viernes, 12 de octubre de 2018


DOMINGO XXVIII.- 14-X-2018 (Mc. 10, 17-30) B

 Hablar del dinero siempre será tocar un tema muy vidrioso. Basta escuchar cualquier entrevista para percatarnos de las evasivas del interlocutor, las explicaciones y silencios con que responde a quien le pregunta: Y usted ¿cuánto gana? Hay como un pudor extraño a manifestarlo.

Se suele decir que los pueblos antes crecían en torno al templo, la vida de la gente giraba en torno al culto: la misa, el rosario, el ángelus, casi siempre guiados a toque de campana. Hoy en cambio la vida gira en torno al banco: los Bancos se apoderan de las esquinas de nuestras ciudades y villas, como jugando a las cuatro esquinas... En ellos también hay un sagrario, ese sancta sanctorum que encierra, en caja fuerte, el sacramento del dinero. El devocionario que se lee y relee por quienes visitan el lugar es la cartilla de ahorros, y las jaculatorias más en boga: “Tanto tienes tanto vales”, “¿a cómo se cotiza hoy la bolsa?”… Lo importante es tener más, poseer más, aunque tengamos que ser menos, gastar la salud, perder la paz y sacrificar la libertad y hasta la vida. La meta ya no es tener para vivir sino vivir para tener.
“Cuando tenía dinero 
me llamaban don Tomás,
ahora que no lo tengo
me llaman Tomás, no más,
o como cantó Góngora en una letrilla llena de ironía:
“Poderoso caballero
 es don dinero”.

Muchos pueblos primitivos, muchas tribus fueron testigos del estrago que el dinero provocó en ellas. Antes de llegar nuestra civilización, el único modo de obtener un producto era el trueque. Cada uno valoraba su trabajo y el trabajo del otro, el esfuerzo que había realizado para obtener lo que se intercambiaba. Llegó el dinero… ya no era preciso trabajar para obtener un producto, aquellos “milagrosos papelinos” suplían con creces el esfuerzo y el cansancio. Con el dinero llegó la catástrofe social y familiar. Lo importante no era ya trabajar, ni producir, lo importante era ganar, como sea, pero ganar, conseguir “los todopoderosos papelinos”.

De ello se dieron perfecta cuenta unos misioneros jesuitas que, en el s. XVIII, enviados por Felipe III, fundaron junto al río Paraná (limítrofe con Paraguay, Brasil y Argentina) las famosas Reducciones o Repúblicas de Dios. Las tribus guaraníes que las componían disfrutaban todas de idénticos privilegios. Todos sus pueblos estaban trazados de acuerdo con el mismo plano: una plaza central en la que se levantaba la Iglesia, enfrente estaba situado el Ayuntamiento, a los lados los Colegios y la casa de Recogidas para huérfanos, viudas y enfermos. Pueblos de no más de 5.000 habitantes desconocían por completo el dinero, todo se repartía gratuitamente y había para todos porque todos trabajaban para todos y todos participaban de la labor y el fruto de todos. Funcionaba a la perfección aquello de “A cada uno según sus necesidades y cada uno según sus posibilidades”, o aquello otro de “Prosperidad para todos, provecho para ninguno”. Un aciago ida empezó la tragedia, como hemos visto en La Misión del director Roland Joffé. Este film recoge bellamente la experiencia que ya en 1941 otro autor, el austríaco Fritz Hochwälder en Das Heilege Experiment (el divino experimento), había puesto en escena magistralmente como un verdadero precursor de la Teología de la liberación. Aquella hermosa Utopía se vino abajo por la ambición desmedida de los colonizadores españoles y portugueses que pensaban encontrar las arcas de la misión repletas de doblones de oro. A esto se añadió la mala información que malintencionadamente le facilitaron al rey Carlos III, dando con ello al traste la mejor experiencia de la Historia de una sociedad sin dinero.

Hay muchos autores que recogen la historia de las diversas manifestaciones humanas: la historia del cine, de la literatura, del arte, del mueble, la historia de la mujer. Sería interesante escribir la historia del dinero, no me refiero a la numismática sino a su modo de empleo. En 1955 el escritor Julio Camba publicó un libro: Aventuras de una peseta. En él cuenta lo que vio y de lo que fue testigo nuestra moneda nacional,  al viajar por Alemania, Francia, Inglaterra, Italia, el Vaticano, Portugal... Sería curioso poder saber qué recorrido viene haciendo un billete que llega hasta nosotros, por qué manos pasó, cuántos sudores costó y para qué sirvió. A veces vemos sobre él escrito a mano un nombre, un teléfono, o una frase, pero no sabemos más.

Atacamos de manera despiadada a quien peca contra el sexto mandamiento, a quien trafica con droga. Y no nos falta razón. Sin embargo Jesús lo suele disculpar: “Vete y en adelante no quieras pecar más...”, “sus pecados le son perdonados porque ha amado mucho…”. “Hoy ha entrado la salud en tu casa” porque Zaqueo había repartido la mitad de sus bienes entre los pobres. Pero Jesús, tan condescendiente con los pecadores... arremete contra el avaro, contra la riqueza, con palabras durísimas: “Antes pasa un camello por el ojo de una aguja que un rico se salve”. Al oír esto nos parece que Jesús ataca nuestra vida, este mundo de despilfarro en el que todos estamos inmersos, un mundo de ricos, por poco que tengamos, si nos comparamos con gentes del tercer mundo, y sin embargo Jesús no ataca a nadie, lo único que pretende es ayudarnos, darnos una luz, echarnos una mano para salir del peligro, para liberarnos de una esclavitud, pero nunca para zaherirnos ni amenazarnos. Jesús apostrofa a los ricos y apuesta por los pobres, lo que no es igual que apostar por la miseria. La miseria no es buena. Lo expresan hermosamente Los Proverbios: “No me des pobreza ni riqueza, sino el pan de cada día” (30)  Qué fácil sería arreglar el mundo si cesara la ambición!

Y es que por poco que tengamos estamos tan aferrados a ello que terminamos por hacernos sus esclavos y hasta hundirnos con ello. Hay una historia muy curiosa que narra como en un naufragio todos se fueron salvando cogidos unos a las tablas del barco, otros a los salvavidas o a restos flotantes de la tragedia, todos menos un avaro que se empeñó en aferrarse a su cofre repleto de monedas con lo que los dos, cofre y avaro, se precipitaron en lo profundo del mar. El dinero arrastra a las personas al abismo. Pero el dinero no sólo son unos papeles, el dinero es poder, ambición, envidia, y todo el mundo se siente seducido por él. El dinero lo puede casi todo y todo tiene un precio. Y el mayor obstáculo, no sólo para entrar en el Reino de Dios sino para la convivencia, suele ser el dinero. ¿Cual es a menudo la causa del enfrentamiento de una familia que se mantuvo unida, que llevó una vida ejemplar e incluso aparentemente al menos muy cristiana? el dinero y las herencias. Por el dinero anda el mundo como anda. Giovanni Pappini lo llama en su Vida de Cristo “el estiércol del diablo” pero también sus editores hacen caso omiso y escriben al reverso del libro el precio en cifras abultadas. Es difícil sustraerse a su encanto.

A menudo recuerdo aquella historia del encargado de obras que llega un día a cierto pueblo con el fin de construir un pantano. Alquila una habitación en la fonda por 15.000 pta. El dueño de la fonda, con el dinero aún en la mano, recuerda que debe 15.000 pts. al herrero. Se acerca a la fragua y se las paga. Entonces el herrero se da cuenta que es la cantidad que debe al carpintero y sin pensarlo más se la devuelve. Este tuvo que pagar el parto de su hijo al médico que asistió a su mujer. Eran 15.000 pos. que le entrega de inmediato. El médico había estado en la fonda el mes de vacaciones mientras su familia estaba afuera. La deuda ascendía a las 15.000 pta. de la historia, que el dueño de la fonda ingreso de nuevo en caja. En esto llega el encargado de las obras. El proyecto se suspende por algún tiempo, de modo que desalquila la habitación. El posadero le devuelve las 15.000 pta. y el encargado se va. En el pueblo no entró ni un duro, pero precisamente por ese sentido de justicia que reinaba entre los vecinos se solucionaron todos los problemas y se rescindieron todas las deudas.

¡Qué de milagros haría la buena voluntad de la gente, la solidaridad de las personas si de veras quisiéramos arreglar las situaciones conflictivas! Y ¡qué de estragos hace la ambición y el dinero! Si uno, sólo uno, hubiera roto la cadena quedándose con el dinero que se le adeudaba y no recordara que él era también deudor la cadena se rompería y se iría la paz del pueblo al traste. El Evangelio es la buena noticia para el pobre. Podría ser también buena noticia para el rico pero estos han roto a menudo la cadena, quieren seguir cobrando sólo a quien les adeuda sin pagar lo que en justicia deben, en una palabra, siguen siendo egoístas. Cuando Jesús por medio de su Evangelio les invita a que le sigan, fruncen el ceño, como el joven rico, y se alejan. La historia desgraciadamente, se repite.
Jmf


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