viernes, 30 de agosto de 2019


DOMINGO XXII.-1-IX-2018-19 (Lc. 14, 1.7-14) C


En varias ocasiones de la vida de Jesús cuando trata de dar una lección lo hace aprovechando un banquete, así cuando le habla de perdón a María Magdalena fue en casa de Simón el Fariseo, en casa de Zaqueo su conversión y los diversos ejemplos sobre el Reino usando la comparación del banquete de bodas, y sobre todo el sermón sobre el amor fraterno de la última Cena.
Ya en la antigüedad algunos escritores y filósofos habían empleado este recurso del banquete para exponer su doctrina y sus ideas: Jenofonte,  Dante, etc. El más conocido acaso sea aquel en el que Platón trata de hablar sobre el amor empleando para ello uno de sus más bellos Diálogos llamado Simposio o El Banquete, que eso significa simposio, en el que, cansados de comer y beber, se desarrolla un apasionado diálogo entre Sócrates y varios interlocutores sobre los diversos tipos de amor, apareciendo la filosofía como una especie de locura divina que endiosa al hombre conduciéndolo al conocimiento de la belleza trascendente.
En la actualidad, aunque de otra forma, también se emplean los simposios o banquetes para desarrollar en ellos algún tema de interés. Incluso las famosas cenas políticas, los almuerzos de trabajo, etc., no son más que un pretexto, es decir, aprovechar la comida para resolver ciertas tensiones, pues tal parece que entre buenos manjares y mejores vinos los problemas se empequeñecen y disuelven, y el ambiente se hace más y más propicio para alcanzar la paz y el entendimiento.
Por otra parte también hoy se lleva a cabo por medio de un banquete la celebración de ciertos acontecimientos sociales como bodas, bautizos, despedidas de solteros, aniversarios, etc. La razón es porque los hombres de ordinario solemos celebrarlo todo comiendo y bebiendo, más por la necesidad de compartir acompañados que por el hecho biológico de necesitar alimentarnos.
También Jesús quiere aprovechar un banquete para hablar de una virtud fundamental en la vida cristiana: la humildad. Él, en aquel tiempo, participa de este fenómeno social de los banquetes, asiste a uno de ellos en el que observa como todo el mundo echa a correr a ocupar los primeros asientos. Ya entonces la gente sentía esa vanagloria de querer salir en la foto situándose lo más cerca posible de la Presidencia de los influyentes y notables, esperando a la vez que, al estar delante de sus ojos, se reconocieran los méritos de los que consideran se habían hecho acreedores.
Algunos artistas de teatro se niegan a representar la obra cuando su nombre no aparece en la cabecera del reparto. Los encargados de la propaganda para evitar estas piquillas los colocan por orden alfabético, y ellos entonces estudian el tamaño de la letra planteando a menudo por estas menudencias serios conflictos a la Empresa.
En nuestro trabajo nos gusta destacar a costa de lo que sea, con o sin méritos. Buscamos que los jefes se fijen en nosotros, que nos tengan en cuenta... y ¡cómo nos duele un desprecio en este sentido! Al contrario, ¡cómo nos crecemos ante los demás cuando alguien tiene una deferencia con nosotros...! En nuestra misma casa, ante los hijos, entre hermanos, queremos que se nos valore y respete. De ahí que tantas veces se deje oír, en señal de protesta y rebeldía, la conocida frase: “Yo ¿qué soy aquí?, ¿el último mono o qué?”.
Sufrimos cuando ascienden al vecino, cuando sube nuestro hermano, como queda plásticamente reflejado en el banquete del evangelio de hoy. Ante este carnaval de vanidades Jesús sigue gritando: “¡Esforzaos en ocupar los últimos puestos, esforzaos en agachar la cabeza para entrar por la puerta…, porque ese es el modo de llegar al Reino de los cielos…!”; y la puerta del cielo está al fondo de la sala, no junto a la presidencia. Consejos válidos incluso para convivir socialmente. Pero no nos entra en la cabeza. Nos sucede algo parecido a cuando queremos cortarnos el pelo frente a un espejo, la mano gira siempre al revés que nuestra vista: si pretendemos avanzar hacia la izquierda ella va hacia la derecha y viceversa. Hay que aprender a ir contrasentido, a actuar contra toda lógica aparente. Pues lo mismo en nuestras actitudes y comportamientos cristianos. Debemos esforzarnos e incluso aprender a ir contra corriente, contra nuestro egoísmo y amor propio para poder entrar a formar parte del reino de los Cielos.
Hoy el hombre se cree un dios, está lleno de orgullo y desconoce por completo la humildad de la que habla el evangelio, “esa pequeña gran virtud” y en su afán de aparentar lo que consigue es crear un mundo más y más conflictivo y cada vez menos cordial y más difícil.
Ahora bien; ¿qué cosa es la humildad? Creo que es uno de los temas más vidriosos y contradictorios, pues creerse humilde puede encerrar inadvertidamente mucho orgullo y vanagloria. Miguel de Unamuno habla en su tratado “Sobre la soberbia” así de esta virtud: “Humildad rebuscada no es humildad, y lo más verdaderamente humilde en quien se crea superior a otros es confesarlo; si por ello lo motejan de soberbio, sobrellevarlo tranquilamente..., la más fina, la más sencilla humildad no es cuidarse en ser tenido por nada, ni por humilde, ni por soberbio sino seguir cada uno su camino, dejando que ladren los perros que al paso nos salgan y mostrándose tal cual uno es, sin recelos ni habladurías”.
Creo que no se puede explicar en términos más claros el verdadero meollo de esta difícil virtud que es la humildad. Jesús lo hizo plásticamente aprovechando la coyuntura de un banquete y la toma de postura de algunos comensales. También estos aprovechaban aquel acto social para echar su discurso de vanagloria. Somos calculadoramente cordiales. Esto nos hace perder la auténtica, la sana alegría. ¿Qué sucedería si cada sábado de cada mes estuviéramos invitados a una boda? Pues sería una ruina, lo justo para tirarse por la ventana. A este propósito recuerdo una invitación que alguien dejó olvidada hace años en una mesa de un bar de Burgos. Después de los nombres de los contrayentes, fecha, etc. decía si mal no recuerdo: “No se recibe ningún tipo de regalo ni dinero, queremos solamente que compartas con nosotros un día de alegría y de amistad”. Íbamos en aquel grupo varios sacerdotes y todos quedamos como viendo visiones. No sé en qué circunstancias se desarrollaría aquella ceremonia ni el poder económico de los novios pero sin duda alguna, aquella boda debió de ser una boda diferente.
El Evangelio, la filosofía de Jesús también es diferente, muy distinta a la nuestra. Porque el hombre hoy está pagado de sí mismo, de su ciencia, de su capacidad operativa para no sé qué cosas... Y así nos luce el pelo. Sacrificamos lo más noble para ser tenidos en más. Pisoteamos el espíritu de las Bienaventuranzas, aquello que Bernanos llamaba “espíritu de infancia” dejando sin resolver los grandes problemas de la Humanidad, o si se resuelven se hace como el mismo Bernanos apunta en “Los niños humillados”: “Cada año los jóvenes del mundo se hacen una pregunta que nuestras sociedades no pueden responder. Entonces la Sociedad los moviliza, como un ministro movilizó a los carteros y ferroviarios… Movilizar juventudes llega a ser una necesidad de Estado… Desde 1914 a 1918 la muerte de un millón y medio de jóvenes no cambió en nada la marcha de la Sociedad… En cambio se sintió mutilada por la pérdida de las minas de Briére…”. (Minas de carbón, Zona del Loira).
Y así continua protestando este escritor francés, página tras página. Movilizamos a medio mundo por el cierre de una empresa, pero el que haya millares de jóvenes cayendo en la droga, en el alcoholismo o en la ludopatía eso no produce más que alguna débil protesta muy de tarde en tarde. Dice el P. Congar, teólogo dominico, en una de sus obras escritas allá por 1950, que en toda verdadera reforma entran en juego tres condiciones: amor, estar en comunión con la Iglesia y paciencia. Tres condiciones que se pueden condensar en una: Humildad. Creo que es una lección a tener en cuenta hoy que tan propensos estamos a renovarlo y a cambiarlo todo.
Si nos esforzáramos en buscar los últimos puestos en el banquete del mundo todos tendríamos sitio y nos levantaríamos todos satisfechos. Pues en esa zona de la sala siempre hay sitios vacíos y sobran alimentos. Pero si todos queremos ocupar y acaparar los primeros puestos terminaremos todos destrozados convirtiendo el banquete en un campo de Agramante.
El Evangelio es diferente. La soberbia, el egoísmo, la vanagloria, nos destrozan y humillan. La humildad, la sencillez nos ensalza y engrandece. Sigue siendo verdad, hasta en el mundo social, las paradójicas verdades que Jesús predicó hace dos mil años: que todo el que se ensalza es humillado y el que se humilla es enaltecido..., que los primeros terminan siendo los últimos y los últimos los primeros.  Jmf

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