II DOMINGO DE CUARESMA, 8-III-2020 (Mt. 17, 1-9)A
Ni Alemania ni Francia se hicieron eco del llamamiento papal, sólo
Hungría, que había sido invitada por el cardenal legado Juan de Carvajal, puso
en pie de guerra a su ejército a las órdenes de Juan de Hunyades, y derrotó a Mahomet
II a las afueras de Belgrado el día 6 de agosto de 1456. Calixto III, en señal de
agradecimiento, y por ser dicho día la fiesta de la Transfiguración, fiesta
también de aquellos templos que están bajo la advocación o patronazgo de San
Salvador como sucede con nuestra Catedral Basílica de Oviedo, hizo extensiva la
fiesta a toda la Cristiandad, en parte para recordar el escaso entusiasmo de
los príncipes en la Cruzada que había promovido para reconquistar
Constantinopla.
Pero la Transfiguración como
tal, se celebra en agosto. En este domingo de Cuaresma podríamos decir que la
Iglesia quiere que reflexionemos más bien sobre nuestra propia transfiguración. Porque en el Tabor no
sólo quedó transfigurado Jesús, sino
que de algún modo quedaron también marcados para siempre aquellos tres apóstoles, testigos oculares del
portento: Pedro, Santiago y Juan. Eran los tres que
acompañaron a Jesús en otras
ocasiones muy especiales: en la resurrección de la hija de Jairo, en el huerto de Getsemaní, etc. Años más tarde uno de ellos,
el apóstol Pedro, recordará, en su
segunda Carta, estos momentos de
triunfo que presenciaron aquel día en el Tabor: Allí... “recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando... le dirigió esta voz:
´Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco´. Nosotros mismos escuchamos
esta voz venida del cielo, estando con Él en el Monte santo” (1, 16).
Sin embargo con ser tan fuerte este recuerdo no los vacunó contra el
pecado. Porque Pedro traicionará a
su maestro negándolo tres veces
después de la Última Cena ,
y Santiago y Juan, los dos hermanos, tratarán de conseguir el primer y segundo
puesto por encima del resto de los demás apóstoles, el primer puesto en aquel
reino que ellos se figuraban que iba a instaurar el Señor en este mundo. Son
lecciones que no debemos olvidar jamás y menos aún en este tiempo de Cuaresma.
Jesús se
transfigura, los tres apóstoles se
quedan ensimismados, quieren quedarse allí ya para siempre, porque han sido
tocados por Dios, tocados por ese “no se qué... que se halla por
ventura”, como escribió san Juan de la Cruz,
“Que estando la voluntad
de divinidad tocada
no puede quedar pagada
sino con Divinidad”.
De ahí que proyectaran
hacer tres tabernáculos o tiendas de campaña para quedarse en aquel lugar para
siempre. Sin embargo no es bueno vivir mucho tiempo en las nubes, no es
bueno... ni conviene. Es preciso bajar, tocar, y pisar tierra. Existe un Monte
Tabor porque antes hubo un Monte de las Tentaciones, una cuarentena de
privación, de oración y penitencia. Existe un Monte de la Ascensión, el Monte
Olivete, porque antes se pasó por el Monte Calvario. Es preciso descender al
llano, humillarse y andar por el suelo. Permanecer siempre en las alturas es
peligroso, produce vértigo, el vértigo de las alturas. Lo recordaba a su modo
el astronauta Jeff Hoffman durante el vuelo espacial en abril de 1985 recitando
unos versos del poeta surrealista Daumal:
“No se puede permanecer en la cumbre eternamente
hay que descender de nuevo...
Por lo tanto ¿qué sentido tiene
preocuparse de ocupar el primer puesto?
Precisamente por eso.
El que está arriba desconoce lo que pasa abajo
el que está abajo no sabe qué sucede arriba.
Uno escala, ve..., desciende.
Luego ya no ve nada más. Pero algo ha visto.
Hay un arte de conducirse a sí mismo
en las regiones bajas
por el recuerdo de lo que uno ha visto
en las alturas.
Cuando ya no se puede ver
se puede seguir sabiendo, por lo menos,
que existen cosas allá arriba”.
También los apóstoles seguirán
recordando aquel momento en las alturas. Y debería recordarlo todo el mundo.
Como dice el filósofo francés Roger Garaudy: “Algún que otro erudito podrá dudar de la existencia de Jesús. Pero a pesar de todo, esta certeza que transforma la vida permanece
inmutable; una hoguera se ha encendido, luego es evidente que existió la primer
chispa”.
Es necesario subir a la montaña, porque allí está la zarza ardiendo,
allí está el Tabor, allí se ve más y mejor, hay más luz, más claridad, el aire
está más limpio y las voces se escuchan con mayor nitidez ¿No veis cómo para
observar las estrellas colocan los observatorios en los montes más altos, lejos
de la contaminación y del ruido, lejos de los núcleos de población que impiden
ver las estrellas debido a sus humos y las luces de la ciudad? Sin embargo
antes de bajar al llano es preciso encontrarse con Jesús transfigurado, para ser cada uno a su vez transfigurado, como
asegura Pablo a los fieles de Filipos: “Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su
condición gloriosa, en esa energía que posee para sometérselo todo” (3,
21). Y es necesario luego descender. De algún modo lo decía el anticristiano Nietzsche: “Para ver muchas cosas hay que aprender a mirar de lejos de sí. Tú,
Zaratustra, necesitas descender por debajo de ti. Esa es la última cumbre que
te queda aún por escalar”.
El Tabor de Zaratustra es
el antiTabor del Evangelio. Es preciso caminar al encuentro del hermano
llevando en los labios y en el corazón esa palabra oída... la palabra de Dios.
¿No es acaso la palabra lo que más consuela? ¿No es la palabra la que a veces
esperamos en vano, una palabra, que alguien te diga alguna cosa buena, algo que
aliente y que anime a seguir? Esa comunicación franca y llana, ese saber
escuchar y luego hablar... -“mas di una
sola palabra y mi alma quedará sana”-, podríamos decirnos muchas veces.
Preferimos a menudo el silencio a secas.
Al silencio se sube desde la palabra para luego descender del silencio
a la palabra.
Esperamos grandes gestos, hechos heroicos pero la verdad del
evangelio (el perdón, la eucaristía, la gracia) reside siempre en una sola
palabra.
Jesús
gusta de andar por la soledad de los valles, en la hondonada de los pobres y de
los enfermos, entre los humildes y desconsolados. Hoy lo vemos subir a la montaña. Necesitamos
probar alguna vez la altura, el vuelo de la divinidad, la luz del Tabor pero no
para instalarnos en la cumbre y permanecer allí. Lo expresa divinamente también
san Juan de la Cruz:
“Cuanto más alto llegaba
de este lance tan subido
tanto más bajo y rendido
y abatido me encontraba.
Dije: No habrá quien alcance;
y abatíme tanto, tanto,
que di a la caza alcance”.
Es decir subir para saber descender y encontrar la verdadera humildad,
pues es ahí donde se da a la caza alcance, o lo que es lo mismo, donde uno
puede encontrar su Tabor definitivo.
Hoy, pues, segundo domingo de Cuaresma, más que a celebrar la fiesta
de la Transfiguración, la Iglesia nos
invita a que nos transfiguremos interiormente nosotros por medio de la
penitencia, de la humildad, de la oración y el sacrificio. No debemos perder de
vista que la Cuaresma fue puesta antes que la Pascua para que por medio de ella
nos convirtamos, dejemos nuestra vieja condición y nos transformemos en el
hombre nuevo que Dios espera de nosotros. Jmf
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