miércoles, 25 de marzo de 2020


                             DOMINGO V DE CUARESMA.29-III-2020 (Jn. 11, 1-45) A


Hoy es el último domingo de Cuaresma. Han sido cinco semanas de intensa catequesis como preparación al bautismo, que tenía antiguamente lugar el Sábado Santo. Han sido como unos Ejercicios espirituales a través de los evangelios de cada domingo, descubriéndonos la figura de Jesús rechazando el pecado en el Monte de la Tentación el domingo primero, el segundo acercándonos al Jesús de la Transfiguración, el tercero mostrándonos el agua viva de la gracia en la conversión de la samaritana, el cuarto en el milagro del ciego de nacimiento abriéndonos los ojos a la luz de la fe; y hoy, como anticipo de la Pascua, el milagro de la resurrección de Lázaro que evoca la de Cristo, la cual tendrá lugar dentro de dos semanas y es figura también de la nuestra el día del Juicio final.
Sobre la muerte hemos hablado muchas veces a través de todo el año en funerales y aniversarios, Pero hoy deberíamos profundizar un poco más e incluso ceñirnos a nuestra propia muerte y a la resurrección final. Presenciamos cada día el espectáculo de la  muerte, asistimos a funerales y entierros, pero no tomamos parte cristiana en el misterio. “Hoy no hay muertes, hay entierros”, dijo Gómez de la Serna. Es decir, que lo que de verdad nos mueve es el entierro, que es donde tomamos parte más activa con el rito de los pésames al duelo y en el acompañamiento externo. El Evangelio nos presenta a Jesús asistiendo a banquetes, a bodas, en el Templo tomando parte en las grandes solemnidades judías... incluso resucitando muertos, pero no lo vemos jamás asistiendo a un entierro. Acaso porque, el entierro, en sí, al difunto ni le va ni le viene, no le afecta directamente en lo que a la parafernalia externa se refiere.
Jesús gusta más de hablar de vida futura y de esperanza, de resurrección y de gloria. Y no es que no le afecte la muerte corporal; la vida para Él es muy importante. Él mismo la devuelve en tres ocasiones diferentes a personas que habían fallecido. Vivir es importante. Como dice el abuelo en “La Dama del Alba”, la famosa obra de Alejandro Casona: “Por dura que sea la vida es lo mejor que conozco”. Pero hay que tener también cuidado pues la vida puede convertirse en un sepulcro. ¿A cuántas personas, que andan por ahí, se las podría considerar como muertos que andan, como panteones que hablan en cuyo interior habita la soledad, el miedo, la angustia, y hasta la desesperación más terrible... Con razón se podría decir que viven muertos: “muertos de pena”, “muertos de miedo”, “muertos de desesperación...”,  esperando acaso, como se dice en la famosa rima de Bécquer sobre el arpa silenciosa... que una voz, como Lázaro, diga: “levántate y anda”.
Cuando explicamos los siete sacramentos de la Iglesia los dividimos en dos clases: de vivos y de muertos. Sacramentos de vivos, como sabemos por el Catecismo, son aquellos que se deben recibir en estado de gracia, en estado de vida espiritual, los de muertos los que deben o pueden recibir los cristianos que han perdido o no han tenido nunca la gracia santificante. Pero esta clasificación pudiera parecer un poco fría: no sólo está muerto espiritualmente el que vive en pecado, sino aquel que, no teniendo conciencia de culpa grave, ha perdido la gracia, la ilusión, las ganas de vivir, se mantiene en la tibieza... “El que no ama está muerto” dice en su primera carta san Juan (3, 14).
Con la vida de la gracia suele llegar también la vida espiritual, las ganas de vivir, aún sabiendo que en el fondo está la misma muerte. Pero es que hasta la misma muerte podríamos considerarla como una cosa buena. Lo decía de otra forma en sus “Cartas morales” nuestro Séneca, el maestro de Nerón: “Mal vivirá quien no sepa lo útil que es saber morir bien”.
Uno de los factores que más contribuyen a la expansión de algunas sectas, que hacen prosélitos puerta a puerta, es el hecho de que muchas personas están terriblemente solas. Llegar en el momento en el que tienen más necesidad de conversación, brindándoles compañía, invitándolos a una reunión perfectamente estudiada en la que pueden encontrar más que ciencia o formación intelectual un poco de amistad, de comprensión, de abrigo, incluso cariño... es suficiente para que la gente salte por encima de todas las barreras religiosas, tradicionales y familiares, y se adscriba a cualquier tipo de creencia. Digo de creencia, que como muy bien distinguió Ortega y Gasset, no se puede confundir con las ideas. Las ideas van por un camino, las creencias por otro. A las ideas llegamos por la mente y el razonamiento, a las creencias se llega por el corazón y los afectos y no siempre están de acuerdo. En el “El Tao de la física”  Fritjof Capra afirma: “Mira y observa todos los caminos de cerca y deliberadamente... tantas veces como creas necesario. Después pregúntate a ti mismo, y sólo a ti, lo siguiente: ¿Tiene este camino corazón? Si lo tiene, el camino es bueno; si no lo tiene... no sirve para nada” (p. 23). Los cristianos tendríamos que examinarnos a ver qué hemos hecho muchas veces con el corazón de nuestra religión. De alguna forma esa llamada a su puerta, en aquel preciso momento de muerte interior, de desolación espiritual, de soledad, no cabe duda que surte el mismo efecto que la voz de Jesús ante la tumba de Lázaro: “sal de tu postración, levántate y anda”. En casos como estos quien llama apenas se compromete a nada y hay que ver la eficacia que tiene, cuánto más si supiéramos acercarnos de corazón, con auténtico espíritu cristiano de caridad, para resucitarlos del sepulcro de su desolación, de su tristeza y soledad...!
En la más conocida obra literaria de Paul Claudel, “La anunciación de María”, (celebramos su fiesta el día 25), Mara, hermana de Violeta, la acusa porque un día deseando perdonar al hombre que trató de violarla siendo niña y al ver que ahora tiene lepra trata de demostrarle el perdón dándole un beso, con la esperanza de que aquel gesto lo curaría de la lepra del cuerpo y la del alma. De resultas de este gesto Violeta contrae la lepra. Entonces su prometido, Santiago, demasiado humano, instigado por Mara la desprecia y Violeta se retira a vivir en soledad y oración a una gruta en la montaña. Mara se casa con Santiago y tienen una niña. La santidad de la leprosa se divulga por toda la comarca. Un día la niña de Mara enferma y muere. Mara está desesperada y sube al monte a entrevistarse con su hermana y a pedirle hipócritamente perdón para que resucite a la niña. Violeta toma entre sus horribles manos deformadas por la lepra a la niña y la envuelve en su raído manto. De pronto la niña cobra vida y se la entrega a Mara, pero cuando esta se fija en los ojos de la resucitada, que antes eran negros como los de ella, ve con asombro que ahora son azules, como los ojos de Violeta, símbolo de que la niña ha vuelto a renacer por obra del amor y del perdón a quien nos hace daño. Mara ahora envidia la santidad de su hermana con más odio y trata de matarla enterrándola viva bajo un montón de arena. Violeta agoniza al pie del monasterio demostrando al mundo entero su inocencia mientras una mano del cielo toca en el campanario de la ermita, el ángelus, es decir, el anuncio del misterio de la Encarnación, raíz y fuente del que brotan todos los demás misterios de nuestra fe.
Cuando Jesús nos devuelve la vida de la gracia por medio del Bautismo y después del perdón y del amor tendría que brillarnos la mirada por estar en ella reflejada la mirada de Dios. Nuestros ojos se han cambiado por los suyos, nuestra vida son los ojos de Dios. Lo expresa muy hermosamente el poeta Luis Cernuda al narrar la llegada de Lázaro resucitado:
                    “Era otra vez la vida.
                    Cuando abrí los ojos
                    fue el alba pálida quien dijo
                    la verdad...”
                    “...Alguien dijo palabras
                    de nuevo nacimiento,
                    mas no hubo allí sangre materna
                    ni vientre fecundado...
                    sólo anchas vendas, lienzos amarillos
                    con olor denso desnudaban
                    la carne gris y flácida como fruto pasado...”.
                    “... Sé que el lirio del campo
                    tras de su humilde oscuridad en tantas noches
                    con espera bajo tierra
                    de tallo verde erguido a la corola alba
                    irrumpe un día en gloria triunfante”.
        Vivir no es “ir tirando...”. Vivir es “otra cosa”.
Resucitar a una nueva vida no es volver a las andadas, es fructificar en nuevos frutos, es comportarse de otro modo, es regresar, como el hijo pródigo que también escuchó en su corazón, a la sombra de una encina, sepulcro de la desesperación y el abandono, la voz que le decía: “levántate y anda”. Y se levantó para emprender el regreso a la casa del Padre.
Resucitar es caminar en otra dirección, teniendo en la mirada una luz diferente. Levantarse es no volver a ser el mismo. Sólo así podremos demostrar que estamos vivos, que hemos escuchado la voz de la vida, la palabra de Jesús que nos invita a caminar... Y al mismo tiempo sólo así, con el testimonio de nuestra vida, podemos demostrar a los demás que Cristo sigue vivo, que ha resucitado. De lo contrario no sólo seguiremos nosotros sepultados sino que con nuestra actitud estaremos demostrando que Jesús sigue también en el sepulcro, ya que la vida del cristiano debe ser en cada instante el testimonio de la resurrección de Cristo.

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