lunes, 2 de marzo de 2020


II DOMINGO DE CUARESMA, 8-III-2020 (Mt. 17, 1-9)A

 En dos fechas conmemora la Iglesia la festividad de la Transfiguración del Señor: una, el día seis de agosto, otra en este segundo domingo de Cuaresma. Ambas tienen como fin la exaltación de la persona de Jesús. Desde hacía siglos la Cristiandad venía celebrando este pasaje evangélico, pero tomó un mayor incremento con un papa de origen español, Alfonso Borja, conocido como Calixto III (1455-1458), tío del famoso Rodrigo Borja, más tarde Papa también, con el nombre de Alejandro VI (1492-1503). Calixto III estaba obsesionado con llevar a cabo una cruzada contra los turcos. Para ello pidió a los fieles oraciones y sacrificios, siendo ayudado por la predicación de san Juan de Capistrano. “Ve, -le dijo el Papa-, clama, sacude la apatía, humilla la soberbia, confunde la avaricia... los tres males que van a poner en nuestras manos a los turcos”.
Ni Alemania ni Francia se hicieron eco del llamamiento papal, sólo Hungría, que había sido invitada por el cardenal legado Juan de Carvajal, puso en pie de guerra a su ejército a las órdenes de Juan de Hunyades, y derrotó a Mahomet II a las afueras de Belgrado el día 6 de agosto de 1456. Calixto III, en señal de agradecimiento, y por ser dicho día la fiesta de la Transfiguración, fiesta también de aquellos templos que están bajo la advocación o patronazgo de San Salvador como sucede con nuestra Catedral Basílica de Oviedo, hizo extensiva la fiesta a toda la Cristiandad, en parte para recordar el escaso entusiasmo de los príncipes en la Cruzada que había promovido para reconquistar Constantinopla.
Pero la Transfiguración como tal, se celebra en agosto. En este domingo de Cuaresma podríamos decir que la Iglesia quiere que reflexionemos más bien sobre nuestra propia transfiguración. Porque en el Tabor no sólo quedó transfigurado Jesús, sino que de algún modo quedaron también marcados para siempre aquellos tres apóstoles, testigos oculares del portento: Pedro, Santiago y Juan. Eran los tres que acompañaron a Jesús en otras ocasiones muy especiales: en la resurrección de la hija de Jairo, en el huerto de Getsemaní, etc. Años más tarde uno de ellos, el apóstol Pedro, recordará, en su segunda Carta, estos momentos de triunfo que presenciaron aquel día en el Tabor: Allí... “recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando... le dirigió esta voz: ´Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco´. Nosotros mismos escuchamos esta voz venida del cielo, estando con Él en el Monte santo” (1, 16).
Sin embargo con ser tan fuerte este recuerdo no los vacunó contra el pecado. Porque Pedro traicionará a su maestro negándolo tres veces después de la Última Cena, y Santiago y Juan, los dos hermanos, tratarán de conseguir el primer y segundo puesto por encima del resto de los demás apóstoles, el primer puesto en aquel reino que ellos se figuraban que iba a instaurar el Señor en este mundo. Son lecciones que no debemos olvidar jamás y menos aún en este tiempo de Cuaresma.
Jesús se transfigura, los tres apóstoles se quedan ensimismados, quieren quedarse allí ya para siempre, porque han sido tocados por Dios, tocados por ese “no se qué... que se halla por ventura”, como escribió san Juan de la Cruz,
“Que estando la voluntad
de divinidad tocada
no puede quedar pagada
sino con Divinidad”.
De ahí que proyectaran hacer tres tabernáculos o tiendas de campaña para quedarse en aquel lugar para siempre. Sin embargo no es bueno vivir mucho tiempo en las nubes, no es bueno... ni conviene. Es preciso bajar, tocar, y pisar tierra. Existe un Monte Tabor porque antes hubo un Monte de las Tentaciones, una cuarentena de privación, de oración y penitencia. Existe un Monte de la Ascensión, el Monte Olivete, porque antes se pasó por el Monte Calvario. Es preciso descender al llano, humillarse y andar por el suelo. Permanecer siempre en las alturas es peligroso, produce vértigo, el vértigo de las alturas. Lo recordaba a su modo el astronauta Jeff Hoffman durante el vuelo espacial en abril de 1985 recitando unos versos del poeta surrealista Daumal:
“No se puede permanecer en la cumbre eternamente
hay que descender de nuevo...
Por lo tanto ¿qué sentido tiene
preocuparse de ocupar el primer puesto?
Precisamente por eso.
El que está arriba desconoce lo que pasa abajo
el que está abajo no sabe qué sucede arriba.
Uno escala, ve..., desciende.
Luego ya no ve nada más. Pero algo ha visto.
Hay un arte de conducirse a sí mismo
en las regiones bajas
por el recuerdo de lo que uno ha visto
en las alturas.
Cuando ya no se puede ver
se puede seguir sabiendo, por lo menos,
que existen cosas allá arriba”.
También los apóstoles seguirán recordando aquel momento en las alturas. Y debería recordarlo todo el mundo. Como dice el filósofo francés Roger Garaudy: “Algún que otro erudito podrá dudar de la existencia de Jesús. Pero a pesar de todo, esta certeza que transforma la vida permanece inmutable; una hoguera se ha encendido, luego es evidente que existió la primer chispa”.
Es necesario subir a la montaña, porque allí está la zarza ardiendo, allí está el Tabor, allí se ve más y mejor, hay más luz, más claridad, el aire está más limpio y las voces se escuchan con mayor nitidez ¿No veis cómo para observar las estrellas colocan los observatorios en los montes más altos, lejos de la contaminación y del ruido, lejos de los núcleos de población que impiden ver las estrellas debido a sus humos y las luces de la ciudad? Sin embargo antes de bajar al llano es preciso encontrarse con Jesús transfigurado, para ser cada uno a su vez transfigurado, como asegura Pablo a los fieles de Filipos: “Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, en esa energía que posee para sometérselo todo” (3, 21). Y es necesario luego descender. De algún modo lo decía el anticristiano Nietzsche: “Para ver muchas cosas hay que aprender a mirar de lejos de sí. Tú, Zaratustra, necesitas descender por debajo de ti. Esa es la última cumbre que te queda aún por escalar”.
El Tabor de Zaratustra es el antiTabor del Evangelio. Es preciso caminar al encuentro del hermano llevando en los labios y en el corazón esa palabra oída... la palabra de Dios. ¿No es acaso la palabra lo que más consuela? ¿No es la palabra la que a veces esperamos en vano, una palabra, que alguien te diga alguna cosa buena, algo que aliente y que anime a seguir? Esa comunicación franca y llana, ese saber escuchar y luego hablar... -“mas di una sola palabra y mi alma quedará sana”-, podríamos decirnos muchas veces. Preferimos a menudo el silencio a secas.
Al silencio se sube desde la palabra para luego descender del silencio a la palabra. Esperamos grandes gestos, hechos heroicos pero la verdad del evangelio (el perdón, la eucaristía, la gracia) reside siempre en una sola palabra.
Jesús gusta de andar por la soledad de los valles, en la hondonada de los pobres y de los enfermos, entre los humildes y desconsolados. Hoy lo vemos subir a la montaña. Necesitamos probar alguna vez la altura, el vuelo de la divinidad, la luz del Tabor pero no para instalarnos en la cumbre y permanecer allí. Lo expresa divinamente también san Juan de la Cruz:
“Cuanto más alto llegaba
de este lance tan subido
tanto más bajo y rendido
y abatido me encontraba.
Dije: No habrá quien alcance;
y abatíme tanto, tanto,
que di a la caza alcance”.
Es decir subir para saber descender y encontrar la verdadera humildad, pues es ahí donde se da a la caza alcance, o lo que es lo mismo, donde uno puede encontrar su Tabor definitivo.
Hoy, pues, segundo domingo de Cuaresma, más que a celebrar la fiesta de la Transfiguración, la Iglesia nos invita a que nos transfiguremos interiormente nosotros por medio de la penitencia, de la humildad, de la oración y el sacrificio. No debemos perder de vista que la Cuaresma fue puesta antes que la Pascua para que por medio de ella nos convirtamos, dejemos nuestra vieja condición y nos transformemos en el hombre nuevo que Dios espera de nosotros. Jmf

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