jueves, 31 de octubre de 2019


FIESTA DE TODOS LOS SANTOS 1-XI-2019 (Mt. 5, 1-12)C

 Uno de los lugares más conocidos y visitados del mundo es El Arco de Triunfo de París, situado en la Plaza de la Estrella. Bajo el Arco se encuentra la tumba de “El soldado desconocido” que guarda los restos de un combatiente francés anónimo. Su cuerpo fue recogido en el campo de batalla para rendirle culto como símbolo y personificación de todos aquellos héroes que han dado su vida por la patria en todos los frentes. De sus hazañas, vida e identidad nadie sabe nada. Al menos es un gesto hermoso que huele a gratitud. Y así como lo peor para una persona, con nombres y apellidos, es ser sepultada en la tumba del olvido, se podría decir, de igual manera, que, lo más hermoso de un corazón humano es levantar una tumba conocida y visitada, aún para aquellos cuyos nombres no sabemos.
Pues algo así viene a ser para los cristianos esta fiesta de Todos los Santos que celebra la vida, obras y milagros de aquella buena gente, que ha sido canonizada en off.
La fiesta arranca de los primeros años del s. VII. El Papa Bonifacio IV visitaba cierto día las catacumbas romanas. En sus muros yacían enterrados los cuerpos de San Calixto, San Ceferino, San Sebastián, Santa Cecilia, Santa Inés, San Valeriano…, etc., pero había también muchas tumbas anónimas de mártires desconocidos. Entonces, profundamente conmovido, tuvo la idea de sacar del anonimato sus restos y reliquias. Se preparó, una gran procesión de 24 carros con aquel venerable cargamento y se depositó en el templo que Agripa, siglos antes, había levantado a todos los dioses, razón por la que se le vino a llamar Panteón, nombre que luego, por extensión, pasó a significar cualquier lugar suntuoso preparado para recibir los restos de una persona. Y a partir de esta fecha el gran templo se convirtió en una Basílica cristiana.  Así y aquí tuvo origen la fiesta.
Actualmente, en vez de tumba, tienen consagrado a su recuerdo y veneración este primer día de noviembre. Y también cada altar. Hasta no hace mucho, era obligatorio para celebrar la misa, contar con un ara o piedra que contuviera el sepulcro de un mártir conocido o desconocido cuyos restos, unos huesecitos apenas, procedían de las catacumbas. En la vida son innumerables las personas que siendo auténticos talentos en cualquier campo del arte no han tenido la oportunidad de darse a conocer: escritores, escultores, pintores, músicos, etc. De igual manera los santos, pero estos tienen hoy su día. ¿A quiénes se recuerda? Pues a todos aquellos a los que el Señor llama felices (hayan subido a los altares o no). Nos pone en la pista de ellos el mismo Evangelio: a quienes va a hacer felices, el llanto, el hambre, el dolor, la misericordia, la limpieza de corazón, la paz y la persecución a causa de la justicia. Por lo tanto para ser santo no es necesario ni ser rico, ni tener salud, ni siquiera estar alegre “los que ríen”, sino que es, hasta mejor camino, el contrario. Son de esas paradojas con las que nos sorprende a menudo el Evangelio.
Cuando Jesús gritó desde lo alto de una monte esas consignas que nosotros llamamos “Bienaventuranzas” seguramente en los ricos despertó ira y en los pobres admiración. Pero no es porque Jesús quiera y busque que lloremos, que pasemos hambre, que suframos en una palabra, sino que hay que verlo de otro modo. Aquellos a los que la vida ha condenado a la pobreza, a la miseria, al hambre… pueden sentirse felices, pueden darse por satisfechos si saben aprovecharse de ello, Cristo va a recompensar en el cielo con creces esas carencias. En cambio los ricos pasarán hambre y sed, pedirán a cualquier Lázaro que les moje los labios con el dedo, llorarán pero de otra forma, ahí está la diferencia. En la Biblia la riqueza era señal de bendición por parte de Dios. Aquí se habla de la riqueza mal adquirida, mal empleada, mal distribuida ... “Ay de vosotros, los ricos...”.
Decía que se trata de extrañas paradojas pero que también se dan en la vida. A este respecto recuerdo dos historias que andan por ahí de boca en boca y que de algún modo resumen esta filosofía evangélica. La primera es la de aquel personaje que regalaba su mansión al hombre más feliz. Ante él desfiló mucha gente. Todos aducían argumentos para demostrar su gran felicidad, su plena satisfacción interior y externa. Cansado el personaje de aguantar tanta falsedad dijo por fin al último: - Amigo, ¿cómo me dices que eres plenamente feliz? Si lo fueras no necesitarías mi mansión para nada.
O la de aquel otro que regalaba una inmensa fortuna a quien le trajera la camisa del hombre feliz. Todos se lanzaron en busca de la valiosa camisa del hombre feliz. No había manera de encontrar un hombre dichoso sobre la tierra, unos se lamentaban de la falta de salud, otros de su pobreza, otros ambicionaban honores, otros alegría... no se encontraba al hombre feliz. Un día alguien entró en una cabaña, habló con el anciano que la habitaba y al oírlo sus ojos se encendieron, aquel hombre no ansiaba nada, lo tenía todo pues no echaba en falta cosa alguna, era feliz con su suerte. Te doy el dinero que me pidas, si me da tu camisa... Entonces el anciano lo miró de hito en hito entre irónico y sonriente y le contestó: -Yo nunca usé camisa. El hombre feliz no tenía camisa.
Algo ve la gente en ese poder vivir sin necesitar, sin envidiar, sin odiar, retirado de todo, como dejó escrito sobre la pared de la cárcel nuestro gran clásico Fray Luis de León, en una conocida décima:
“Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
¡Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado!
Y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso
a solas su vida pasa;
con sólo Dios se acompasa
ni envidiado ni envidioso.
Esa viene a ser la lección de hoy. Hay gente feliz cuya vida nadie conoce. Hay muchos santos que andan por ahí sueltos, desconocidos. Hay muchas almas en el cielo de quienes ya nadie se acuerda pero que la Iglesia no quiere olvidar y a quienes consagra también este día: Todos aquellos que, amando según el Evangelio, lucharon por un mundo mejor, se desprendieron de todo cuanto han podido, ligeros de equipaje supieron llevar con paciencia las contrariedades de esta vida, todos aquellos a quienes Cristo llama Bienaventurados y por ello son santos aunque no estén en los altares. Y a ellos podemos y debemos también encomendarnos puesto que ante Dios todo aquel que está en el cielo tiene poder de interceder. ¡Cuántas veces habremos oído recitar aquella famosa rima de Gustavo Adolfo Bécquer: Volverán las oscuras golondrinas...”!. Sin embargo tiene otra titulada, “Primero de noviembre”, no tan conocida pero sí tan hermosa, en la que va implorando a los diversos grupos de santos: vírgenes, confesores, mártires, etc. Algunas de sus estrofas rezan así:
Patriarcas que fuisteis la semilla
del árbol de la fe, en siglos remotos,
al vencedor divino de la muerte
¡rogadle por nosotros!
... Apóstoles que echasteis en el mundo
de la Iglesia el cimiento poderoso,
al que es de la verdad depositario
¡rogadle por nosotros!
Mártires que ganasteis vuestras palmas
en la arena del circo, en sangre rojo,
al que os dio fortaleza en los tormentos
¡rogadle por nosotros!
Vírgenes, semejantes a azucenas
que el verano vistió de nieve y oro,
al que es fuente de vida y hermosura
¡rogadle por nosotros!
... Doctores, cuyas plumas nos legaron
de virtud y saber, rico tesoro,
al que es raudal de ciencia inextinguible
¡rogadle por nosotros¡
¡Soldados del ejército de Cristo!
¡Santos y santas todos!
Rogadle que perdone nuestras culpas
a Aquel que vive y reina entre vosotros!
En cuanto al culto que se dio a los santos en general, empezó consistiendo en pequeños ritos muy sencillos con ocasión de los natalicios, el día en que había sido martirizado un miembro de la comunidad. Este culto a los mártires tuvo al principio alguna semejanza con el de los difuntos, porque así como los paganos recordaban a sus seres queridos adornando las tumbas con flores y perfumes lo mismo hicieron los cristianos con las de sus mártires. Luego, al cesar las persecuciones, se empezó a venerar la memoria de cristianos cuya vida ejemplar era un martirio indirecto, de ahí que se los llamara confesores. Cobró una cierta solemnidad después de la paz de Constantino, año 313. En estas funciones tenían lugar lecturas tomadas de la Biblia o sacadas de las Actas del Martirio del santo recordado seguidas de salmos, y terminando, de ordinario, con la misa. También se equipararon las vírgenes a los mártires pues conservar la virtud de la virginidad se consideraba un verdadero combate olímpico. Y con la virginidad se equiparó la viudedad, otra forma de ascesis cristiana. Finalmente entraron los obispos debido a su responsabilidad misionera. Todo ello nos invita a todos a ser santos. Todos podemos y debemos. aspirar a la santidad, si no a la practicada en grado heroico o martirial, sí a hacer las cosas lo mejor que podamos, a trabajar por el bien del prójimo, a no hacer a los demás lo que nos deseamos que nos hagan a nosotros, a hacer feliz a todos cuantos nos rodean. Pertenecemos a una religión tan sublime que lo que hagamos a nuestro prójimo se los estamos haciendo al mismo Dios. Esa es ni más ni menos la clave de la perfección cristiana. Como dijo Santa Teresa, “no es hacer cosas extraordinarias, sino hacer las cosas ordinarias extraordinariamente bien”. Jmf.

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