DOMINGO VI DE PASCUA. 17-V-2020 (Jn. 14,
15-21) A
Una
palabra que habremos dicho y oído cientos de veces es la palabra paciencia. Aprender a tener paciencia
debería ser una de las primeras lecciones que deberíamos saber de carrerilla.
La
misma naturaleza nos la enseña: la primavera se hace esperar, la cosecha se
hace esperar, el labrador tiene que esperar un año para recogerla. La madre
espera a su hijo nueve meses. Aquí no vale la impaciencia. Queremos
que la tierra produzca dos cosechas, que maduren sus frutos cuanto antes, pero
todos sabemos que eso ni es fácil ni natural.
Incluso en la vida moderna con
ser tan vertiginosa ¡cuánto tiempo perdemos en interminables colas!, ¡cuántas
salas de espera: para el médico, para el dentista, para el
abogado, para comprar en un supermercado, para sacar una entrada...! Y un
enfermo ¡cuántas horas en el lecho para recobrar la salud! Con razón se les
llama los pacientes, que tienen que
usar más que nadie de paciencia. Ahí sí que no vale de nada tener prisa, por
eso les cuadra perfectamente el nombre de pacientes...
Y cuando surge la impaciencia nace la tensión, el mal humor y la amargura. El
impaciente destruye más que hace, casi siempre.
Desgraciadamente hoy no educamos a los niños en esta virtud de la paciencia. Un niño
desde bien pequeño pide y no sabe esperar, quiere las cosas “aquí y ahora”. Y ¡cuántos errores
cometidos por no saber esperar, cuántos conflictos por ese aturdimiento de
quererlo todo ya, de no saber permanecer con la boca cerrada por lo menos
mientras se nos aclaran las ideas! No sé quien dijo que “una palabra hermosa es plata pero el silencio es oro purísimo”. O
como dice el adagio árabe: “Cuando el
odio y la venganza te domine serénate, no tengas prisa... siéntate a tu puerta
con tranquilidad, verás el entierro de tu enemigo pasar”.
“La paciencia es el traje de
faena de la esperanza”. La paciencia es el testimonio que debemos
dar los cristianos, pues la vida del creyente debe ser siempre una esperanza
paciente y una paciencia esperanzada por mal dadas que vengan las cosas. Abrahán, padre de la fe, acaso fue
elegido por Dios para esa misión tan gigante porque supo “esperar contra toda esperanza”. Dice el libro de los Proverbios: “Vale más un hombre paciente que un héroe, más vale un hombre dueño de
sí mismo que un conquistador de ciudades” (16, 32). Y san Pedro en su IIª carta: “No
retrasa el Señor lo prometido, sino que usa de paciencia para que nadie
perezca” (3, 9).
Ana Frank, la
joven hebrea de nacionalidad alemana que murió en el campo de exterminio nazi
de Auschwitz Bergen Belsen el año 1945, en el que presenció y vivió codo con
codo el sufrimiento de niños presos, de hermanos suyos de raza torturados,
vejados y ejecutados a millares, escribió un día en su Diario: “Mi vida no ha
cambiado, Dios no me ha abandonado ni me abandonará ya más”. Y es que
también ella supo esperar contra toda esperanza.
“No os dejaré desamparados”
dice Jesús en el evangelio de hoy.
Pero para ello nos exige en primer término vivir en la verdad. El mundo vive
en el engaño, del engaño, para el engaño. Tenemos que hacer cambalaches sin
cuento para aparecer no como somos sino como queremos que nos vean, y esto se
lleva a cabo desde el vestido o maquillaje que nos ponemos cada día hasta el
lenguaje que empleamos y las actitudes que adoptamos en las más diversas
circunstancias. Qué hermosa máxima aquella que dice: “Sé tú”, y cuánto ganaríamos si la pudiéramos llevar a la práctica. Pero qué
pocos quieren ser o parecer como realmente son. Sin embargo ese sería lo que Jesús llama “el espíritu de la verdad”. “El mundo no puede vivir en él porque no lo
conoce, vosotros en cambio sí, porque vive dentro de vosotros”.
Sólo aquel que vive en la verdad se puede llamar y ser verdaderamente
libre. Jesús promete además volver.
Dios siempre vuelve. “¡Cristo vuelve!”
es un slogan que aparece escrito algunas veces en los muros de contención de
nuestras carreteras. Cristo vuelve,
escrito en un camino, es muy evocador y lleno de contenido bíblico. Porque fue
lo que él nos repitió antes de subir al cielo. “Volveré... no os dejaré desamparados. Volveré... porque yo vivo...
viviréis” (14, 18 s).
El escritor Bernard Shaw
tiene una obra llamada: “Volviendo a
Matusalén” que es una esa especie de Pentateuco,
así lo llama él, o conjunto de cinco obras. En su quinta comedia sitúa a la
Humanidad en el año 31.920. La especie humana ha evolucionado y se ha
convertido en ovípara, por lo que un niño nada más salir del cascarón, y no en
sentido figurado sino literalmente, sabe andar y hablar y defenderse. En tal
año ya nadie va a morir de enfermedad porque han sido vencidas, los hombres
morirán de accidente. Los más viejos vivirán una vida plenamente espiritual y
su aspiración no va a ser otra que la de ir desencarnándose poco a poco y del
todo hasta quedar sólo el espíritu puro.
Esa es la tesis un tanto fantástica de este autor, pero que coincide
de algún modo con lo que nos dice la fe, que la vida tiende a su plenitud, a su
total emancipación de la materia, camina hacia un “más allá” que, aunque
desconocemos, sabemos que existe y eso debería bastarnos para seguir viviendo y
luchando. Es la esperanza del hombre. Ir poco a poco desencarnándonos y
transformando nuestra materia en espíritu... esa es la esperanza del cristiano.
Nosotros añadimos a ese esperar evolutivo de Bernard Shaw la dimensión de la fe, fe en Cristo que retorna, Dios
que está de vuelta. A veces los cristianos vivimos de modo que damos la
impresión de que no esperamos nada. Como si después de morir no hubiera nada,
como si no esperáramos en serio ese retorno de Cristo. Tienen que venir a
recordárnoslo autores ajenos a nuestras creencias pero testigos de esta gran
verdad debido a una como intuición profética que tiene todo buen literato sobre
ese retorno y sobre ese regresar hacia una tierra de promisión. “Desde allí ha de venir...” rezamos, yo
no sé si del todo convencidos, en el Credo. El
que ha de venir... sólo nos pide fe en su venida.
Decía santa Teresita de Lisieux:
“Dios, Jesús, no tiene necesidad de
nuestras obras, sólo pide nuestro amor”, lo demás corre de su cuenta.
Nosotros en vez de abandonarnos en sus manos abandonamos la fe, el amor y
actuamos como si Dios necesitara de nuestro esfuerzo e imaginación para
defenderse de sus enemigos, o como si nos estuviera pidiendo que lo entronizáramos
e institucionalizáramos. Sin embargo el sólo pide: “Vive tu fe, buscad el reino de Dios y su justicia... lo demás... viene
por añadidura”. Viene solo, sólo si buscamos su reino ¿Y en qué consiste
esa búsqueda? Principalmente en amarle, porque “el que ama guardará mis mandatos, y vendremos a él y haremos en él
nuestra morada”. Dios viene, por lo tanto “amaos...”, es decir, lo que quieras para ti quiérelo para los
demás... sería tan fácil, se evitarían tantos sufrimientos con cumplir
únicamente ese precepto. Pero el mundo escoge otros caminos.
Es esclarecedora en este punto la película, o si lo preferimos, la
novela de Willian Golding titulada “El señor de las moscas”. Por ella
recibió el premio Nobel de Literatura en 1983. El autor tiene la convicción de
que el hombre produce el mal como las abejas producen la miel. “Un grupo de niños abandonados en una isla
debido a un accidente de aviación tratan de organizar su vida primeramente de
acuerdo con unas normas de inspiración en las leyes británicas tal como se las
enseñaron. Pero poco a poco nace la envidia, hace su acto de aparición la
codicia, el afán de poder y gobernar y la isla se convierte en un infierno, en
una horda de salvajes.
Todos quieren mandar”. Golding, que imagina que nuestra alma
es como un náufrago herido en el acantilado de nuestro cuerpo, cree que se
puede llegar a la esperanza desde estas situaciones límite. Y es que sin esa fe
de que las cosas pueden cambiar sin esa esperanza de que Jesús volverá para hacer unos cielos nuevos y una tierra nueva la
vida terminaría siendo un infierno. Es el propio Golding quien, en ese rescate final en el que logran recuperar de
nuevo a los niños, nos está hablando de algún modo de que siempre existe una
lejana esperanza de poder ser salvados.
Creo que el mayor engaño y fraude que nos pueden hacer es hacernos
creer que puede existir una justicia sin amor, una justicia levantada sobre
cimientos de revancha, de odio y de enemistad, terminaríamos todos en la isla
de El señor de las moscas, que es lo
que significa en hebreo Bel-zebúb.
Creer que Jesús resucitó
esto hoy no molesta a nadie, pero vivir esa verdad en plenitud sin dejarse
manipular y después tener la libertad suficiente para predicarla sin rodeos de
palabra y de obra, eso puede provocar una auténtica persecución.
Vivir en la verdad y esperar sus consecuencias es el comienzo de la
venida de Jesús. En esa fe y en esa
convicción debemos vivir y trabajar los creyentes, como se dice en la misa, “mientras esperamos su venida gloriosa”.
Jmf
No hay comentarios:
Publicar un comentario