DOMINGO
XXXII 10‑XI‑2019 (Lc. 20, 27‑38) C
Hace dos domingos
veíamos el mundo cultural y religioso en el que se movían los fariseos. Hoy nos presenta el Evangelio otra secta de aquel tiempo, por
llamarla de algún modo, y su entorno ideológico y religioso al que también
aludimos de pasada, la de los saduceos...
enemigos igualmente de Jesús, a
quien tratan de envolver con preguntas capciosas. Estos eran los conservadores de entonces, de ideas sanas, buenos judíos, rígidos al aplicar la
Ley para con los demás cuando a ellos les era favorable. Aunque se decían patriotas no veían con malos ojos que Roma, la gran potencia mundial de
aquellos tiempos, (antes habían sido los seleucidas),
tuviera también allí sus bases con tal de que se mantuviera el orden. Se
erigían en defensores de los ritos, de la tradición, es decir, del “siempre se hizo así”. Pertenecían
a la burguesía y eran un tanto materialistas. No admitían más ley que la Torah o Pentateuco, esa era la razón por la que negaban la
resurrección, porque en dichos libros no se dice nada sobre ella. Y esto lo
mantenían contra viento y marea en una postura fundamentalista que les impedía
ver con claridad. Como los fariseos “eran
ciegos y guías de ciegos”, según los calificó Jesús. Porque si es verdad que “la
fe ilumina, el fanatismo deslumbra y ciega” y no nos impide ver.
Y esto sucedía con la
creencia en la resurrección. Es verdad que la Ley no la contemplaba, pero en
otros textos del A. T. sí se cita expresamente, tal como en el libro de los Macabeos del que hemos leído la primera
lectura hoy en el pasaje de los siete
hermanos. El rey pretende
hacerlos apostatar de su religión. El segundo de ellos le replica al rey con
aquellas palabras cuya interpretación esta fuera de toda duda con respecto a la
creencia que de ello había en ciertos sectores del mundo judío: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente,
pero cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para
una vida eterna” (7, 9‑14).
De otro texto, recogido
en Libro de los Hechos, se desprende que los saduceos tampoco creían en los
ángeles. La escena es la siguiente: Pablo
se defiende ante el Sanedrín, Ananías
manda golpearle en la boca. Pablo replica:
“Dios te golpeará a ti, pared
encalada...”. Y conociendo Pablo que entre ellos había fariseos y saduceos gritó: “... por esperar en la resurrección de los muertos soy juzgado...
porque los saduceos afirman que no hay resurrección ni ángeles ni espíritus...”
(23, 8...).
Pues bien son estos saduceos,
quienes en su fanatismo, sólo saben discutir y llevar la contraria, los que
ponen hoy a Jesús una trampa que
versa precisamente sobre la resurrección. Existe una ley en el Deuteronomio (25 5 y ss) y en el Génesis (38... 8) llamada del levirato, que ellos conocían muy
bien. Consistía en lo siguiente: cuando a la mujer que vive casada se le muere
el marido, si este tuviere un hermano la tomará por esposa. En el caso
propuesto por los saduceos a Jesús,
esto sucede hasta siete veces. La dificultad estriba en que, si hay
resurrección ¿cuál de los siete maridos será su legítimo esposo el día que
resuciten los siete?
Aunque la objeción
parece dura debía de ser una dificultad clásica entre los miembros de la secta
cuando discutían con los fariseos. Jesús resuelve el problema apoyándose
también en la Sagrada Escritura: “En
esta vida los hombres y mujeres se casan, en la otra vida no, serán como
ángeles..., y en cuanto a la resurrección, el Dios de Abrahán y Jacob no es un
Dios de muertos sino un Dios de vivos” (Ex. 3, 6).
También pudiera suceder
que nosotros, llevados de un poco de saduceísmo, corriéramos el riesgo de ponernos a
discutir, y hasta de dudar de esta verdad de la resurrección por lo difícil que
es no sólo su comprensión sino su misma creencia. Hubo apologistas que, ya
desde los primeros tiempos de la Iglesia (s. II) trataron de demostrar
racionalmente la resurrección de los
muertos, tales como San Justino y sobre todo Atenágoras, un griego procedente de
Avica y convertido al cristianismo. Se le conoce por un librito, “Embajada a favor de los cristianos”,
que envió a los emperadores romanos Marco
Aurelio y Cómodo, en unos años en los que empezaban las
terribles persecuciones, pero sobre todo es conocido por su obra “La resurrección de los muertos”, en la que trata de probar, usando argumentos
de la filosofía griega, que nuestros cuerpos volverán a la vida. Y es curioso
cómo plantea también, en el c. XVI, el tema de los ángeles y la inmortalidad
del alma verdades que negaban los saduceos, como si quisiera refutarlos a la vez
en todas sus tesis. Ello demuestra hasta qué punto preocupaba el tema desde los
primeros tiempos de la Apologética (s. II) en los que vivió Atenágoras.
Hoy mismo pudiera
suceder que oyéramos hablar de este dogma y nos preguntáramos ¿cómo va a ser
nuestra resurrección? ¿Con los mismos
cuerpos y almas que tuvimos..., como decía el Catecismo? Sería una
cuestión larga y difícil de explicar. Pero para no complicarnos mucho en este
tema, muy difícil ciertamente, tenemos que pensar que no podemos seguir
manteniendo ese concepto dualista (cuerpo/alma) del hombre, fruto de
nuestra formación aristotélica y escolástica.
La Biblia considera al hombre una unidad, y de tal manera uno
que le es imposible imaginar que un hombre pueda existir fuera de su cuerpo.
Por eso el Credo afirma tan contundentemente la resurrección de la carne
porque el alma sin el cuerpo no tiene sentido y viceversa. Si en el cielo
pudiéramos vivir sin cuerpo ¿no sería mejor y menos complicado todo? Pero el
alma pide a gritos su cuerpo para poder ser, para ver cumplida en plenitud la
felicidad del cielo. Si esto es así entonces cuando resucitemos ¿será este
mismo cuerpo? Teilhard de Chardin decía que la vida en la tierra se
desarrolla en tres grandes saltos: El primero, el que dio el mundo desde la nada a la materia; el segundo, desde la materia a la vida; y el tercero desde la vida al espíritu. Este último salto aún no ha tenido lugar, está
aún por venir. Vendrá de modo natural,
por evolución lo mismo que hemos evolucionado desde aquella bola de fuego
inicial antes de la gran explosión o Big
Bang. ¿Quién podría imaginar, si fuera posible entonces, que de aquel magma
atómico sometido a elevadísimas temperaturas, pasterizado por lo tanto hasta y
no más, iba a surgir una flor, una canción, un sentimiento, un niño, un ser
humano? Y ¿por qué no puede seguir evolucionando esta especie-hombre hasta
llegar a convertirnos en un rayo de luz, en un campo magnético, o en una fuerza
espiritual, es decir, una auténtica resurrección, consecuencia de un proceso
material? Si la evolución no se ha detenido en el pasado tampoco hay que pensar
que se va a detener en el futuro, anclándose en un modo de vida o estructura
física o psíquica, como si ya hubiéramos llegado a alcanzar la cumbre del
ser... cuando las posibilidades del hombre en el futuro (y estoy hablando a
millones de años vista) son inimaginables, ya que la ciencia de Dios es
infinita y su poder para crear, para seguir creando, es ilimitado.
Pero el gran argumento para nuestra fe es que Cristo
resucitó... una gran luz deslumbró a los centinelas aquella mañana del Domingo de Pascua, ellos fueron los
primeros testigos oculares, aunque a pesar de verlo con sus ojos no lo
creyeron, se deslumbraron. El escritor y sacerdote suizo Kurt Harti respondía así a una pregunta
que le hicieron sobre qué entendía él por resurrección de la carne aquí y
ahora: “para mí consiste en que ya no nos
matemos unos a otros con la guerra... ni menos aún con el tráfico, ¡nos
acostumbramos a todo tan pronto! ...en que tampoco nos matemos con la
incomprensión, con el odio y con los prejuicios. Dicho de otro modo: que nos
volvamos de una vez por todas más sociables, que vivamos unos para otros, unos
con otros pudiendo así desarrollar nuestra propia vida. Dios ama la vida...
quiere que vivamos... no que nos la quitemos mutuamente...”. En efecto,
podemos correr el riesgo de pasar la vida discurriendo el modo cómo vamos a
resucitar mientras luego nos destrozamos mutuamente o permitir pasivamente que
se mueran de hambre, de miseria o de desesperación a lo largo y ancho del mundo
muchos hermanos nuestros. Luchemos por esta otra resurrección de cada día y
esperamos firmemente, sin más, en la futura.
“Vida y muerte son como río y mar, una misma cosa”, escribe
Gibrán Jalil Gibrán. Noviembre es un mes en el que la
Liturgia pretende que recordemos de manera especial el novísimo de la muerte. No nos gusta mucho el tema, lo solemos
apartar de nuestras conversaciones relegándolo a las negras esquelas. “Esto no es vida”, decimos a menudo; y es verdad, no es “nuestra vida”, la nuestra es la futura que nos aguarda después que
nuestro cuerpo haya resucitado del sepulcro. Eso esperamos, eso creemos y eso
le debemos pedir a Jesucristo, “vida y
resurrección nuestra. Jmf.
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