FIESTA
DE TODOS LOS SANTOS 1-XI-2019 (Mt. 5, 1-12)C
Pues algo así viene a ser para los cristianos esta
fiesta de Todos los Santos que celebra la vida, obras y
milagros de aquella buena gente, que ha sido canonizada en off.
La fiesta arranca de los primeros años del s. VII. El
Papa Bonifacio IV visitaba cierto día las catacumbas
romanas. En sus muros yacían enterrados los cuerpos de San Calixto, San Ceferino, San Sebastián, Santa Cecilia, Santa Inés, San Valeriano…, etc., pero había también muchas tumbas anónimas de
mártires desconocidos. Entonces, profundamente conmovido, tuvo la idea de sacar
del anonimato sus restos y reliquias. Se preparó, una gran procesión de 24
carros con aquel venerable cargamento y se depositó en el templo que Agripa, siglos antes, había levantado a
todos los dioses, razón por la que se le vino a llamar Panteón, nombre que luego, por extensión, pasó a significar
cualquier lugar suntuoso preparado para recibir los restos de una persona. Y a
partir de esta fecha el gran templo se convirtió en una Basílica cristiana. Así y
aquí tuvo origen la fiesta.
Actualmente, en vez de tumba, tienen consagrado a su
recuerdo y veneración este primer día de noviembre. Y también cada altar. Hasta
no hace mucho, era obligatorio para celebrar la misa, contar con un ara o
piedra que contuviera el sepulcro de un mártir conocido o desconocido cuyos
restos, unos huesecitos apenas, procedían de las catacumbas. En la vida son
innumerables las personas que siendo auténticos talentos en cualquier campo del
arte no han tenido la oportunidad de darse a conocer: escritores, escultores,
pintores, músicos, etc. De igual manera los santos, pero estos tienen hoy su
día. ¿A quiénes se recuerda? Pues a todos aquellos a los que el Señor llama
felices (hayan subido a los altares o no). Nos pone en la pista de ellos el
mismo Evangelio: a quienes va a hacer felices, el llanto, el hambre, el dolor,
la misericordia, la limpieza de corazón, la paz y la persecución a causa de la
justicia. Por lo tanto para ser santo no es necesario ni ser rico, ni tener
salud, ni siquiera estar alegre “los que
ríen”, sino que es, hasta mejor camino, el contrario. Son de esas paradojas
con las que nos sorprende a menudo el Evangelio.
Cuando Jesús gritó desde lo alto de una monte esas
consignas que nosotros llamamos “Bienaventuranzas”
seguramente en los ricos despertó ira y en los pobres admiración. Pero no es
porque Jesús quiera y busque que
lloremos, que pasemos hambre, que suframos en una palabra, sino que hay que
verlo de otro modo. Aquellos a los que la vida ha condenado a la pobreza, a la
miseria, al hambre… pueden sentirse felices, pueden darse por satisfechos si
saben aprovecharse de ello, Cristo va a recompensar en el cielo con creces esas
carencias. En cambio los ricos pasarán hambre y sed, pedirán a cualquier Lázaro que les moje los labios con el dedo, llorarán pero de otra forma, ahí
está la diferencia. En la
Biblia la riqueza era señal de bendición por parte de Dios.
Aquí se habla de la riqueza mal adquirida, mal empleada, mal distribuida ... “Ay de vosotros, los ricos...”.
Decía que se trata de extrañas paradojas pero que
también se dan en la vida. A este respecto recuerdo dos historias que andan por
ahí de boca en boca y que de algún modo resumen esta filosofía evangélica. La
primera es la de aquel personaje que regalaba su mansión al hombre más feliz. Ante
él desfiló mucha gente. Todos aducían argumentos para demostrar su gran
felicidad, su plena satisfacción interior y externa. Cansado el personaje de
aguantar tanta falsedad dijo por fin al último: - Amigo, ¿cómo me dices que eres plenamente feliz? Si lo fueras no
necesitarías mi mansión para nada.
O la de aquel otro que regalaba una inmensa fortuna a
quien le trajera la camisa del hombre
feliz. Todos se lanzaron en busca de la valiosa camisa del hombre feliz. No
había manera de encontrar un hombre dichoso sobre la tierra, unos se lamentaban
de la falta de salud, otros de su pobreza, otros ambicionaban honores, otros
alegría... no se encontraba al hombre feliz. Un día alguien entró en una
cabaña, habló con el anciano que la habitaba y al oírlo sus ojos se
encendieron, aquel hombre no ansiaba nada, lo tenía todo pues no echaba en
falta cosa alguna, era feliz con su suerte.
Te doy el dinero que me pidas, si me da tu camisa... Entonces el anciano lo miró de hito en hito entre irónico y
sonriente y le contestó: -Yo nunca usé camisa. El hombre feliz no
tenía camisa.
Algo ve la gente en ese poder vivir sin necesitar, sin
envidiar, sin odiar, retirado de todo, como dejó escrito sobre la pared de la
cárcel nuestro gran clásico Fray Luis de
León, en una conocida décima:
“Aquí
la envidia y mentira
me
tuvieron encerrado.
¡Dichoso
el humilde estado
del sabio
que se retira
de aqueste
mundo malvado!
Y con
pobre mesa y casa
en el
campo deleitoso
a solas su
vida pasa;
con sólo
Dios se acompasa
ni
envidiado ni envidioso.
Esa viene a ser la lección de hoy. Hay gente feliz
cuya vida nadie conoce. Hay muchos santos que andan por ahí sueltos,
desconocidos. Hay muchas almas en el cielo de quienes ya nadie se acuerda pero que la Iglesia no quiere olvidar y a quienes consagra
también este día: Todos aquellos que, amando según el Evangelio, lucharon por
un mundo mejor, se desprendieron de todo cuanto han podido, ligeros de equipaje supieron llevar con
paciencia las contrariedades de esta vida, todos aquellos a quienes Cristo
llama Bienaventurados y por ello son
santos aunque no estén en los altares. Y a ellos podemos y debemos también
encomendarnos puesto que ante Dios todo aquel que está en el cielo tiene poder
de interceder. ¡Cuántas veces habremos oído recitar aquella famosa rima de Gustavo Adolfo Bécquer: “Volverán las oscuras
golondrinas...”!. Sin embargo tiene otra titulada, “Primero de noviembre”, no tan conocida pero sí tan hermosa,
en la que va implorando a los diversos grupos de santos: vírgenes, confesores,
mártires, etc. Algunas de sus estrofas rezan así:
Patriarcas que fuisteis la semilla
del árbol de la fe, en siglos
remotos,
al vencedor divino de la muerte
¡rogadle por nosotros!
... Apóstoles que echasteis en el
mundo
de la Iglesia el cimiento
poderoso,
al que es de la verdad depositario
¡rogadle por nosotros!
Mártires
que ganasteis vuestras palmas
en la
arena del circo, en sangre rojo,
al que os
dio fortaleza en los tormentos
¡rogadle por nosotros!
Vírgenes, semejantes a azucenas
que el verano vistió de nieve y oro,
al que es fuente de vida y hermosura
¡rogadle por nosotros!
... Doctores, cuyas plumas nos
legaron
de virtud y saber, rico tesoro,
al que es raudal de ciencia
inextinguible
¡rogadle por nosotros¡
¡Soldados del ejército de Cristo!
¡Santos y santas todos!
Rogadle que perdone nuestras culpas
a Aquel
que vive y reina entre vosotros!
En cuanto al culto que se dio a los santos en general,
empezó consistiendo en pequeños ritos muy sencillos con ocasión de los natalicios, el día en que había sido
martirizado un miembro de la comunidad. Este culto a los mártires tuvo al
principio alguna semejanza con el de los difuntos, porque así como los paganos
recordaban a sus seres queridos adornando las tumbas con flores y perfumes lo
mismo hicieron los cristianos con las de sus mártires. Luego, al cesar las
persecuciones, se empezó a venerar la memoria de cristianos cuya vida ejemplar
era un martirio indirecto, de ahí que se los llamara confesores. Cobró una cierta solemnidad después de la paz de Constantino, año 313. En estas funciones tenían lugar lecturas tomadas de la Biblia
o sacadas de las Actas del Martirio
del santo recordado seguidas de salmos, y terminando, de ordinario, con la
misa. También se equipararon las vírgenes
a los mártires pues conservar la virtud de la virginidad se consideraba un
verdadero combate olímpico. Y con la virginidad se equiparó la viudedad, otra forma de ascesis
cristiana. Finalmente entraron los
obispos debido a su responsabilidad misionera. Todo ello nos invita a todos
a ser santos. Todos podemos y debemos. aspirar a la santidad, si no a la
practicada en grado heroico o martirial, sí a hacer las cosas lo mejor que
podamos, a trabajar por el bien del prójimo, a no hacer a los demás lo que nos
deseamos que nos hagan a nosotros, a hacer feliz a todos cuantos nos rodean.
Pertenecemos a una religión tan sublime que lo que hagamos a nuestro prójimo se
los estamos haciendo al mismo Dios. Esa es ni más ni menos la clave de la
perfección cristiana. Como dijo Santa Teresa, “no es hacer cosas extraordinarias, sino hacer las cosas ordinarias
extraordinariamente bien”. Jmf.
No hay comentarios:
Publicar un comentario