viernes, 21 de febrero de 2020


DOMINGO VII. 23-II-2020 (Mt. 5,  38-48) A
 (Hoy unas líneas más por los días perdidos, perdónennos)

Siguiendo la Carta Magna del Cristianismo que es el Sermón de la Montaña, hoy Jesús da la sensación de que riza el rizo del “más difícil todavía” atacando de raíz la “Ley del Talión” tan metida en nuestra manera de reaccionar: “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, cardenal por cardenal...” (Ex. 21, 24), es decir, que el que la hace que la pague. Talión viene del latín talis, e, que explica de alguna manera la palabra: “a tal falta tal castigo”. Los monjes del Qumrán, que vivieron en tiempos de Jesús a orillas del Mar Muerto en un estado de perfección, con los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, se aplicaban a su modo la ley: “Ama a los que Dios ama, pero a quienes Dios detesta detéstalos a muerte”. Hoy ya no hay rastro de ellos como tampoco de su rama armada “los zelotes” que acabaron suicidándose en masa en la fortaleza de Masada cuando fueron cercados por las legiones romanas de Silva lugarteniente de Tito (s. I). Y es que el odio mata a quien lo ejercita.
El Sermón de la Montaña trata de inculcarnos más bien consejos que preceptos. No se puede imponer la simpatía y menos aún el amor hacia un enemigo, Jesús, no obstante, manda amarlo “como si...”, porque con el tiempo, y este duro ejercicio de amor, acaso podremos llegar a sentir hasta simpatía y afecto por nuestros enemigos, lo que hoy la psicología calificaría algo así como el “síndrome de Estocolmo”. Para aquellos que escuchaban por primera vez a Jesús estas palabras eran totalmente algo nuevo y revolucionario, pero se les presentaba como el único camino eficaz para cambiar el mundo, si es que de verdad a alguien le interesa de verdad que cambie.
Jesús aquí no se dirige ni a jueces, ni a los tribunales de justicia, ni siquiera al gran público que no le entenderían ya que todos pensamos en clave de ley del Talión, “que caiga sobre ellos todo el peso de la ley”. Jesús se dirige a sus más inmediatos seguidores, entre los que esta sugerencia debería funcionar en toda su extensión: “perdona a tu enemigo, al que te debe...”. Y enemigos los tenemos todos en todas partes y de todo tipo empezando por el clima y los microbios, pero sobre todo en la envidia, la calumnia, la avaricia, el odio y el egoísmo de nuestros semejantes. A su vez nosotros también podemos ser enemigos de los demás, hasta sin quererlo. Dice la leyenda que cierto puerco espín, acostumbrado siempre a hacer lo que le venía en gana, se vio forzado, un duro invierno, a cobijarse en una pequeña madriguera con sus vecinos. El frío les obligaba a apretujarse unos junto a otros, pero como las púas les hacían mutuamente daño tuvieron que encontrar el justo medio para estar todos juntos, guardando las distancias para darse calor sin herirse. Es una imagen cabal de las relaciones de los hombres cuyo lema de hoy parece que es: no molestar y que no me molesten.
Nos movemos en las coordenadas de gritos como: ¡No hay derecho! y ¡Más justicia! pero la Historia está llena de justicieros que blandiendo el derecho en la mano acaban siendo tiranos de su prójimo ya que como dice el refrán latino: “el supremo derecho: la mayor injusticia”. Y aunque a la Justicia se la representa con una balanza en la mano, símbolo de la ecuanimidad, tiene una espada en la otra mano y los ojos tapados. ¿Quién puede calibrar con justicia los derechos y las obligaciones de cada uno? A veces se oye por ahí: “Le deseo el mismo daño que él que me desea a mí”, es la ley de la balanza, o sea, del talión. Pero eso no es cristiano tampoco. Seguramente nunca nos podremos ver libres de nuestros enemigos, que es lo que pedimos siempre al persignarnos.
Sorprende un poco que en la Biblia los grandes enemigos, ya desde Adán y Eva, fueran hermanos: Caín y Abel, Esaú y Jacob, Isaac e Ismael, los hermanos y José... Es verdad que también hay otros casos como el de Saúl y David en el que, a pesar de que Saúl trató de matar a David arrojándole una lanza, a pesar de ir a buscarlo una noche a casa y tener que descolgarlo su mujer Micol por la ventana, con todo David siempre le devolvió bien por mal, y pudiendo un día matarlo a placer en la gruta de Abisaí, le perdonó la vida, cortándole únicamente un trozo de su manto mientras dormía. Y hasta lloró amargamente cuando se enteró de que Saúl había muerto en una batalla contra los filisteos.
¿Cuál era la razón de este odio? Leyendo la historia que recoge la Biblia se debía todo a sola envidia. La envidia es mala, de ella nace el odio y del odio la muerte. Y siendo como es tan peligrosa aún somos tan torpes que apetecemos y hacemos méritos para que los demás nos envidien. De ello se dio cuenta Fray Luis de León cuando dejó escrita en la pared de la cárcel donde le encerró la Inquisición aquella hermosa décima: “Aquí la envidia y mentira/ me tuvieron encerrado./ Dichoso el humilde estado/ del sabio que se retira/ de aqueste mundo malvado,/ y con pobre mesa y casa/ en el campo deleitoso/ a solas su vida pasa,/ con solo Dios se acompasa/ ni envidioso ni envidiado”.
Estamos rodeados de envidia por todas partes, somos como islas en un mar de odios y enemigos mayores o menores, potenciales o reales. Pues bien Jesús para romper esa espiral de violencia nos da la receta más radicalmente eficaz: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quien os hace mal...”. Eso se llama perdón, perdón hasta dejarse morir incluso, ya que Jesús no triunfó vengándose de los que lo mataban ni matando él sino perdonando y muriendo en la cruz por quienes lo crucificaban.
El Cristianismo con esta estrategia del perdón, -la historia es testigo-, logró en dos siglos extenderse por el mundo entero. Fue una técnica verdaderamente eficaz y revolucionaria, la de dejarse morir en la tortura millares de cristianos, sin tener que matar a nadie. En cambio el Imperio Romano, como modernamente el sistema soviético de represión o el de los nazis, sucumbieron estrepitosamente. Y es que, si tenemos paciencia veremos pasar ante nuestra puerta el cadáver de nuestros enemigos, pues “el que a hierro mata a hierro muere”; pero  “si el grano de trigo que cae en tierra y muere da mucho fruto”.
Aquí parece que falla todo, la lógica, el sentido común, la razón... todo, al menos aparentemente. Esto no quiere decir que dejemos que la injusticia y el desorden campeen por sus fueros. Hay que luchar contra la injusticia y la barbarie, pero con grandes dosis de perdón y de amor, palabras que desconoce el Código penal. Para quien no ha sido evangelizado, para quien no sea de verdad cristiano es muy difícil entenderlo. Pero Cristo trajo la paz y esta paz empieza en el perdón, empieza por amar a quien te hace daño, de lo contrario caeremos en el círculo diabólico de la violencia contra violencia, a una muerte sigue otra, y nace la guerra eterna porque la sangre llama a la sangre, y terminamos por institucionalizar el odio y la injusticia. Como decía aquel pirata: “Me llamáis pirata porque tengo un solo barco si tuviera diez me llamaríais general”. Si matas por tu cuenta eres un criminal, si te respaldan cien mil votos te convierten en un héroe. Hay que descender al nivel de las personas, hay que aprender a perdonar a quien te ofende, hay que empezar por desmontar la estrategia del odio.
Le comentaba un día Alejandro Magno a un filósofo mientras contemplaban el cielo estrellado: -”Dicen que hay tantos mundo habitados y yo no soy capaz de poner paz en el mío...”. A lo que le replicó el filósofo: -”El resultado de la guerra nunca puede ser la paz. Una guerra no se puede ganar nunca como nunca se podrá ganar un terremoto”. Pero Alejandro a su vez le contestó: -”Tampoco la vais a ganar los filósofos pues estáis siempre discutiendo, y si en vez de palabras tuvierais armas en las manos estarías como yo también siempre en guerra...”. Es verdad, la guerra empieza en las palabras, bastaría escuchar una tertulia por TV, e incluso suele empezar antes, con la envidia y el odio. Por eso hay que empezar a desarmar el corazón. Por desgracia después de tantos años de Cristianismo aún no se nos educa eficaz y suficientemente para el diálogo y el perdón. Se dan por ahí cursillos de capacitación para tal o cual materia, cursillos de sexualidad, de educación en la personalidad, pero apenas se dan para aprender a convivir en paz, para saber dialogar, perdonar, amar al enemigo, disculpar. Hasta los mejores cristianos tienen a veces palabras de venganza. Eso es estar en la prehistoria de la fe.
Dice Juan Pablo II en su Encíclica Dios rico en misericordia: “La misericordia se acaba”. ¿Cómo puede acabarse si es lo único nuevo que Jesús nos vino a traer al mundo? No sé dónde vi una viñeta en la que un reportero estaba entrevistando a Dios y le decía:
 -”Ud., como Dios ¿no dormirá nunca, verdad?
-Yo no nunca, contestaba Dios.
-Entonces ¿en qué emplea el tiempo libre?, ¿lee, piensa, ve la TV?
-No, replica Dios, yo empleo todo mi tiempo en perdonar...”.
¡Qué gran palabra, perdón, poner la otra mejilla, amar al enemigo! En una maqueta de la pasada guerra, sobre una ciudad destruida por las bombas, se leía: “Perdonamos pero olvidamos”. A la entrada del Cementerio de Kiev hay un gran letrero que dice: “De nada se olvida a nadie se olvida”. Y con todo, el cristiano debe perdonar, y olvidar a ser posible.
Cuentan que cierto rey repartió su herencia entre sus tres hijos. Dudaba a cuál de los tres dejar su más preciado tesoro: un gran diamante. Lo daré a quien sea capaz de llevar a cabo la mayor hazaña. Al cabo de unos años se presentaron los tres. Uno dijo:
-He vencido al enemigo que amenazaba las fronteras de nuestro reino. El segundo dijo:
-He matado al dragón que aterrorizaba a toda la comarca. El más pequeño añadió:
-Yo no hice casi nada, pero vi a mi mayor enemigo durmiendo al borde de un acantilado y en vez de arrojarlo al mar lo perdoné. Fue quien llevó el diamante. Y es que nadie sabe lo que cuesta perdonar, ni su valor hasta que tiene que hacerlo. “Porque si amamos a los que amamos ¿qué mérito tenemos? Y si odiamos a quien nos odia ¿qué de bueno hacemos?”. Amar a quien nos hace daño es el distintivo del cristiano, ya que el amor es hoy por hoy la única revolución capaz de transformar el mundo... No hay otra. Y es que de no hacerlo ¿cómo podremos rezar entonces aquello de “perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos”?
Es hermosa la canción de Roberto Carlos: “Quisiera ser civilizado / como los animales”: “Quisiera decir tantas cosas / que pudieran hacerme sentir bien conmigo,  / quisiera poder abrazar / a mi mayor enemigo”.  Jmf.


“Yo quisiera ser civilizado
como los animales.
Yo quisiera poder aplacar
una fiera terrible,
yo quisiera poder transformar
tanta cosa imposible,
yo quisiera decir tantas cosas
que pudieran hacerme sentir bien conmigo,
yo quisiera poder abrazar
a mi mayor enemigo...
Yo quisiera se civilizado
como los animales...”.

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