CRISTO REY DEL UNIVERSO, 24-XI-2019 (Lc. 23, 33-37)C
Corría el año 1925, final de la terrible contienda mundial, iniciada
en 1914 y zanjada con la firma del Tratado de Locarno (Suiza) a la
sombra del santuario mariano de Sasso. El mundo estaba conmocionado, tal
como lo refleja la literatura de entonces. Por ejemplo el escritor sueco Eyvind
Johnson (premio Nobel en 1974) describe en su obra “Año 1914” la
tragedia vivida en los frentes, la angustia de la que fueron presa los pueblos,
la desesperación que cundió en las masas obreras: “Miraban fijamente al
cielo por donde amanece, donde existe un Dios para algunos y la nada para
otros, donde existe la luz para todos. ¡Buenas noches!, se decían, pero... no,
lo que se debería hacer es poner dinamita para que saltara todo por los aires
en pedazos...”. Así describe este prestigioso literato aquel ambiente
posbélico.
Y es entonces, cuando Pío XI instituye la controvertida fiesta
de Cristo Rey, como fiesta de la Iglesia Universal, con la idea de que
todos los gobiernos del mundo reconocieran, de algún modo, la soberanía de
Cristo y lo honrasen como rey. Pero las gentes, las ideologías cambian.
Hoy rehusamos estar sometidos al gobierno de nadie tanto en el plano personal
como en el de las naciones. Antes se decía: “Servidor de usted”, ahora
simple y llanamente: sí, o se levanta
el brazo. Es como si de nuevo aquel grito de rebelión que lanzó Lucifer
en el Paraíso: “¡Non serviam! no serviré...” recorriera el universo
mundo y entrara en todos los parlamentos, aulas y hogares. Ahora bien, el
título de rey aparece en la Biblia nada menos que 2.831 veces, y 361 el
de reyes. Cuando el pueblo judío pide a Samuel un rey contra la
voluntad de Dios Dios dice a Samuel: “Obedece la voz del pueblo en
todo lo que te pide, mas hazle saber lo que conlleva consigo servir a un rey:
Os hará trabajar a hombres, mujeres y niños... para él, lucharéis... para él y
os cobrarán impuestos... para él y sus ministros” (I Sam. 8, 10). Los
judíos no obstante, insisten, y Samuel unge por rey a Saúl, hijo
de Cis, cuando andaba buscando por el monte unas pollinas que se le
habían extraviado. Hasta el último libro de la Biblia: el Apocalipsis,
nos recuerda el título regio dando a Jesús
el superlativo hebreo de rey de reyes (Apoc. 19, 16).
El Evangelio también recuerda muchas veces la realeza de
Cristo; así cuando los Magos preguntan a Herodes dónde ha nacido
el rey de los judíos, y luego lo encuentran en Belén, le rinden
pleitesía, lo adoran y ofrecen regalos como a Dios, como a hombre y como a rey...
El diablo en el Monte de las Tentaciones le promete a Jesús todos los reinos de la tierra, es
decir, le promete nombrarlo rey a cambio de un gesto de adoración. Jesús reacciona ante la propuesta: “Apártate
de mí Satanás, a sólo Dios servirás”. Un día el pueblo lo quiere nombrar rey
después de la multiplicación de los panes y los peces..., pero Jesús huye al monte y se esconde. En
cambio cuando Pilato lo presenta a la muchedumbre coronado de espinas y
cubierto con un manto raído y sucio, llevando como cetro una caña vacía...;
entonces sí, entonces Jesús acepta
el título de rey, un título que horas más tarde todos podrán leer, para
más INRI, en lo más alto de la cruz: Jesús Nazareno rey de los judíos.
Ese es su verdadero trono y no otro desde el cual Cristo imparte justicia, su
justicia que es distinta de la nuestra, pues desde allí perdona a los que le
crucifican, y abre las puertas del Reino celestial a un malhechor arrepentido:
uno de esos que llegan a la hora undécima: “Te lo aseguro, hoy estarás
conmigo en el Paraíso”. Así inicia su reinado desde esa cruz ante la cual
se dan las más diversas y contradictorias reacciones y actitudes; por ejemplo:
las autoridades religiosas se ríen de él haciendo muecas, el pueblo,
como siempre, calla y mira; los soldados le ofrecen vinagre y sortean
sus vestidos, las piadosas mujeres lo compadecen y acompañan; Pilato escribe: “Rey de los judíos”,
protestan estos y él contesta: Lo escrito escrito está. Un ladrón
le insulta, el otro le pide perdón y le suplica: “Acuérdate de mí cuando
llegues a tu Reino...” Este fue el que acertó, el más listo de todos. Lo
sabemos hoy, después de dos mil años.
Y es que el Reino de Jesús
no es como los reinos de la tierra: su trono es un patíbulo, su corona
es de espinas, su manto de tela sucia y rota y nosotros empeñados en
cambiar el patíbulo, por cruces de adorno y recamadas en oro y plata para
condecorar a los poderosos de la tierra. Sus leyes son el amor a los
enemigos, “si te abofetean en una mejilla pon la otra”, en el perdón de
las ofensas a nuestros hermanos, en dar la vida por el prójimo... y nosotros
erre que erre, con la venganza a flor de labios siempre, con el “ojo por ojo”
del Talión. Sus comunicados, sus partes de guerra siempre son
buenas noticias, evangelio simple y llano, nosotros empeñados en que sólo sean
buenas noticias los partes de guerra y las tragedias. Finalmente sus súbditos
son los pobres, los que lloran, los que lo pasan mal, los necesitados de pan y
de justicia..., etc., definitivamente, y a la vista de todo esto se ve a la
legua que “su reino no es de este mundo”, por más que juremos que lo
queremos hacer reinar sobre la tierra.
Constantino y Pipino el Breve ofrecen coronas temporales a los Papas Silvestre
I y Esteban II y estos no las rechazan. Los reyes europeos (año
1000) conquistan Tierra Santa a sangre y fuego y la Iglesia los bendice y
anima. Hemos hecho “cristianos a la fuerza” a judíos y a moros, e incluso hay
algún iluso todavía que soñaba con imponer un orden social cristiano a base de “guerrilleros
de Cristo Rey”, así se llamaban algunos de estos grupos, hoy desaparecidos.
Dice el argentino Marcos Aguinis, autor de “La cruz invertida”,
premio Planeta en 1970, que “cuando una cruz se desenfunda y se empuña es
una espada, pero cuando una espada se enfunda entonces se convierte en una cruz”.
“Mi reino no es de este mundo”. “No he venido a ser servido sino a servir y a
dar mi vida por todos...”. Y sin embargo con todo y con eso, aún no nos
acostumbramos a sufrir las críticas, nos asustan las humillaciones, huimos del
escarnio, despreciamos la cruz que es precisamente donde Dios ha puesto su
trono.
Lo explica muy bellamente, aunque con su dosis de crítica, Dostoievski
en Los hermanos Karamanzov, dirigiéndose a Cristo en estos
términos: “Si hubieras cogido la espada y puesto la corona real todos se
hubieran sometido a ti de buen grado. En una sola mano hubieras reunido el dominio
completo sobre las almas y los cuerpos y hubiera comenzado el imperio de la
eterna paz. Pero has prescindido de esto. No bajaste del patíbulo cuando te
gritaron con burla y con desprecio: Desciende de la cruz y creeremos que eres
el Hijo de Dios. No bajaste de la cruz porque no quisiste hacer esclavos a los
hombres por medio de milagros, porque Tú querías un amor libre. Tenías sed de
amor voluntario, no de encanto servil ante el poder. Si hubieras tomado la
espada y la púrpura de emperador hubieras establecido el dominio Universal y
dado al mundo la paz... pues sólo domina a los hombres el que tiene en sus
manos sus conciencias y su pan”. ¿No es acaso siempre ésta la tentación no
sólo de los gobiernos sino de la Iglesia? ¿No fue, en cierto modo, la de Pío
XI al inaugurar esta fiesta? Pero Jesús
sigue gritando: Mi reino no es de este mundo, está en él, claro que
está, incluso lo lleváis dentro de vosotros si pensáis un poco y leéis mi
evangelio, pero mi reino no puede ser de aquí, se mueve en otras coordenadas:
mi reino está en la humillación no en la exaltación, en la pobreza no en el
confort, en el dolor no en el placer, en los desheredados no en los
satisfechos. Un día visitando una capilla de una ciudad belga me encontré con
un folleto que contenía un texto muy hermoso que decía algo así: “Jesús, Tú
eres diferente. Tú te pusiste de lado de la mujer adúltera cuando todos le
dieron la espalda. Tú entraste en casa del publicano cuando todos echaban
contra él. Tú perdonaste a Pedro mientras los demás lo condenan. Tú felicitas a
la viuda generosa mientras para los demás pasa desapercibida. Tú prometes el
cielo al ladrón arrepentido mientras todos lo envían al infierno. Tú rehuiste
los aplausos de la muchedumbre satisfecha cuando trataban de elegirte rey. Tú
cargaste con la culpa mientras los demás se lavaban las manos. Tú morías en la
cruz mientras los demás celebraban la Pascua. Tú llamaste a Pablo a tu servicio
mientras todos desconfiaban de él. Tú saliste vivo del sepulcro mientras todos
creyeron que allí se había acabado todo. Jesús, yo te doy gracias, porque Tú...
eres diferente”.
Jesús es nuestro Rey. La pancarta que llevó colgada al cuello, camino
del Calvario, y que luego apareció sobre la cruz para mayor escarnio, como si
fuera la primer pintada del Nuevo testamento contra Cristo, resultó ser VERDAD,
al cabo de los siglos. Rey de los judíos y rey del Universo, pero
a su manera. Quizá la fiesta tuvo en un principio, en aquel lejano 1925, un
poco de aire triunfalista y de constantinismo espiritual. No lo tendrá hoy si
entendemos bien su significado y la actitud, las palabras de Jesús: que su
reino no es, no debe ser de este mundo, ya que su reino es un reino de verdad y
aquí existe la mentira, su reino es de vida y aquí practicamos la cultura de la
muerte, (como llama a nuestro tiempo el Papa Juan Pablo II), su reino es
de santidad y aquí se practica la maldad, su reino es de gracia y el mundo está
empecatado, su reino es de justicia, de amor y de paz y aquí sólo vemos
injusticia, odio y guerra. Pero, a pesar de todo, es su Reino el Reino al que
debemos aspirar, un reino espiritual que llevamos ya de alguna forma dentro de
nosotros, aunque no nos demos cuenta. Y si aún no lo viéramos así, entonces
deberíamos orar con fe, cada día al Señor para alcanzarlo, ya que fue Él quien
se adelantó a recomendárnoslo en la segunda petición del Padrenuestro que dice:
“Venga a nosotros tu Reino”. Jmf
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