viernes, 26 de octubre de 2018


DOMINGO XXX, 28-X-2018 (Mc. 14, 46-52) B
  
Posiblemente una de las oraciones más sencillas y a la vez más sublimes es la oración del ciego Bartimeo que se recoge en el evangelio de este domingo. La oración del ciego encaja perfectamente en cualquier situación humana: cuando vamos a tomar una decisión, cuando emprendemos una nueva vida cuando nos disponemos a aconsejar a una persona, cuando debemos elegir a un gobierno, cuando optamos por un nuevo puesto... todos deberíamos gritar a Dios, antes de decidirnos por una cosa u otra, como el ciego: ¡Señor, que yo vea! ¡Necesitamos tanto ver... abrir o que alguien nos abra alguna vez los ojos!  La fe son los ojos del alma. Se pierde con la abundancia, con la pasión, las pasiones ciegan, se suele decir; se recupera con el sufrimiento, con el dolor, en él y por el muchos vieron... "no sólo las estrellas", (como vulgarmente se dice), sino al mismo Dios y gracias al dolor pudieron descubrirlo y amarlo.

Para amar hay que sufrir y hay que creer, pero sobre todo para creer es necesario amar y sufrir. Y después de amar, creer y sufrir es cuando podemos empezar a razonar. También el amor, como la fe, brota del sufrimiento. Las amistades más hondas, los amores más grandes a menudo han brotado del dolor, de la renuncia y de la contrariedad. La fe es necesaria al hombre, como lo es la hipótesis al científico. Avanzamos porque tenemos fe, porque tenemos capacidad para fiarnos de alguien o de algo. Cuando Julio Verne lanzó su hipótesis novelada de un viaje a la luna, (De a tierra a la luna, en 1865) mucha gente se sonreía. Hoy, 153 años después es ya una realidad superada. Pero la fe no se adquiere investigando ni buscando para ella razonamientos científicos o filosóficos sino por medio del testimonio de vida y de la palabra, “fides ex auditu”, abriendo los ojos del corazón al Jesús que pasa. La fe lo mismo que el amor se contagia. Porque la fe, al fin y al cabo, como la define el teólogo Karl Barth, es fiarse, es confiar en otro. Nos empeñamos en querer probar la fe con argumentos: “Demuéstrame que hay Dios”, nos dice a veces alguien. “Pero si te lo demuestro (podríamos argumentarle) ya no necesitas la fe...”. Y por eso hay tan poca fe. Jesús no valora el argumento, aunque tampoco lo rechace, como sucedió con la mujer canana, vale también, valora sobre todo la humildad, la sencillez pues a quien el mundo juzga necio a menudo es capaz de confundir a quienes se juzgan sabios. Cuando murió Pascal, en 1662, el criado encontró, cosido al forro de la levita, un papel fechado la noche del 23 de noviembre de 1654, siete años antes. Empezaba con la palabra: Fuego, y una cita del libro del Éxodo, (3,6) y del evangelio de San Mateo, (22, 32), sobre la zarza ardiendo: “Dios de vivos no de muertos. El Dios de Abrahán -decía- no tiene nada que ver con el de Aristóteles. El Dios de Jesús no se parece en nada al de los teólogos ya que la fe en el verdadero Dios, lo más importante para el hombre, no se le concede gratuitamente, es preciso buscar a Dios con ahínco, sacrificio y de verdad, un poco al margen del sistema racional. El punto de partida es, pues, el sacrificio”. Y concluía con aquellas palabras del salmo 119: “No olvidaré tus palabras. Amén”. ¿Qué es lo que le había sucedido a Pascal aquella noche de noviembre? Dicen los biógrafos que posiblemente sufrió una crisis religiosa en la que vio también a Jesús pasar de largo por el camino, como el ciego del Evangelio. Pero aunque Pascal era físico y matemático, sin embargo reconoce que es el corazón el que nos lleva a Dios, como afirma en uno de sus Pensamientos: “El corazón tiene razones que la razón desconoce. Hay cosas que se sienten con más facilidad que se ven: un golpe de intuición ve a menudo más que un buen razonamiento. Creyendo en Dios nada se pierde y en cambio creyendo en él se puede ganar todo. Entonces ¿cuál es el camino para llegar a Dios? Pues el de reconocernos ciegos y pedir al Jesús que camina, no hacia el Tabor sino hacia Jerusalén, que nos abra los ojos. Querer creer es ya empezar a tener fe. Como Moisés, Pascal vio al Dios de la zarza ardiendo y perdió la visión, pero la recuperó su corazón, en una lucha a muerte con la duda, él quiere creer: “Si creo es porque quiero que exista”.

Su drama es un drama de fe. Palacio Valdés, en su novela titulada precisamente “La fe”, narra las dudas, amarguras y desventuras del P. Gil, acusado, detenido y condenado injustamente. Será a través de ese mismo sufrimiento y el desprecio lo que hará volver de nuevo a encontrar a Dios, empezar de nuevo a ver al Jesús que pasa a su lado por el camino... La fe es la luz, pero no una fe ciega como la que practican algunos cristianos, “fe de carbonero”.  La fe es ciega cuando razona, mejor dicho cuando no sabe dialogar, y sólo sabe discutir. No admite las razones del otro que a veces no son razones sino posturas un tanto irracionales a priori, tomadas en un momento crucial de la vida que lo han marcado para siempre. Una fe así es la que tienen los fundamentalistas, los reaccionarios y sectarios. Pero también se puede dar la razón ciega, la de aquellos que piensan que son los dueños de la verdad, que ésta les pertenece por derecho propio y que es la razón el único e insustituible camino del conocimiento, sin pararse a pensar que la verdad que ellos proclaman anda también por los senderos de la fe, de la intuición, del amor y hasta del desamor, del dolor y de la sinrazón.  M. Kant, uno de los más grandes filósofos, tuvo que abrir una puerta en su revolucionario y magistral sistema de la Crítica de la Razón pura para dar paso a Dios y a la fe (alma, libertad y amor).

No pretendáis que un enamorado os razone por qué se comporta de este o de aquel modo, sus razones pocos las entenderían. No pretendáis que Teresa de Calcuta os razone por qué ha dado su vida por los más pobres entre los pobres, por los enfermos y marginados de la India a cambio de nada aquí en la tierra, o acaso a cambio de todo, prescindiendo de que luego le concedan el Premio Nobel de la paz. Todavía llegan a este domingo los ecos del Domingo Mundial de la Misiones… Tenía razón el autor de Gárgoris y Habidis, Fernando Sánchez Dragó, cuando, en una carta sobre esta legión desconocida de héroes, escribía:
“Quiero partir una lanza por las misiones... cuyos adelantados se limitan a ayudar al prójimo en zonas de dolor, de miseria, de enfermedad, de hambre y de consunción. No venden, ofrecen. No predican, explican.  No juegan, se la juegan. No explotan, siembran.  No cobran, pagan. No asustan, consuelan. Si yo fuera rey de un país desarrollado haría cerrar y cegar los despachos de los Organismos de las Naciones Unidas que sólo sirven para financiar la opípara sopa boba de sus paniaguados, y entregar las sumas a los misioneros para que las distribuyeran entre los de abajo. Lo demás es perderse en laberintos. Sé lo que digo. Trabajé en la FAO, que Dios confunda.  El día del Domund depositaré mi óbolo en las huchas de la calle.  Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar y no con los brahamines que ofician su liturgia de descuideros en la cueva de Alí Babá de las Naciones Unidas”.

Es un testimonio que denuncia y acusa duramente ciertas campañas hipócritas a pesar de que alardean de humanitarias. La fe puede ser ciega, pero también la razón puede ser ciega, y el amor suele ser ciego, incluso el amor de Dios ¿por qué no?.. ¿Cuál será la luz que nos ilumine? Los tres pueden convertirse en luz con tal de adoptar la postura del ciego Bartimeo: reconocerse ciego. “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Sin embargo reconocer que puedo no tener razón. Entonces brotará espontáneamente del fondo del alma la oración: “¡Que yo vea!” y el milagro. Recuerdo a este respecto un párrafo escrito por un anónimo inglés del s. XIV en un hermoso libro titulado: “La nube del no saber”. Dice así: “Prefiero dar de lado a todo aquello de lo cual no pueda hacerme una idea y tener como objeto de mi amor a Aquel del que me es imposible hacerme una idea, porque puede ser amado pero no pensado”.

Estamos demasiado obsesionados con las ciencias eclesiásticas: estudiar teología, saber razonar la fe ante todo y sobre todo, formar a nuestros cristianos en los dogmas tradicionales. No está mal, pero Jesús ni fue filósofo, ni sociólogo, ni profesor, ni científico ni siquiera teólogo. Él se esforzaba, trataba de hablar al corazón de las gentes más que a la cabeza, exigía fe, pedía a sus seguidores confiar en Él a tumba abierta, a sepulcro vacío. No trata de argumentar para que se crea en Él, sólo pregunta ¿tú crees? ¿Qué teología podría saber el ciego Bartimeo? Ninguna. Y sin embargo su fe lo curó. Una gran lección para tener en cuenta en estos tiempos en los que de nuevo la preocupación por la formación teología y bíblica nos está inquietando a todos.

Acaso esta misma homilía adolezca un tanto de eso, en cambio posiblemente estemos abandonando un poco el evangelio a secas, el evangelio puro y duro, leído y asimilado sin más. Y sin embargo, por las páginas del Evangelio, camino de Jerusalén, Jesús sigue pasando día tras día, mientras nosotros estamos al borde del camino no pidiéndole luz, sino mendigos de palabras que convenzan, encendiendo lámparas bajo el celemín de la razón para buscar argumentos que refrenden nuestra fe.
Jmf.


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