sábado, 23 de mayo de 2020


         ASCENSIÓN DEL SEÑOR   24-V-2020 (Mt. 28, 16-20) A


Desde hace años esta fiesta de la Ascensión del Señor pasó a celebrarse el domingo VII después de Pascua en vez del Jueves anterior. Un jueves que quedó, únicamente en el refranero, con el del Corpus. Se celebra  en jueves solamente el Jueves Santo. Los otros dos se celebran ambos en Domingo. El cambio se ha hecho por motivos de calendario laboral y para suprimir fiestas. Sin embargo los 40 días se han cumplido precisamente el jueves y no hoy.
          Conmemoramos la subida de Jesús a los cielos... Pero Jesús no se ha ido, Jesús no es una ave migratoria, un Juan Salvador Gaviota que emprende el vuelo desde la tierra para perderse en el cielo, alejándose de nuestra vista y volviendo un tiempo después. Si Jesús se fuera de este mundo no sería por propia voluntad sino porque nosotros lo habríamos echado.
          De que hubo esta clase de raptos o arrebatos al cielo tenemos conocimiento por la Biblia: el profeta Elías fue arrebatado al cielo en un carro de fuego, como se cuenta en el Libro II de los Reyes, (2, 1). Y en Ezequiel se lee: “Entonces me alzó el espíritu y me arrebató” (3, 14). San Pablo también fue llevado al tercer cielo; él mismo se lo recuerda a los Corintios en su II carta (12, 2). En cuanto al mundo pagano sabemos por el historiador Tito Livio que cierto día estando Rómulo, el fundador de la ciudad de Roma, pasando revisión a las tropas los soldados pudieron contemplar cómo era elevado al cielo sobre una nube. Y según otra leyenda Mahoma, el fundador del Islán, también subió a los cielos el año 632 sobre un caballo blanco llamado Burak, desde la roca del templo sobre la que hoy se levanta la mezquita de Omar en Jerusalén...
          Siempre hubo un deseo entre los creyentes de enviar sus santos y profetas al cielo, bien materialmente, bien con beatificaciones y canonizaciones sin pararse a pensar que en el cielo sólo viven los dioses paganos, perdidos entre las nubes del Olimpo o paseando por los jardines de los campos Elíseos. Los cristianos de verdad, el cristianismo de base, y por tanto el verdadero, prefiere dejar a Jesús entre nosotros según su promesa: “estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). El premio Nobel André Mauriac lo expresa en su Vida de Jesús titulada “El Hijo del Hombre” así: “No hablaba de un pedazo de pan... cuando dijo este es mi cuerpo... lo dijo con el mismo énfasis y la misma precisión que hablaba  de ese hambriento a quien disteis de comer: ese hambriento... soy yo”.
          “Dios con nosotros”. Los apóstoles mirando cómo subía Jesús “se les fue el santo al cielo”, a nosotros nos puede suceder algo parecido. Ellos miraban y miraban hasta que dos jóvenes vestidos de blanco los volvieron de nuevo a la realidad. Es como si quienes se fueran elevando fueran ellos y tuvieran que venir alguien a hacerles poner de nuevo los pies sobre la tierra; a cambio les dejan una promesa: “como se fue volverá”. Los santos se hacen santos no encumbrándose en las alturas sino humillándose y rebajándose hasta donde puedan ser vistos y tocados por sus hermanos los pecadores. Esa es la voluntad de Dios y así pedimos que ésta se lleve a cabo por este orden: en primer lugar aquí en la tierra, luego en el cielo, “así en la tierra como en el cielo”.
          En junio de 1981 la prensa se hacía eco de una noticia insólita: un grupo de iluminados de determinada secta se estaban preparando en Holanda para ser elevados a los cielos desde la ciudad de Harderwyk. Llegó el día y la hora señalada. Sin embargo, como se puede suponer, después de una larga espera no sucedió nada. Seguían donde estaban. Y es que Dios no quiere llevarnos con Él sino venir Él a nosotros. Él sigue entre nosotros y nunca se va ni se irá a no ser que le arrojemos con nuestras malas obras. Y si a veces su voz o su presencia no se dejan escuchar y hacer presentes, de algún modo debemos pensar que no es tanto porque Dios se aleje cuanto que nosotros nos volvemos más sordos y nos alejamos más de Él. Debemos agudizar más nuestro oído espiritual, nuestra mente, nuestros ojos... Dicen los biólogos que algunas aves llegan a ver cien veces más que el hombre. Esa visión en la vida espiritual se consigue por la fe. Si Dios se va es fácil que sea precisamente a lo más hondo del firmamento de nuestro corazón, y ahí sólo lo encuentran los ojos de la fe.
          Hay cristianos que tratan de manipular a Dios, de materializarlo, de visualizarlo haciéndolo a nuestra imagen y semejanza. Es la eterna tentación a la que el diablo somete a los humanos desde la caída de nuestros primeros padres en el Paraíso. Allí la serpiente les brindó la inmortalidad con aquel “seréis como dioses” haciéndonos semejantes a Él, aquí queremos que Dios sea como nosotros. Jesús vino para ser visto pero en los demás, no en su cuerpo mortal y terrenal, que ese sí se fue a los cielos, sino en su cuerpo místico, en su espíritu y en su palabra, en el amor al prójimo que es lo que dura y permanece o debe permanecer entre nosotros. Y en este punto es donde deberíamos situar la Ascensión, la marcha de Jesús o su venida, en razón de la caridad que tenemos con los demás. Nos hemos alejado tanto de su doctrina que casi la desconocemos, la hemos perdido de vista. Y para nosotros no interesa tanto el hecho histórico de su Ascensión cuanto el mensaje que nos dejó, ya que ni siquiera el Nuevo Testamento nos da un punto geográfico seguro en donde haya tenido lugar: Según San Mateo y San Marcos parece que sucedió en Galilea el mismo domingo de Pascua (San Juan ni la menciona); en cambio San Lucas y los Hechos de los Apóstoles la sitúan en Jerusalén, en el monte de los Olivos, cuarenta días después de la resurrección tal como la veníamos celebrando en la Liturgia católica. Jesús se va bendiciendo a sus apóstoles, ellos se quedan adorándole postrados (así en San Mateo, una actitud y una postura que estaba reservada a los monarcas que habían sido divinizados). Son todo ello simples pinceladas anecdóticas pero que sin duda tienen también su lectura mística: por ejemplo San Mateo dice que algunos de los discípulos aún dudaban; y San Lucas apostilla que una vez que el Señor subió a los cielos ellos descendieron del monte con gozo, algo que contradice los conocidos versos de Fray Luis de León a la Ascensión:
                    Y dejas, pastor santo,
                    tu grey en este valle hondo y oscuro
                    con soledad y llanto
                    y Tú rompiendo el puro
                    aire te vas al inmortal seguro
                    ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ....
                    A este mar turbado
                    ¿quién le pondrá ya freno?, ¿quién concierto
                    al viento fiero airado?
                    Estando Tú encubierto
                    ¿qué Norte guiará la nave al puerto...?
          Jesús fue arrebatado de algún modo al cielo, pero también nosotros al final de los tiempos “seremos arrebatados... en un abrir y cerrar de ojos” (I Tes. 4, 13) cuando todas las cosas, las cosas, tierra y cielo nuevos, además de las personas, cuando todo converja en Cristo. A este propósito escribe Miguel de Unamuno en “El sentimiento trágico de la vida”: puesto que todas las cosas tienen alma, así se lo imagina él, Cristo las asumirá, las recapitulará en sí, en eso que en Teología se llama apocatástasis final, para que, de algún modo, el Señor sea todo en todos, como si el mundo entero sufriera el día de la Ascensión al verlo irse.
          El mismo escritor al hablar de Segovia en un artículo titulado “¿Asunción o ascensión?” duda de si somos los hombres quienes levantamos las ciudades o son ellas las que nos elevan a nosotros. Aplicado aquí cabría pensar si es Cristo quien nos eleva al cielo o somos nosotros quienes lo mandamos allá.
          La vida es una ascensión, una subida muy empinada pero hacia dentro de uno mismo, hasta encontrar a Dios en los demás. Dice Mircea Eliade en su “Historia de las Religiones”: “Toda ascensión es una ruptura de nivel, un paso al más allá, una superación del espíritu y de la condición humana... La consagración por los rituales de ascensión y la subida de montes o de escalas debe su validez al hecho de que introduce a quien la realiza en una región superior o celeste”.
          Es más difícil subir que caer. La caída de los cuerpos libres se acelera en el tiempo y en el espacio, según pudo comprobar y estudiar Galileo cuando experimentaba dejando caer piedras desde la Torre de Pisa. En el campo de lo espiritual no teníamos necesidad de demostración alguna pues lo podemos experimentar cada uno cada día. Cuando uno cae si no reacciona a tiempo, cae cada vez más y más aprisa. Sería preciso un esfuerzo para detenernos y luego poder remontar la altura tal como hoy nos muestra y enseña Jesús a llevarlo a cabo.
          A Él le llamó el ángel el día de la anunciación Enmanuel, que significa Dios con nosotros, y eso sigue siendo una realidad hasta el día de hoy. Él no se fue. Cuando una persona fallece, algo que siempre ha impresionado, son sus últimas palabras. Las de Jesús, podríamos decir que quedaron como sobre impresionadas en la escena final de su Ascensión. Lo mismo que sucede con la palabra FIN o algunas frases o sobre la última escena en las películas.
          Pero sus palabras son en primer lugar una invitación a echar a andar: “¡Id!”, es decir, no os quedéis ahí, y con este mandato una promesa: “Yo seguiré entre vosotros”..., al revés de lo que acostumbramos a hacer nosotros que es quedarnos donde estamos y pensar que Jesús se fue hasta que regrese al final de los tiempos.
          Pero Él sigue entre nosotros, según su palabra, que es en lo que necesitamos hacer más hincapié. Dios sigue entre nosotros mientras no le echemos. En el Credo recordamos este dogma: “Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre. Y desde allí ha de volver...” Podemos hacerlo volver si creemos que sigue entre nosotros. No es cristiano que lo elevemos a la altura y lo echemos a los cielos, es mejor que lo echemos de menos y procuremos hacerlo presente en nuestra vida. Jmf

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