viernes, 24 de enero de 2020


DOMINGO III. 26-I-2020 (Mt. 4, 12-23) A

Tanto Juan Bautista como Jesús al empezar su predicación, arrancan con estas palabras: “Arrepentíos. El Reino de Dios está cerca”. Hoy el evangelio nos presenta a Jesús abandonando Judea, es decir la región sur, la zona más desértica de Palestina, orillas del Mar Muerto y del Jordán, donde había sido bautizado por Juan (en Judea había nacido y en Judea terminará sus días en la cruz), y dirigirse al Norte, a Galilea. Se aloja en casa de Pedro, en Cafarnaún, en la costa verde del Mar de Genesareth, haciendo de esta región su cuartel general, el centro de su predicación. Es junto al lago donde multiplica los panes y los peces y promete solemnemente la Eucaristía; es aquí donde elige a sus apóstoles; en las riberas de este mar también llamado de Tiberíades, confirma el primado de Pedro; en Nazaret, no lejos del lago, pasó los mejores años de su juventud, y serán los pueblos de esta región quienes mejor recibirán su predicación.
No sé por qué la zona Norte siempre tiene más suerte, es más rica y más feraz en muchos aspectos que los países de la zona Sur, siempre más árida, desértica y pobre (pensemos en Andalucía, en Nápoles de Italia, o la Judea en Palestina...). Y lo mismo a escala mundial: en África con respecto a Europa, la India con respecto a Asia y América del Sur con respecto a los Estados Unidos. Para Jesús el Sur fue terriblemente trágico: además de nacer en un establo, es perseguido a muerte por Herodes teniendo que exilarse, se pierde en el Templo a los 12 años, es crucificado a la afueras de Jerusalén; el único apóstol natural de Judea y que lo traicionó era Judas. Acaso este cúmulo de circunstancias hizo que Jesús se sintiera más seguro en Galilea y por eso, en momentos de peligro como este, regresa a refugiarse aquí. Ya lo vimos dirigirse a Nazaret cuando llegó de Egipto porque Arquelao aún reinaba en Judea y temían que emulara a su padre Herodes el Grande en los crímenes; y lo vemos dirigirse ahora de nuevo, después de conocer que Herodes Antipas había encarcelado enn Judea a san Juan Bautista.
Isaías en la primera lectura de hoy trata de infundir ánimos a sus oyentes, prometiéndoles que una luz grande (Iahvé) viene a librarlos ya que se sentían como extranjeros desde que, entre los años 745 al 727 a. C., un rey llamado Taglatfalasar III, somete esta región de Galilea en la que reinaba Menajen, deportando a toda la población a Ur Casdin, a las orillas del Tigris (Asiria), hoy Basora en el Irak actual (II Re. 16, 7), y nombrando rey vasallo a Oseas. A este hecho histórico alude la epístola. Pero sobre todo porque ocho siglos después llegaría un hombre llamado Jesús, luz de luz, que nos salvaría a todos.
Los evangelistas sitúan intencionadamente el inicio de la vida pública de Cristo en esta región acaso por todas estas razones. Aunque Jesús predicaba en cualquier sitio. Cualquier tiempo y lugar le eran aptos para sembrar su palabra: una barca, el interior de una casa, una montaña, el templo, la ribera del lago... pero sobre todo la sinagoga. Y en la sinagoga habla respetando todo el ritual litúrgico de bendiciones, lecturas, enseñanzas, tradiciones, historia de Israel... etc.
Jesús aprovecha este lugar y empieza adaptándose a él. Su mensaje no es precisamente novedoso. Su idea fundamental era ya conocida entre los que le escuchaban. “Arrepentíos. Se acerca el Reino de Dios”. Jesús no se dedica a predicar una moral: Esto es pecado, aquello no..., porque la moral sólo pide no faltar a la ley, no hacer daño e incluso hasta aconseja hacer el bien. Pero Jesús pide más, pide religión, religarnos, es decir cambio interior, comprometernos, y de ese modo aspirar a ser perfectos como el Padre celestial es perfecto. Arrepentirse no consiste sólo en unos ritos externos, el arrepentimiento debe brotar de la bondad del corazón.
 Hay una narración francesa que se remonta a los siglos XII o XIII conocida como “El caballero del cántaro”. En ella se nos cuenta que un día de Viernes Santo un caballero impío se dirige a un famoso ermitaño y le pide por favor que le confiese... con el fin de burlarse de aquel santo varón. Pero el ermitaño conoce su intención y después de escuchar la historia de sus supuestos pecados le entrega un cántaro imponiéndole como penitencia que lo llene de agua en el cercano arroyo. Con gran sorpresa el sacrílego caballero comprueba que por más que se esfuerza en sumergir el cántaro en el agua no consigue que entre en él ni una sola gota. Entonces empieza a darse cuenta de su falta, y desconcertado recorre todos los caminos con el mágico cántaro colgado del hombro sin lograr cumplir aquella extraña penitencia. Exhausto y afligido regresa después de algunos años de nuevo a los pies del ermitaño, pero esta vez sí viene de verdad arrepentido. El ermitaño pide a Dios perdón por él, y la gracia de Dios al fin llena su alma. Entonces, profundamente conmovido, empiezan a brotar de sus ojos unas lágrimas cayendo lentamente dentro del cántaro que poco a poco se llena, colmando así su corazón de una gran paz y felicidad, consecuencia de sentirse perdonado por Dios.
El secreto no estaba en el rito externo, en tratar de llenar el cántaro de agua, sino en vaciar el corazón de egoísmo y llenarlo de arrepentimiento y de dolor. Para ello es esencial la conversión. Y en esto Jesús es categórico. Darwin, en su obra “El origen de las especies” (1859) en la que sostiene que todos hemos evolucionado de unas pocas especies primitivas, usa más de 800 veces expresiones tales como “quizá...”, “tal vez...”, “acaso...” a las que añade frecuentemente imprecisos potenciales o subjuntivos: “pudiera ser que sea...”, “quizá provenga de...”, “tal vez haya sucedido que...”. Y así establece el fundamento de su teoría.
Jesús, en cambio, es categórico y además emplea preferentemente el indicativo o el imperativo: “Arrepentíos...”, “Hoy estarás conmigo en el Paraíso...”, “El reino de Dios está cerca de vosotros...”, “Tomad y comed...”, “Id...”, “Bautizad...”, “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo...”.  Hoy nos manda arrepentirnos porque el Reino de Dios está cerca. Uno de los grandes obstáculos que impiden esta conversión es la falta de amor, el andar desunidos. El tema que Pablo trata en la segunda lectura se debe a que los hijos de Cloe, un comerciante de Corinto llegan a Éfeso, donde él está, y le informan sobre la desunión que reina entre los corintios divididos en sectas, unos partidarios de Pablo, otros de Apolo, otros de Pedro, otros de Cristo... Ya entonces a la gente le costaba trabajo entenderse. El problema es viejo. En la Carta que les dirige también Pablo es categórico: “Poneos de acuerdo, uníos, y no andéis divididos... con discordias entre vosotros”, una recomendación que, después de dos mil años, sigue en pie y se nos puede seguir aconsejando sin cambiar ni una letra. No llenaremos nuestro corazón de perdón y de paz mientras no nos arrepintamos y mientras no seamos capaces de perdonarnos de verdad unos a otros.
Estamos en la semana llamada “Octavario por unión de las iglesias”. Es preciso el diálogo, necesitamos escucharnos mutuamente en vez de discutir. Algunos dirigentes religiosos pretenden ser más bien abogados defensores de su causa, que ser teólogos cristianos. Un abogado tiene la misión de defender su causa, aunque sea causa perdida y carezca de razón. No tratará de dialogar sino de imponer su criterio. Pero esto a la hora de entablar una relación cordial es contraproducente. Es preciso dialogar para unirse y es preciso unirse en Cristo si no queremos ser ineficaces en la evangelización del mundo.
Para esto también necesitamos abandonar las redes. Nos “enredan” mil cosas, andamos enredados con mil y un asuntillos. Hay que desenredarse del mundo al que vivimos atados, esclavizados por el afán de prosperar, tener más, abandonando aquello que es lo esencial. En esto podíamos copiar de aquel pescador feliz de Anthony di Mello que descansaba un día a la sombra de su barca. -¿Por qué no sales a pescar? le preguntó un rico industrial-Porque ya he pescado bastante para hoy.-¿Y por qué no pescas más?-¿Para qué?-Ganarías más dinero, pondrías motor a tu barca, comprarías más redes y mejores aparejos, y pronto te harías con uCessent iurgia maligna, cessent lites.na buena flota.-¿Y qué haría entonces? -Podrías sentarte a disfrutar de la vida con más tranquilidad.-¿Y qué piensas que estoy haciendo ahora?
Si todos nos preocupáramos de lo que es verdaderamente esencial, de la paz del corazón y del amor a los demás, todos los problemas del mundo hallarían en nosotros una pronta solución. Hay que abandonar las redes que nos atan a las cosas, a las estructuras, al amor propio, y emplearlas en lo que realmente quiere Dios. Un camino seguro es el que aconseja el evangelio del presente domingo: prepararnos con una sincera “compunción de corazón”, humildad y arrepentimiento a recibir ese Reino que se acerca. “Venga a nosotros tu Reino” rezamos en el Padrenuestro. No decimos “vayamos a por él nosotros”, es el Reino el que se nos viene encima..., y es el Rey quien también vendrá a nosotros al final de los tiempos. Por ello la mejor preparación es, sin duda, la espera esperanzada en el perdón y lo que nos aconseja hoy Jesús: “Arrepentíos...”, cambiad de modo de ser, o san Pablo al exigirnos: “Poneos de acuerdo..., uníos, no andéis divididos con discordias...” o como dice el himno “Ubi caritas et amor”: Cessent iurgia maligna, cessent lites..., invitación que en estos días de plegaria por la unión de los cristianos nos viene como anillo al dedo. Jmf


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