martes, 17 de marzo de 2020


DOMINGO IV DE CUARESMA 22-III-2020 (Jn. 9, 1-41) A


En marzo del año 87 un grupo de alpinistas oftalmólogos encontraron en las estribaciones del Kilimanjaro (África), un niño ciego al que sus padres, forzados por la pobreza, habían decidido abandonar allí. Lo oftalmólogos, compadecidos del muchacho, optaron por traerlo a España y operarlo devolviéndole la vista. Esta anécdota recuerda un poco al ciego del evangelio de hoy y a su encuentro con Jesús: “pasó por allí Jesús y se encontró con un ciego... y lo curó”. Es esa compasión que nos inspira cualquier invidente.
En la vista, como en los demás sentidos, son dos los elementos que entran en juego: los ojos para ver y la luz para ser vista. Porque el ver solamente no serviría de nada. Además, ver implica de algún modo a todos los demás sentidos, es decir, el ojo no ve para él solo, sino que ve para que el pie no tropiece, y para que la mano acierte, etc. Dice Gibrán Jalil Gibrán: “Grita el ojo: ´veo una montaña más allá de estos valles envuelta en niebla azul ¿verdad que es bella?´. El oído escuchó atentamente y dijo: ´pues yo no oigo nada´. La mano estiró sus dedos y murmuró: ´Yo tampoco la toco´. Parecida exclamación exhaló el olfato. Cuando el ojo miró en otra dirección los sentidos comentaron: ´algo anda mal en ese ojo que ve lo que no hay”. (EL LOCO).
La vista, la luz, con ser tan importantes nada valen si los demás sentidos no prestan su colaboración y ayuda. Porque los ojos, que son tan necesarios, no lo son todo si prescindimos de las demás funciones del organismo y viceversa. Lo mismo sucede con la fe, siendo tan primordial, ella sola poco puede hacer si no es secundada y ayudada, incluso para crecer ella misma, como le pedía a Jesús el padre del niño epiléptico: “Creo Señor, pero ayuda mi incredulidad”.
Cuando Jesús se decide a curar al ciego hace una serie de ritos. Se diría que es como una dramatización del milagro en tres actos. En el primero narra el encuentro con el ciego. Jesús amasa con saliva barro y lo unge. La Iglesia, a imitación de Jesús, sigue practicando unciones al bautizando, al confirmando, al ordenando, al enfermo grave, a objetos y a lugares sagrados. Hasta la misma palabra Mesías, o Cristo, significa, etimológicamente, ungido. Así, Cristo es El Ungido, y por eso podríamos llamarnos con toda propiedad los cristianos, los ungidos por excelencia, ungidos por el amor y la gracia del Espíritu Santo. Este rito de la unción debió de estar muy generalizado en toda la antigüedad puesto que algunos historiadores romanos, Suetonio, Tácito, etc., recogen algunas supuestas curaciones que hizo Vespasiano en Alejandría hacia el año 70 d. C., ungiendo también con saliva los ojos de los ciegos.
El segundo acto se desarrollaría en varios cuadros que son los diversos encuentros y sus correspondientes diálogos que mantienen con el ciego, una vez recobrada la vista: con los fariseos, estos con los padres, los padres con el hijo, que quieren de algún modo hacerle decir que veía cuando no veía y que ahora no ve lo que está viendo, algo verdaderamente dramático...
Finalmente el tercer acto es el encuentro de Jesús de nuevo con el ciego y esa nueva luz de la fe que le infunde:
-¿Crees en el hijo del hombre?
-¿Quién es, Señor, para que crea en él?
-Lo has visto. El que habla contigo, ese es...
-Creo, Señor... Y se postró ante él.
Es preciso saber ver con la fe, más aún, podríamos decir que es preciso intercambiar los sentidos, acostumbrándonos a ver con los oídos, a tocar con la mirada, a oír con el tacto, a saber tomar el pulso a los acontecimientos para descubrir en ellos el latido del corazón de Dios, a hacer de oídos corazón y del corazón oídos, estar siempre a la escucha, a la espera de la luz, sobre todo confesándonos ciegos, para abrirle apenas llegue y llame. Esta mutua ayuda y colaboración es una realidad gozosa dentro de la Iglesia: es lo que llamamos Cuerpo Místico de Cristo. En él ejercitamos las virtudes cuando vemos con la fe, oímos con la esperanza y tocamos con la caridad.
Para ver hay que abrir bien los ojos, y además mirar. Dice un refrán que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Y después tener la humildad suficiente para reconocernos ciegos, pecadores, torpes. ¿Cómo va a curar Jesús al que se considera sano? A menudo nos sucede lo que Cristo achacó a los fariseos cuando decían que veían, y no era cierto: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero decís que veis y vuestro pecado permanece...”. Con todo no dejan de ser enigmáticas algunas frases de Jesús: “Vine al mundo para que los que no ven vean y los que dicen ver se queden ciegos”, o aquellas otras “para que viendo no vean y oyendo no entiendan no sea que se conviertan...”, acaso porque la humildad es la retina de la fe, la que nos hace ver. Es difícil demostrarle la ceguera a uno que dice ver. Nos sucede lo que cuenta el libro II de los Reyes a propósito de la lepra de Naamán. Este valeroso general sirio, habiendo contraído la lepra, se presentó a Eliseo para ser curado. El profeta le manda que se lave siete veces en río Jordán. Naamán protesta: “¡a ver si aquí en Damasco no hay ríos como el Abaná y el Farfar mejores que todas las aguas de Israel!”. Pero sus criados, más sensatos que él, fueron los que realmente vieron y le abrieron los ojos: “Si el profeta te hubiera ordenado algo difícil... pero si te dijo: báñate y quedarás limpio ¿por qué no has de hacerlo?” (5, 12) Naamán se lavó siete veces y quedó curado.
De algún modo hemos recobrado la vista por primera vez cuando nos bañaron en las aguas del bautismo, ese baño de gracia que borra la lepra del pecado original, verdadera piscina de Siloé. Los primeros catecúmenos llamaban al bautismo Iluminación. Pablo recobró la vista de la fe, mediante aquella luz que le derribó por tierra y le privó de la luz de los ojos, camino de Damasco, de donde había venido siglos antes Naamán a recobrar la salud.
Hay que acostumbrarse a ver no sólo con los ojos de la cara sino también con los del alma. Hugo de San Víctor, un teólogo del s. XII, sostenía que Dios creó en el Edén al hombre con tres ojos: uno lo tiene muy debilitado, otro oscurecido y el tercero, que es el ojo de la contemplación de las cosas celestiales, completamente ciego. Hay un novelista que hizo furor hace años entre la juventud, llamado Lobsand Rampa, una de cuyas obras se titula precisamente “El tercer ojo”, y en la cual afirma que los humanos tenemos en la frente un tercer ojo oculto que hemos perdido y con el que podríamos descubrir, si fuéramos capaces de recuperarlo, (algunos lo han logrado, dice el novelista), qué piensa de nosotros la gente que nos rodea, qué sentimientos de simpatía o antipatía despertamos, sus pasiones, enfermedades, en una palabra el famoso halo (azul, rojo o blanco...). Puede ser que el teólogo y el novelista lleven parte de razón. Porque lo que sí es cierto es que el mundo no ve nada. Nos ciegan las pasiones, la ambición, la soberbia, el amor propio, el egoísmo... lo mismo a las personas, que a las instituciones, a los partidos, que a la Iglesia... No somos lo suficientemente humildes para poder ver, para reconocernos ciegos y pedir un poco más de luz..., ver...
El novelista argentino Juan Bautista Albardi  describe en su obra “Luz del día” cómo la Verdad –él la llama luz del día- cansada de las mentiras e iniquidades de que era testigo en la vieja Europa, emigra a América disfrazada de mujer. Allí encuentra a Tartufo, a Gil Blas y a Braulio, como sabemos personajes muy poco edificantes de nuestra literatura occidental. Entonces ella se dedica a buscar los viejos valores, los eternos valores de la raza: el Cid, Don Pelayo, Fígaro, el Tenorio, hasta que por fin da con Don Quijote, rey de la Patagonia, dedicado a la cría de carneros. Había fundado allí una república llamada Quijotania, pero que termina fracasando también. Entonces Luz del Día se despide echando un mitin sobre la ignorancia que es la ceguera universal: todos los hombres de todos los países están ciegos y esto no tiene cura. Lleva un tanto de razón. Porque bien pensado sería tan fácil, tan hermoso y tan sugerente hacer un mundo en el que reinara la fraternidad y el amor... ¿Quién lleva el timón del mundo? ¿En manos de quién estamos? En manos de unos pobres ciegos egoístas, mercaderes y ladrones, ebrios de poder y de egoísmo que son ciegos y guías de ciegos.
“Aquel que ama a su hermano permanece en la luz” (I Jn. 2, 10). El mundo padece una especie de loca ceguera endémica y universal de la que es poco menos que imposible salir y hacer salir. Decía  Carlos Gustavo Yung: “No se trata de demostrar que existe la luz sino de que la vean los ciegos. De nada sirve cantar alabanzas a la luz si no se puede ver. Hay que enseñar a los ciegos a verla”. Pero ahí está la dificultad. Ni siquiera Jesús lo consiguió con los fariseos.
Al atardecer, las mujeres judías encendían las lámparas de aceite y las colgaban de los muros o las situaban en lugares altos para alumbrar a todos los de la casa. Cae la tarde, es decir, languidece la fe. Es preciso mostrar de nuevo a Jesús, luz del mundo, al Jesús que abrió los ojos de los ciegos, e invitar a seguirle. El que le siga, y son palabras suyas, “no caminará en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida”. Jmf

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