jueves, 7 de noviembre de 2019


DOMINGO XXXII 10‑XI‑2019 (Lc. 20, 27‑38) C

Hace dos domingos veíamos el mundo cultural y religioso en el que se movían los fariseos. Hoy nos presenta el Evangelio otra secta de aquel tiempo, por llamarla de algún modo, y su entorno ideológico y religioso al que también aludimos de pasada, la de los saduceos... enemigos igualmente de Jesús, a quien tratan de envolver con preguntas capciosas. Estos eran los conservadores de entonces, de ideas sanas, buenos judíos, rígidos al aplicar la Ley para con los demás cuando a ellos les era favorable. Aunque se decían patriotas no veían con malos ojos que Roma, la gran potencia mundial de aquellos tiempos, (antes habían sido los seleucidas), tuviera también allí sus bases con tal de que se mantuviera el orden. Se erigían en defensores de los ritos, de la tradición, es decir, del “siempre se hizo así”. Pertenecían a la burguesía y eran un tanto materialistas. No admitían más ley que la Torah o Pentateuco, esa era la razón por la que negaban la resurrección, porque en dichos libros no se dice nada sobre ella. Y esto lo mantenían contra viento y marea en una postura fundamentalista que les impedía ver con claridad. Como los fariseos “eran ciegos y guías de ciegos”, según los calificó Jesús. Porque si es verdad que “la fe ilumina, el fanatismo deslumbra y ciega” y no nos impide ver.
Y esto sucedía con la creencia en la resurrección. Es verdad que la Ley no la contemplaba, pero en otros textos del A. T. sí se cita expresamente, tal como en el libro de los Macabeos del que hemos leído  la primera lectura hoy en el pasaje de los siete hermanos. El rey pretende hacerlos apostatar de su religión. El segundo de ellos le replica al rey con aquellas palabras cuya interpretación esta fuera de toda duda con respecto a la creencia que de ello había en ciertos sectores del mundo judío: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente, pero cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna” (7, 9‑14).
De otro texto, recogido en Libro de los Hechos, se desprende que los saduceos tampoco creían en los ángeles. La escena es la siguiente: Pablo se defiende ante el Sanedrín, Ananías manda golpearle en la boca. Pablo replica: “Dios te golpeará a ti, pared encalada...”. Y conociendo Pablo que entre ellos había fariseos y saduceos gritó: “... por esperar en la resurrección de los muertos soy juzgado... porque los saduceos afirman que no hay resurrección ni ángeles ni espíritus...” (23, 8...).
Pues bien son estos saduceos, quienes en su fanatismo, sólo saben discutir y llevar la contraria, los que ponen hoy a Jesús una trampa que versa precisamente sobre la resurrección. Existe una ley en el Deuteronomio (25 5 y ss) y en el Génesis (38... 8) llamada del levirato, que ellos conocían muy bien. Consistía en lo siguiente: cuando a la mujer que vive casada se le muere el marido, si este tuviere un hermano la tomará por esposa. En el caso propuesto por los saduceos a Jesús, esto sucede hasta siete veces. La dificultad estriba en que, si hay resurrección ¿cuál de los siete maridos será su legítimo esposo el día que resuciten los siete?
Aunque la objeción parece dura debía de ser una dificultad clásica entre los miembros de la secta cuando discutían con los fariseos. Jesús resuelve el problema apoyándose también en la Sagrada Escritura: “En esta vida los hombres y mujeres se casan, en la otra vida no, serán como ángeles..., y en cuanto a la resurrección, el Dios de Abrahán y Jacob no es un Dios de muertos sino un Dios de vivos” (Ex. 3, 6).
También pudiera suceder que nosotros, llevados de un poco de saduceísmo, corriéramos el riesgo de ponernos a discutir, y hasta de dudar de esta verdad de la resurrección por lo difícil que es no sólo su comprensión sino su misma creencia. Hubo apologistas que, ya desde los primeros tiempos de la Iglesia (s. II) trataron de demostrar racionalmente la resurrección de los muertos, tales como San Justino y sobre todo Atenágoras, un griego procedente de Avica y convertido al cristianismo. Se le conoce por un librito, “Embajada a favor de los cristianos”, que envió a los emperadores romanos Marco Aurelio y Cómodo, en unos años en los que empezaban las terribles persecuciones, pero sobre todo es conocido por su obra “La resurrección de los muertos”, en la que trata de probar, usando argumentos de la filosofía griega, que nuestros cuerpos volverán a la vida. Y es curioso cómo plantea también, en el c. XVI, el tema de los ángeles y la inmortalidad del alma verdades que negaban los saduceos, como si quisiera refutarlos a la vez en todas sus tesis. Ello demuestra hasta qué punto preocupaba el tema desde los primeros tiempos de la Apologética (s. II) en los que vivió Atenágoras.
Hoy mismo pudiera suceder que oyéramos hablar de este dogma y nos preguntáramos ¿cómo va a ser nuestra resurrección? ¿Con los mismos cuerpos y almas que tuvimos..., como decía el Catecismo? Sería una cuestión larga y difícil de explicar. Pero para no complicarnos mucho en este tema, muy difícil ciertamente, tenemos que pensar que no podemos seguir manteniendo ese concepto dualista (cuerpo/alma) del hombre, fruto de nuestra formación aristotélica y escolástica.
La Biblia considera al hombre una unidad, y de tal manera uno que le es imposible imaginar que un hombre pueda existir fuera de su cuerpo. Por eso el Credo afirma tan contundentemente la resurrección  de la carne porque el alma sin el cuerpo no tiene sentido y viceversa. Si en el cielo pudiéramos vivir sin cuerpo ¿no sería mejor y menos complicado todo? Pero el alma pide a gritos su cuerpo para poder ser, para ver cumplida en plenitud la felicidad del cielo. Si esto es así entonces cuando resucitemos ¿será este mismo cuerpo? Teilhard de Chardin decía que la vida en la tierra se desarrolla en tres grandes saltos: El primero, el que dio el mundo desde la nada a la materia; el segundo, desde la materia a la vida; y el tercero desde la vida al espíritu. Este último salto aún no ha tenido lugar, está aún por venir. Vendrá de modo natural, por evolución lo mismo que hemos evolucionado desde aquella bola de fuego inicial antes de la gran explosión o Big Bang. ¿Quién podría imaginar, si fuera posible entonces, que de aquel magma atómico sometido a elevadísimas temperaturas, pasterizado por lo tanto hasta y no más, iba a surgir una flor, una canción, un sentimiento, un niño, un ser humano? Y ¿por qué no puede seguir evolucionando esta especie-hombre hasta llegar a convertirnos en un rayo de luz, en un campo magnético, o en una fuerza espiritual, es decir, una auténtica resurrección, consecuencia de un proceso material? Si la evolución no se ha detenido en el pasado tampoco hay que pensar que se va a detener en el futuro, anclándose en un modo de vida o estructura física o psíquica, como si ya hubiéramos llegado a alcanzar la cumbre del ser... cuando las posibilidades del hombre en el futuro (y estoy hablando a millones de años vista) son inimaginables, ya que la ciencia de Dios es infinita y su poder para crear, para seguir creando, es ilimitado.
Pero el gran argumento para nuestra fe es que Cristo resucitó... una gran luz deslumbró a los centinelas aquella mañana del Domingo de Pascua, ellos fueron los primeros testigos oculares, aunque a pesar de verlo con sus ojos no lo creyeron, se deslumbraron. El escritor y sacerdote suizo Kurt Harti respondía así a una pregunta que le hicieron sobre qué entendía él por resurrección de la carne aquí y ahora: “para mí consiste en que ya no nos matemos unos a otros con la guerra... ni menos aún con el tráfico, ¡nos acostumbramos a todo tan pronto! ...en que tampoco nos matemos con la incomprensión, con el odio y con los prejuicios. Dicho de otro modo: que nos volvamos de una vez por todas más sociables, que vivamos unos para otros, unos con otros pudiendo así desarrollar nuestra propia vida. Dios ama la vida... quiere que vivamos... no que nos la quitemos mutuamente...”. En efecto, podemos correr el riesgo de pasar la vida discurriendo el modo cómo vamos a resucitar mientras luego nos destrozamos mutuamente o permitir pasivamente que se mueran de hambre, de miseria o de desesperación a lo largo y ancho del mundo muchos hermanos nuestros. Luchemos por esta otra resurrección de cada día y esperamos firmemente, sin más, en la futura.
“Vida y muerte son como río y mar, una misma cosa”, escribe Gibrán Jalil Gibrán. Noviembre es un mes en el que la Liturgia pretende que recordemos de manera especial el novísimo de la muerte. No nos gusta mucho el tema, lo solemos apartar de nuestras conversaciones relegándolo a las negras esquelas. “Esto no es vida”, decimos a menudo; y es verdad, no es “nuestra vida”, la nuestra es la futura que nos aguarda después que nuestro cuerpo haya resucitado del sepulcro. Eso esperamos, eso creemos y eso le debemos pedir a Jesucristo, “vida y resurrección nuestra. Jmf.

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