DOMINGO
XXIII. 9-IX-2018 (Mc. 7, 31-37) B
El Evangelio siempre dice mucho más de lo que se lee
a primera vista. En este milagro de la curación del sordomudo no se trata
únicamente de hacer oír y hablar físicamente a un hombre sino de curar también
de mudez y de sordera espiritual a aquellos que “oyendo no quieren escuchar y a los que pudiendo y debiendo hablar
permanecen mudos”. Ya dice el
refrán: “No hay peor sordo que el que no
quiere oír”.
A veces da la sensación de que vivimos en un país de
sordomudos, al menos en determinados asuntos. No nos entendemos los unos con los
otros, solo escuchamos aquello que nos interesa personalmente. Cuando hace años
filósofos y escritores debatieron en la Universidad
Autónoma de Madrid (UAM) la
influencia del mal y su fascinación en la modernidad, el director del curso Félix Duque, catedrático de Historia de
la Filosofía moderna de la misma, afirmó que es necesario proporcionar una
lectura filosófica y literaria sobre la categoría del mal en la comprensión de
fenómenos actuales como la drogadicción, el terrorismo y la transexualidad. En
su ponencia: “La vuelta del demonio...”
venía a hablar de la sordera del terrorista que aduce argumentos puramente
subjetivos para perpetrar sus crímenes y no quiere escuchar razones. Y al no
aceptar las normas de la sociedad en la que vive, interioriza el crimen o el
vicio poniendo en peligro la propia vida de la que la sociedad es responsable
en algún modo.
Estamos fabricando un mundo sordo y mudo en estos
aspectos y acaso lo tengamos que pagar todos muy caro. Habría que copiar de la
naturaleza, por ejemplo de las humildes hormigas. Prácticamente son como si
fueran sordas y mudas; en todo el hormiguero nadie escucha ni una voz, ni una
palabra pero sabemos que se entienden perfectamente, no oyen por lo visto, pero
reciben los mensajes rápidamente. Los hombres no cesamos de gritar de añadir
decibelios a nuestras palabras y no nos entendemos. Abrimos los oídos,
amplificamos las voces pero ni escuchamos ni somos capaces de entendernos. Una
hormiga, según dicen los estudiosos del tema, puede pasar varias semanas sin
comer pero el primer grano que encuentre no se para en el camino a devorarlo,
es para sus hermanas. Trabajadora, asceta, callada, casta, virgen... no tiene
otra ilusión mayor que dar lo que tiene, incluso su alimento a las demás.
Escribe Augusto Forel en un trabajo dedicado a estos
himenópteros: “cuando la hormiga
regurgita, es decir, da de comer a sus hermanas, pone las antenas hacia atrás y
cae en un a modo de éxtasis”, como si estuviera contemplando la
divinidad...; y es que allí todo se comparte. ¿Nos imaginamos un mundo de
hombres así? Para ellas la caridad fraterna, por llamarla de algún modo, la
entrega a las demás es el oído y la lengua. La fraternidad es para una hormiga
un órgano más de su cuerpo, como es para el hombre la vista, el oído o el
olfato. Su comportamiento es diametralmente opuesto al nuestro: ellas viven
para las demás, nosotros en cambio, fatalmente egoístas, siempre deseamos ser
el centro de todo, a no ser cuando nos salimos de ese círculo o especie de ley
connatural al hombre y hacemos algo
por los otros: nos salimos de lo normal y por eso a esos actos los llamamos
virtudes o actos heroicos.
Dice Maeterlinck,
Premio Nobel, gran conocedor del tema: “¿Qué
clase de humanidad sería aquella en la que no existiese otra razón de vivir,
otro ideal, que el procurar la felicidad de los demás? ¿Qué humanidad sería
aquella en la que la única alegría posible, la felicidad por excelencia,
consistiera en trabajar únicamente para el prójimo? Desgraciadamente estamos
hechos de tal manera, tierra y barro, que lo natural es precisamente lo
contrario, mirar el bien propio únicamente prescindiendo en absoluto de los
otros... Y si a veces hacemos lo contrario no pasa de ser un fugitivo relámpago”.
Posiblemente una de las causas de este
comportamiento tan brutalmente egoísta es que no nos comunicamos, no hay
comunión con los hermanos; cada uno mira su bien egoístamente y así nos luce el
pelo. Somos un planeta de sordomudos...
Cuentan que hace unos años hubo en los Estados Unidos una cosecha de trigo como nunca se había visto. Entonces se
convocó una reunión de economistas para estudiar las leyes del mercado y tras
mucho deliberar llegaron a la conclusión de que la única salida para mantener
los precios y mantener la economía del ramo era sembrar aquel año exactamente
la mitad de lo que se venía haciendo. Se divulgó el programa respaldado por
estudios, eslóganes y consignas. Y
así se trató de llevar a cabo en la práctica. Sin embargo aquel año fue más
catastrófico aún. ¿Qué había sucedido? Que muchos de los agricultores pensaron:
“Todo el mundo va a sembrar la mitad de
lo previsto; sin decir nada a nadie yo este año sembraré el doble”. De ese modo tuvieron todos que sufrir
enormes pérdidas y bastantes sanciones. Un ejemplar castigo por practicar la
técnica del sordomudo, la de no escuchar ni querer hablar.
No se oye sólo con el oído ni se habla sólo con la
boca, hay un modo más certero que es el que nos recomienda el Evangelio, y el que practicaba Jesús: hablar con el corazón, y
más aún si tenemos el corazón en la mano, es decir que no se va a quedar
sólo en palabras. Cuando queremos que alguien nos crea acostumbramos a decir: Te lo digo con el corazón. Así teníamos que decirlo siempre.
Entonces, aunque no tuviésemos oídos, ni lengua, aunque fuéramos materialmente
sordos, mudos y ciegos podríamos
siempre decir algo, comunicarnos con el hermano en ese lenguaje inenarrable que
es el lenguaje del amor.
Se hizo famosa en todo el mundo la historia de
aquella joven sordomuda y ciega que, tras ímprobos esfuerzos y gracias a la
colaboración de su maestra, Sullivan
que
logró darle vida a ese animalito agresivo e indefenso que era Helen Keller
cuando nuestra protagonista era un pequeño caso perdido, de un pueblo del Sur
de los Estados Unidos logró romper esa barrera y llegó a través del tacto, diríamos que por la entrega, la
dedicación, el afecto y la compresión de su maestra, llegó a comunicarse de
modo que logró ser una de las personalidades más destacadas.
Hoy el evangelio nos narra la curación de un
sordomudo. Todos somos un poco sordomudos a la gracia y a la voz de Dios. Antes
de la reforma del Concilio Vaticano II
había en el Sacramento del Bautismo un rito mediante el cual el sacerdote
tocaba los labios y el oído del niño con un poco de saliva pronunciando las
mismas palabras con las que Jesús
abrió los oídos y desató la lengua al sordomudo.
Es un gesto que habría que repetir en cada acto
religioso, en cada misa. A veces
nuestras misas adolecen de esas dos deficiencias: ni hablamos (ya no digo
saliendo aquí para leer o hacer alguna petición) sino interiormente, rezando
pidiendo a Dios favores o dándole gracias.
Y somos también sordos, pues domingo tras domingo la
enseñanza del evangelio, mejor o peor expuesta, pero que nunca por mal expuesta
que esté deja de ser la palabra viva de Dios: “Quien a vosotros oye a mí me oye” la oímos como quien oye llover.
Dios se comunica no sólo con palabras sino por medio
de símbolos, de ritos, de imágenes a las que también debemos prestar atención.
Todo nos habla... y es un don saber oír. Porque muchos piensan que rezar es
hablar y hablar y hablar..., y recitar largas oraciones, sin caer en la cuenta
de que orar es también escuchar, estar en actitud de recibir. Acaso muchas
veces no escuchemos la voz de Dios por no callarnos un momento y prestar oído a
las voces que desde distintos puntos y de diferentes modos Dios hace llegar a
nuestra alma, voces portadoras acaso de la solución de un problema o de una
gracia especial. Como dice el salmo: “Hodie
si vocem ejus audieritis.... Si escucháis hoy su voz no endurezcáis vuestros
oídos ni vuestro corazón, sino escuchadle...”.
Jmf
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