DOMINGO VI DE PASCUA.- 26-V-2019
(Jn. 14. 23-29) C
Cada día el mundo de la
ciencia avanza más, descubre más cosas sobre el Cosmos, sobre el átomo, sobre
la naturaleza, sobre el hombre... Pero cada día sabemos menos cómo ser felices,
y dicen que nos acercamos más irremisiblemente a la destrucción del planeta.
Sabemos muchas cosas acerca del mundo material que nos rodea; la ciencia se
vanagloría de haber domesticado las fuerzas naturales. En cambio el hombre aún
no ha podido domesticar su egoísmo, ni librarse del dolor, de la angustia, de
la desesperación, de la pobreza, del hambre y la tristeza. ¿Cuál puede ser la
razón? Hay muchas causas, una de ellas acaso es porque toda la investigación se
dirige más a ver cómo hacer la guerra de manera más rápida y eficaz, cómo
producir y enriquecerse más aprisa, no importa a costa de qué, en vez de
preocuparnos cómo lograr la paz mejor y para todos; la imposible paz que
incluso cuando llega se la anuncia también en son de guerra, como en aquella
famosa novela de José Mª Gironella: “Ha estallado la paz”, o el conocido
adagio latino: “si vis pacem para bellum”
“si quieres la paz prepara la guerra”.
Jibral Jalil Jibrán cuenta en su libro El
Vagabundo que una vez estaban tres perros conversando. El primero decía: ¡Qué progresos hemos hecho. Poder viajar
sobre el mar y bajo el agua! El segundo perro añadió: “…y ladrar tan armoniosamente, con más ritmo que nuestros antepasados!”.
Otro perro intervino: “Pues a mí lo que
me asombra más es ver lo bien que nos entendemos los perros”. En esto
aparece el dueño trayendo en sus manos las cadenas y collares. Entonces uno de
ellos gritó: “…pero ahora corred, corred
por vuestras vidas, que llega la civilización”. Parece que la tiranía es ya
inevitable, que aquel mundo descrito en la novela titulada “1984” de George Orwell se hace de día en día más
real: Un mundo super controlado al que el protagonista Wiston Smith debe someterse plenamente. Para ese super estado la
guerra ya no consistirá en la lucha de una facción contra otra sino en la lucha
del grupo consigo mismo, de idéntica manera a como luchan los anticuerpos en
nuestro organismo contra agentes extraños que nos dañan. De ahí las palabras
que han grabado frente al Ministerio de la Verdad: “La paz es la guerra”.
El astronauta Thomas K. Matlingly que pilotó en 1972
el Apolo XVI y en 1982 la
nave Columbia , comentaba a este respecto: “Es difícil tomarse en serio a sí mismo
viendo el mundo desde el espacio sin barreras, ni fronteras, tal como es. Los
que dirigen los destinos de la humanidad deberían tomar sus decisiones desde
una plataforma espacial”.
Uno piensa que el Evangelio
de hoy sería una estupenda plataforma: “Mi
paz os doy pero no como la da el mundo”. A quien quiera comunicar esa paz “mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada”. La
paz es la morada donde Dios habita. Es algo que sorprende esa insistencia de Jesús en querer diferenciar su paz de
la paz del mundo. Y es que la paz del mundo no es auténtica, no es verdadera
paz, ya que suele basarse en el terror, en el miedo, en la cobardía... Bastaría
repasar los múltiples Tratados de paz
que recoge la Historia. Sólo a título de ejemplo, en 1856 la Paz de París sólo sirvió para apoyar a Napoleón III, la Paz
de Versalles en 1919 que puso fin a la Primera Guerra Mundial fue
calificada por un historiador de “paz
dura, despótica, inhumana, con semilla de odio, de maldición y de desdicha”.
Y no se equivocaba, duró únicamente veinte años, porque en 1939 estalla la II Guerra Mundial
una contienda mucho más cruel y dolorosa, y que finalizara en 1945 con la
rendición incondicional de los vencidos.
Pero ¿se le puede llamar a
eso paz? En absoluto, en primer lugar porque a la vista de lo dicho en esos
tratados no se cumple la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los mansos”, condición indispensable para “poseer la tierra”, ni la séptima “los pacíficos” para ser “llamados hijos de Dios”. Esa es la
razón por la que Jesús , a su vez,
tanto insiste en que “no tiemble vuestro
corazón ni se acobarde”. Jesús
dice “mi paz”. En efecto, Él pudo
haber dejado después de su muerte, (por haber sido una muerte tan injusta y
cruel), un reguero de odios, venganzas y revanchas en sus seguidores contra sus
asesinos. Deja únicamente perdón y paz. Es verdad que corremos el riesgo de
hablar de Dios en términos poéticos a base de tanta paz y de tanta poesía,
inventando una nueva religión llena de deliquios y de éxtasis, de apariciones y
de beatificaciones, de bodas, de primeras comuniones, de bautizos, de fiestas
populares muy solemnes, con mucho adorno pero vacías de contenido, sin
verdadero amor al prójimo, sin el Jesús
pobre y humilde del Evangelio.
Por ejemplo, comulgar no es
solamente recibir a Dios, eso es una consecuencia. Comulgar es estar a bien con
los demás, es comulgar con sus ideas y proyectos, con su modo de ser aunque no
nos guste, estar a bien con ellos y como consecuencia, en una palabra, tener
paz. Dios se hace presente en cada uno de nosotros, realmente presente. Somos
muy propensos a creer que el bueno soy yo y el malo siempre el otro, que los
demás son los que están equivocados. Pero también hay que decir alguna vez,
cuando en nuestras discusiones llegamos a perder la razón, saber decir: “la razón eres tú”, es decir, saber dar
la razón alguna vez…”tú tienes la razón”,
aprendiendo a vivir como hermanos para poder convivir en paz. Porque no hay que
olvidar que las guerras a menudo empiezan entre hermanos, entre los más
próximos, desde los mismos orígenes de la Biblia: Caín y Abel, Isaac e Ismael, Cam, Set y Jafet, Esaú y Jacob, la historia de José, etc.
Los primeros objetos que
aparecen en las excavaciones prehistóricas no hablan de amor, suelen ser hachas
de guerra, puntas de flecha, espadas de sílex, de bronce o de hierro, igual da.
El primer canto que encontramos en la Biblia no es un canto de amor sino de
guerra: “Caín será vengado siete veces y
Lamec setenta veces siete”. Da la
sensación de que ni la palabra de Dios se libra de esta peste de la guerra y
del odio. Y es que desde el principio el hombre ha perdido su paz y aún no la ha
encontrado… ni lleva camino de ello.
En el discurso de abertura de
los Festivales de Salzburgo en 1972
decía Eugenio Ionesco: “El mundo ha perdido su rumbo. Y no por
falta de ideologías orientadoras sino porque estas no llevan a ninguna parte.
En la jaula de su planeta los hombres se mueven en círculo porque se han
olvidado de mirar al cielo. Como sólo queremos vivir se nos hace imposible
vivir. ¡Miren ustedes a su alrededor!”.
Necesitamos, como agua de
Mayo, una gran reconciliación universal con la paz de Jesús basada en las bienaventuranzas, no en la tecnología,
sociología o el progreso. Como dice el historiador inglés Arnold Toynbee: “Estoy
convencido de que ni la ciencia ni la tecnología podrán nunca satisfacer las
necesidades espirituales que todas las posibles religiones tratan de atender,
por más que algunos desacrediten determinados dogmas tradicionales de las
llamadas grandes Religiones. Históricamente hablando primero aparece la Religión. La ciencia
nace de la Religión. La
ciencia nunca ha podido suplir a la Religión ni la podrá suplir nunca. ¿Cómo
llegar a una paz verdadera? Sin Religión imposible”. Pero esa paz debe
empezar por cada uno de nosotros. No queda otro camino. Será el gran psicólogo Gustavo Yung quien nos lo recuerde: “Durante
estos treinta años acudieron a mi laboratorio centenares de pacientes de toda
raza y religión; en todos ellos no encontré más problema, en última instancia,
que dar con un sentido religioso para su vida. Puedo asegurar que cada uno
enfermó por haber perdido aquello que las religiones vivientes de todas las
épocas han dado a sus seguidores. Y ninguno pudo curar realmente hasta no
encontrar o recuperar ese sentido religioso”.
Es decir, que la paz interior
o se busca en Dios y en su Hijo Jesús,
o vamos listos... En la
Santa Misa tratamos de hallar esta paz pidiendo perdón a Dios
y a los hermanos nada más empezar. Se trata de estar en comunión con los
hermanos pidiendo y dándonos la paz: “La
paz sea contigo”, nos decimos antes de comulgar. Sólo de esa forma tendrá
sentido la despedida final: “Podéis ir en
paz”. Y con esa paz en nosotros es entonces cuando nos podremos llamar
verdaderamente, según las bienaventuranzas, “hijos
de Dios”. Jmf
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