DOMINGO
XXI 25-VIII-2019 (Lc.- 13. 22-30) C
La idea de un Dios
que salva a sus fieles es común a todas las religiones. Salvar es librar de
un peligro, de un riesgo, poner a seguro. Muchos de los nombres que aparecen en
el Antiguo Testamento como Isaías, Josué, Eliseo, Oseas, etc.
significan Dios salva, Dios ayuda. El mismo nombre de Jesús significa Salvador.
El mundo es como una barca a la deriva perdida en el océano del espacio, sin
brújula, sin puerto, sin destino... Y nuestra vida se puede comparar a un
naufragio en el que todos tratamos de asirnos a tablas de salvación, cada cual
a la que más a mano tiene, por eso nuestras plegarias, nuestras oraciones no
son más que un S.O.S, que hasta etimológicamente es una oración, puesto que la
sigla recoge la expresión inglesa Save
Ours Souls: “salvad nuestras almas”.
Un Dios que salva, eso es nuestro Dios. Los judíos,
que vivieron en época del A.T. , sostenían, y aún siguen en la misma creencia,
que bastaba pertenecer a Israel para salvarse. Es la llamada salvación tribal o en racimo: se salva
el clan y con él todos los miembros; y por tanto la condenación afectaba
también a todo el clan aunque hubiera miembros buenos en él. Tuvo que llegar el
profeta Ezequiel (600 años a. C.)
para gritarles: “¿Por qué van a sufrir
los hijos la dentera de los agraces que comieron sus padres?" Jesús, a
su vez, les recuerda que “Dios es capaz
de sacar hijos de Dios de las mismísimas piedras”.
Modernamente el filósofo francés León Bloy en su obra “La
salvación por los judíos” trata de demostrar cómo a pesar de la maldición
que, supuestamente pesa sobre ellos, y a pesar de que Jesús sigue crucificado, los judíos son el pueblo escogido,
predilecto. Ese Mesías que aún esperan ver llegar es el Espíritu Santo. Pero
está claro de que nadie tiene privilegios y al cielo se va de uno en uno...
Otro punto conflictivo que toca el evangelio de hoy es
“el escaso número de los que se salvan”.
En el apócrifo IV de Esdras (3,16) se
dice: “Los que se pierden son muchos más que
los que se salvan”. Circuló hace años entre los católicos un libro que tuvo
una gran resonancia y cuyo título es bien explicativo: “Del gran número de los que se salvan y de la mitigación de las penas
del infierno” (1935), por el P. J.
M. Dalmau S.I. (Estudios Eclesiásticos, 14). Esto será siempre un misterio
pues la salvación es un concepto difícil y fácil, arriesgada y a la vez segura
y confiada...
Para entrar en ella Jesús usa la palabra puerta. Puerta de entrada, no hay salida. Y
además, la puerta para entrar es estrecha y baja. De ahí que tengamos que
humillarnos, hacernos pequeños, como niños, para poder pasar por ella. Recuerdo
un libro de Lecturas que acostumbrábamos a leer en mí escuela. No volví a
encontrarlo más. En él se narraba la historia de un muchacho que había entrado
a robar manzanas a una finca por el estrecho hueco que existía en una pared. Se
llenó los bolsillos de fruta de tal forma que al querer, salir no cabía por
donde había entrado y terminó siendo apresado. Eso mismo nos puede acontecer a
nosotros. Nos afanamos por llenar tanto nuestros bolsos y por atiborrarnos de
tantas cosas que luego nos va a costar trabajo y sufrimiento traspasar la
puerta. Jesús nos sigue recordando: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”.
Y nos pone de sobre aviso: para muchos no sólo es
estrecha sino que además estará cerrada. Es dramática la imagen del hombre que
llama a una puerta y esta permanece cerrada. El premio Nobel André Gide tiene una novela con es el título, La puerta estrecha. Se desenvuelve en un ambiente de amorosa
espiritualidad. No es que la novela sea ejemplar, cristianamente hablando ni
mucho menos, pero alguna de sus frases nos da pie para pensar y poder aplicarla
a nuestra vida, como aquella que el protagonista Jerome encuentra en una de las cartas de la desgraciada Alice, muerta dramáticamente, y que es
toda una oración: “Señor, avanzar hacia
vos, Jerome y yo, uno con el otro, uno para el otro, andar a lo largo del
camino de la vida como dos romeros que de vez en cuando se digan: Apóyate en
mí, hermano, si estás cansado...' y conteste: Me basta con sentirte cerca de
mí... ¡Pero no!, el camino que nos indicas, Señor, es un camina estrecho, tan
estrecho que no podemos ir uno junto al otro…”. En efecto a menudo la vida
nos obliga a caminar en fila india.
Jesús, que es la puerta: “Yo soy la puerta, si uno entra por mí estará a salvo…” gusta de
poner el ejemplo de la puerta acaso porque su vida transcurrió de puerta en
puerta: nace en un portal, a Pedro
que le niega ante una portera, le entrega nada menos que las llaves de la
puerta del cielo, la puerta del infierno no prevalecerá contra su Iglesia, y su
vida sacramental y de gracia, transcurre escondido tras la puerta de cada
sagrario…, a cuántas puertas llama en vano, como lo expresa divinamente aquel
soneto de Lope: “Mañana le abriremos, respondía / para lo mismo responder mañana...”.
La expresión “puertas abiertas” designa
en el Nuevo Testamento las posibilidades que se ofrecen a la predicación del
Evangelio: “Perseverad y orad, dice
Pablo a los colosenses, para que el Señor nos abra las puertas a la predicación”
(4, 2). En cambio la expresión “puertas
cerradas” denota la ejecución inapelable del juicio de Dios: “las doncellas que aguardaban en vela al esposo entraron con él a las bodas,
y se cerró la puerta…. Llegan también
las necias diciendo, ábrenos, Señor, y el respondió: no os conozco”. (Mt.25. 10). “Yo soy la puerta del
aprisco”, dice en otra ocasión Jesús... “Estad
como los criados, vigilantes, aguardando a que su Señor vuelva y llame”. Y también: “He aquí que estoy a la puerta y llamo; sí
alguno oye mi voz y abre la puerta entraré en su casi y cenaré con él y el
conmigo” (Apoc. 3. 20). Ello nos hace entender mejor el uso que hace Jesús de la metáfora “la puerta estrecha” que es la única que
da acceso a la salvación del hombre. Aunque la “Jerusalén celestial tenga doce puertas siempre abiertas" para simbolizar la invitación dirigida a
todos los pueblos (Apoc. 21, 12-25).
Hoy se habla mucho de Teología de la liberación que es una expresión, si queremos, hasta
negativa para la teología. Su lucha puede parecer admirable, y lo es, pero
habría que hablar algo más de Teología de
la salvación. Liberar es más negativo que salvar. Salvar, a pesar de contraponerse a condenar (si no te salvas te condenas), o acaso 'por eso, es más
positivo. Deberíamos insistir más en el término salvar que en el de liberar
(liberar es sacar a uno de una esclavitud, salvar es sobreponerse a todas las
esclavitudes y alzarse sobre todas ellas). Porque además la salvación en este
caso no es nuestra, no nos salvamos nosotros, es Cristo quien nos salva, y nos
salva liberándonos de nosotros mismos. Nosotros acaso podríamos liberarnos pero
nunca salvarnos.
Debido a un celo excesivo por huir de las doctrinas de
Lutero creo que hemos abandonado
esta parcela espiritual en la que nos justificamos por medio de la fe en Jesús y no mediante nuestras obras que
son una consecuencia de la fe, no al revés, incluso a pesar y sobre nuestras
faltas y pecados.
En una novela de Grahan
Green, “El revés de la trama”, el
protagonista Scabíe tras
precipitarse de pecado en pecado, llega arrastrado por una serie de circunstancias
al suicidio. G. G. nos dice que en
aquella frase final que pronuncia: “Oh Dios mío, te amo” se había ya gestado su
salvación eterna. Idéntica afirmación la mantienen comentaristas de la talla
del sacerdote y escritor belga Charles
Möeller. Porque una vida de amor y de entrega, aunque esté entreverada por
momentos de ofuscación y de pecado puede llegar a justificar a la persona, así
como también una vida en gracia de Dios pero falta de amor y de fe es imposible
que nos salve. Así lo afirma un famoso jesuita, el P. Jorge Loring, autor de aquel famoso librito: Para salvarse, en una charla grabada en
video titulada Salida de emergencia.
En ella trata de demostrar que con decir en el momento de peligro de muerte: “¡Perdón Dios mío!”, cualquier creyente,
aún en pecado mortal, puede llegar a conseguir la salvación. La razón según él
está en ese mío, dicho en ese instante, y que entraña un acto de perfecta
contrición.
Aquella antigua canción a la Virgen se decía:
“Sálvame,
Virgen María,
óyeme que
imploro con fe,
mi corazón
en ti confía,
Virgen
María, sálvame…”
si bien se mira más bien debería decir y con más
fundamento teológico: “Virgen María,
estoy salvado..../ únicamente dame fe”.
La puerta es estrecha, a veces permanece cerrada, esto
en principio pudiera desanimarnos, pero nos da una infinita esperanza saber que
la puerta es el mismo Jesús, que es
el mismo Dios, que Dios es amor y que para el verdadero amor no existen puertas
ni barreras, pues aunque estén cerradas el amor todas las abre o entra por el
tejado pero entra. El amor y no el
miedo, será pues la salvación del cristiano, nuestra salvación. Jmf
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