DOMINGO XXIX 20-X-2019 (Lc. 18, 1-8) C
En el evangelio de hoy se cruzan dos ideas: la perseverancia en la oración y la virtud
de la justicia. Dos ideas
aparentemente inconexas entre sí y que Jesús trata de unir por medio de una
historia un poco extraña: la del juez inicuo y una viuda que pedía con
insistencia, perseverar en la oración, que se le hiciera justicia, eso que
nosotros tantas veces exigimos a Dios al recriminarle diciendo: Pero ¿qué hice yo para que me mande esta
cruz? De algún modo también estamos pidiendo, exigiendo justicia. Otra cosa
es ver si lo que pedimos es justo o fruto de nuestra soberbia.
La justicia
es una de las cuatro virtudes cardinales: prudencia,
justicia, fortaleza y templanza. El nombre de cardinal les viene de una palabra latina, carden, is que significa gozne, quicio de la puerta, porque dichas virtudes son como el quicio sobre el
que gira la puerta de la convivencia humana. Y de la misma forma se llaman cardinales a los cuatro puntos de la rosa de los vientos, porque se creía que
sobre ellos giraba el universo cielo; y se llaman también así, cardenales, los más altos dignatarios de
la Iglesia Católica
porque sobre ellos recae la elección del Papa y por lo tanto son como el quicio sobre el que gira la puerta del
cónclave y de la Iglesia.
Pero entre estas cuatro virtudes sobresale, sin
duda, la justicia. A los elegidos no
se les llama los fuertes, ni los prudentes, ni los moderados, sino los justos. Sería largo de explicar el
sentido bíblico de la justicia. Ser justo no es más que dar a cada uno lo suyo,
“a Dios lo que es de Dios, al César lo
que es del César” y al prójimo lo que es del prójimo, pero siempre mediando
el amor, ya que si sólo usamos la justicia, dando de lado a la misericordia
podemos traicionar fácilmente el mensaje de Cristo. Quien sólo emplea la justicia terminará ajusticiando. Pero si la
justicia falla se derrumba la paz y la convivencia. Y la justicia empieza a
fallar cuando no se le da o se le escatima a la persona al que le pertenece:
trabajo, cultura, libertad, dignidad… Y que la justicia no está a la altura de
las circunstancias lo estamos oyendo todos los días y en todas partes.
Hasta ahora solíamos fijarnos únicamente en estas
virtudes con respecto al individuo, pero hoy el problema, los problemas se han universalizado.
Ya no se trata de hacer justicia en este o en aquel caso sino que es la
justicia universal, la justicia entre los pueblos y desgraciadamente hoy hay en
el mundo muchos seres a quienes se les niega la justicia, no se les hace
justicia, se les niega la libertad y por consiguiente la paz. Juan XXIII solía decir que “la paz se apoya en cuatro columnas
(nosotros diríamos usando el símil del hórreo en cuatro pegollos), que son la verdad,
el amor, la libertad y la justicia”. Muchas ideologías han creído y
propugnando, y hay que ver con qué fuerza y entusiasmo, que el cambio social
estaba en la revolución cruenta, en una revolución bañada en sangre, y que la
justicia sólo es posible implantarla en este mundo a base de terror, de
extorsión, de chantaje, de crimen o de mano dura... esos tales no son
mensajeros de la paz, y menos aún constructores de justicia ya que el material
que usan es bélico, injusto, explosivo y desproporcionado: la injusticia que
han desencadenado en los pueblos donde trataron de imponerla me temo que no
compense los logros alcanzados, que también los hubo, ¿cómo no?
La postura de un cristiano va por otros derroteros,
está más cerca del Moisés que
aparece en la primera lectura orando con los brazos extendidos que de la de Josué, por más que combatiera en nombre
de Yahvé. En una ópera rock moderna, titulada Hair, uno de los actores dice en un momento dado: “¿Por qué vivir para morir después? No sé si
alguna vez lo entenderé ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Decidme para qué, por
qué, y en qué… puedo yo encontrar razones”. Son los eternos interrogantes
que se han hecho y se harán siempre los hombres y que aborda precisamente la encíclica de Juan Pablo II, Fe y razón.
Otra de las eternas preguntas que se hacen muchos
es ¿y
para qué? Hasta la misma ciencia pone hoy en tela de juicio muchos de los
adelantos que hasta no hace mucho se creía iban a ser la panacea de la Humanidad. Pensemos
en el átomo, en la industria química, etc. que si bien han hecho avanzar al
mundo en muchos campos hay que ver cómo nos lo están dejando.
En el otoño de 1973 la prensa mundial dio la noticia
de que el Dr. Milton Leitenberg,
bioquímico de gran prestigio y profesor de tres universidades americanas
abandonaba el mundo de la ciencia. Razonaba su abandono con estas palabras: “La ciencia para mí ha dejado de tener
sentido, veo que los descubrimientos hoy solamente tienen un fin: crear nuevas
armas para la destrucción de la Humanidad. La ciencia ha perdido su
característica esencial: la libertad”. Y otros muchos investigadores se
hacen las mismas o parecidas consideraciones. Entonces tenemos que empezar a
mentalizarnos de que la ciencia en sí y por sí, el progreso y la civilización
no nos traen precisamente paz. Incluso hay muchas sectas religiosas, muchas
ideologías, sistemas de vida o filosóficos que pasan de largo ante el problema,
soslayan la injusticia reinante y no quieren mojarse. Un cristiano que es un
discípulo de Cristo, debe darles respuesta, no sólo de palabra sino con su
ejemplo. Y así lo han hecho millones de misioneros y de mártires a lo largo de la Historia.
Cuenta una vieja leyenda que cierto hombre paseando
un día por el campo cayó en un pozo. Pasó por allí Confucio, el sabio chino fundador de una doctrina, oyó al hombre
que decía gritando: ¡Sácame de aquí, por
favor! Confucio le contestó: “Te compadezco, amigo, tuviste que haber
tenido más cuidado”. Luego acertó a pasar Buda. Escuchó las mismas voces de socorro, se acercó al pozo, miró
al hombre casi hundiéndose en el agua y le replicó: “No debiste permitir que el deseo te arrastrara, ahora yo lo que te
recomiendo es paciencia”. También pasó Jesús.
El hombre seguía gritando. Sáquenme de
aquí… Jesús se detuvo, miró,
luego descendió hasta el fondo del pozo y cargando sobre sus hombres al
hombrecillo lo sacó. Lo había salvado. Todos hemos sido salvados por Jesús. Él es nuestro Salvador. Y ese es
el gran mensaje, la gran noticia, el Evangelio…
Han pasado ya muchos años desde la muerte de aquel
revolucionario cubano que presidió con su mirada de profeta tantas reuniones y
tantas cabeceras de tantos jóvenes que veían en él el ideal de sus
aspiraciones: Ché Guevara. ¿Qué ha
quedado de toda su mística revolucionaria, de sus programas para la reforma
agraria y de aquel su lema “Patria o
muerte”? Hoy muy poca gente lo recuerda. Y uno piensa: ¡tanta sangre
vertida, tanto dolor y cárcel…para nada! Y lo mismo sucederá con todos esos
visionarios que emplean el terror y la violencia para conseguir sus fines. La
victoria es una idea que no se logra imponer matando y masacrando a los demás
sino muriendo por aquellos a quienes se quiere salvar, como lo hizo Cristo. Y Cristo sí triunfó. Lo estamos viendo ahora, aquí después de 2.000
años a muchas leguas de la tierra que pisó… Cristo sigue vivo y resucitado pues
sigue ganando batallas tras su muerte.
Los pueblos, lo mismo que la viuda del evangelio,
claman ante el juez justicia, o si no, que le partan la cara. La violencia es
casi siempre el fruto de una injusticia. Creo que deberíamos repartir y
solucionar por las buenas lo que puede costar tantas lágrimas y sangre, cuando
esos pueblos necesitados empiecen a exigir sus derechos y reivindicaciones
empleando la violencia. Pero ¿será posible esa justicia que añoramos en el
mundo sin haber sembrado antes el mundo de amor, de caridad y de fe?
Practicando la justicia nos justificamos, es decir estamos salvados, pero esa
justicia para que resulte del todo eficaz debe ir acompañada por la fe, es
decir, debe ser fruto de una vivencia evangélica de Cristo que es quien verdaderamente nos justifica y salva. Un mundo
justo sin amor podría ser otra injusticia. Nuestra fe hay que hacerla vida por
medio de las obras, pues “la fe sin obras
es una fe muerta”, no sirve. ¿Se referiría Jesús a esta fe cuando pregunta si hallará el hijo del hombre fe en
la tierra cuando vuelva?
Una de las preocupaciones de la NASA
es tratar de escuchar posibles voces que lleguen de otros planetas habitados,
desde otras estrellas supuestamente con seres de vida inteligente. Era hora ya
de que el hombre se dedicara a escuchar en vez de hablar y hablar… Pero me temo
que aunque nos den gritos, aunque ardan las antenas receptoras con mensajes
provenientes del Universo nos va a servir de poco. La palabra de Dios lleva
siglos gritando desde lo más profundo de los cielos, desde más allá de las
estrellas y maldito el caso que le hacemos, los pobres desde el tercer y cuarto mundo llevan años suplicando y pidiendo auxilio… como si
cantara un carro; siempre vuelven a caer en el agujero negro de su indigencia. Nuestra postura debe ser siempre la del salmo 95,
4... “Si escucharais hoy su voz no endurezcáis
vuestros corazones...”. Jmf
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