DOMINGO XIV - 8-VII-2018
(Mc. 6. 1-6) B
Una de las manías que ha tenido el hombre de todos
los tiempos es la de hacer o querer hacer al prójimo “a su imagen y semejanza”,
apropiándose el papel bíblico de Dios. Y cuando los demás no encajan en esos
esquemas que cada cual se ha prefabricado (y esto vale para todos)
inmediatamente aflora la crítica malévola, la desconfianza y el tratar de
descalificar al otro “¡ya nos ha salido
un nuevo Juan
Salvador Gaviota, habrá que tratar de mantenerlo a raya, para que no revolucione la
bandada...”.Así fue, según narra el Evangelio, como vieron a Jesús sus paisanos: “¿No es este el carpintero?”. Y si eso es así ya no es lógico por lo tanto
que sobresalga, que triunfe sobre nosotros... -la envidia siempre- lo que debe hacer es seguir con el oficio de
su padre. De ese modo debió de nacer la pirámide de castas.
Para ser un vulgar obrero de campo o de la industria
es mejor que sea poco ilustrado porque si a un peón albañil, sirva de ejemplo,
le diera por estudiar y llegara a arquitecto, ya no trabajaría más de albañil.
Sin embargo imaginémonos que todos los albañiles fueran arquitectos (algo que
hoy no es tan difícil, puesto que está más al alcance de la mano) y que todos
los campesinos fueran biólogos y todos los pastores y ganaderos veterinarios y
hasta cada cristiano fuera sacerdote... (-en parte lo es, según san Pablo-) imaginémonos ¡qué gran paso
habría dado la Humanidad! Pero ya nos mentalizan desde niños de otro modo: “Tú estudia, hijo, que para trabajar bastó
lo que trabajó el burro de tu padre”, como si el estudiar una carrera
conllevara substancialmente colgar los instrumentos de trabajo y vivir de títulos
y honores.
Habría que convertir las escuelas, colegios,
institutos y universidades en talleres, laboratorios, granjas... Y en vez de
aprender conocimientos para luego usarlos en esos campos, primero trabajar en
granjas, talleres y laboratorios completando la experiencia con saberes
técnicos aprendidos en la Universidad. En otras palabras: en vez de estudiar
para luego practicar, primeramente habría que practicar... y luego estudiar. Ya
nos entendemos. Con lo eficaz y exitoso que sería matrimoniar esos dos campos:
el estudio y el trabajo, ciencia y experiencia, técnica y práctica, teoría e
instrumento. Ah, pero si un buen día cualquier hombre lograra ponerlo en
práctica enseguida empezaría el runruneo “¿Quién
es este? Y es que profundizamos muy poco no sólo en nuestra cultura y
comportamientos sino en conocer de qué materia estamos fabricados, cual es la
composición última del hombre, etc. Sabemos que en el mundo hay objetos de muy
distinto valor y composición, unos fabricados de oro, otros de latón o
calamina. Pero los hombres no, los hombres estamos todos fabricados de idéntica
materia. Incluso es casi igual a la de algunos animales, funcionamos con
esquemas similares, aparatos semejantes: corazón, pulmón, sangre, cerebro,
esqueleto, olfato, visión, oído, sistema nervioso... Hay tanto parecido que de
poco nos podemos ufanar y presumir. Hasta nos superan ellos a nosotros en
algunas de estas facultades: el olfato, el instinto y lo que más tendría que
hacernos meditar, hasta en el mismo comportamiento y organización.
Es cierto que alguien podría deducir de todo esto
que por lo tanto todo es puro y duro materialismo, mecánica animal, leyes
físicas y biológicas autosuficientes, con las cuales y merced a ellas seríamos
capaces de prescindir de lo divino. Y así lo quieren ver algunos científicos
materialistas, al menos hasta no hace mucho. Pero no han tardado en levantarse
aquí y allá voces de protesta en pro de volver de nuevo la mirada hacia Dios.
Allá por julio del 91 decía el filósofo Luc Ferry en la Universidad Complutense
algo así como que los valores religiosos de la Tradición no han perdido su
identidad dentro de la modernidad. Y añadía: “Si decimos que la norma es cada uno y el objetivo es el desarrollo de
cada individuo hay que convenir en que el hombre religioso tiene cabida en
nuestra sociedad”... “y que la laicidad no tiene por qué consistir en tratar de
eliminar lo religioso en el sentido que lo entendían Marx o Nietzsche”. Ya anteriormente un
científico, premio nobel de medicina, de nombre Jonh C. Eccles, había atacado frontalmente al pensamiento
materialista de algunos cientificistas. Argumentaba diciendo que la ciencia es
incapaz de responder por qué ese cumulo de células y moléculas, esa actividad
bioquímica y psíquica tan compleja del hombre obedece siempre a un yo, a una
persona que las integra, controla y que es materia también. Esto no tiene
explicación a no ser que se admita una fuerza superior a la misma que las une,
dirige y desarrolla en una dirección espiritual y organizada. Y termina su
argumentación diciendo textualmente: “Puesto
que las soluciones materialistas fallan cuando intentan dar cuenta de nuestra
unicidad experimentada me veo obligado a atribuir la unicidad al alma
(psique) es decir, atribuirla a una creación
espiritual sobrenatural. Hablando en términos teológicos: Cada alma es una
nueva creación divina (es la individualidad de cada uno lo que exige esa
creación divina). Luego añade: “Esta
conclusión refuerza la creencia en el alma humana y su origen prodigioso por la
mano de Dios, un Dios no sólo trascendente, Creador del Cosmos en el que creía
Einstein, sino también el Dios amor al que debemos nuestro ser”.
Hay profetas laicos en nuestros días que merecen ser
oídos. Sin embargo otra de las lacras del mundo moderno, lo mismo que en
tiempos de Jesús, es que nadie
admite la autoridad del otro, todos nos creemos en posesión de la Verdad y de
la Razón suprema. Hasta ahora nos
guiábamos, mal que bien por leyes elaboradas como fruto de una experiencia
histórica de hombres líderes en el pensamiento y en la conducta, cuyas
reflexiones cuajaron en unas normas éticas: la Biblia. Tenía que ser así porque el hombre, no sabemos por qué,
está incapacitado para convivir por instinto como hacen los irracionales.
Desgraciadamente el hombre, para establecer sus derechos, escoge la violencia
casi siempre, aunque se deje seducir por lo espectacular: el milagro económico,
el milagro de la ciencia, de la medicina, y que a veces ni es ciencia ni
economía, pero a todo termina acostumbrándose.
¡Y nos acostumbramos tan pronto a todo, a pesar de
que hay tantas cosas que admirar...! Ya no una humilde flor o la inmensidad del
mar o la noche estrellada, hasta un simple Caravelle, con esa hermosísima línea aerodinámica
descendiendo o elevándose sobre una pista de aterrizaje es un espectáculo
admirable, digno de ser contemplado sin cansarse. Y si en estas cosas perdemos
tan de prisa el sentido del asombro ¿con cuánta más razón lo perderemos en lo
que se refiere a la moral y al comportamiento? Un filósofo francés Paul Ricoeur,
autor del libro Uno mismo como otro,
dijo en una de sus charlas el año 91 en El Escorial: “...partimos de tres clases de Ética: la de la vida privada, la individualista
y la solidaría, las tres se relacionan entre sí. Pero el mundo
occidental se ha olvidado de que en la ética individualista hay un aspecto que
no hemos desarrollado: la responsabilidad, se huye de ella y eso provoca unos
signos éticos nefastos”.
De todo ello se deduce el respeto que un hombre debe
tener a otro hombre, sea quien sea, pues al tener también alma es de raza
divina. Jesús no fue aceptado por
los suyos. “Nadie es profeta en su tierra...”. Es un triste pero real aforismo que se viene
cumpliendo desde entonces. Ello no sería así si tuviéramos respeto a nuestro
prójimo aunque fuera un delincuente, pues también él está hecho del mismo
material que el nuestro, no es el suyo de latón y el nuestro de oro purísimo,
como tampoco hay que olvidar las circunstancias que lo condujeron a la
delincuencia. Posiblemente cada uno de
nosotros si hubiéramos nacido en su familia y en aquel ambiente con una
educación como la de él (más bien deseducación) seríamos igual, poco más o
menos. Nadie debe vanagloriarse de ser mejor que los demás. Es usurpar el papel
de Dios. Jesús también fue acusado de delincuente y por ello fue juzgado y
condenado.
¿No es este el
hijo de María? Sus paisanos
desconfiaban de Él, por eso la pregunta. Además lo llaman simplememte: “el carpintero, el hijo de María...” un tanto despectivamente, como descalificándolo
y des-paternizándolo. Hijo de María,
así, sin más, era entonces una frase tremendamente humillante tanto para Él
como para su madre María; porque era
algo así como decir: hijo de su madre, sin recordar al padre, que era quien daba
realmente el nombre al hijo. Pues bien, aquella madre viuda, sola, olvidada
entonces y tan poco tenida en cuenta por los suyos llegó a ser la mujer más
importante de la Historia. También ella siendo con más razón que nadie de raza divina,
tuvo que salir también de entre los suyos para ser reconocida.
¿Qué lección práctica se puede sacar del evangelio
del presente Domingo? Creo que es bien sencilla y sobre todo práctica; la de
estar siempre abierto a los demás, sobre todo a los más humildes, a aquellos
que el mundo no valora y que no obstante están hechos de material divino lo
mismo que nosotros aunque los despreciemos. No olvidemos que detrás de cada
hombre por humilde, pecador y despreciable que sea, se encuentra siempre el mismo
Dios.
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