mata a
hierro muere”; pero “si el grano
de trigo que cae en tierra y muere da mucho fruto”.
Aquí parece que falla todo, la lógica, el sentido común, la razón...
todo, al menos aparentemente. Esto no quiere decir que dejemos que la
injusticia y el desorden campeen por sus fueros. Hay que luchar contra la
injusticia y la barbarie, pero con grandes dosis de perdón y de amor, palabras
que desconoce el Código penal. Para quien no ha sido evangelizado, para quien
no sea de verdad cristiano es muy difícil entenderlo. Pero Cristo trajo la paz
y esta paz empieza en el perdón, empieza por amar a quien te hace daño, de lo
contrario caeremos en el círculo diabólico de la violencia contra violencia, a
una muerte sigue otra, y nace la guerra eterna porque la sangre llama a la
sangre, y terminamos por institucionalizar el odio y la injusticia. Como decía
aquel pirata: “Me llamáis pirata porque tengo un solo barco si tuviera diez
me llamaríais general”. Si matas por tu cuenta eres un criminal, si te
respaldan cien mil votos te convierten en un héroe. Hay que descender al nivel
de las personas, hay que aprender a perdonar a quien te ofende, hay que empezar
por desmontar la estrategia del odio.
Le comentaba un día Alejandro Magno a un filósofo mientras
contemplaban el cielo estrellado: -”Dicen que hay tantos mundo habitados y
yo no soy capaz de poner paz en el mío...”. A lo que le replicó el
filósofo: -”El resultado de la guerra nunca puede ser la paz. Una guerra no
se puede ganar nunca como nunca se podrá ganar un terremoto”. Pero Alejandro
a su vez le contestó: -”Tampoco la vais a ganar los filósofos pues estáis
siempre discutiendo, y si en vez de palabras tuvierais armas en las manos
estarías como yo también siempre en guerra...”. Es verdad, la guerra
empieza en las palabras, bastaría escuchar una tertulia por TV, e incluso suele
empezar antes, con la envidia y el odio. Por eso hay que empezar a desarmar el
corazón. Por desgracia después de tantos años de Cristianismo aún no se nos
educa eficaz y suficientemente para el diálogo y el perdón. Se dan por ahí
cursillos de capacitación para tal o cual materia, cursillos de sexualidad, de
educación en la personalidad, pero apenas se dan para aprender a convivir en
paz, para saber dialogar, perdonar, amar al enemigo, disculpar. Hasta los
mejores cristianos tienen a veces palabras de venganza. Eso es estar en la
prehistoria de la fe.
Dice Juan Pablo II en su Encíclica Dios rico en misericordia:
“La misericordia se acaba”. ¿Cómo puede acabarse si es lo único nuevo que Jesús nos vino a traer al mundo? No sé dónde
vi una viñeta en la que un reportero estaba entrevistando a Dios y le decía:
-”Ud., como Dios ¿no dormirá
nunca, verdad?
-Yo no nunca, contestaba Dios.
-Entonces ¿en qué emplea el tiempo libre?, ¿lee, piensa, ve la TV?
-No,
replica Dios, yo empleo todo mi tiempo en perdonar...”.
¡Qué gran palabra, perdón, poner la otra mejilla, amar al enemigo! En
una maqueta de la pasada guerra, sobre una ciudad destruida por las bombas, se
leía: “Perdonamos pero olvidamos”. A la entrada del Cementerio de Kiev hay un gran letrero que dice: “De
nada se olvida a nadie se olvida”. Y con todo, el cristiano debe perdonar,
y olvidar a ser posible.
Cuentan que cierto rey repartió su herencia entre sus tres hijos.
Dudaba a cuál de los tres dejar su más preciado tesoro: un gran diamante. Lo
daré a quien sea capaz de llevar a cabo la mayor hazaña. Al cabo de unos años
se presentaron los tres. Uno dijo:
-He vencido al enemigo que amenazaba las fronteras de nuestro reino. El segundo dijo:
-He matado al dragón que aterrorizaba a toda la comarca. El más pequeño añadió:
-Yo no hice casi nada, pero vi a mi mayor enemigo durmiendo al borde
de un acantilado y en vez de arrojarlo al mar lo perdoné. Fue quien llevó el diamante.
Y es que nadie sabe lo que cuesta perdonar, ni su valor hasta que tiene que
hacerlo. “Porque si amamos a los que amamos ¿qué mérito tenemos? Y si
odiamos a quien nos odia ¿qué de bueno hacemos?”. Amar a quien nos hace
daño es el distintivo del cristiano, ya que el amor es hoy por hoy la única
revolución capaz de transformar el mundo... No hay otra. Y es que de no hacerlo
¿cómo podremos rezar entonces aquello de “perdónanos nuestras deudas como
nosotros perdonamos”?
Es
hermosa la canción de Roberto Carlos: “Quisiera ser civilizado / como
los animales”: “Quisiera decir tantas cosas / que pudieran hacerme
sentir bien conmigo, / quisiera poder
abrazar / a mi mayor enemigo”. Jmf.
“Yo
quisiera ser civilizado
como
los animales.
Yo
quisiera poder aplacar
una
fiera terrible,
yo
quisiera poder transformar
tanta
cosa imposible,
yo
quisiera decir tantas cosas
que
pudieran hacerme sentir bien conmigo,
yo
quisiera poder abrazar
a mi
mayor enemigo...
Yo
quisiera se civilizado
como
los animales...”.
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