DOMINGO XXVIII. 13-X-2019 (Lc. 17, 11‑19) C
Hace
bastantes años que lo leí en un libro para niños. El pequeño de la casa dejó un
día sobre la mesita de noche de su madre un papel escrito en el que pedía una
recompensa por su trabajo en casa: “Por
ir toda la semana a buscar el pan a la tienda 100 ptas., por llevar
correspondencia al correo 50 ptas., por bajar la bolsa de la basura al
contenedor 50 ptas. , por ir a buscar fruta a la plaza 100 ptas., por ayudar a
papá a lavar el coche 50 ptas., total...”. A la mañana siguiente también él
encontró una nota en su mesita de noche. La firmaba su madre. Decía poco más o
menos: “Por traerte a la vida: nada. Por
aguantar tu llanto tantas noches sin quejarme: nada. Por darte la comida y
procurar que sea lo que a ti te gusta: nada. Por llevarte conmigo tantos meses:
nada. Por limpiarte y asearte sin que nunca me dijeras gracias: nada. Total...
¡nada!”.
Los hombres, como el niño del cuento, sólo vemos
lo que damos, nunca lo que recibimos. Y tendríamos que tratar de cambiar las
gafas de nuestro egoísmo alguna vez, esas gafas con las que vemos pequeñísimo
lo que recibimos y con un gran aumento lo que damos. El hombre es un animal muy
desagradecido. Con lo hermoso y gratificante que es la gratitud. Los perros, ni
dan lana ni carne ni leche y cómo se les quiere ¿Sabéis por qué? porque son
agradecidos. Les das un poco de pan, un poco de carne y ya los tienes a tu vera
lamiéndote la mano. Viven gratis y algunos muy confortablemente sólo porque
tienen esa cualidad tan apreciable: ser agradecidos. Los hombres no, los
hombres solemos ser muy desagradecidos. Y la gratitud es una virtud evangélica,
hasta tal punto que una forma de orar consiste en “dar las gracias”. Más aún, la
palabra eucaristía se deriva de un verbo griego (euXaristeo) que significa dar gracias. A muchos cristianos habría
que recordarles a menudo lo que algunos padres dicen a sus hijos si permanecen
callados después de recibir un regalo: “Oye,
hijo ¿cómo se dice?” esperando que el niño diga: gracias.
Todo esto es debido a nuestra rutina, a que nos
hemos acostumbrado a no echar nada en falta y a recibir lo mejor. Y el mayor
enemigo de la convivencia y también de la piedad es la rutina, el acostumbrarse
a... Cualquier habitante de ese desgraciado tercer mundo, con una parte de lo
que nosotros derrochamos se volvería loco de contento, pero la rutina mata todo
brote de gratitud, de gozo, de satisfacción e incluso de virtud llegando a
realizar las cosas más santas y más hermosas de la manera más rutinaria y fría.
Tiene
León Felipe un poema en su libro “Romero
sólo” que ilustra muy bien esto que
decimos:
“Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo, ni el tablado de la farsa,
ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos...
... No sabiendo los oficios
los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquiera sirve, cualquiera,
menos un sepulturero...”.
“Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo, ni el tablado de la farsa,
ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos...
... No sabiendo los oficios
los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquiera sirve, cualquiera,
menos un sepulturero...”.
Cuanto más cerca andamos de las cosas santas,
cuanto mejores cristianos nos creemos (nos lo creemos) con más frialdad y poco
respeto solemos actuar, andar por las iglesias, tratar a los muertos...
Hoy nos pone el Evangelio un claro ejemplo de
desagradecimiento en la curación de los diez
leprosos. No fueron los judíos
celosos de sus ritos, aquellos que se creían miembros del pueblo elegido y que
fueron curados por Jesús los que
regresan a dar las gracias. Acaso ellos estaban creídos de merecer aquello y
mucho más, no, ellos irían lo primero a cumplir con lo mandado, a celebrar su
rito: presentarse a los sacerdotes para recibir la cédula de curación, así
estaba ordenado. Es un samaritano, un proscrito, un extranjero, un hereje, hoy
le llamaríamos un marginado, un africano,
un espalda mojada, el que no bien se
da cuenta del milagro, sin perder un momento, deja a un lado el ritual, pospone
lo ordenado, y regresa a los pies de Jesús a dar las gracias.
Ya en otro pasaje es un publicano, otro marginado, el
que, orando en el templo, sale justificado y en cambio el celoso y piadoso
fariseo es condenado. Lo mismo al final del mundo, serán justificados los que
sin conocer a Cristo le dieron de comer y le vistieron y en cambio sus amigos, a
pesar de haber comido con él y haber cumplido a lo mejor con la ley, por haberle
olvidado en los demás, irán al castigo eterno. Yo creo que es una lectura qué
deberíamos hacer con más detenimiento tratando de copiar e imitar lo que nos
manda verdaderamente Cristo y dejarnos de andar por las ramas.
Desde antiguo el cristianismo identificó lepra con pecado. Para vernos
libres de él la Iglesia
usó la penitencia, desde luego, pero también otros ritos como son las indulgencias, los grandes
jubileos, etc., algo hoy un tanto discutible. El año 1300 Bonifacio VIII convocó el
primero de estos jubileos, durante el cual media Europa peregrinó a Roma a pie,
a caballo, en carros, con ancianos y enfermos tratando de ganar las numerosas
indulgencias prescritas mediante la visita a los 30 templos indicados. Allí
llegaron entre otros Dante, Giotto, el músico Casella y el
cronista Giovanni Villani que luego comentaría: “Fue de lo más maravilloso... durante todo
el año había en Roma más de 200.000 peregrinos, sin contar los que llegaban o
se iban, y nadie pasaba necesidad de nada... fue un año de gracia”. Es una
pena que actos así no duraran toda la vida y que se extendieran al mundo
entero. Clemente VI ordenó que se
hicieran cada 50 años y Pablo II en
1475 cada 25. En 1950 Pío XII
proclamó otro Jubileo o Año Santo con el lema “Gran perdón, gran retorno. En los templos durante el año 1949 se rezaba
como preparación una plegaria cuya primera invocación era precisamente una
acción de gracias: “¡Omnipotente y
sempiterno Dios! Con toda el alma te damos gracias por el gran beneficio del
Año Santo...”. Entre estos jubileos se encuentra nuestro Año Jubilar
Jacobeo. Es una ocasión que nos brinda la Iglesia para convertirnos, volvernos a Dios y
mostrarle al menos, como decíamos, nuestra gratitud.
Cada año durante las Témporas tenemos también
varios días que la Iglesia llama de acción
de gracias y que posiblemente no les demos demasiada importancia cuando
deberían ser días como lo fueron y aún son para el pueblo judío el Yom kipur, o día del gran perdón y lo fue la Pascua en acción
de gracias por el final de la cosecha y hoy para un cristiano debería serlo por
haber resucitado ese día el Señor, trigo hecho pan para nuestro alimento
espiritual. El día 8 de octubre de 1992 recibía el premio Nobel Derek Walcott. En la primera entrevista que leí, a la
pregunta de que si su mística era religiosa respondía: “Soy creyente y siempre he tenido un verdadero sentimiento de gratitud (para
con Dios) tanto por la poesía que
considero un don suyo como por la belleza de la tierra y de la vida que nos
rodea...”. (El País 9-X-92).
Un
modo de reconciliarnos con Dios, es reconciliarse con el prójimo, ayudándonos
mutuamente a salir de nosotros mismos con lo que todos ganaríamos y todos nos
veríamos salvados. Juan Pablo I en
una de sus cartas, tomada de su libro “Ilustrísimos señores”, que citábamos el
domingo pasado, cuenta aquella historieta bastante conocida pero que merece la
pena recordar: “Murió cierto habitante de Corea y ya en el otro mundo pidió a San Pedro poder ver el infierno. Al
entrar vio grandes mesas con escudillas de sabroso arroz y los comensales
hambrientos intentando llevarse la comida a la boca, pero tenían en sus manos
unos palillos tan largos que les era imposible acercar ni un grano para
comérselo y así se desesperaban corroídos por el hambre. Luego entró en el
cielo y con gran asombro vio las mismas mesas con las mismas escudillas, los
mismos palillos enormemente largos y parecidos comensales a ambos lados pero
observó que los de una parte de la mesa daban de comer a los de la parte
opuesta y viceversa, de modo que allí comía todo el mundo. Se habían
acostumbrado en el mundo a servir a los hermanos”.
Sólo sabemos pedir, depositar nuestro trabajo ¡y que
nos rindan cuentas!, sólo pensamos en nosotros sin enterarnos que todos somos
deudores unos de los otros, que todos nos debemos y por tanto deberíamos ser
agradecidos, serviciales y caritativos con el prójimo. Sólo con que unos
cuantos hombres, sólo con que los cristianos cumpliéramos este programa el
mundo cambiaría radicalmente de la noche a la mañana y para bien.
Es por ese camino, el de la gratitud por donde podemos
encontrar a Jesús como lo halló el
samaritano. Si nos empeñamos en correr hacia los ritos, hallaremos el templo pero
posiblemente habremos perdido de encontrarnos con el Señor por el camino. Jmf
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