viernes, 25 de octubre de 2019


DOMINGO XXX 27-X-2019 (Lc. 18, 9-14) C


El pasado domingo el Evangelio nos hablaba, por medio de la parábola del juez inicuo y la viuda impertinente, de la fe y de la constancia que debemos tener en la oración. Hoy por medio de otra parábola, la del fariseo y el publicano, nos enseña la humildad. Muchas veces hemos oído hablar de los fariseos. Aún resuenan en nuestros oídos las maldiciones de Jesús: “¡hipócritas!”, “sepulcros blanqueados”, “raza de víboras...” (Mt.23, 27). Pero lo curioso es que los fariseos habían sido judíos piadosos ¿cómo cayeron tan bajo? Que eran “piadosos” nadie lo pone en duda, dice en su Historia Sagrada Daniel Rops, que descendían de los assideos, aquellos hassidím que fueron el alma de la resistencia... pero tenían casi en más la Ley que al mismo Dios. El año 336 a. C. Alejandro Magno conquista Palestina.  Le sigue Antíoco III y luego Antíoco IV que hasta intentó cambiar el nombre de Jerusalén por el de Antioquía para perpetuar su nombre. En ese clima algunos judíos se ponen a favor de los griegos, hasta que Antíoco, en su delirio, llega un día a entronizar a Zeus Olímpico en el Templo, suplantando a Yahvé. Es la época en que reinan allí los asmoneos que también se desvían de su doctrina tradicional lo que provoca el hecho de que muchos judíos se salgan del partido, por lo que recibirán desde entonces el nombre de separados (eso significa fariseo).
Algunos de estos hassidim o puros huyen a la estepa llevando consigo sus ganados. Otros, como Eleazar, se oponen por las armas y mueren en combate. El Estado siempre ha perseguido este tipo de oposición. Sin embargo hay que reconocer que gracias a ellos se conservó en Israel el espíritu judío. Los fariseos, que no aparecen nunca en el A.T. eran nacionalistas y opuestos a los extranjeros aunque nunca llegaron a empuñar las armas.
Espiritualmente practicaban con fidelidad la ley o Torah no seguida al pie de la letra como los saduceos sino de continuo comentada, meditada y enriquecida con preceptos, una Ley que daba reglas para todo. La conocían como nadie y aseguraban que la cumplían mejor que nadie. Por eso se hacen enemigos de Jesús que, dicen, va contra la Ley. Creen que Dios va a premiar o a castigar a cada uno en particular, creen en la resurrección, en el más allá. En tiempo de Jesús habla un fariseo llamado Rabbi Hillel que enseñaba preceptos como estos:
“Toda la Ley se cifra en: No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti” “Mi alma se hospeda en este mundo y tengo deberes de caridad para con ella” “No juzgues a nadie sin ponerte en su lugar” “Donde no haya hombres se tú un hombre”, incluso afirman: “Mi humildad es mi exaltación...”.
Con todo ellos pasan por alto estos consejos. Ellos no necesitan conversión. La doctrina se parece en parte a la de Cristo, como vemos, pero el fariseísmo encerraba frecuentes peligros y un sabio fariseo lo sabía muy bien al distinguir entre sus hermanos siete clases de las que sólo una se podía considerar perfecta.
Tal como se planteaban la religión esta corría el riesgo de transformarse en intelectualista llegando incluso a reemplazar la fe por la ciencia. Peor aún, daban tanta importancia a la observancia de la Ley que el elemento espiritual estaba en peligro de quedar en nada. A fuerza de multiplicar ritos y fórmulas llegaron a creer que toda la religión consistía, poco más o menos, en pagar sus diezmos al templo, ayunar dos veces por semana y recitar versículos estereotipados. Cristo no condena el farisianismo, sino el fariseismo que trata de buscar a Dios únicamente en el cumplimiento de la Ley. De los fariseos nacieron otras tres sectas: los zelotes que estaban a favor de la lucha armada, los esenios que cifraban su perfección en el retiro y la purificación interior, y los nazireos o nazarenos que hacían votos temporales de castidad, no beber vino y dejar el pelo largo. A Jesús lo llaman nazareno, pero no pertenecía a la secta.
Hoy vemos a uno de aquellos hadissim o fariseos en el templo. Está rezando. Él no viene a pedir nada, ni siquiera a dar las gracias, por más que empiece su oración con esa frase “te doy gracias...” pero es un modo de no darlas, él a lo que viene es a pasar factura: Yo no soy como los demás... Yo hago esto y aquello...  yo soy así y asá, decía Pascal que “el yo es detestable”. Y hay que ver cómo lo empleamos todos, venga a cuento o no, semejándonos al fariseo. Pero por suerte Dios no exige diplomas, ni certificados de buena conducta, ni títulos honoríficos... Ante Dios nadie se puede llamar justo. Escribe Charles Peguy en Palabras cristianas sobre este punto lo siguiente: “Los fariseos quieren que los demás sean perfectos, lo exigen, no saben hablar de otra cosa. Pero Yo soy menos exigente dice el Señor, porque yo sé bien la perfección y no exijo tanto a los hombres. Precisamente porque soy perfecto y no hay en Mí más que perfección no soy tan difícil como los fariseos, soy menos exigente, soy el santo de los santos y sé lo que es ser santo, lo que cuesta, lo que vale. Son los fariseos los que quieren la perfección, pero para los demás, encuentran siempre indignos a los demás, encuentran indignos a todo el mundo. Pero yo, dice Dios, Yo soy menos difícil y encuentro que un buen cristiano, un buen pecador... es digno de ser mi hijo y de reclinar su cabeza sobre mi hombro...”.
Dios no gusta de la oración del fariseo, por cumplidor que sea, Dios prefiere la oración del publicano, un pecador confeso y arrepentido, es la única oración que acepta, porque teniendo esa actitud es más fácil poder vivir en paz, perdonar y construir fraternidad. Sintiéndonos todos pecadores seremos todos iguales. O nos salvamos todos o no se salva nadie. Siendo altivos y soberbios corremos el riesgo de querer venir al templo a justificarnos, a demostrar que somos los escogidos, los cristianos de solera, de “sangre azul/cielo”.
 Y aquí no venimos a justificarnos sino a ser justificados, precisamente reconociéndonos pecadores tal como repetimos en la Santa Misa, pero no sólo de boquilla sino de corazón, porque a veces el fácil perdón, la falsa humildad, es una especie de sutil y refinada soberbia. Y esto se traduce sobre todo en el trato con el prójimo, procu­rando disculpar sus defectos, valorar sus virtudes y tratarlo con deferencia, aunque sea un cero a la izquierda, en vez de humillarlo, como hace el fariseo con el publicano. Entre las Fábulas ascéticas del sevillano Cayetano Fernández (1864) hay una muy gráfica al respecto, que dice:
“Graves autores contaron/ que en el país de los ceros / el UNO y el DOS entraron / y desde luego trataron / de medrar y hacer dineros. / Pronto el Uno hizo cosecha / pues a los ceros honraba / con amistad muy estrecha / y dándoles la derecha / así el valor aumentaba. / Pero el DOS tiene otra cuerda / ¡todo es orgullo maldito..! / y con táctica tan lerda / los ceros pone a la izquierda / y así no medraba un pito. / En suma el humilde UNO / llegó a hacerse millonario, / mientras el DOS importuno / por su orgullo, cual ninguno, / no pasó de un perdulario.- Ahora ved con maravilla / en esta fábula ascética / que el que se baja más brilla / y el que se ensalza se humilla / hasta en la misma Aritmética”.
Nos parecemos a menudo más al dos que al uno, vamos por la vida “con doblez” más de fariseos (para él todos son un cero a la izquierda) que de publicanos, y en esto parece que los españoles tenemos fama bien ganada. En el s. XVII ya escribía en El Criticón Baltasar Gracián que:
“La soberbia, como primera en todo lo malo, cogió la delantera... Topó con España, primera provincia de la Europa. Parecióle tan de su genio que se perpetuó en ella. Allí vive y allí reina con todas sus aliadas: la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, hacer del Don Diego y vengo de los godos, (de la pata del Cid, diríamos hoy) el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el brío con todo género de presunción y todo esto desde el más noble hasta el más plebeyo” (c. XIII). Un buen elenco de fallos de los que no se salva nadie, según don Baltasar.
Gozamos con humillar al prójimo, hasta hacemos gastos superfluos sólo para ser objeto de la envidia del vecino y aparentar más que él, únicamente por eso. Hablamos mal, rebajamos al otro pensando que así subimos más nosotros y sucede lo contrario. Según Fabretti: “Hablar de los pecados del prójimo es uno de los oficios más trágicos e imbéciles de la soberbia humana”. En cierta ocasión en la que unos parientes trataban de sacar los trapos sucios de familia un abuelo los atajó diciéndoles: “Lo malo callailo”. Era un sabio consejo.
Pero es que por encima de todo esto, criticar a los demás, tratar de sacar a relucir sus fallos para justificarnos nosotros es uno de los pecados que Jesús fustiga con mayor severidad en el Evangelio como podemos ver en la parábola del piadoso y cumplidor fariseo. Además, y paradójicamente, si alguien, incontinente, tuviera esa pasión de enaltecerse y ser tenido en algo, (por otra parte una pasión muy humana), tiene la solución bien fácil. Hasta nos la dice el mismísimo Evangelio: que se humille, porque “aquel que se humilla será enaltecido...”.Jmf.

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