DOMINGO VII.-
24-II-2019 (Lc. 6, 27-38) C
Para salvar al mundo, para liberar
al hombre del odio en el que está envuelto algo habrá que hacer, pero algo
extraordinario y subversivo. El Evangelio nos da alguna pista: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los
que os odian, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os injurian…”.
Amar, hacer el bien, bendecir y orar... cuatro
hermosos verbos para iniciar un programa revolucionario de acción contra el
odio.
No es lo mismo enemigo que adversario.
En el juego hay adversario, v.g. en
el boxeo, pero pueden ser a la vez amigos. La enemistad produce odio, y
viceversa. Es fácil dejarse arrastrar por ese odio, a veces hasta farisaico,
como cuando dice Británico, el hijo
de Claudio y de Agripina en la obra homónima de Jean Racine: “Abrazo a mi
enemigo pero para ahogarlo”. Enemigo
es aquel que nos odia y pretende hacernos un daño grave. Contrincante es aquel
con quien competimos deportiva y sanamente. No es difícil pasarse de un campo
al otro, de ahí la importancia de educarnos desde niños para saber competir sin
abrigar rencor, ni odio ni afán de venganza, saber reconocer incluso la
victoria del contrario y acatarla deportivamente.
Se ha explicado muchas veces en qué
consiste ser cristiano. Para muchos es aquel que se bautiza, se casa, va a
misa, comulga por Pascua y se entierra por la Iglesia. Pero Jesús va mucho más
allá de los ritos y de las ceremonias y llega al corazón. Para Él un cristiano
es aquel que es capaz de vivir sin hacer daño, amando a todo el mundo, más aún,
es aquel que es capaz de hacer bien a quien le hace daño. Un amor así, capaz de
amar hasta a los mismos enemigos, sin duda es un amor que debe de tener un
componente muy alto de divinidad. Se puede decir incluso que quien entra en ese
círculo de amor no se puede decir de él que tenga enemigos, porque enemigos
sólo son aquellos a quienes nosotros odiamos.
Cuenta el P. Giecquel en su vida de san
Vicente de Paúl que cuando el santo estaba muy próximo a la muerte, después
de haberle sido administrada la Unción de enfermos el P. Juan D´Orgny le hizo las preguntas rituales, es decir, si creía
en Dios, si perdonaba a todos, etc. a lo que el santo respondió como es lógico
afirmativamente. Pero cuando le preguntó: “¿Perdonáis
así mismo a todos los que os hayan ofendido?”, el santo, hizo un gran
esfuerzo para incorporarse y abriendo unos ojos como platos respondió: “A mí nadie me ha ofendido jamás”. De
ese modo juzgaba él los actos del prójimo, nunca había considerado nada
ofensivo a su persona.
Hoy este lenguaje no se entiende muy
bien porque hoy todo nos habla de odio y de violencia. ¡Cuántos se consideran
ofendidos...! Incluso entre cristianos,
tal parece que nos hemos vuelto paganos en nuestro modo de pensar y de actuar.
Entre los judíos existían unas leyes
que legalizaban la violencia y la venganza. Poco a poco las leyes se endurecieron
más y más hasta caer en aberraciones como las que cita Streetter en uno de sus trabajos: Un judío del año 150 d. C.
declaraba que sólo los judíos merecían el calificativo de hombres, a los demás
habría que llamarlos más propiamente “ganado”.
En otro lugar dice: “Si un no judío cae
en una fosa no lo saques. Si se trata de un cristiano que está a punto de caer
empújalo para que caiga. Y si hay una escalera dentro procura sacarla para que
no pueda salir por ella. Finalmente si tienes una losa a mano tapa el pozo para
que perezca dentro”.
No se entiende muy bien este odio
simplemente por el hecho de no ser de la propia raza o fe y que encontramos no
sólo en los judíos, (ellos sufrieron luego de rechazo lo que habían predicado),
sino en todas aquellas ideologías fundamentalistas sean de tipo ideológico,
filosófico, religioso, político o racial. No tendría por lo tanto que
extrañarnos que una de las normas que aún mantienen viva estos pueblos, llamados
“del Libro”, sea la ley del talión, tal por tal: “Ojo
por ojo, diente por diente…”. Lo estamos viendo cada día entre judíos y
árabes... A esto Jesús se opone hoy
frontalmente y sin concesión alguna.
En san Lucas faltan las palabras que recoge san Mateo: “Se dijo a los
antiguos: odiarás a tu enemigo…”, y faltan acaso porque, a pesar del
ambiente de odio por parte de judíos y en contra de ellos en ciertas épocas de
la historia, este sentimiento de perdón debía de estar en la tradición popular
más vivo y enraizado de lo que pensamos. Porque a pesar de la cita evangélica,
no encontramos escrito en ningún lugar del A. T. ese texto de “odiarás a tu enemigo…”, ni siquiera en
el célebre pasaje del Libro II de Samuel
cuando Joab echa en cara a David el que se aflija por la muerte de
su hijo y enemigo Absalón al que el
propio Joab remató de un lanzazo
cuando colgaba de una encina por la cabellera (19, 6). En presencia del rey le
recrimina: “Amas a los que te aborrecen y
odias a los que te aman…, estás haciendo que todo el ejército se vuelva contra
ti…”.
Jesús vino al mundo
a enseñarnos a amar, pero amar de otra manera. Amando se transforma el mundo.
Odiar al enemigo sólo nos reportará amargura y tristeza. Por más que se diga
que “la venganza es dulce”, no es verdad.
El odio nos perjudica enormemente, llena nuestro corazón de inquietud y hiel
¿qué peor verdugo puede tener un hombre que su propia sed de venganza?
Para amar al enemigo primero hay que
procurar olvidar. No tienen sentido aquellas palabras que estaban escritas
junto a la maqueta del Cuartel de
Simancas de Gijón: “Perdonamos pro no
olvidamos”. Tener presente las injurias es ya una forma solapada de odiar.
Discutían entre sí dos
supervivientes de la guerra pasada. Los dos habían estado en la cárcel y los
dos habían sufrido torturas y vejaciones sin cuento. Al final uno de ellos
dijo:
-Pues
mira, yo lo he olvidado todo.
-Yo no, respondió
airadamente el otro, yo no podré olvidar
jamás aquellos años de prisión ni a aquellos carceleros.
Entonces su interlocutor le dijo:
-Perdona lo que te voy a decir, pero ¡mira! si no has sido
capaz de olvidar después de tantos años..., tú aún sigues en la cárcel.
Tenía razón, porque la peor cárcel
es el odio y el rencor, y ellos son nuestros más crueles carceleros y verdugos.
Dios nos da en este punto un alto ejemplo. Cuenta una leyenda que una vez un
hombre había cometido un gran pecado y pedía perdón al cielo, pero dudaba de
que Dios lo perdonara. -“Oh Señor,
sollozaba, ¿serás capaz un día de
olvidarte de mi culpa?”. En esto oyó una voz del cielo que decía: -“¿De qué culpa me hablas?”.
Si Dios no se acuerda de nuestras
ofensas ¿por qué queremos nosotros recordárselas… y por qué no olvidarnos
también no sólo de ellas sino de las que nos han hecho a nosotros los demás?
Habría que aprender a rezar también aquello de “olvídate de nuestras deudas como nosotros olvidamos las de los demás”.
Dice en su Vida de Cristo Papini al
hablar del amor a los enemigos: “El
hombre, tal como sale de la naturaleza, no piensa más que en sí mismo…, con
indecible esfuerzo consigue amar por algún tiempo a su esposa y a sus hijos…,
soporta a sus cómplices… de guerra y de asesinato. Puede amar raramente de
verdad a un amigo, más fácilmente puede odiar a quien le ama que amar a quien
le odia… Por eso Jesús manda amar al enemigo, para rehacer al hombre de arriba
a abajo, para crear un hombre nuevo… Hasta ahora el hombre se amaba a sí mismo
y odiaba a quien le odiaba… el futuro habitante del Reino debe odiarse a sí
mismo y amar a quien le odia… ¿Qué derecho tenemos para odiar si también
nosotros somos enemigos de otros, cayendo en la misma culpa que ellos? Nuestro
enemigo no necesita odio, lo que necesita es amor y precisamente amor del
nuestro…”.
De todo lo cual se deduce que
debemos amar y amar intensamente a todo el mundo, sin distinción. Los primeros
cristianos que fueron perseguidos, torturados, masacrados y odiados si medida
supieron devolver bien por mal. Fue la forma como en dos siglos transformaron
todo el Imperio Romano y lo cristianizaron. Es el mismo camino que han tratado
de seguir, Mahama Gandhi, Martín Lutero King, Oscar Romero, el P. Ellacuría, y tantos y tantos mártires cristianos.
Uno de los peores males es tener
enemigos, quien los tiene pudiendo no tenerlos es un loco. Sólo hay una persona
a la que podríamos odiar, según el evangelio, y no se trata precisamente del
demonio, no, es una persona que está mucho más cerca y nos hace tanto daño como
el mismo diablo, somos nosotros mismos: “El
que quiera venir conmigo, niéguese a sí
mismo…”. Uno de los mayores enemigos, pues, del alma es nuestra
propia carne. A los demás enemigos personales la forma de combatirlos y de
acabar con ellos es amarlos; la misma muerte, el peor de nuestros enemigos,
sólo se vence amándola, siendo de ese modo generosos hasta lo inverosímil. A
nuestra carne es precisamente odiándola, luchando contra ella.
No lo dijo un cualquiera, lo dijo el
mismo Cristo, que además nos dio un alto ejemplo con su vida y sobre todo con
su muerte, esa ofrenda de dolor sin límites. Él fue capaz de disculpar a sus
verdugos ante Dios en medio del martirio más cruel: “Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen…”. Pues procuremos
imitarlo. De eso tampoco nos arrepentiremos nunca. Jmf