DOMINGO XXV 23-IX-2018
(Mc. 9, 29-36) B
El domingo pasado Jesús hacía
una pregunta a sus discípulos: “¿Qué dice
la gente?”. Hoy les hace otra
pregunta: “¿De qué discutíais por el camino?”.
Vamos a fijarnos en este verbo discutir: “alegar razones contra el parecer de otros”, como lo define, en una
de sus acepciones, el Diccionario de la Real Academia. Y ¿de qué se discute?
Hay un dicho que afirma: “De la
abundancia del corazón habla la boca”. Como estamos llenos de egoísmo la
discusión versa siempre sobre lo mismo: “¿Quién
es más que quién?”. Nos pasamos la vida, mientras hacemos el camino de
nuestra existencia, discutiendo, haciendo de la propia discusión no un
argumento para clarificar “quién es
quién” (eso sería el diálogo) sino para demostrar que somos más que el
otro.
Ocurre con frecuencia en estas discusiones lo que en la fábula de Los dos conejos de Tomás de Iriarte, que por discutir si los que se acercaban eran galgos o podencos, por querer salir cada uno con la suya..., “en esta disputa / llegaron los perros / y
pillan descuidados /a los dos conejos”. Es de ese modo como el enemigo nos
coge por sorpresa. Lo malo es que de la discusión no “sale la luz”, como decían
los antiguos, sino “las chispas”, es de donde emanan todos los conflictos: se
empieza con palabras y se pasa a los insultos, arrecian los insultos y se
echa mano de la fuerza... así
empiezan las tragedias, las guerras, las muertes.
Y es curioso que el hombre, con dos millones de años de rodaje sobre la
tierra, no haya aprendido aún a dialogar y a hacerse comprender, a entenderse
con los demás. Seguimos en la Prehistoria: entonces se arrojaban piedras y
dardos, ahora bombas y balas. ¿Por qué hemos llegado a eso? Si escuchamos
atentamente una discusión acalorada veremos con frecuencia cómo toda aquella
sarta de frases e insultos no es nada más que una cortina de humo tras la que,
a menudo por no decir siempre, se esconde el verdadero problema. Y es que en
toda discusión existe un metalenguaje que convendría desenmascarar a tiempo.
Para comprobarlo basta con observar cualquier altercado entre dos personas, hasta
en un Congreso..., siempre se esconde tras las palabras el verdadero problema,
basta con escuchar atentamente una de las miles discusiones políticas, matrimoniales
o laborales, de hijos con los padres, de subalternos con superiores, o de
cualquier programa en TV o en la radio. Si no somos capaces de descubrir el
problema, la verdadera raíz, o nos negamos, es porque nos ciega (se habla de
cegar) el amor propio.
De ahí la importancia que habría que darle siempre al diálogo, ver las
razones que esgrime nuestro contrincante y tener la humildad suficiente para
admitirlas. Nadie tiene toda la razón y todos tienen un poco de razón. ¿De qué
discutían los Apóstoles? ¿De quién es quién? ¡Qué va! Discutían sobre “Quién era el más importante en el Reino que
pensaban Jesús instauraría...”. También entre ellos había envidias y
peleas, cosa muy normal entre personas, aunque tengan un cierto grado de
religiosidad, como apunta en su carta Santiago,
eran hombres. Jesús desbarata la
polémica con una frase que debió de dejarlos desconcertados en su ambición por
alcanzar el poder: “En mi Reino... el
primero es el último. Y el más importante es el que hace de criado, de servidor
de todos...”, diríamos hoy de botones, de guaje o de monaguillo. Es este un
evangelio sorprendente, da la sensación de que aún no lo hemos estrenado,
siendo así que lleva unos dos mil años escrito y nos da las claves de la tolerancia
y la armonía en el trato.
No se nos prepara para el diálogo ni para la convivencia porque no nos
enseñan a ceder, a respetar la opinión de los demás, a reconocer nuestras
deficiencias. A los cristianos nos bastaría con leer el Evangelio, sobre todo
esos trozos de Evangelio que solemos pasar por alto. Y el Evangelio o se asume
por entero y sin fisuras o es un engaño y una trampa. Como dijo cierto teólogo: “En vez de convertirnos al Evangelio
tratamos a menudo de convertir el Evangelio a nosotros”. Desde luego, lo
que Jesús nos propone no es nada
fácil, exige renuncia, dominio del amor propio, sacrificio, servicio a los
demás... De ello nos dan un hermoso ejemplo, hasta en el mismo reino animal,
las laboriosas abejas, como hemos apuntado ya más veces. Basta leer con
detenimiento ese hermoso libro del Premio Nobel Mauricio Maeterlinck titulado La
vida de las abejas. Es todo un himno a la convivencia y al orden social
¿Por qué? Porque cada individuo, dentro de la colectividad, sacrifica su propio
bienestar al servicio de los otros: la reina renuncia a la luz del sol, y a
mariposear de flor en flor para consagrar su vida a permanecer enclaustrada en
el interior de su oscura celda. Las abejas renuncian al amor y a la maternidad
que se reserva a una sola para dedicarse al servicio del grupo. A los zánganos
se les educa para que uno de ellos pueda fecundar a la reina durante ese
asombroso viaje o vuelo nupcial hacia la altura. Sólo lo consiguen los más
fuertes, los restantes, seres perezosos y voraces, son eliminados
inmediatamente en masa y sin piedad. Es un tremendo ejemplo que la naturaleza,
a veces un tanto cruel, nos brinda como modelo de convivencia. Uno piensa qué
sería el mundo si funcionara aquí el espíritu de la colmena aunque sólo fuera
durante un año.
Al hombre se le exige sacrificarse, por lo menos un poco, en bien de los
demás para que reine una mayor convivencia. Decía aquel teólogo cristiano, Dietrich Bonhoeffer, muerto en 1945 en
el campo nazi de Closaburg, cerca de Neustadt (Alemania): “Ser cristiano no es cultivar una nueva forma de ascetismo sino ser
únicamente hombre. Jesús no nos invita a entrar en una nueva religión. Jesús
nos invita a vivir, participando del sufrimiento de Dios en la vida del mundo”.
Y es por ahí por donde van los tiros, por ahí empieza la paz y la convivencia. “No hay caminos para la paz -gritaba Mahatma Gandhi- la paz es el camino”.
Está a punto de empezar o ya empezó el nuevo curso escolar en casi todos
los Colegios e Institutos. ¿Educamos a los niños, los hombres del mañana, en
esa filosofía? Honradamente creo que no. Salvo algo que oyen en el Colegio, a
los padres o en la Iglesia, nuestros niños y jóvenes se educan en la calle, a
través de la TV, del cine, de los informativos y concursos en los que todo
respira guerra, odio, sensualidad, discusión, el imperio de los sentidos y de
la fuerza bruta. Cuando se habla de un film con escenas fuertes de ordinario
todo el mundo piensa en el sexo, cuando el matar a un semejante es aún un pecado
mayor por el que nadie rasga las vestiduras, del que nadie se escandaliza ni
protesta al presenciarlo.
Otra lección que se puede sacar del Evangelio es que los apóstoles no se
atrevieron o no quisieron preguntar. Hubiera sido tan fácil zanjar la discusión
preguntando a Jesús qué pensaba Él
sobre el asunto... No. Ellos prefieren discutir, no rebajarse, seguir en sus
trece... Cierto profesor el primer día de curso ordenaba a sus alumnos que
abriesen un cuaderno en el que debían escribir como primera nota esta frase: “Pregunta siempre que no cuesta nada”.
Si fuéramos más niños preguntaríamos más ¿No veis cómo los niños siempre tienen
a flor de labios los porqués? Pero cuando nos hacemos hombres ya no. A veces
acaso por soberbia, por miedo a rebajarnos. Con lo fácil que sería preguntar...
¿Para qué? Nos parecemos a esos turistas que al llegar una ciudad recorren
calles y calles en busca del Hotel por no detenerse unos segundos a informarse.
Con lo fácil que sería preguntar, pues no..., seguimos dando vueltas y vueltas
aunque no lleguemos nunca al fin.
Otras veces tememos la respuesta. La verdad no gusta a nadie: “La verdad suele ser amarga” dice el
refrán latino, y sin embargo cuántos errores y equivocaciones evitaríamos si
nos atreviésemos a preguntar. Andamos toda la vida buscando la verdad y cuando
la encontramos huimos de ella como de la peste.
Jesús hoy nos invita al diálogo, a la convivencia, a la conversación con Él, a
saber humillarnos para que exista diálogo, a dialogar para que surja la
convivencia en la humildad, a preguntar como los niños para poder entrar en su
reino “si no os hacéis como niños...”,
a aprender la verdad de todo el Evangelio: que “si queremos ser algo en el
Reino de los cielos debemos ser los últimos, los servidores de todos...”. Esa
es toda la verdad y nada más que la verdad, lo demás son ganas de querer cerrar
los ojos y engañarnos.
Jmf.
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