DOMINGO
XXXIII 17‑XI‑2019 (Lc. 21, 5‑19)C
Todos hemos pensado,
preguntado y comentado alguna vez cómo será el fin del mundo. De una cosa
estamos seguros de que algún día sucederá. El sol es una hoguera que tendrá que
extinguirse, pues su fuego no es eterno. El hombre muere, los animales mueren, las
plantas mueren y el mundo tendrá también su agonía y después su muerte. Sin
embargo más que la muerte, más que la suerte que va a correr el mundo nos
interesa la nuestra, la de cada uno. Nos dice el Evangelio: “Antes tendréis que pasar mucho...”. Jesús
no nos engaña. No promete a su Iglesia y a sus fieles un futuro rosado aquí en
la tierra, más bien nos avisa: “tendréis
dificultades, luchas, persecuciones”. De ahí que ese optimismo
constantiniano: paz, tranquilidad, hermandad universal... es sólo una bella
utopía por la que debemos luchar siempre, pero de escaso valor evangélico.
El 29 de setiembre de 1986 se
estrenaba en Madrid la película: La
Misión. Su director Roland Joffe
trató de plasmar, y creo que lo logró, el drama de unos misioneros jesuitas
que, con sus métodos y su concepción socioeconómica y política de la sociedad,
llevaron a los indios guaraníes a una prosperidad humana pocas veces alcanzada
en la Historia... Quizá la Iglesia en sus prédicas sociales sueñe con un mundo
así. Sin embargo cuando, al final aquellos pioneros de la democracia y de la
sociedad cristiana sin clases fueron vejados, expulsados e incluso martirizados
y ejecutados..., cuando aparentemente todo aquel montaje social se vino abajo,
con toda seguridad que fue en aquellas horas amargas cuando estuvieron más
cerca del Reino de Cristo y del Evangelio. Porque es en la prueba y en
la adversidad donde se templa el cristiano y se construye Iglesia.
También a nosotros nos puede
pasar otro tanto en nuestras luchas y contrariedades. “Tiene usted razón para sentirse orgulloso de su pueblo, decía un
turista al guía, me impresiona la gente
que asiste a misa aquí, seguramente serán todos buenos cristianos...”. A lo
que el guía replicó: “Tal vez tengamos
buenos cristianos, no lo sé, de lo que sí estoy seguro es de que entre estos
abundan bastante los que se odian a muerte...”. Así, poco más o menos,
retrata Anthony di Mello cierto cristianismo en su obra El canto del pájaro. Damos a menudo la
sensación de que somos incapaces de convivir, de dialogar, de sobrellevarnos,
pasando una gran parte de la vida en luchas y enfrentamientos. Cuenta en otro
lugar el mismo autor que un día se acercó Nuestro Señor Jesucristo a presenciar
un partido de fútbol. Jugaban católicos
contra protestantes. Empezaron marcando
un gol los protestantes y Jesús
aplaudió con todo su entusiasmo la jugada... lanzando su sombrero por los
aires. Luego, en otra jugada similar, empataron los católicos y Jesús volvió a aplaudir desaforadamente
y a tirar al alto su sombrero... Uno que estaba detrás, desconcertado ante tal
actitud, le preguntó: “Por favor, señor,
¿de qué equipo es usted?”. -“¿Yo...? respondió Jesús, de ninguno. Yo aquí sólo vengo a
divertirme”. Un espectador al oírlo comentó entre dientes: “Pchsss, este debe de ser ateo”.
Los hombres tal parece que
sólo nos movemos a base de enfrentamientos y de guerras, por la ley de la negación y de la contradicción. Pero el mundo, mal que
nos pese, se acabará. Y lo grave es que va ser por culpa nuestra, provocado por
nuestras incomprensiones y rivalidades. Hoy mucha gente teme la amenaza
atómica, como se describe tan dramáticamente en ese film americano: “El fuego desatado”. Pero lo que nadie
podrá decir es que se trata de un castigo divino o que es obra de Dios; ese
drama será provocado por el hombre mismo. Estamos jugando con fuego, nunca
mejor dicho, y lo lógico es que terminemos abrasándonos. Lo mismo que el
terrorista, por experto que sea, a fuerza de poner bombas, es fácil que un día
le estalle una entre las manos. Lo estamos viendo a cada paso. El profeta Malaquías profetiza: “Mirad que llega el día ardiente como un
horno”. Con fuego empezó el mundo
en aquel Big Bang o explosión
inicial, y todo lo arrebatará fuego al final.
Además tendrá lugar por
sorpresa. Así nos lo dice el Evangelio, “cuando
menos lo esperéis...”, de modo
semejante a como vienen muchas desgracias, muchas muertes, los ladrones... de
improviso, sin avisar. Pero antes tendrá lugar la persecución. De esto sí que
nos avisa Cristo. ¿Y no podría Dios suprimir esta catástrofe final? Parece que
no, que eso limitaría la libertad del hombre en construir el futuro a su
medida, a la medida de sus actos. Dios no es quien desata las catástrofes. Dios
ve la Historia y lo que va a pasar como “en diferido”, igual que nosotros podemos
presenciar en la TV un partido ya jugado: sabemos de antemano el resultado pero
eso no influye en absoluto en el libre desarrollo del juego. Imaginémonos que
se está jugando en presente y nosotros podemos taladrar el futuro y ver lo que
va a pasar. Conocemos los goles, las faltas y castigos, las jugadas... las
lesiones... pero esto no sucede porque nosotros lo sepamos, lo sabemos porque
va a suceder.
Sobre eso que llaman “el túnel del tiempo”, sobre las
predicciones, profecías, etc. hoy aún se conoce poco. Sabemos que se dan y poco
más. Y así como el jugador no puede decir:
¿para qué me voy a esforzar? ¿Para qué luchar... si mañana el espectador de TV
ya va a saber el resultado de antemano? Lo mismo aquí, si Dios sabe si me
voy a salvar o no ¿para qué sacrificarme? San
Pablo dice a los Tesalonicenses
que se hacían un razonamiento parecido con respecto al fin del mundo y se daban
a la vagancia creyendo que era inminente: “Pues
el que no trabaje que no coma”. De
ahí que más que el interés por saber cuándo y cómo va tener lugar el fin del
mundo deberíamos esforzarnos en vivir y aprovecharnos de este tiempo que
tenemos aquí y ahora. Se podría decir que el fin del mundo está llegando en
este mismo instante... o ya empezó... “Para
aquel que espera, nada llega por sorpresa”. La esperanza, juntamente con la
paciencia, es la virtud a ejercitar en estos casos, teniendo en cuenta que en
esa misma espera hallaremos un caudal de felicidad. Y de ser así no habría
lugar para recitar aquella súplica medieval de la Letanía de los Santos que
dice “A subitánea et improvisa morte
libera nos, Dómine” (líbrame, Señor, de la muerte
repentina) pues siempre nos cogería preparados. Francisco de Quevedo escribió: “Vive para ti solo, si pudieres/ pues sólo para ti, si mueres, mueres”. De alguna manera nadie muere para sí pues, según Laín Entralgo, unos mueren por los demás, son los héroes; otros
mueren con los demás, y el resto de los hombres morimos para los demás.
Entretanto
nos queda algo importante que hacer: orar, cumplir nuestro deber, trabajar
haciendo nuestra una de las máximas del filósofo Manuel Kant: “Vive y actúa
como si de tu esfuerzo dependiera lo que esperas o deseas esperar”. Sin
embargo ¿cómo se puede llamar al fin del mundo una buena nueva, un evangelio? Pues lo es... puesto que para un
creyente es el fin de todos los males, y si el mundo tiene fin es que también
nuestros males lo tendrán. La Biblia en sí y por sí no representa nada si no
sabemos escuchar su mensaje. Podíamos afirmar con Hans Küng: “Yo no creo en la
Biblia sino en el Dios que me habla en ella, ni en la Iglesia sino en el Cristo
que me evangeliza, ni en la tradición sino en la verdad que me ilumina, en el
Jesús que se acerca...”. Dios no es el mundo por más que Hegel afirmara: “Dios sin el mundo
no es Dios”. Dios no es el mundo, y de ahí que nuestra esperanza tenga que
cifrarse únicamente en Jesucristo y en su regreso al mundo.
Y en esta
confianza debemos vivir todos. En un Congreso Internacional para la paz y la
Civilización Cristiana que tuvo lugar en Florencia en 1955 ya dijo entonces su
famoso alcalde Giorgio La Pira
hablando sobre la esperanza humana: “El
progreso de la ciencia alivió muchos sufrimientos humanos, el cristiano debe
admitirla. Pero también tiene que tener presente que estos avances han sido y
son incapaces de cambiar el corazón del hombre. Nuestro tiempo es un tiempo de
esperanza. Hay que confiar en el porvenir de la Humanidad (no ser siempre
profetas de la calamidad) y hay que pensar que Dios puede hacer surgir
civilizaciones todavía más bellas que las más bellas del pasado. Pero esto no
puede ser el resultado de una evolución exclusivamente económica. Nuestra
esperanza debe manifestarse en el obstinado combate a favor de la paz y de la
justicia contra el poder de la muerte y del egoísmo siempre presentes en el
corazón humano”.
El
controvertido teólogo Ernest Bloch también supo ver la
historia subterránea de los cristianos inconformistas que desde el anonimato
esperan luchando. Todo el mundo puede ser cambiado porque el mundo no es Dios.
Sólo creen que el mundo debe seguir igual quienes identifican a Dios con el mundo.
De ahí el consejo de Jesús: “Cuidado que ninguno os engañe”. Los
cristianos tenemos la verdad en el Evangelio que, aunque hable del fin del
mundo y de catástrofes, para quien tiene fe y esperanza no se queda en el dolor
del parto que pasa sino en el niño que nace y llega, en el nuevo mundo
prometido “los cielos nuevos y la tierra
nueva” que de ahí van a surgir y por lo que todos clamamos cuando decimos “Venga a nosotros tu Reino”. Jmf.
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