DOMINGO III DE CUARESMA 15--III-2020 (Jn. 4,
5-42) A
Hace años, cuando no había aún TV y apenas se escuchaba la radio, la
gente de los pueblos de la montaña se reunía al llegar las duras noches de
invierno y nieve en largas veladas a contar historias, recordar costumbres y
cantar romances. Hoy el filandón lo
hacen los de la televisión, los demás no les queda más que ver y callar. Entre
los recuerdos que conservo de aquellos años es el de oír recitar y cantar a
alguna anciana el antiguo romance de “La
samaritana”. Empezaba así: Un viernes
salió el Señor / a la ciudad de Samaria / en el medio del camino / el calor le
sofocaba... etc.
No sé si es debido a esta añoranza o porque la escena es realmente
evocadora, acaso algo de ambas cosas, este evangelio siempre me ha parecido uno
de los más hermosos. Algo debe de tener, de todas formas, puesto que en él se
han fijado músicos como Arnaldo Furlotti
y Lucinio Respici para componer sus
famosos Oratorios, o Gabriel Pierne que
compuso sobre el tema una opereta, o el dramaturgo marsellés Edmond Rostand (1908), autor de “Cirano de Bergerac” y que escribió en
tres actos el drama: “La samaritana”.
En el primero la escena se desarrolla junto al pozo: Abrahán, Isaac, Jacob y algunos personajes bíblicos
más, reciben a los apóstoles con insultos. Sólo Fótina, la samaritana, se deja arrastrar por la palabra de Jesús que habla de agua viva y de amor.
En el segundo acto, Fótina, una vez
convertida, se dedica proclamar la verdad por el mercado de la ciudad de
Siquén. En el tercer acto los apóstoles no son bien recibidos en Siquén por ser
judíos pero cuando la multitud oye a Jesús
contar las parábolas del perdón queda subyugada por su palabra y convertida. La
obra finaliza con Fótina rezando el
Padrenuestro.
Nosotros cada año en el Belén viviente hemos representado durante más
de 30 años esta escena del pozo y la samaritana para recordar el agua viva del
sacramento del Bautismo que Jesús
vino a traer al mundo y que es la puerta de entrada a nuestra iglesia.
Un pozo de agua fresca en un país sediento siempre es algo valioso y
atractivo. Para los judíos aquel pozo tenía además un encanto especial, pues
allí encontró el criado de Abrahán a
Rebeca la que sería esposa de su
hijo Isaac. Y allí se enamoró Jacob de otra joven llamada Raquel, con la que contrajo matrimonio.
De ahí que desde antiguo corría de boca en boca un canto recogido en el libro
de los Números, que dice: “¡Viva el pozo!
¡Cantadle!, pozo cavado por príncipes, abierto por nobles usando para ello sus
cetros y bastones” (2, 19).
Este pozo era por tanto muy importante en Samaría, y no sólo debido a
la historia y tradición que lo rodeaba sino y sobre todo porque en aquella
región escaseaba el agua. Samaría es una comarca situada en el centro de
Israel, entre Galilea y Judea y no tiene acceso al mar. Herodes el Grande la había dejado en herencia, junto con Judea e
Idumea, a Arquelao, un hijo que
había tenido de Malteke la samaritana. Pero
además de su aislamiento geográfico existía otro aislamiento mayor puesto que
desde la muerte de Salomón (935 a . C.) los samaritanos
eran odiados por los judíos, odio que llegó a ser mortal a partir del año 721
como se cuenta en el libro de los Reyes: “El
monarca de Asiria mandó gentes de Babilonia, de Cuta, de Ara, de Jawat y
Sefarvaim, y los estableció en las ciudades de Samaría en lugar de los hijos de
Israel. Se posesionaron de Samaría y habitaron sus ciudades” (II, 17, 24).
Al cabo de algún tiempo el culto de Yahavé se mezcló con el de los dioses de
aquellas gentes advenedizas, uniéndoseles a él además algunos israelitas. No es
que fueran ateos o incrédulos, no. En el mismo libro de los Reyes se dice: “Estas gentes dieron culto a Yahavé, pero
sirven también a sus ídolos, y sus hijos y los hijos de sus hijos han seguido
haciendo siempre hasta hoy lo mismo que hicieron sus padres”. (II, 17, 41).
Cuando los judíos regresan del exilio estos samaritanos intentan
ayudarles a reedificar el Templo, pero los judíos, celosos de su fe hasta el
extremo, rechazan la
oferta. Entonces es cuando se juran odio eterno hasta el
punto de que llamar a un judío samaritano era un gran insulto. “El agua de los samaritanos, se decía
también entre judíos, es más impura que
la sangre de cerdo” (para ellos el más impuro de los animales).
En medio de este ambiente podemos hacernos una idea de lo arriesgado
que le resultaba a un judío atravesar Samaría, y aún más pedirle a una mujer
que le diera de beber. Dirigirse en público a una mujer estaba prohibido
incluso en Israel, a tal punto que por esta razón se las excluía de ser
testigos en cualquier juicio. Jesús
podía haber llegado a Galilea sin cruzar Samaría, tomando el camino que
desciende hacia el Jordán, y prescindir de hablar con la samaritana. Sin
embargo Él rompe con todo tipo de prejuicios, y pasa por encima de aquellas
leyes injustas, a riesgo de ser duramente criticado. Los mismos apóstoles
debieron de pensarlo, pues dice el evangelio que les chocó verlo conversar con
una mujer en público, pero nadie le dijo ni una palabra, ni le preguntaron de
qué hablaban.
Creo que son tres lecciones las que podemos sacar de este encuentro en
el pozo de Jacob. La primera, que
con ser dos modos tan diversos de pensar, dos razas, dos tipos de religión tan
diferentes Jesús no empieza a
discutir acaloradamente con la mujer sobre donde está la verdad si en tu
iglesia o en la mía, sino que procura entablar un diálogo respetuoso y
constructivo. Y el tema era explosivo, nada menos que trataba en primer lugar sobre
política: “¿Cómo tú que eres judío me
pides de beber a mi que soy samaritana?”; luego sobre religión: “¿En dónde hay que adorar, en este monte o
en Jerusalén?”, porque ellos adoraban a su Dios en Garizín; y en tercer
lugar sobre la vida privada: “no tengo
marido... Es verdad... tuviste cinco y el que tienes ahora tampoco es tuyo”.
Tres temas, política, religión y vida privada... a cual más incisivo. La mujer
no se incomoda, quizá porque Jesús
da respuestas y no gritos, dialoga y no discute..., “ni tú tienes razón ni
acaso yo...”, “ni en este monte ni en
Jerusalén... llega un tiempo en que los verdaderos adoradores adorarán a Dios
en espíritu y en verdad”. Una hermosa enseñanza a tener en cuenta.
La segunda lección es con respecto a los mal pensados y a la crítica. Los
apóstoles tenían derecho a pensar cualquier cosa. Sin embargo la realidad era
muy otra. Cuenta una leyenda oriental que una vez caminaban dos monjes budistas
y llegaron hasta un río donde había una hermosa mujer tratando de vadearlo pero
no se decidía temerosa de que la arrastrara la corriente. Entonces
el más joven se descalzó, la cargó sobre sus hombros y la llevó hasta la otra
orilla. Luego regresó para seguir su camino. El monje más viejo lo reprendió
con dureza: -No debiste hacer eso,
hermano, a los monjes no nos está permitido tocar a una mujer bajo ningún
concepto... Durante el largo camino se lo iba recordando una y otra vez,
con duras palabras de reprobación. Al llegar al convento, el joven monje, que
había permanecido callado todo el viaje se dirigió a su acompañante y le dijo: “Hermano, yo he pasado a la mujer a la otra
orilla porque lo necesitaba y la he dejado allí, pero desde entonces es usted
el que la trae a cuestas”. No es un hecho aislado lo que moraliza o
desmoraliza a una persona sino la crítica constante. A Jesús no le importó. Cristo rompe con infinidad de prejuicios. Era
lógico. Su misión fue salvadora, liberadora y los prejuicios nos suelen
esclavizar.
La última lección es la que saca Edmond
Rostand en el tercer acto de su obra: Hasta que no escuchan a Jesús, hasta que no son tocados por su
palabra la actitud es hostil. A veces es preciso escuchar directamente a
Cristo. Oímos sermones y charlas, oímos a predicadores, a gentes que cuentan
sus vivencias, oímos cada domingo la misa y el sermón, y durante la semana
otros servicios religiosos pero quizás no nos hemos parado nunca a escuchar
directamente la voz de Cristo que nos habla a través del Evangelio, que nos
susurra en el fondo del alma o nos interpela amorosamente en los hechos que
suceden cada día.
Y Jesús está ansioso de
hablarnos, tiene sed de que se le escuche. Es curioso un detalle que recoge el
evangelista Juan. Dice que era la
hora sexta, las tres de la tarde cuando le pide de beber, a la hora de más
calor. A esa misma hora, precisamente la hora sexta murió Jesús en el Calvario y también tuvo sed, y pidió de beber. Allí no
había agua ni samaritana. No sabemos si junto al pozo al fin tomó el cántaro y
bebió. Nada dice el Evangelio. Pero sabemos que en la cruz no bebió, porque su
sed era sed de amor, de entrega, de conversión: “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado”.
En este tercer domingo de Cuaresma Jesús también nos dice:
¡Tengo sed! a cada uno. Somos libres de darle de beber del cántaro de
nuestro corazón o de quedarnos lejos criticándole. Ser cristiano no está sólo
en venir a misa, está en la actitud de entrega y conversión, la misa, el templo
es únicamente un andamio más, para quien no sabe adorar de corazón y de verdad,
ya que los verdaderos adoradores no necesitan estar aquí o allí, aunque esto
sea una ayuda con frecuencia necesaria, los verdaderos adoradores son aquellos
que han aprendido a adorar a Dios “en
espíritu y en verdad”. Jmf.
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