DOMINGO V DE PASCUA.-19-V-2019 (Jn.
13, 31-33 a .
34-35) C
Se dice que la energía cada
vez escasea más. Pero si lo pensamos bien no es cierto puesto que estamos
rodeados de grandes fuentes de energía, todo el firmamento es una llamarada de
fuego calor y luz, en él se contienen cantidades
ingentes de energía: por ejemplo la del sol que alimenta el mundo, que da vida
a las plantas, al hombre..., y sin embargo la mayor parte de este calor se
pierde en el espacio vacío. La energía del átomo, ese sol en miniatura, fuente
inmensa aún sin explotar en el sentido propio del término ya que hoy por hoy
aún es conflictivo su aprovechamiento. Su uso levanta grandes controversias
como si el hombre tratara de repetir de nuevo el mito de Edipo: de no querer nada con su padre el átomo, para vivir
matrimoniado con su ecológica madre la Naturaleza. Pues
bien a pesar de todo escasea la energía…
Pero más grave aún que esa
falta de energía material es la falta
de la energía espiritual, la falta de
ese amor de tanto amor en tantos corazones que aman y que sería capaz de
transformar el mundo. Si Dios permite que haya enfermos debe de ser para que tú
y yo podamos ejercer con ellos la libertad de ir a verlos y ayudarlos. Los
hombres han tratado de practicar la convivencia pero sin hacer sitio, sin dejar
sitio al amor. Nos morimos de soledad entre la gente; nos morimos de frío
espiritual en medio de un mar de amor. ¿Qué pasaría si todos los hombres nos
pusiéramos a querernos de verdad usando ese amor que llevamos dentro, a
fraternizar de verdad, a vivir la caridad a fondo, a explotar todo el amor que
Dios puso en nuestras manos? Sería la revolución social jamás soñada y nunca
vista, pues habría trabajo y bienes en abundancia para todos, pero sobre todo
habría verdadera paz, auténtica solidaridad y plena libertad en el mundo. Como
no haya más fraternidad lo mismo da que suban los sueldos, acorten las horas de
trabajo o se multipliquen los puestos de trabajo… el hombre seguirá eternamente
insatisfecho, porque la solución al problema laboral no está tanto en acortar
el tiempo y aumentar los puestos y el salario cuanto en ensanchar el amor y la
generosidad y recortar el egoísmo y la insolidaridad.
Nos parecemos a los tripulantes
del aquel barco que lanzaban angustiosas señales de socorro porque se morían de
sed y, ya sabemos, el agua de mar no es apta para saciar la sed. Hasta que un barco
los informó de que estaban navegando en un mar de aguas dulces la desembocadura
del Amazonas.
Con amor se solucionaría
todo, o casi todo, con tal de que se tratara de verdadero amor, un amor que no
perdiera nunca de vista al prójimo. Cuando dejamos de ver al prójimo o “no
podemos verlo”, en el peor sentido de la palabra, ¡malo! entonces el amor ya no
vale para nada, y aunque se le llame amor es otra cosa. Decía Albert Camus: “Es imposible llegar a ser feliz a solas”. De Gabriel Marcel son
estas palabras: “No hay más que un
sufrimiento: estar solo. Nada está perdido para quien vive una auténtica y
verdadera amistad. Todo está perdido para el que está solo”. Finalmente Aristóteles aseguraba que: “La amistad es lo más imprescindible, lo más
necesario en la vida”. Si a estos testimonios añadimos todo lo que sobre el
amor dice la Biblia llegamos a la conclusión de que no hay palabra más grande
ni más santa ni más necesaria que la palabra amor, pero no sólo la palabra sino sobre todo y ante todo sus
obras.
Por eso debemos hablar una
vez más de amor, de amor al prójimo, un amor que cuanto más piensa uno en él
más se da cuenta de que está por estrenar. Suelen hacer a menudo encuestas
sobre el grado de cristianización de una comunidad. Para ello se pone como
punto de referencia el cumplimiento pascual,
cuantos van a misa los domingos y
festivos, cuantos reciben los sacramentos,
o asisten a cursillos, o conocen las verdades fundamentales de la religión,
etc. No cabe duda de que todas esas referencias son un baremo para valorar la
religiosidad de un pueblo; pero si nos quedamos en eso es que hemos olvidado
que el creyente tiene una medida mucho más fiel para valorar su cristianismo:
es el grado de amor que tiene al prójimo. Si fuera posible fabricar un
instrumento para medir nuestro cristianismo habría que llamarle el “amorómetro”. Todo lo demás es
andamiaje.
Y amar al prójimo no es sólo
no causar daño, ni siquiera hacer el bien, ni incluso hacer bien a quien te
hace daño, que ya es un alto grado de amor, sino que Jesús nos habla de algo diferente, de un mandamiento nuevo. Porque
en el Antiguo Testamento nos encontramos con muchos mandamientos: no robar, no matar, no mentir, no adulterar,
no hacer daño a nadie, incluso hasta podemos encontrarnos con el
mandamiento del amor al prójimo (Lev.
19, 18), pero enseguida nos percatamos de que se está refiriendo a una práctica
que se debe ejercitar únicamente con aquellos que son de su raza, tribu o religión, excluyendo a los demás.
En el Nuevo Testamento queda
lejos todo esto pues Jesús nos pide
un paso más: “Amarnos unos a otros como Él nos ha amado”. “Unos a otros como Él nos amó…”. Dice a este
propósito San Agustín: “Tú das pan al que tiene hambre, pero mejor
sería que no tuviera hambre ninguno para que no tuvieras que dárselo a nadie.
Tú, vistes al desnudo… pero ¡ojalá todos estuvieran vestidos…! Todos estos
servicios, en efecto, responden a necesidades. ¡Haz que no existan los
desafortunados! Esto sí que sería una gran obra de misericordia. ¿Se
extinguiría entonces la caridad? No. Porque el amor con que amas a un hombre
feliz al que ya no puedes hacerle ningún favor pues no necesita de ti para
nada, es más auténtico, es más puro y más sincero. Porque si haces un favor a
un desgraciado acaso en el fondo buscas elevarte ante sus ojos deseando que él
se quede por debajo de ti. Te has aprovechado de él para tener la ocasión de
lucirte haciendo el bien. No. Lo que tienes que hacer es desear que sea en
primer lugar igual a ti, ¡igual que tú! Y entonces juntos estaréis sometidos a
Aquel a quien nadie puede hacer ningún favor” (Coment. a la carta I de san Juan).
Amar no es ayudar al otro, amar no es dar, es
darse. “Amar, en palabras del escritor francés J. Chardonne, y autor de historias
como El Epitalamio (1921) novela
sobre la pareja que no deja a nadie indiferente, solía decir que “amar
es mucho más que amar”. Jesús no nos recomendó “Ayudaos unos a otros”, sino “¡amaos!”.
Esto es una novedad. Cuando una firma comercial lanza un producto nuevo, o un
buen libro sale por primera vez al mercado, suelen poner bien visible el rótulo
de ¡Novedad!.
“Amaos los unos a los otros” es una
novedad en la Historia de los hombres. Esa fue la razón de que se expandiera el
cristianismo con tanta eficacia y rapidez en los primeros tiempos, y ese el
comentario de los paganos al conocer a los cristianos: “mirad cómo se aman…”.
Amar es esperar, es confiar
en el otro, no para juzgarlo sino para tratar de no defraudarlo. Si lo juzgamos
ya lo estamos humillando, nos levantamos por encima de él. Amar es ponerse de
su parte, a su lado, igualándote con él, confraternizando con él, liberándote
con él, no de él, solidarizándote con
él. Ya sé que eso es casi imposible, se necesita un esfuerzo sobrehumano, es
decir, divino. Pero eso es amor, amor de Dios.
Amar a quienes no piensan ni
creen como yo, a quienes considero equivocados, a los que me están haciendo
daño.
Hoy Jesús no nos habla ni del amor
al enemigo ni del amor al prójimo
ni del amor fraterno sino de algo
nuevo, del amor mutuo, es decir, hacer que los demás participen también en el
amor, enseñar a amar, ya que el conformarse con amar yo únicamente a los demás
sería poco cristiano. Y este es el santo y seña del amor cristiano. “En esto conocerán que sois mis discípulos (es decir, que sois cristianos): en que os amáis mutuamente”.
Fue la última voluntad de Jesús, un condenado a muerte. Y la última voluntad
debe cumplirse. Decía Tierno Galván: “La fe positiva, clara y abierta produce
actitudes generosas; la otra me niego a admitir que sea fe”. Y eso que él
era agnóstico. “Unos a otros”. Nadie se puede salvar solo, lo
mismo que a nadie se le ocurre correr la Vuelta a España en solitario ni jugar
él solo un partido de fútbol. Necesita de un equipo, necesita de los demás que
le apoyen. Es una idea que tenía muy clara otro escritor francés, católico por
más señas, que fue Charles Peguy: “Tenemos
que salvarnos juntos. Tenemos que llegar juntos al buen Dios. No debemos nunca
ir en busca de Dios los unos sin los otros. Es preciso que volvamos todos
juntos a la casa de nuestro Padre. Hay que pensar también un poco en los demás
¿Qué nos diría Él si llegáramos los unos sin los otros?”.
“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva” es lo que
nos profetiza el Apocalipsis (21,
l ). Sólo el día que un grupo de cristianos pusiera en
circulación estos valores del amor a los demás, “como Dios nos ha amado” solamente
entonces se daría cumplimiento cabal a la profética promesa de san Juan. Y la tierra se convertiría
otra vez en aquel Paraíso Terrenal que Dios creó en los comienzos de la
Humanidad con el fin de hacer feliz al hombre “así en la tierra como en el cielo, no sólo en la otra vida sino
también en este mundo. Jmf
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