viernes, 24 de mayo de 2019


DOMINGO VI DE PASCUA.- 26-V-2019 (Jn. 14. 23-29) C

Cada día el mundo de la ciencia avanza más, descubre más cosas sobre el Cosmos, sobre el átomo, sobre la naturaleza, sobre el hombre... Pero cada día sabemos menos cómo ser felices, y dicen que nos acercamos más irremisiblemente a la destrucción del planeta. Sabemos muchas cosas acerca del mundo material que nos rodea; la ciencia se vanagloría de haber domesticado las fuerzas naturales. En cambio el hombre aún no ha podido domesticar su egoísmo, ni librarse del dolor, de la angustia, de la desesperación, de la pobreza, del hambre y la tristeza. ¿Cuál puede ser la razón? Hay muchas causas, una de ellas acaso es porque toda la investigación se dirige más a ver cómo hacer la guerra de manera más rápida y eficaz, cómo producir y enriquecerse más aprisa, no importa a costa de qué, en vez de preocuparnos cómo lograr la paz mejor y para todos; la imposible paz que incluso cuando llega se la anuncia también en son de guerra, como en aquella famosa novela de José Mª Gironella: “Ha estallado la paz”, o el conocido adagio latino: “si vis pacem para bellum” “si quieres la paz prepara la guerra”.

Jibral Jalil Jibrán cuenta en su libro El Vagabundo que una vez estaban tres perros conversando. El primero decía: ¡Qué progresos hemos hecho. Poder viajar sobre el mar y bajo el agua! El segundo perro añadió: “…y ladrar tan armoniosamente, con más ritmo que nuestros antepasados!”. Otro perro intervino: “Pues a mí lo que me asombra más es ver lo bien que nos entendemos los perros”. En esto aparece el dueño trayendo en sus manos las cadenas y collares. Entonces uno de ellos gritó: “…pero ahora corred, corred por vuestras vidas, que llega la civilización”. Parece que la tiranía es ya inevitable, que aquel mundo descrito en la novela titulada “1984” de George Orwell se hace de día en día más real: Un mundo super controlado al que el protagonista Wiston Smith debe someterse plenamente. Para ese super estado la guerra ya no consistirá en la lucha de una facción contra otra sino en la lucha del grupo consigo mismo, de idéntica manera a como luchan los anticuerpos en nuestro organismo contra agentes extraños que nos dañan. De ahí las palabras que han grabado frente al Ministerio de la Verdad: “La paz es la guerra”.

El astronauta Thomas K. Matlingly que pilotó en 1972 el Apolo XVI y en 1982 la nave Columbia, comentaba a este respecto: “Es difícil tomarse en serio a sí mismo viendo el mundo desde el espacio sin barreras, ni fronteras, tal como es. Los que dirigen los destinos de la humanidad deberían tomar sus decisiones desde una plataforma espacial”.
Uno piensa que el Evangelio de hoy sería una estupenda plataforma: “Mi paz os doy pero no como la da el mundo”. A quien quiera comunicar esa paz “mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada”. La paz es la morada donde Dios habita. Es algo que sorprende esa insistencia de Jesús en querer diferenciar su paz de la paz del mundo. Y es que la paz del mundo no es auténtica, no es verdadera paz, ya que suele basarse en el terror, en el miedo, en la cobardía... Bastaría repasar los múltiples Tratados de paz que recoge la Historia. Sólo a título de ejemplo, en 1856 la Paz de París sólo sirvió para apoyar a Napoleón III, la Paz de Versalles en 1919 que puso fin a la Primera Guerra Mundial fue calificada por un historiador de “paz dura, despótica, inhumana, con semilla de odio, de maldición y de desdicha”. Y no se equivocaba, duró únicamente veinte años, porque en 1939 estalla la II Guerra Mundial una contienda mucho más cruel y dolorosa, y que finalizara en 1945 con la rendición incondicional de los vencidos.

Pero ¿se le puede llamar a eso paz? En absoluto, en primer lugar porque a la vista de lo dicho en esos tratados no se cumple la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los mansos”, condición indispensable para “poseer la tierra”, ni la séptima “los pacíficos” para ser “llamados hijos de Dios”. Esa es la razón por la que Jesús, a su vez, tanto insiste en que “no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”. Jesús dice “mi paz”. En efecto, Él pudo haber dejado después de su muerte, (por haber sido una muerte tan injusta y cruel), un reguero de odios, venganzas y revanchas en sus seguidores contra sus asesinos. Deja únicamente perdón y paz. Es verdad que corremos el riesgo de hablar de Dios en términos poéticos a base de tanta paz y de tanta poesía, inventando una nueva religión llena de deliquios y de éxtasis, de apariciones y de beatificaciones, de bodas, de primeras comuniones, de bautizos, de fiestas populares muy solemnes, con mucho adorno pero vacías de contenido, sin verdadero amor al prójimo, sin el Jesús pobre y humilde del Evangelio.

Por ejemplo, comulgar no es solamente recibir a Dios, eso es una consecuencia. Comulgar es estar a bien con los demás, es comulgar con sus ideas y proyectos, con su modo de ser aunque no nos guste, estar a bien con ellos y como consecuencia, en una palabra, tener paz. Dios se hace presente en cada uno de nosotros, realmente presente. Somos muy propensos a creer que el bueno soy yo y el malo siempre el otro, que los demás son los que están equivocados. Pero también hay que decir alguna vez, cuando en nuestras discusiones llegamos a perder la razón, saber decir: “la razón eres tú”, es decir, saber dar la razón alguna vez…”tú tienes la razón”, aprendiendo a vivir como hermanos para poder convivir en paz. Porque no hay que olvidar que las guerras a menudo empiezan entre hermanos, entre los más próximos, desde los mismos orígenes de la Biblia: Caín y Abel, Isaac e Ismael, Cam, Set y Jafet, Esaú y Jacob, la historia de José, etc.

Los primeros objetos que aparecen en las excavaciones prehistóricas no hablan de amor, suelen ser hachas de guerra, puntas de flecha, espadas de sílex, de bronce o de hierro, igual da. El primer canto que encontramos en la Biblia no es un canto de amor sino de guerra: “Caín será vengado siete veces y Lamec setenta veces siete”. Da la sensación de que ni la palabra de Dios se libra de esta peste de la guerra y del odio. Y es que desde el principio el hombre ha perdido su paz y aún no la ha encontrado… ni lleva camino de ello.

En el discurso de abertura de los Festivales de Salzburgo en 1972 decía Eugenio Ionesco: “El mundo ha perdido su rumbo. Y no por falta de ideologías orientadoras sino porque estas no llevan a ninguna parte. En la jaula de su planeta los hombres se mueven en círculo porque se han olvidado de mirar al cielo. Como sólo queremos vivir se nos hace imposible vivir. ¡Miren ustedes a su alrededor!”.

Necesitamos, como agua de Mayo, una gran reconciliación universal con la paz de Jesús basada en las bienaventuranzas, no en la tecnología, sociología o el progreso. Como dice el historiador inglés Arnold Toynbee: “Estoy convencido de que ni la ciencia ni la tecnología podrán nunca satisfacer las necesidades espirituales que todas las posibles religiones tratan de atender, por más que algunos desacrediten determinados dogmas tradicionales de las llamadas grandes Religiones. Históricamente hablando primero aparece la Religión. La ciencia nace de la Religión. La ciencia nunca ha podido suplir a la Religión ni la podrá suplir nunca. ¿Cómo llegar a una paz verdadera? Sin Religión imposible”. Pero esa paz debe empezar por cada uno de nosotros. No queda otro camino. Será el gran psicólogo Gustavo Yung quien nos lo recuerde: “Durante estos treinta años acudieron a mi laboratorio centenares de pacientes de toda raza y religión; en todos ellos no encontré más problema, en última instancia, que dar con un sentido religioso para su vida. Puedo asegurar que cada uno enfermó por haber perdido aquello que las religiones vivientes de todas las épocas han dado a sus seguidores. Y ninguno pudo curar realmente hasta no encontrar o recuperar ese sentido religioso”.

Es decir, que la paz interior o se busca en Dios y en su Hijo Jesús, o vamos listos... En la Santa Misa tratamos de hallar esta paz pidiendo perdón a Dios y a los hermanos nada más empezar. Se trata de estar en comunión con los hermanos pidiendo y dándonos la paz: “La paz sea contigo”, nos decimos antes de comulgar. Sólo de esa forma tendrá sentido la despedida final: “Podéis ir en paz”. Y con esa paz en nosotros es entonces cuando nos podremos llamar verdaderamente, según las bienaventuranzas, “hijos de Dios”.      Jmf

No hay comentarios: