DOMINGO XXVII 6-X-2019 (Lc.- 17, 5-10) C
Todos los días asistimos a huelgas y a
manifestaciones. Y ¿qué es lo que reivindican? En algunas la solución de un
problema social, aunque lo más común y en el fondo lo que se exige son los
problemas de dinero. El salario, al
ser la única fuente de ingresos para muchos, es tan vital que cuando falta,
falta todo. Hace años el metalúrgico o el minero, al par que el sueldo, tenía
un poco de agricultura, una vaca, unas gallinas, un huerto... de modo que
cuando fallaba el salario aún podía mantenerse un
tiempo echando mano de aquel último recurso. Hoy se han quemado las naves
olímpicamente. De ahí la contundencia de estas reivindicaciones.
Pues bien, el evangelio de hoy nos presenta a los Apóstoles
manifestándose ante Jesús. Y es
hermoso lo que piden: no dinero sino aumento
de fe con una oración tan breve y a la vez tan pragmática... Hoy como entonces deberíamos también pedirle a Dios aumento
de fe. Porque cuando todo falla en la vida es la fe lo que nos puede mantener
en pie y ayudarnos a sobrevivir. Y es que aunque los hombres depositamos mucha
más fe en el progreso y en los adelantos técnicos, en las ideologías y en las
instituciones, cuando estas nos fallan, ¡y fallan tantas veces...!, se nos
viene todo abajo. De ahí la necesidad de pedirle a Dios que aumente nuestra fe
en Él y en su hijo Jesucristo.
Y ¿qué es la fe? Miguel de Unamuno
solía definirla como un querer creer,
que no es poco. Pero al no encontrar en la lengua castellana un sustantivo
apropiado para expresar
adecuadamente ese querer, que no es querencia, terminó definiéndola como tener ganas de creer. Y en cierto modo puede
que tuviera razón pues el sustantivo ganas
es tan importante para el hombre que lo hemos canonizado e incluso entronizado,
ya que solemos siempre acompañarlo del superlativo “realísima (gana)”o el de la “santísima
(gana)”. De modo que podemos quedarnos, si nos gusta, con ambas acepciones “fe es querer creer” o “fe son ganas de creer”. Y añade Unamuno: “Al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por el camino de la razón
sino por el camino del dolor y del sufrimiento. La razón más bien nos aparta de
Él. No es posible conocerle para luego amarle; hay que empezar a amarle, a
anhelarle antes de conocerle” (p. 208). Nos acordamos de santa Bárbara
cuando truena.
“Dios
-sigue diciendo Unamuno., es en cada uno según cada uno lo siente y
según lo ama. Si dos hombres, añade Kierkegard,
rezan uno al verdadero Dios con
insinceridad personal, y el otro reza con la pasión de toda de la infinitud a
un ídolo, es el primero el que en realidad ora a un ídolo, mientras que el
segundo ora en verdad a Dios... Hasta la misma superstición puede ser más
reveladora que la
Teología. El viejo Padre de luengas barbas y melenas blancas,
que aparece entre nubes llevando la bola del mundo en la mano, es más vivo y
más verdadero que el ens realissimum de la teodicea”. (p. 214). Fin de la
cita.
Y en otro de sus hermosos párrafos de El sentimiento trágico de la vida sigue
diciendo Unamuno: “Se cree lo que se espera, se cree en la
esperanza. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos... La fe es fe en la
esperanza; creemos lo que esperamos. El amor nos hace creer en Dios en quien
esperamos Y de quien esperamos la vida futura...”. (pág. 227).
El filósofo y psicólogo norteamericano William James definía la fe de modo
parecido, como “voluntad de creer”. Y
escribió un libro con ese mismo título. En él trata de probar que la fe es cosa
del corazón más que de la cabeza, tesis que no concuerda con la doctrina del Concilio Vaticano I que afirmaba que “podemos conocer a Dios con la luz de la
razón” (naturali rationis humanae
lumine certe cognoscere posse).
En ese mismo libro se dice que el mal y el error es algo real (no simples
negaciones o ausencias del bien, como afirma san Agustín) y de ahí la importancia de creer en la posibilidad de
vencer el mal y de creer firmemente en los valores del individuo y de la
humanidad. “Creer no es cuestión de
entendimiento, dice, sino de corazón”.
No se trata de probar la existencia o inexistencia de Dios en el mundo, la fe
es otra cosa. La fe nos confiere una fuerza a los hombres que la hace casi
omnipotente, además de ir acompañada de la convicción y de la insistencia. “Si tuvierais fe como un grano de mostaza
diríais a ese monte ¡quítate de ahí!, y a esa morera ¡arráncate de raíz y
plántate en el mar!, y os obedecerían”. (Mt. 17,20).
Aquellas personas que se han movido guiadas por
la fe ¡cuántas moreras habrán
arrancado de raíz y cuantos montes
habrán trasladado, no en sentido material, pero sí espiritualmente!, lo que a
veces es tan difícil o más que llevarlo a cabo físicamente. El que tiene fe es
capaz de humillarse, y humillarse es trasladar
la montaña interior de la soberbia, nuestro orgullo y egoísmo, y arrojarlo al
mar. Y eso a veces sí que es un milagro... “si
tuvierais fe como un grano de mostaza” lo veríamos todo más claro, sería
todo más sencillo y sobre todo veríamos a Dios en cada esquina, en cada
acontecimiento de la vida, bueno o malo. Preguntaba en una ocasión un joven monje a su
maestro:
“¿Quién hizo las montañas, los ríos y los bosques?”, a lo que el
maestro le contestó preguntando:
“¿Y quién hizo que tú hicieras esa pregunta?” Y añadió: “Busca
la respuesta en tu interior”.
Es lo mismo que cuenta Gibrán
Jalil: “Un día subí a la montaña y le hablé a Dios: “Señor, soy tu esclavo, tu deseo es mi ley que siempre obedeceré...”.
Mas Dios no dijo nada. Mil años después regresé a la montaña y hablé otra vez a
Dios: “Creador mío, soy criatura tuya, te
debo cuanto soy...”. Pero Dios no contestó. Y pasó ante mí como un ave veloz. Mil años después
volví a subir a la montaña y de nuevo le hablé a Dios: “Padre, soy tu hijo con amor me diste la vida, con amor te adoraré y
heredaré tu reino”. Tampoco esta vez respondió el Señor; y pasó como una
niebla que cubría la montaña. Mil años después otra vez ascendí a la montaña
para hablarle de nuevo a Dios diciendo: “Dios
mío, eres mi anhelo y mi deseo, soy tu ayer. Tú eres mi mañana. Soy tu raíz en
la tierra Tú eres mi flor en el cielo, juntos creceremos ante la faz del sol”. Y Dios se inclinó hacia mí y me susurró
dulces palabras. Como el mar que envuelve al manantial que desemboca en él así
Dios me envolvió. Y cuando bajé a los valles vi que Dios estaba no sólo en la
montaña, sino también allí.”
A veces queremos encontrar la fe en el templo,
otras veces en los milagros; decimos que la perdemos si vemos en la Iglesia cosas que nos
hieren cuando todo depende únicamente de nosotros. Es verdad que ciertos
cambios, ciertas normas y actitudes y faltas, pueden chocar e incluso
escandalizar a algunas almas débiles formadas en un cristianismo sin cimientos.
Recuerdo a este propósito lo que decía en una de sus cartas, “Ilustrísimos Señores”, dirigida a Guillermo Marconi, de aquel Papa que
apenas conocimos, Juan Pablo I: “Yo que soy obispo me siento a veces en la
misma situación que el hijo de Juan II, rey de Francia, cuando luchaba sin dar
descanso a su espada, en la memorable batalla de Poitiers el año 1356. A su lado combatía su
hijo que, velando por su padre, le gritaba de vez en cuando: ¡Cuidado,
padre, a la derecha! ¡Cuidado, padre, a la izquierda! Es lo
mismo que yo tengo que hacer continuamente. Pero es difícil. Desde la derecha
se levantan airados gritos acusando de impiedad y sacrilegio cada vez que se
sustituye un rito viejo por otro nuevo. Desde la izquierda se introduce la
novedad por la novedad desmantelando alegremente el edificio pasado; se
arrinconan las imágenes y se ve cómo la idolatría y la superstición se
extienden por todas partes, llegando a decir que para salvar la dignidad de
Dios es preciso hablar de Él en términos elevadísimos o guardar absoluto
silencio... Sé que no se puede hablar de Dios tal como se merece, pero también
sé que debo hablar de Él de alguna manera...”.
Tenía razón Juan
Pablo I que hay que estar atendiendo
a derecha e izquierda de continuo pues los ataques contra la fe no cesan...
Tenía razón Unamuno al afirmar que
la fe es más bien cosa de corazón que de cabeza: “Ganas de creer”. Tiene razón Gibrán
Jalil cuando nos invita a buscar a Dios no en las nubes sino dentro del
corazón. “el Reino de Dios va dentro, con
vosotros” y finalmente y sobre todo tiene razón Jesús en lo que hoy nos dice en su Evangelio, que “si tuviéramos fe como un grano de mostaza
diríamos a esta morera: ¡arráncate de raíz y plántate en el mar!, y nos
obedecería”. Porque la fe además de dar sentido a la vida y sustentar
nuestra existencia cuando todo lo demás falla, además de descubrirnos el camino
de la felicidad es capaz de hacer milagros y de transportar montañas. Son
palabras que antes pasarán el cielo y la tierra que dejen de cumplirse. Y en
ello está comprometida la palabra del mismísimo Cristo. Jmf
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