DOMINGO XXII.-1-IX-2018-19
(Lc. 14, 1.7-14) C
En varias ocasiones de la vida de Jesús cuando trata de dar una lección lo hace aprovechando un
banquete, así cuando le habla de perdón a
María Magdalena fue en casa de Simón
el Fariseo, en casa de Zaqueo su
conversión y los diversos ejemplos sobre el
Reino usando la comparación del banquete de bodas, y sobre todo el sermón sobre el amor fraterno de la última Cena.
Ya en la antigüedad algunos escritores y filósofos habían
empleado este recurso del banquete para exponer su doctrina y sus ideas: Jenofonte, Dante, etc. El más conocido acaso sea aquel en el que Platón trata de hablar sobre el amor
empleando para ello uno de sus más bellos Diálogos llamado Simposio o El Banquete,
que eso significa simposio, en el que, cansados de comer y beber, se desarrolla
un apasionado diálogo entre Sócrates
y varios interlocutores sobre los diversos tipos de amor, apareciendo la
filosofía como una especie de locura divina que endiosa al hombre conduciéndolo
al conocimiento de la belleza trascendente.
En la actualidad, aunque de otra forma, también se emplean los
simposios o banquetes para desarrollar en ellos algún tema de interés. Incluso
las famosas cenas políticas, los almuerzos de trabajo, etc., no son más que un
pretexto, es decir, aprovechar la comida para resolver ciertas tensiones, pues
tal parece que entre buenos manjares y mejores vinos los problemas se
empequeñecen y disuelven, y el ambiente se hace más y más propicio para
alcanzar la paz y el entendimiento.
Por otra parte también hoy se lleva a cabo por medio de un
banquete la celebración de ciertos acontecimientos sociales como bodas, bautizos,
despedidas de solteros, aniversarios, etc. La razón es porque los hombres de
ordinario solemos celebrarlo todo comiendo y bebiendo, más por la necesidad de
compartir acompañados que por el hecho biológico de necesitar alimentarnos.
También Jesús
quiere aprovechar un banquete para hablar de una virtud fundamental en la vida
cristiana: la humildad. Él, en aquel
tiempo, participa de este fenómeno social de los banquetes, asiste a uno de
ellos en el que observa como todo el mundo echa a correr a ocupar los primeros asientos.
Ya entonces la gente sentía esa vanagloria de querer salir en la foto
situándose lo más cerca posible de la Presidencia de los influyentes y
notables, esperando a la vez que, al estar delante de sus ojos, se reconocieran
los méritos de los que consideran se habían hecho acreedores.
Algunos artistas de teatro se niegan a representar la obra
cuando su nombre no aparece en la cabecera del reparto. Los encargados de la
propaganda para evitar estas piquillas los colocan por orden alfabético, y
ellos entonces estudian el tamaño de la letra planteando a menudo por estas
menudencias serios conflictos a la Empresa.
En nuestro trabajo nos gusta destacar a costa de lo que sea,
con o sin méritos. Buscamos que los jefes se fijen en nosotros, que nos tengan
en cuenta... y ¡cómo nos duele un desprecio en este sentido! Al contrario,
¡cómo nos crecemos ante los demás cuando alguien tiene una deferencia con
nosotros...! En nuestra misma casa, ante los hijos, entre hermanos, queremos
que se nos valore y respete. De ahí que tantas veces se deje oír, en señal de
protesta y rebeldía, la conocida frase: “Yo
¿qué soy aquí?, ¿el último mono o qué?”.
Sufrimos cuando ascienden al vecino, cuando sube nuestro
hermano, como queda plásticamente reflejado en el banquete del evangelio de
hoy. Ante este carnaval de vanidades Jesús
sigue gritando: “¡Esforzaos en ocupar los
últimos puestos, esforzaos en agachar la cabeza para entrar por la puerta…,
porque ese es el modo de llegar al Reino de los cielos…!”; y la puerta del
cielo está al fondo de la sala, no junto a la presidencia. Consejos válidos
incluso para convivir socialmente. Pero no nos entra en la cabeza. Nos sucede
algo parecido a cuando queremos cortarnos el pelo frente a un espejo, la mano
gira siempre al revés que nuestra vista: si pretendemos avanzar hacia la
izquierda ella va hacia la derecha y viceversa. Hay que aprender a ir
contrasentido, a actuar contra toda lógica aparente. Pues lo mismo en nuestras
actitudes y comportamientos cristianos. Debemos esforzarnos e incluso aprender
a ir contra corriente, contra nuestro egoísmo y amor propio para poder entrar a
formar parte del reino de los Cielos.
Hoy el hombre se cree un dios, está lleno de orgullo y
desconoce por completo la humildad de la que habla el evangelio, “esa pequeña gran
virtud” y en su afán de aparentar lo que consigue es crear un mundo más y más
conflictivo y cada vez menos cordial y más difícil.
Ahora bien; ¿qué cosa es la humildad? Creo que es uno de los
temas más vidriosos y contradictorios, pues creerse humilde puede encerrar
inadvertidamente mucho orgullo y vanagloria. Miguel de Unamuno habla en
su tratado “Sobre la soberbia” así de
esta virtud: “Humildad rebuscada no es
humildad, y lo más verdaderamente humilde en quien se crea superior a otros es
confesarlo; si por ello lo motejan de soberbio, sobrellevarlo
tranquilamente..., la más fina, la más sencilla humildad no es cuidarse en ser
tenido por nada, ni por humilde, ni por soberbio sino seguir cada uno su
camino, dejando que ladren los perros que al paso nos salgan y mostrándose tal
cual uno es, sin recelos ni habladurías”.
Creo que no se puede explicar en términos más claros el
verdadero meollo de esta difícil virtud que es la humildad. Jesús lo hizo plásticamente
aprovechando la coyuntura de un banquete y la toma de postura de algunos
comensales. También estos aprovechaban aquel acto social para echar su discurso
de vanagloria. Somos calculadoramente cordiales.
Esto nos hace perder la auténtica, la sana alegría. ¿Qué sucedería si cada
sábado de cada mes estuviéramos invitados a una boda? Pues sería una ruina, lo
justo para tirarse por la ventana. A este propósito recuerdo una invitación que
alguien dejó olvidada hace años en una mesa de un bar de Burgos. Después de los
nombres de los contrayentes, fecha, etc. decía si mal no recuerdo: “No se recibe ningún tipo de regalo ni
dinero, queremos solamente que compartas con nosotros un día de alegría y de
amistad”. Íbamos en aquel grupo varios sacerdotes y todos quedamos como
viendo visiones. No sé en qué circunstancias se desarrollaría aquella ceremonia
ni el poder económico de los novios pero sin duda alguna, aquella boda debió de
ser una boda diferente.
El Evangelio, la filosofía de Jesús también es diferente, muy distinta a la nuestra. Porque el
hombre hoy está pagado de sí mismo, de su ciencia, de su capacidad operativa
para no sé qué cosas... Y así nos luce el pelo. Sacrificamos lo más noble para
ser tenidos en más. Pisoteamos el espíritu de las Bienaventuranzas, aquello que
Bernanos llamaba “espíritu de infancia” dejando sin
resolver los grandes problemas de la Humanidad, o si se resuelven se hace como
el mismo Bernanos apunta en “Los niños humillados”: “Cada año los jóvenes del mundo se hacen una
pregunta que nuestras sociedades no pueden responder. Entonces la Sociedad los
moviliza, como un ministro movilizó a los carteros y ferroviarios… Movilizar
juventudes llega a ser una necesidad de Estado… Desde 1914 a 1918 la muerte de un
millón y medio de jóvenes no cambió en nada la marcha de la Sociedad… En cambio
se sintió mutilada por la pérdida de las minas de Briére…”. (Minas de
carbón, Zona del Loira).
Y así continua protestando este escritor francés, página tras
página. Movilizamos a medio mundo por el cierre de una empresa, pero el que
haya millares de jóvenes cayendo en la droga, en el alcoholismo o en la
ludopatía eso no produce más que alguna débil protesta muy de tarde en tarde. Dice
el P. Congar, teólogo dominico, en una de sus obras escritas allá por 1950, que
en toda verdadera reforma entran en juego tres condiciones: amor, estar en comunión con la Iglesia y paciencia. Tres condiciones que se pueden condensar en una: Humildad. Creo que es una lección a
tener en cuenta hoy que tan propensos estamos a renovarlo y a cambiarlo todo.
Si nos esforzáramos en buscar los últimos puestos en el
banquete del mundo todos tendríamos sitio y nos levantaríamos todos
satisfechos. Pues en esa zona de la sala siempre hay sitios vacíos y sobran
alimentos. Pero si todos queremos ocupar y acaparar los primeros puestos
terminaremos todos destrozados convirtiendo el banquete en un campo de
Agramante.
El Evangelio es diferente. La soberbia, el egoísmo, la
vanagloria, nos destrozan y humillan. La humildad, la sencillez nos ensalza y
engrandece. Sigue siendo verdad, hasta en el mundo social, las paradójicas
verdades que Jesús predicó hace dos
mil años: que todo el que se ensalza es
humillado y el que se humilla es enaltecido..., que los primeros terminan siendo los últimos y los últimos los primeros. Jmf
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