DOMINGO VIII. 3-III-2019 ( Lc. 6, 39-45)
Hoy nos habla el Evangelio de un achaque o deficiencia corporal que era muy común en
Palestina en tiempos de Jesús, acaso
debido al clima: la ceguera.
Precisamente por ser tan común en dicha región, la Biblia echa mano de ella con
frecuencia para explicar gráficamente diversas enseñanzas, de modo que
posiblemente se podría escribir todo un tratado de teología tomando la ceguera como punto de referencia.
En la Biblia se la suele considerar como castigo divino del pecado.
Así en el Génesis, cuando Lot recibe en Sodoma a dos ángeles y
los hospeda en su casa, al ver los sodomitas su hermosura le pidieron a Lot que se los entregara para abusar de
ellos (y aquí se bautizó como sodomía la homosexualidad). Lot se esfuerza en convencerlos de que desistan de su propósito
llegando incluso a ofrecerles a su propia hija. Ellos insisten en hacer salir a
los jóvenes. Ante el peligro que corre Lot
los ángeles lo defienden, y extienden sus brazos dejando ciegos a aquellos
sodomitas. Es entonces cuando Dios aconseja a Lot que abandone la ciudad con su familia y que huya sin volver la
vista atrás. La mujer de Lot
desobedece la orden y al volver la cabeza para ver la ciudad queda convertida
en una estatua de sal (19, 1-29).
Algo parecido cuentan los Hechos de los Apóstoles que sucedió a Pablo y Bernabé en su primer viaje a Chipre. Al pasar por Pafos el
procónsul de la isla tenía gran interés en escucharlos, pero un mago llamado Elimias trata de hacerle desistir.
Entonces Pablo, lleno de Espíritu
Santo, puso en él los ojos al tiempo que decía: “Hijo del diablo, he aquí la mano del Señor contra ti..., quédate ciego.
Y la ceguera se apoderó de sus ojos. Y andando a tientas buscaba a alguien que
le alargara la mano (13, 6).
Por el contrario, la buena conducta es causa de curación de la
ceguera. Un ejemplo nos lo da Tobías,
varón ejemplar que quedó ciego mientras dormía bajo un nido de golondrinas.
Viejo ya, recobra la vista cuando su hijo, acompañado del arcángel san Rafael, regresa de un largo viaje y
le unta los ojos con la hiel de un pez que agarró cuando se bañaba en el río
Tigris. De ese modo le recompensaba Dios las obras de misericordia que había
hecho (11, 1 y s.). Son muchos los casos de curación de cegueras que tuvieron
lugar con motivo de algunas apariciones, como el primer milagro en Lourdes.
Que los ciegos recobren la vista es también una señal de que el Reino
de Dios está cerca. Cuando Juan
envía una embajada a Jesús preguntándole
si es Él es el Mesías o tienen que esperar a otro Cristo les contesta: Decid a Juan: los ciegos ven...”
(Mt. 11, 5). Jesús relaciona la
ceguera con la fe de modo que cuando cura a un ciego al mismo tiempo lo examina
de dicha virtud. Así hizo con el ciego Bartimeo,
o con el ciego de nacimiento... Estamos en una época de ceguera colectiva, en
plenos carnavales cuyas máscaras ni dejan ver quién es el otro ni dejan que nos
veamos a nosotros mismos, la cuestión es atolondrarse. Precisamente la Cuaresma
debería ser el tiempo de quitarnos la máscara y vernos tal cual somos a la luz
de la gracia y con los ojos de la fe, a no ser que queramos vivir bajo el
disfraz del pecado toda la vida.
El Dr. Frankestein había
fabricado un monstruo en el desván de su casa hecho con restos humanos sacados
de cementerios. Aquel ser carecía de alma. Mata al amigo, al hermano y a la
esposa del doctor. Éste lo persigue pero incluso termina siendo víctima del
monstruo que no muere, sólo desaparece. Así es nuestro pasado. Un monstruo
fabricado con pecados y faltas que es preciso matar, si no queremos sucumbir
también como víctimas suyas.
Para ver, antes de decidirnos a sacar la mota del ojo del vecino, es
necesario arrancar la viga del nuestro. “No
hay peor ciego que el que no quiere ver”, dice el refrán. Y aunque es
cierto que en la vida muchas cosas son difíciles de explicar, lo serán mucho
más si nos ciega la pasión, si carecemos de la luz de la fe, aunque en el fondo
un corazón entregado a Dios y a los demás camina siempre en esa misma
dirección.
En 1989 vio la luz una novela de Umberto
Eco titulada “El péndulo de Foucault”.
Es de difícil lectura y de más difícil comprensión. De todas formas la idea
central nos puede ayudar a entender mejor lo que venimos explicando. El corazón
del hombre es como un péndulo y el péndulo tiene una ley: que “abandonado a sí mismo, oscila siempre en un
plano vertical fijo con referencia al sistema de referencia inercial”, de
modo que aunque la tierra gire el péndulo sigue inalterable en la misma
dirección. Lo mismo sucede con el corazón del hombre cuando está entregado a
Dios, por muchas vueltas que dé el mundo él siempre oscilará apuntando a su
último fin.
Necesitamos abrir los ojos de la fe para tratar de entender nuestro
entorno. Tiene Leibniz un librito, “Sobre el conocimiento y verdad de las
ideas” en el que echa mano de algunas comparaciones muy gráficas para que comprendamos
lo que nos es difícil entender. Por ejemplo, si nos hablan de un kilógono, es decir de un polígono de mil
lados, no es posible imaginarlo. Tampoco necesito tener en mi mente su imagen,
me basta saber que existe y que puedo operar con sus medidas. Pues lo mismo
sucede con la fe. No nos descubre ni nos describe las realidades de la otra
vida pero nos enseña a operar con ellas y a caminar hacia Dios.
Los orientales hablan de un “tercer ojo” que les permite ver cosas
que los demás hombres ignoran, tales
como el halo de la gente, la bondad y la maldad de las personas. La fe es un
tercer ojo. Habrá quien vea visiones, la verdadera fe nos enseña a ser
ecuánimes y objetivos.
Con tal fin Jesús nos da
una norma para descubrir si esa fe es verdadera: “Por los frutos la conoceréis. Un árbol malo no da frutos buenos ni el
bueno malos...”. Cuando dudamos de
si esta persona o aquella es buena o mala bastaría someterla a este ligero
análisis: qué frutos da, cuáles son sus obras, es decir, dejar hablar al
lenguaje de los hechos ¿Hace feliz a los que le rodean, o a su lado la vida es
un infierno? Recuerdo con este motivo lo que decía un siquiatra a propósito de
una respuesta que daban los matrimonios al por qué se querían divorciar: Es que mi pareja no me hace feliz,
repiten una y otra vez. Esta respuesta es ya causa suficiente para culpar a
quien la dice. Muy pocas eran las que respondían: Me divorcio debido a que me fue imposible hacer feliz a mi pareja...
Estamos en el umbral de este tiempo cuaresmal de penitencia y oración.
Medio mundo está obsesionado en resucitar viejas costumbres recuperando los
ritos del pasado. A ver quién se anima a rescatar una costumbre verdaderamente
antigua y popular como es la de confesar y comulgar por Pascua. ¿No será que en
vez de viejos ritos lo que importa es la folixia,
la astracanada, comparsas, chirigotas y la simple y ciega evasión? Pues que no
nos engañen.
Nosotros los cristianos debemos, no poner, sino quitar la máscara del
pecado y de la hipocresía que llevamos todo el año y vestirnos con la túnica de
la verdad y de la sinceridad. Debemos destruir ese monstruo que hemos fabricado
en el taller del corazón y que llevamos escondido en el desván de la memoria.
En los cursillos de cristiandad se acostumbraba a contar una historieta que
viene muy al caso no sé si inspirada en
el libro: “Un cocodrilo debajo de
la cama” de la escritora Mercer
Mayer no lo sé. La historia cuenta que cierto enfermo acudió a la consulta
de un psiquiatra: Doctor, es que tengo un
cocodrilo debajo de la cama. El médico lo miró entre sonriente y escéptico
y sin decirle más le recetó unas cápsulas. Regresó al poco tiempo su paciente
insistiendo: Doctor, lo que me dio no me
ha servido de nada, el cocodrilo sigue allí. Lo miró el doctor más escéptico aún y redobló
la medicación que le había dado contra las alucinaciones. Pasaron varios meses.
Un día el médico acertó a pasar frente a la casa de su paciente y se acercó a
preguntar: ¿No vive aquí fulano de tal? Vivía,
contestó el portero, se lo comió un
cocodrilo que tenía al parecer debajo de la cama.
Pues bien, ese supuesto cocodrilo pueden ser nuestros pecados, puede
ser nuestro pasado si lo dejamos debajo de la cama, o sea si no reconocemos su
existencia y luego si no le pedimos perdón a Dios. En la obra teatral de Oscar Wilde titulada “El marido ideal” se cuenta la historia
de un inglés intachable que había tenido un pasado turbulento que nadie conocía
excepto una mujer que le amenazaba con descubrirlo si no le prestaba cierta
ayuda. La obra termina con una hermosa frase: “Cuántos hombres serían felices si vieran reducirse a cenizas su
pasado”.
Eso es lo que pretenden estos días de Cuaresma, abrirnos los ojos a la
gracia, matar el hombre viejo y las consecuencias de nuestra mala vida que
llevamos a cuestas, iluminar el camino de la Pascua llevando el alma repleta de
alegría y de gracia. La Cuaresma es un tiempo ideal, puesto aquí a propósito
para abrirnos los ojos, si es que estamos ciegos, para hacer oír si estamos
sordos y sobre todo para que por medio de la oración, el ayuno y la limosna
demos frutos de verdadera santidad. Es lo que nos pide hoy Jesús. Jmf.
1 comentario:
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