jueves, 28 de mayo de 2020


PENTECOSTÉS. 31-V-2020 (Jn. 20, 19-23)A

Con ocasión de la Pascua de Pentecostés del año 1986 el Papa Juan Pablo II, cuyo proceso de beatificación ha hincado su sucesor Benedicto XVI y a quien es de rigor recordar, publicó su encíclica número cinco. Venía a completar una trilogía compuesta por la “Dives in misericordia” (Rico en misericordia), dedicada al Padre, la “Redemptor hominis”, que dedica al Hijo, y la publicada en mayo del 86 dedicada al Espíritu Santo y que lleva el título de “Dominum et vivificantem” (Señor y dador de vida); es en la que vamos a fijarnos hoy, Pascua de Pentecostés, día que la Iglesia consagra a recordar la Tercera persona de la Santísima Trinidad.
En la primera parte de la citada Encíclica nos presenta al Espíritu de Dios Padre y al del Hijo dándose a su Iglesia a través de los textos de la Revelación como una promesa de Jesús.
La segunda parte se centra en la función que desempeña el Espíritu en el mundo al que promete una humanidad nueva, a un mundo que ha perdido la fe, que rechaza la verdad y el amor pero renovado por medio del amor. Termina esta segunda parte con una reflexión sobre el pecado contra el Espíritu Santo.
La tercera parte, titulada “El Espíritu que da vida” es un anuncio del año 2000 como año jubilar, para celebrar los dos mil años de la llegada de Jesús al mundo.
Pero ¿y qué es el Espíritu Santo? El II Concilio ecuménico que tuvo lugar en Constantinopla el año 381 y que condenó a un hereje llamado Apolinar que sostenía que Jesús no tenía alma pues la sustituía el Espíritu Santo, ya trató de definir y explicar quien es la tercera persona de la Trinidad. Y fue en este Concilio donde se compuso posiblemente el Credo que recitamos en la Misa y que por eso se le llama el “Credo niceno constantinopolitano”, cuyas palabras sobre el Espíritu Santo “Dominum et vivificantem” son las que dan título a esta quinta encíclica del Papa, tercera de la Trilogía.
El año 1958 visitamos un grupo de seminaristas la Iglesia de San Severino de París que estaba considerada en aquel entonces como la parroquia piloto de Francia. Y recuerdo que al ojear su Catecismo puesto a la venta a la entrada del templo, me encontré al abrirlo precisamente con la lección 8ª que trataba del Espíritu Santo. Dos cosas llamaron poderosamente mi atención de recién ordenado sacerdote que he repetido luego infinidad de veces:
En primer lugar, el enfoque que daba a la relación que existe entre el Espíritu Santo y la Iglesia, (del P. Nautin): “Creo en el Espíritu Santo que está dentro de la Iglesia Católica para la Comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne...”. Usaba oraciones subordinadas en vez de las oraciones copulativas que siempre se usaron. Todavía en tantos años no pude encontrar una explicación más concisa y rica en contenido teológico aplicada a la función que lleva a cabo la Tercera Persona de Dios en la Iglesia.
La segunda cosa que me impresionó es la afirmación que hacía del Espíritu Santo como “el gran desconocido”, algo que se nos había dicho en clase de Teología que era una injusticia y una incuria por parte de los católicos que habíamos olvidado algo fundamental en el misterio Trinitario. Allí se afirmaba lo contrario, es decir, que tenía que ser desconocido puesto que su misión, lo mismo que la savia del árbol, no es mostrarse, sino mostrar al Hijo, vivificar, alimentar y dar frutos desde dentro. El viento no se ve, en cambio sopla sobre las velas y empuja el barco.
Es verdad que no lo conocemos, puesto que a la sociedad moderna que escoge cualquier pretexto para festejar, se le ha escapado que hoy también es Pascua, la tercera gran Pascua del año litúrgico, Pascua de Pentecostés, hecho que incluso para muchos cristianos pasa desapercibido. La razón puede estar en que precisamente el espíritu no se ve, no se deja ver, se barrunta, como podría barruntar un árbol o un perro si razonaran que a su alrededor puede haber seres con inteligencia, o que una piedra pudiera sospechar que más allá de su contorno puede haber algo que se llama vida.
Nosotros, los hombres, sí barruntamos que más allá de la materia hay otra vida, el mundo del espíritu hacia el que nos dirigimos inexorablemente, incluso de un modo material o por evolución como llega a afirmar el teólogo y paleontólogo Theilard de Chardin, en sus tres famosos saltos cósmicos que nos llevan a Cristo: de la nada a la materia, de la materia a la vida, el estadio en el que ahora estamos y desde el que estamos, desde la vida, al espíritu. Todo ello nos lleva hacia un mundo en el que el espíritu será algo totalmente natural, y al que se ha llegado por pura evolución biológica. Que la materia no lo es todo lo intuyó hasta el materialista Carlos Marx al afirmar: “La materia no se agota en los sentidos”.
Sin embargo cuando Juan Pablo II habla, en la tercera parte de su Encíclica, de celebrar el año jubilar 2000, condena expresamente como el mayor freno a esta evolución espiritual “el materialismo dialéctico e histórico... que al ser un sistema esencial y programáticamente ateo, excluye radicalmente a Dios planteando únicamente la dialéctica vida-muerte en el momento actual, un momento en el que parece que se acentúan más que nunca los signos de la muerte”. De ahí que el Papa, a renglón seguido, insista en tres aspectos de la liberación interior: donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad (II Cor. 3, 17):
1º.).-Libres para ser, (tenemos mucho pero... ¡somos tan poco...!), llegar a ser uno mismo, librarse de ser manipulado, de que te aten, te esclavicen y esto no es nada fácil sin espíritu.
2º.).- Libres para amar: el verdadero amor libera, el falso nos hace esclavos: debemos luchar para que no exista ningún tipo de tiranía ni para nosotros ni para los demás.
3º.).- Libres para liberar. Donde hay espíritu reina la libertad, que se puede considerar como el resumen de los siete dones que recoge el Catecismo: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de ciencia, de fortaleza, de bondad y de temor de Dios.
Modernamente están surgiendo por doquier los llamados “Movimientos Pentecostales”, llamados en Estados Unidos Asambleas de Dios (basadas en el don de lenguas), la Iglesia Pentecostal de Santidad, la Iglesia Internacional del Evangelio Cuadrado debido a que -según dicen- se sustenta sobre cuatro puntos: la conversión, la curación divina, el bautismo del espíritu, y el don de lenguas.
En la Iglesia católica han surgido los llamados “Carismáticos”, entre los que se encuentran los grupos de Kiko Argüello, que son como una reacción espiritualista frente a una especie de racionalismo cristiano reinante hoy en algunos sectores de la teología y de la Liturgia. Estos movimientos los apoyó en su día el Cardenal Suenens, luego Juan Pablo II y hoy el actual pontífice. Sin embargo provocan ciertos recelos en otros movimientos como son los de la Teología de la liberación. Los más radicales potencian la acción de la gracia santificante al máximo: nos salvamos por la fe, no por las obras, de inspiración protestante, además casi todos son milenaristas pues anuncian un fin del mundo inminente.
Algunos literatos católicos, como León Bloy, que acusaba a los católicos de de tibieza y de contemporizar con una sociedad corrompida y materialista, anuncian también curiosamente una renovación espiritual intensa que partirá de grupos selectos. Así lo afirma en sus Diarios, y en El Desesperado, novela autobiográfica, testimonio de furor apocalíptico contra una sociedad maldita por Dios. “Esta renovación -dice- saldrá de una serie de catástrofes nacionales o mundiales. La espiritualidad nace o se hace a través del dolor y sufrimiento del pobre”. En un lenguaje a veces exasperante, como lo califica Charles Möller, estos grupos anuncian una renovación Pascual: un cristianismo dramático y doloroso que será la herencia de los elegidos. Una interpretación muy particular de este aspecto de la renovación mundial la describe León Bloy en su obra “El incendio del bazar de la caridad”.
Uno piensa que, en alguna medida, no les falta razón en sus afirmaciones. Se nos repite que en mundo cada día hay más pobres, más gentes que carecen de más. Y no hay que olvidar que al Espíritu Santo se le llama el Padre de los pobres, de los desheredados... hasta el punto de hacer gritar a Bloy aquello de “espero en el Espíritu Santo y en los cosacos”.
Los materialistas tratan de reducirlo todo, hasta el indicio más claro de vida espiritual, a materia. Pero es nuestra labor, con la ayuda de Dios y de María que concibió a Jesús por medio del Espíritu Santo y estuvo presente en el Cenáculo, convertir la materia en espíritu, es decir, vivificar el mundo, consagrarlo, pero esto sólo se consigue si empezamos a hacerlo en nosotros mismos, en cada uno de nosotros. Se suele decir de una obra, de un cuadro, de un poema o de una pieza musical si conmueve y emociona, que tiene duende, que está inspirada, que tiene espíritu. Pues bien eso debe tener el cristiano en su modo de actuar, estar lleno de espíritu, poner alma en lo que hace, poner ilusión, imaginación, optimismo y alegría... porque el espíritu también tiene que manifestarse externamente.
Entonces sí que podríamos decir que estábamos llenos de espíritu y sería entonces cuando nuestra labor, nuestras palabras convencerían y convertirían. De lo contrario será como esas piezas de música perfectamente compuestas y técnicamente adaptadas a todas las normas y mandatos que rigen y gobiernan la armonía musical, e incluso magistralmente interpretadas pero que al oírlas ni mueven ni emocionan porque les falta el alma, están vacías de inspiración, de espíritu y de vida. En cambio el que se sienta invadido por la inspiración, por el viento huracanado del espíritu quizás diga de vez en cuando cosas extrañas, acaso alguien lo tache alguna vez de hereje, quizás se salte a la torera ciertas leyes y normas que encorsetan su alma pero... su vida tendrá duende, espíritu y vida, en él vivirá y alentará un hálito de espíritu divino. Jmf


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