viernes, 11 de octubre de 2019


DOMINGO XXVIII. 13-X-2019 (Lc. 17, 11‑19) C

Hace bastantes años que lo leí en un libro para niños. El pequeño de la casa dejó un día sobre la mesita de noche de su madre un papel escrito en el que pedía una recompensa por su trabajo en casa: “Por ir toda la semana a buscar el pan a la tienda 100 ptas., por llevar correspondencia al correo 50 ptas., por bajar la bolsa de la basura al contenedor 50 ptas. , por ir a buscar fruta a la plaza 100 ptas., por ayudar a papá a lavar el coche 50 ptas., total...”. A la mañana siguiente también él encontró una nota en su mesita de noche. La firmaba su madre. Decía poco más o menos: “Por traerte a la vida: nada. Por aguantar tu llanto tantas noches sin quejarme: nada. Por darte la comida y procurar que sea lo que a ti te gusta: nada. Por llevarte conmigo tantos meses: nada. Por limpiarte y asearte sin que nunca me dijeras gracias: nada. Total... ¡nada!”.
Los hombres, como el niño del cuento, sólo vemos lo que damos, nunca lo que recibimos. Y tendríamos que tratar de cambiar las gafas de nuestro egoísmo alguna vez, esas gafas con las que vemos pequeñísimo lo que recibimos y con un gran aumento lo que damos. El hombre es un animal muy desagradecido. Con lo hermoso y gratificante que es la gratitud. Los perros, ni dan lana ni carne ni leche y cómo se les quiere ¿Sabéis por qué? porque son agradecidos. Les das un poco de pan, un poco de carne y ya los tienes a tu vera lamiéndote la mano. Viven gratis y algunos muy confortablemente sólo porque tienen esa cualidad tan apreciable: ser agradecidos. Los hombres no, los hombres solemos ser muy desagradecidos. Y la gratitud es una virtud evangélica, hasta tal punto que una forma de orar  consiste en “dar las gracias”. Más aún, la palabra eucaristía se deriva de un verbo griego (euXaristeo) que significa dar gracias. A muchos cristianos habría que recordarles a menudo lo que algunos padres dicen a sus hijos si permanecen callados después de recibir un regalo: “Oye, hijo ¿cómo se dice?” esperando que el niño diga: gracias.
Todo esto es debido a nuestra rutina, a que nos hemos acostumbrado a no echar nada en falta y a recibir lo mejor. Y el mayor enemigo de la convivencia y también de la piedad es la rutina, el acostumbrarse a... Cualquier habitante de ese desgraciado tercer mundo, con una parte de lo que nosotros derrochamos se volvería loco de contento, pero la rutina mata todo brote de gratitud, de gozo, de satisfacción e incluso de virtud llegando a realizar las cosas más santas y más hermosas de la manera más rutinaria y fría.
Tiene León Felipe un poema en su libro “Romero sólo” que ilustra muy bien esto que decimos:   
“Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo, ni el tablado de la farsa,
ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos...
   ... No sabiendo los oficios
los haremos con respeto.
    Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquiera sirve, cualquiera,
menos un sepulturero...”.
Cuanto más cerca andamos de las cosas santas, cuanto mejores cristianos nos creemos (nos lo creemos) con más frialdad y poco respeto solemos actuar, andar por las iglesias, tratar a los muertos...
Hoy nos pone el Evangelio un claro ejemplo de desagradecimiento en la curación de los diez leprosos. No fueron los judíos celosos de sus ritos, aquellos que se creían miembros del pueblo elegido y que fueron curados por Jesús los que regresan a dar las gracias. Acaso ellos estaban creídos de merecer aquello y mucho más, no, ellos irían lo primero a cumplir con lo mandado, a celebrar su rito: presentarse a los sacerdotes para recibir la cédula de curación, así estaba ordenado. Es un samaritano, un proscrito, un extranjero, un hereje, hoy le llamaríamos un marginado, un africano, un espalda mojada, el que no bien se da cuenta del milagro, sin perder un momento, deja a un lado el ritual, pospone lo ordenado, y regresa a los pies de Jesús a dar las gracias.
Ya en otro pasaje es un publicano, otro marginado, el que, orando en el templo, sale justificado y en cambio el celoso y piadoso fariseo es condenado. Lo mismo al final del mundo, serán justificados los que sin conocer a Cristo le dieron de comer y le vistieron y en cambio sus amigos, a pesar de haber comido con él y haber cumplido a lo mejor con la ley, por haberle olvidado en los demás, irán al castigo eterno. Yo creo que es una lectura qué deberíamos hacer con más detenimiento tratando de copiar e imitar lo que nos manda verdaderamente Cristo y dejarnos de andar por las ramas.
Desde antiguo el cristianismo identificó lepra con pecado. Para vernos libres de él la Iglesia usó la penitencia, desde luego, pero también otros ritos como son las indulgencias, los grandes jubileos, etc., algo hoy un tanto discutible. El año 1300 Bonifacio VIII convocó el primero de estos jubileos, durante el cual media Europa peregrinó a Roma a pie, a caballo, en carros, con ancianos y enfermos tratando de ganar las numerosas indulgencias prescritas mediante la visita a los 30 templos indicados. Allí llegaron entre otros Dante, Giotto, el músico Casella y el cronista Giovanni Villani que luego comentaría: “Fue de lo más maravilloso... durante todo el año había en Roma más de 200.000 peregrinos, sin contar los que llegaban o se iban, y nadie pasaba necesidad de nada... fue un año de gracia”. Es una pena que actos así no duraran toda la vida y que se extendieran al mundo entero. Clemente VI ordenó que se hicieran cada 50 años y Pablo II en 1475 cada 25. En 1950 Pío XII proclamó otro Jubileo o Año Santo con el lema “Gran perdón, gran retorno.  En los templos durante el año 1949 se rezaba como preparación una plegaria cuya primera invocación era precisamente una acción de gracias: “¡Omnipotente y sempiterno Dios! Con toda el alma te damos gracias por el gran beneficio del Año Santo...”. Entre estos jubileos se encuentra nuestro Año Jubilar Jacobeo. Es una ocasión que nos brinda la Iglesia para convertirnos, volvernos a Dios y mostrarle al menos, como decíamos, nuestra gratitud.
Cada año durante las Témporas tenemos también varios días que la Iglesia llama de acción de gracias y que posiblemente no les demos demasiada importancia cuando deberían ser días como lo fueron y aún son para el pueblo judío el Yom kipur, o día del gran perdón y lo fue la Pascua en acción de gracias por el final de la cosecha y hoy para un cristiano debería serlo por haber resucitado ese día el Señor, trigo hecho pan para nuestro alimento espiritual. El día 8 de octubre de 1992 recibía el premio Nobel Derek Walcott. En la primera entrevista que leí, a la pregunta de que si su mística era religiosa respondía: “Soy creyente y siempre he tenido un verdadero sentimiento de gratitud (para con Dios) tanto por la poesía que considero un don suyo como por la belleza de la tierra y de la vida que nos rodea...”. (El País 9-X-92).
Un modo de reconciliarnos con Dios, es reconciliarse con el prójimo, ayudándonos mutuamente a salir de nosotros mismos con lo que todos ganaríamos y todos nos veríamos salvados. Juan Pablo I en una de sus cartas, tomada de su libro “Ilustrísimos señores”, que citábamos el domingo pasado, cuenta aquella historieta bastante conocida pero que merece la pena recordar: “Murió cierto habitante de Corea y ya en el otro mundo pidió a San Pedro poder ver el infierno. Al entrar vio grandes mesas con escudillas de sabroso arroz y los comensales hambrientos intentando llevarse la comida a la boca, pero tenían en sus manos unos palillos tan largos que les era imposible acercar ni un grano para comérselo y así se desesperaban corroídos por el hambre. Luego entró en el cielo y con gran asombro vio las mismas mesas con las mismas escudillas, los mismos palillos enormemente largos y parecidos comensales a ambos lados pero observó que los de una parte de la mesa daban de comer a los de la parte opuesta y viceversa, de modo que allí comía todo el mundo. Se habían acostumbrado en el mundo a servir a los hermanos”.
Sólo sabemos pedir, depositar nuestro trabajo ¡y que nos rindan cuentas!, sólo pensamos en nosotros sin enterarnos que todos somos deudores unos de los otros, que todos nos debemos y por tanto deberíamos ser agradecidos, serviciales y caritativos con el prójimo. Sólo con que unos cuantos hombres, sólo con que los cristianos cumpliéramos este programa el mundo cambiaría radicalmente de la noche a la mañana y para bien.
Es por ese camino, el de la gratitud por donde podemos encontrar a Jesús como lo halló el samaritano. Si nos empeñamos en correr hacia los ritos, hallaremos el templo pero posiblemente habremos perdido de encontrarnos con el Señor por el camino. Jmf


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