viernes, 15 de mayo de 2020


DOMINGO VI DE PASCUA. 17-V-2020 (Jn. 14, 15-21) A


Una palabra que habremos dicho y oído cientos de veces es la palabra paciencia. Aprender a tener paciencia debería ser una de las primeras lecciones que deberíamos saber de carrerilla.
La misma naturaleza nos la enseña: la primavera se hace esperar, la cosecha se hace esperar, el labrador tiene que esperar un año para recogerla. La madre espera a su hijo nueve meses. Aquí no vale la impaciencia. Queremos que la tierra produzca dos cosechas, que maduren sus frutos cuanto antes, pero todos sabemos que eso ni es fácil ni natural.
Incluso en la vida moderna con ser tan vertiginosa ¡cuánto tiempo perdemos en interminables colas!, ¡cuántas salas de espera: para el médico, para el dentista, para el abogado, para comprar en un supermercado, para sacar una entrada...! Y un enfermo ¡cuántas horas en el lecho para recobrar la salud! Con razón se les llama los pacientes, que tienen que usar más que nadie de paciencia. Ahí sí que no vale de nada tener prisa, por eso les cuadra perfectamente el nombre de pacientes... Y cuando surge la impaciencia nace la tensión, el mal humor y la amargura. El impaciente destruye más que hace, casi siempre.
Desgraciadamente hoy no educamos a los niños en esta virtud de la paciencia. Un niño desde bien pequeño pide y no sabe esperar, quiere las cosas “aquí y ahora”. Y ¡cuántos errores cometidos por no saber esperar, cuántos conflictos por ese aturdimiento de quererlo todo ya, de no saber permanecer con la boca cerrada por lo menos mientras se nos aclaran las ideas! No sé quien dijo que “una palabra hermosa es plata pero el silencio es oro purísimo”. O como dice el adagio árabe: “Cuando el odio y la venganza te domine serénate, no tengas prisa... siéntate a tu puerta con tranquilidad, verás el entierro de tu enemigo pasar”.
“La paciencia es el traje de faena de la esperanza”. La paciencia es el testimonio que debemos dar los cristianos, pues la vida del creyente debe ser siempre una esperanza paciente y una paciencia esperanzada por mal dadas que vengan las cosas. Abrahán, padre de la fe, acaso fue elegido por Dios para esa misión tan gigante porque supo “esperar contra toda esperanza”. Dice el libro de los Proverbios: “Vale más un hombre paciente que un héroe, más vale un hombre dueño de sí mismo que un conquistador de ciudades” (16, 32). Y san Pedro en su IIª carta: “No retrasa el Señor lo prometido, sino que usa de paciencia para que nadie perezca” (3, 9).
Ana Frank, la joven hebrea de nacionalidad alemana que murió en el campo de exterminio nazi de Auschwitz Bergen Belsen el año 1945, en el que presenció y vivió codo con codo el sufrimiento de niños presos, de hermanos suyos de raza torturados, vejados y ejecutados a millares, escribió un día en su Diario: “Mi vida no ha cambiado, Dios no me ha abandonado ni me abandonará ya más”. Y es que también ella supo esperar contra toda esperanza.
“No os dejaré desamparados” dice Jesús en el evangelio de hoy. Pero para ello nos exige en primer término vivir en la verdad. El mundo vive en el engaño, del engaño, para el engaño. Tenemos que hacer cambalaches sin cuento para aparecer no como somos sino como queremos que nos vean, y esto se lleva a cabo desde el vestido o maquillaje que nos ponemos cada día hasta el lenguaje que empleamos y las actitudes que adoptamos en las más diversas circunstancias. Qué hermosa máxima aquella que dice: “Sé tú”, y cuánto ganaríamos si la pudiéramos llevar a la práctica. Pero qué pocos quieren ser o parecer como realmente son. Sin embargo ese sería lo que Jesús llama “el espíritu de la verdad”. “El mundo no puede vivir en él porque no lo conoce, vosotros en cambio sí, porque vive dentro de vosotros”.
Sólo aquel que vive en la verdad se puede llamar y ser verdaderamente libre. Jesús promete además volver. Dios siempre vuelve. “¡Cristo vuelve!” es un slogan que aparece escrito algunas veces en los muros de contención de nuestras carreteras. Cristo vuelve, escrito en un camino, es muy evocador y lleno de contenido bíblico. Porque fue lo que él nos repitió antes de subir al cielo. “Volveré... no os dejaré desamparados. Volveré... porque yo vivo... viviréis” (14, 18 s).
El escritor Bernard Shaw tiene una obra llamada: “Volviendo a Matusalén” que es una esa especie de Pentateuco, así lo llama él, o conjunto de cinco obras. En su quinta comedia sitúa a la Humanidad en el año 31.920. La especie humana ha evolucionado y se ha convertido en ovípara, por lo que un niño nada más salir del cascarón, y no en sentido figurado sino literalmente, sabe andar y hablar y defenderse. En tal año ya nadie va a morir de enfermedad porque han sido vencidas, los hombres morirán de accidente. Los más viejos vivirán una vida plenamente espiritual y su aspiración no va a ser otra que la de ir desencarnándose poco a poco y del todo hasta quedar sólo el espíritu puro.
Esa es la tesis un tanto fantástica de este autor, pero que coincide de algún modo con lo que nos dice la fe, que la vida tiende a su plenitud, a su total emancipación de la materia, camina hacia un “más allá” que, aunque desconocemos, sabemos que existe y eso debería bastarnos para seguir viviendo y luchando. Es la esperanza del hombre. Ir poco a poco desencarnándonos y transformando nuestra materia en espíritu... esa es la esperanza del cristiano.
Nosotros añadimos a ese esperar evolutivo de Bernard Shaw la dimensión de la fe, fe en Cristo que retorna, Dios que está de vuelta. A veces los cristianos vivimos de modo que damos la impresión de que no esperamos nada. Como si después de morir no hubiera nada, como si no esperáramos en serio ese retorno de Cristo. Tienen que venir a recordárnoslo autores ajenos a nuestras creencias pero testigos de esta gran verdad debido a una como intuición profética que tiene todo buen literato sobre ese retorno y sobre ese regresar hacia una tierra de promisión. “Desde allí ha de venir...” rezamos, yo no sé si del todo convencidos, en el Credo. El que ha de venir... sólo nos pide fe en su venida.
Decía santa Teresita de Lisieux: “Dios, Jesús, no tiene necesidad de nuestras obras, sólo pide nuestro amor”, lo demás corre de su cuenta. Nosotros en vez de abandonarnos en sus manos abandonamos la fe, el amor y actuamos como si Dios necesitara de nuestro esfuerzo e imaginación para defenderse de sus enemigos, o como si nos estuviera pidiendo que lo entronizáramos e institucionalizáramos. Sin embargo el sólo pide: “Vive tu fe, buscad el reino de Dios y su justicia... lo demás... viene por añadidura”. Viene solo, sólo si buscamos su reino ¿Y en qué consiste esa búsqueda? Principalmente en amarle, porque “el que ama guardará mis mandatos, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. Dios viene, por lo tanto “amaos...”, es decir, lo que quieras para ti quiérelo para los demás... sería tan fácil, se evitarían tantos sufrimientos con cumplir únicamente ese precepto. Pero el mundo escoge otros caminos.
Es esclarecedora en este punto la película, o si lo preferimos, la novela de Willian Golding titulada “El señor de las moscas”. Por ella recibió el premio Nobel de Literatura en 1983. El autor tiene la convicción de que el hombre produce el mal como las abejas producen la miel. “Un grupo de niños abandonados en una isla debido a un accidente de aviación tratan de organizar su vida primeramente de acuerdo con unas normas de inspiración en las leyes británicas tal como se las enseñaron. Pero poco a poco nace la envidia, hace su acto de aparición la codicia, el afán de poder y gobernar y la isla se convierte en un infierno, en una horda de salvajes.
Todos quieren mandar”. Golding, que imagina que nuestra alma es como un náufrago herido en el acantilado de nuestro cuerpo, cree que se puede llegar a la esperanza desde estas situaciones límite. Y es que sin esa fe de que las cosas pueden cambiar sin esa esperanza de que Jesús volverá para hacer unos cielos nuevos y una tierra nueva la vida terminaría siendo un infierno. Es el propio Golding quien, en ese rescate final en el que logran recuperar de nuevo a los niños, nos está hablando de algún modo de que siempre existe una lejana esperanza de poder ser salvados.
Creo que el mayor engaño y fraude que nos pueden hacer es hacernos creer que puede existir una justicia sin amor, una justicia levantada sobre cimientos de revancha, de odio y de enemistad, terminaríamos todos en la isla de El señor de las moscas, que es lo que significa en hebreo Bel-zebúb.
Creer que Jesús resucitó esto hoy no molesta a nadie, pero vivir esa verdad en plenitud sin dejarse manipular y después tener la libertad suficiente para predicarla sin rodeos de palabra y de obra, eso puede provocar una auténtica persecución.
Vivir en la verdad y esperar sus consecuencias es el comienzo de la venida de Jesús. En esa fe y en esa convicción debemos vivir y trabajar los creyentes, como se dice en la misa, “mientras esperamos su venida gloriosa”. Jmf


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