lunes, 9 de marzo de 2020


                 DOMINGO III DE CUARESMA 15--III-2020 (Jn. 4, 5-42) A
  

Hace años, cuando no había aún TV y apenas se escuchaba la radio, la gente de los pueblos de la montaña se reunía al llegar las duras noches de invierno y nieve en largas veladas a contar historias, recordar costumbres y cantar romances. Hoy el filandón lo hacen los de la televisión, los demás no les queda más que ver y callar. Entre los recuerdos que conservo de aquellos años es el de oír recitar y cantar a alguna anciana el antiguo romance de “La samaritana”. Empezaba así: Un viernes salió el Señor / a la ciudad de Samaria / en el medio del camino / el calor le sofocaba... etc.
No sé si es debido a esta añoranza o porque la escena es realmente evocadora, acaso algo de ambas cosas, este evangelio siempre me ha parecido uno de los más hermosos. Algo debe de tener, de todas formas, puesto que en él se han fijado músicos como Arnaldo Furlotti y Lucinio Respici para componer sus famosos Oratorios, o Gabriel Pierne que compuso sobre el tema una opereta, o el dramaturgo marsellés Edmond Rostand (1908), autor de “Cirano de Bergerac” y que escribió en tres actos el drama: “La samaritana”. En el primero la escena se desarrolla junto al pozo: Abrahán, Isaac, Jacob y algunos personajes bíblicos más, reciben a los apóstoles con insultos. Sólo Fótina, la samaritana, se deja arrastrar por la palabra de Jesús que habla de agua viva y de amor. En el segundo acto, Fótina, una vez convertida, se dedica proclamar la verdad por el mercado de la ciudad de Siquén. En el tercer acto los apóstoles no son bien recibidos en Siquén por ser judíos pero cuando la multitud oye a Jesús contar las parábolas del perdón queda subyugada por su palabra y convertida. La obra finaliza con Fótina rezando el Padrenuestro.
Nosotros cada año en el Belén viviente hemos representado durante más de 30 años esta escena del pozo y la samaritana para recordar el agua viva del sacramento del Bautismo que Jesús vino a traer al mundo y que es la puerta de entrada a nuestra iglesia.
Un pozo de agua fresca en un país sediento siempre es algo valioso y atractivo. Para los judíos aquel pozo tenía además un encanto especial, pues allí encontró el criado de Abrahán a Rebeca la que sería esposa de su hijo Isaac. Y allí se enamoró Jacob de otra joven llamada Raquel, con la que contrajo matrimonio. De ahí que desde antiguo corría de boca en boca un canto recogido en el libro de los Números, que dice: “¡Viva el pozo! ¡Cantadle!, pozo cavado por príncipes, abierto por nobles usando para ello sus cetros y bastones” (2, 19).
Este pozo era por tanto muy importante en Samaría, y no sólo debido a la historia y tradición que lo rodeaba sino y sobre todo porque en aquella región escaseaba el agua. Samaría es una comarca situada en el centro de Israel, entre Galilea y Judea y no tiene acceso al mar. Herodes el Grande la había dejado en herencia, junto con Judea e Idumea, a Arquelao, un hijo que había tenido de Malteke la samaritana. Pero además de su aislamiento geográfico existía otro aislamiento mayor puesto que desde la muerte de Salomón (935 a. C.) los samaritanos eran odiados por los judíos, odio que llegó a ser mortal a partir del año 721 como se cuenta en el libro de los Reyes: “El monarca de Asiria mandó gentes de Babilonia, de Cuta, de Ara, de Jawat y Sefarvaim, y los estableció en las ciudades de Samaría en lugar de los hijos de Israel. Se posesionaron de Samaría y habitaron sus ciudades” (II, 17, 24). Al cabo de algún tiempo el culto de Yahavé se mezcló con el de los dioses de aquellas gentes advenedizas, uniéndoseles a él además algunos israelitas. No es que fueran ateos o incrédulos, no. En el mismo libro de los Reyes se dice: “Estas gentes dieron culto a Yahavé, pero sirven también a sus ídolos, y sus hijos y los hijos de sus hijos han seguido haciendo siempre hasta hoy lo mismo que hicieron sus padres”. (II, 17, 41).
Cuando los judíos regresan del exilio estos samaritanos intentan ayudarles a reedificar el Templo, pero los judíos, celosos de su fe hasta el extremo, rechazan la oferta. Entonces es cuando se juran odio eterno hasta el punto de que llamar a un judío samaritano era un gran insulto. “El agua de los samaritanos, se decía también entre judíos, es más impura que la sangre de cerdo” (para ellos el más impuro de los animales).
En medio de este ambiente podemos hacernos una idea de lo arriesgado que le resultaba a un judío atravesar Samaría, y aún más pedirle a una mujer que le diera de beber. Dirigirse en público a una mujer estaba prohibido incluso en Israel, a tal punto que por esta razón se las excluía de ser testigos en cualquier juicio. Jesús podía haber llegado a Galilea sin cruzar Samaría, tomando el camino que desciende hacia el Jordán, y prescindir de hablar con la samaritana. Sin embargo Él rompe con todo tipo de prejuicios, y pasa por encima de aquellas leyes injustas, a riesgo de ser duramente criticado. Los mismos apóstoles debieron de pensarlo, pues dice el evangelio que les chocó verlo conversar con una mujer en público, pero nadie le dijo ni una palabra, ni le preguntaron de qué hablaban.
Creo que son tres lecciones las que podemos sacar de este encuentro en el pozo de Jacob. La primera, que con ser dos modos tan diversos de pensar, dos razas, dos tipos de religión tan diferentes Jesús no empieza a discutir acaloradamente con la mujer sobre donde está la verdad si en tu iglesia o en la mía, sino que procura entablar un diálogo respetuoso y constructivo. Y el tema era explosivo, nada menos que trataba en primer lugar sobre política: “¿Cómo tú que eres judío me pides de beber a mi que soy samaritana?”; luego sobre religión: “¿En dónde hay que adorar, en este monte o en Jerusalén?”, porque ellos adoraban a su Dios en Garizín; y en tercer lugar sobre la vida privada: “no tengo marido... Es verdad... tuviste cinco y el que tienes ahora tampoco es tuyo”. Tres temas, política, religión y vida privada... a cual más incisivo. La mujer no se incomoda, quizá porque Jesús da respuestas y no gritos, dialoga y no discute..., “ni tú tienes razón ni acaso yo...”, “ni en este monte ni en Jerusalén... llega un tiempo en que los verdaderos adoradores adorarán a Dios en espíritu y en verdad”. Una hermosa enseñanza a tener en cuenta.
La segunda lección es con respecto a los mal pensados y a la crítica. Los apóstoles tenían derecho a pensar cualquier cosa. Sin embargo la realidad era muy otra. Cuenta una leyenda oriental que una vez caminaban dos monjes budistas y llegaron hasta un río donde había una hermosa mujer tratando de vadearlo pero no se decidía temerosa de que la arrastrara la corriente. Entonces el más joven se descalzó, la cargó sobre sus hombros y la llevó hasta la otra orilla. Luego regresó para seguir su camino. El monje más viejo lo reprendió con dureza: -No debiste hacer eso, hermano, a los monjes no nos está permitido tocar a una mujer bajo ningún concepto... Durante el largo camino se lo iba recordando una y otra vez, con duras palabras de reprobación. Al llegar al convento, el joven monje, que había permanecido callado todo el viaje se dirigió a su acompañante y le dijo: “Hermano, yo he pasado a la mujer a la otra orilla porque lo necesitaba y la he dejado allí, pero desde entonces es usted el que la trae a cuestas”. No es un hecho aislado lo que moraliza o desmoraliza a una persona sino la crítica constante. A Jesús no le importó. Cristo rompe con infinidad de prejuicios. Era lógico. Su misión fue salvadora, liberadora y los prejuicios nos suelen esclavizar.
La última lección es la que saca Edmond Rostand en el tercer acto de su obra: Hasta que no escuchan a Jesús, hasta que no son tocados por su palabra la actitud es hostil. A veces es preciso escuchar directamente a Cristo. Oímos sermones y charlas, oímos a predicadores, a gentes que cuentan sus vivencias, oímos cada domingo la misa y el sermón, y durante la semana otros servicios religiosos pero quizás no nos hemos parado nunca a escuchar directamente la voz de Cristo que nos habla a través del Evangelio, que nos susurra en el fondo del alma o nos interpela amorosamente en los hechos que suceden cada día.
Y Jesús está ansioso de hablarnos, tiene sed de que se le escuche. Es curioso un detalle que recoge el evangelista Juan. Dice que era la hora sexta, las tres de la tarde cuando le pide de beber, a la hora de más calor. A esa misma hora, precisamente la hora sexta murió Jesús en el Calvario y también tuvo sed, y pidió de beber. Allí no había agua ni samaritana. No sabemos si junto al pozo al fin tomó el cántaro y bebió. Nada dice el Evangelio. Pero sabemos que en la cruz no bebió, porque su sed era sed de amor, de entrega, de conversión: “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado”.
En este tercer domingo de Cuaresma Jesús también nos dice: ¡Tengo sed! a cada uno. Somos libres de darle de beber del cántaro de nuestro corazón o de quedarnos lejos criticándole. Ser cristiano no está sólo en venir a misa, está en la actitud de entrega y conversión, la misa, el templo es únicamente un andamio más, para quien no sabe adorar de corazón y de verdad, ya que los verdaderos adoradores no necesitan estar aquí o allí, aunque esto sea una ayuda con frecuencia necesaria, los verdaderos adoradores son aquellos que han aprendido a adorar a Dios “en espíritu y en verdad”. Jmf.

No hay comentarios: